CAPÍTULO 18: En la salud y en la enfermedad
Eran las tres de la madrugada cuando la fuerte tos de Amelia me despertó, en ese momento encontré a Franco poniendo su mano sobre su frente. El fuego de la chimenea los iluminaba lo suficiente como para evitar que mi mente pensara mal.
—¡Está ardiendo! —expresó una vez que me vio recomponerme, sonaba preocupado.
No contemplé mi falta de coherencia, solo me acerqué a ella y la toqué tanto en frente como en brazos, era cierto, tenía fiebre al grado de padecer delirios.
—Debemos bajar su temperatura —comuniqué sin saber cómo hacerlo.
—Consigue agua fría y paños, enviaré a Mort por el médico —ordenó el esposo desesperado.
Sin embargo, nos sorprendimos ambos cuando notamos que el referido no estaba por ningún lado, acudí a la cocina y luego a la panadería, pero sencillamente no apareció.
—No está aquí —negué al tiempo que volvía con lo que solicitó minutos antes.
No tenía idea de cómo cuidar una fiebre, Samanta solía encargarse siempre que mi hijo lo necesitara, yo detestaba todo lo que tuviera que ver con la medicina.
—Puedo encargarme de esto —aseguró Franco mientras colocaba un paño húmedo sobre la frente de la mujer—. Ve por el médico.
Mis ojos se abrieron grandes, afuera helaba, estaba oscuro y desconocía la dirección. Tampoco conocía el pueblo, era seguro que terminaría perdido y congelado.
—No sé dónde encontrarlo, señor —comenté después de tragar saliva.
—¡Maldición, lo olvidé! Solo Mort lo sabe —gruñó con el miedo en los ojos—. Búscalo, seguramente está afuera bebiendo.
Asentí de inmediato, sin objetar. Mort era así, extraño y si alguien lo conocía, ese sería su empleador. Estaba por salir, cuando de pronto escuché un ruido que venía desde la parte superior de la casa, creí que se trataba de Benedicto, aunque me sorprendí bastante cuando noté que quien bajaba era Mort.
—¿Qué es lo que ves? —cuestionó con la cruda mirada puesta sobre mí, arrugando la frente.
Estaba a punto de responder, pero el mismo Franco interrumpió, apareciendo a mis espaldas.
—¿Por qué vienes de arriba? —interrogó el Conde, aquel que conocía bastante bien a su lacayo.
Por primera vez vi a Mort nervioso, despegó los labios mientras su reflejo era apenas iluminado por la lámpara que yo alzaba sobre mi cabeza.
—Necesitaba ir al retrete —emitió el calvo con torpeza, el lugar que buscaba no lo encontraría arriba, sino afuera.
—Es evidente que ese no está arriba, Mort. ¿Qué hacías? —preguntó una vez más, aunque esta vez empleó un tono más rígido.
—Necesitaba una lámpara —interceptó Yena, la joven que bajaba los escalones, cubierta por una manta.
Franco posicionó su atención primero en Yena y luego en Mort, para ser sincero, yo no les creía nada, se mentían a sí mismos y pensar que Franco se lo tragaría era un insulto a su inteligencia.
—¡Tenemos una justo aquí! —Franco arrebató la lámpara que yo cargaba y la puso sobre el rostro de Mort, al tiempo que lo jalaba de la ropa—. ¿Creíste que era prudente despertar a la gente por simples necesidades?
El Conde ahora mostraba todo su enojo, pues lo pensaban un tonto.
—Buscaba a mi padre, escuché ruido y nos encontramos en el pasillo, ¿sucede algo? —La joven se interpuso entre ambos hombres que estaban a punto de golpearse.
Franco no retiró los ojos de Mort, aún lo sujetaba; no obstante, Amelia seguía tosiendo, lo que le provocó que el enfurecido Conde se olvidara del suceso.
—Necesito que busques al doctor ahora —indicó al tiempo que lo soltaba y se daba media vuelta en dirección a su esposa.
—¿Ahora? —cuestionó aquel, cansado de las exigencias de su jefe.
—¡Ahora! ¡La Condesa enfermó! —gritó disgustado con el tipo en el que se suponía confiaba.
Molesto, hundió el entrecejo y salió de la casa. Yena mantenía su atención en el Conde, pues este no creyó una sola de sus palabras.
—Su excelencia, me permitiría unas palabras a solas. —Se atrevió a emitir la mujer luego de tragar saliva.
Yo tomé el tazón, y con la excusa de buscar agua fría, me disponía a salir de la habitación.
—Yena puede hacerlo, James. —Me detuvo colocando su mano en mi antebrazo—. No necesito que hablemos.
—¡No puedes alejarme así! —reclamó la hija del panadero con el pecho a punto de explotar.
—¡Ve por el agua! —ordenó con altivez desde su posición de Conde.
Aun cuando su enojo fuera grande, no podía hacer nada, él era un Conde, ella la hija del panadero. La mujer me arrebató el tazón y salió tan molesta que comenzó a llorar de rabia, haciendo todo un escándalo desde la cocina.
Aquel se mantuvo firme, con la mano en la frente de Amelia, a la que tocaba con cierta ternura.
—Podría ser cierto —mencioné en dirección a Franco, quien tenía su atención en la mujer del sillón.
—¿Acaso viste a Mort salir con una lámpara en su mano? ¡Ese hombre es capaz de ver en la oscuridad! —espetó con fastidio.
Finalmente, asentí sin decir nada más, tenía razón, el lacayo se comportaba como un lobo solitario, sigiloso y vengativo. Era perfecto para un tipo como Franco, pero este se atrevió a traicionarlo al haberse enredado con la amante.
Después de una hora, Mort seguía sin volver, mientras Franco y yo manteníamos a Amelia lo más fresca que nos fuera posible. En ocasiones tenía que desviar la mirada para evitar ver el delicado tacto de Franco sobre el pecho y las piernas de la pelirroja. Lo negaba, pero sentía algo por ella, de lo contrario ni siquiera se hubiera molestado en mantenerla con vida.
Al paso de dos horas el panadero bajó, sorprendiéndose de haber encontrado a su hija ya vestida y a nosotros refrescando el cuerpo de la Condesa. No tuvo que preguntar, ya que en aquel momento apareció Mort por la puerta con el viejo médico que atendería a Amelia.
El resto salimos de la habitación y fuimos directo a la cocina, donde el parloteo de Benedicto cubría el cuestionario que el médico le hacía a Franco, quien se quedó al lado de su esposa. A decir verdad, yo no estaba tan preocupado, era seguro que debía tratarse de una simple fiebre.
El Médico recetó algunas infusiones de hierbas que mejorarían el estado de salud, así mismo, dijo que no debíamos moverla a menos de que el clima mejorara, lo que parecía estar lejos de suceder. El mismo Franco objetó varias veces, no quería permanecer en el hogar del panadero más de lo necesario, sobre todo por la insolente presencia de Yena, aun así, no había otro remedio.
El resto del día fue pesado tanto para mí como para Franco, ya que este dejó de confiar en Mort y eso lo tenía de genio, lo envió al hotel para solicitar una habitación, apenas hubiera oportunidad, así lo mantendría alejado.
Luego de varias horas, Amelia recobró la conciencia, abrió los ojos azules que se fijaron en el rostro de Franco. Por desgracia, un golpe de miedo la hizo desmayarse cuando lo vio muy cerca de ella, pero el panadero dijo que debía tratarse del cansancio.
—Intenta dormir en el establo —señaló observándome después de un tiempo.
Me negué a pesar de que me sentía bastante cansado.
—Será mejor que suba a descansar, su excelencia —mencionó Benedicto—. Puede usar mi habitación mientras su mozo y yo nos encargamos de cuidar la fiebre. Ya está cediendo.
Resignado, vio el rostro de Amelia, aquel que dormía, ya no había balbuceos, delirios o sudor.
—Cualquier cosa, deben decirme, por favor.
Asentimos, enseguida este desapareció y nosotros continuamos hasta la mañana siguiente. Por aquel tiempo, no pude aguantar más y me quedé dormido en uno de los sofás pequeños. Fueron prácticamente dos noches sin dormir, el cansancio terminó por vencerme.
El ruido matutino se hizo presente, al parecer la panadería había vuelto a su ajetreo natural, luego de que la tormenta hubiera cesado. Sobre las calles, las personas volvían a vagar, yendo de un punto a otro, continuando con sus labores.
Abrí los ojos y noté que tenía sobre el cuerpo la manta que días antes cubrió a Amelia, brinqué del asiento y fue entonces donde me topé con la plácida sonrisa de la Condesa, viéndome desde el otro extremo del salón.
—¿Qué hace de pie? —pregunté tallándome el rostro.
—Estoy mejor —respondió entrelazando las manos—. Gracias por sus cuidados, Benedicto dijo que ayudó.
Confirmé sin decir nada, ya que en realidad no fue mucho.
»La mujer que despose será afortunada —continuó caminando hacia mí.
Por mi parte, recordé que estaba en esa situación por el simple hecho de no ser un buen esposo. Era patético.
—Franco siempre estuvo al tanto de sus cuidados, él hizo la mayor parte, sólo que se cansó.
—Y desistió... —interceptó la dama.
—Bueno, sí, pero tuvimos que insistir. Amelia, no creo que él sea tan indiferente después de estos días, podrían intentar un acercamiento. —Me atreví a decir en voz alta, al fin y al cabo, gozaba de su confianza.
Suspiró hondo y asintió con recelo.
—Tal vez, aunque no seré yo la que lo intente —replicó con una leve sonrisa—. ¿Dónde está él?
Encogí los hombros, pasé las últimas horas durmiendo y desconocía su paradero.
—Salí un momento, las calles volvieron a ser transitables y dentro de poco podremos regresar a casa —interrumpió Franco, quien apareció en la puerta con la mirada fija en su esposa—. Imagino que estás mejor —comentó con la misma frialdad de antes.
Ella afirmó a sabiendas de que algo de lo dicho pudo haber sido escuchado.
Minutos más tarde el chofer y yo nos encontrábamos preparando los caballos y el carruaje para volver al palacio, Franco salió y me dio la indicación de que lo siguiera.
Caminamos hasta las orillas de una calle que parecía desierta, aún podía sentir mis pies hundirse en la nieve, por lo que no consideré extraño que el lugar estuviera vacío. Creí que Franco intentaba comprar algo para el camino de regreso; no obstante, el lugar al que ingresamos era una taberna maloliente.
—Busca a Mort —me indicó mientras observaba por encima del hombro.
No tardamos mucho en encontrarlo ahogado en la esquina de una pequeña mesa que estaba vacía, nos acercamos, aunque yo me mantuve alejado, el aroma era repugnante. Franco tomó el tarro a medio servir que estaba sobre la mesa y lo vació sobre Mort para que este estallara en gritos, lanzando golpes al aire que nunca conectó.
—¿Qué sucede? —interrogó el lacayo cuando se percató de que su antiguo jefe lo tenía oprimido contra la pared.
—Tienes un día para finiquitar tus asuntos y largarte de mis tierras —sentenció el Conde con la mirada de un demonio puesta sobre aquel.
—Te equivocas, no te olvides de que sé demasiado —repuso aquel un tanto sofocado.
—¡Tú no dirás nada, porque si te atreves a hacerlo, te arrancaré la lengua con mis propias manos! —amenazó Franco golpeándolo de nuevo contra la pared.
Los pocos hombres que había en el bar, ni siquiera se atrevían a observar.
—¿Te molesta saber que Yena gozó más conmigo? ¿Es eso? —interrogó aquel que no sabía quedarse callado.
En ese instante, Franco lo soltó y dijo con repulsión.
—Tú y Yena pueden irse al infierno, siempre y cuando estén lejos de mis tierras —ordenó de nuevo y enseguida giramos para salir de la taberna.
Aquel no dijo nada, pero apenas llegamos a la puerta cuando Mort se le fue a los golpes a Franco, atacando por la espalda. Intenté meterme en la pelea, pero Franco me empujó a un costado, dejando claro que la pelea sería entre ellos. Bastó un fuerte golpe en la quijada y dos más en el estómago por parte del terrateniente para dejarlo tendido. Mort no podría levantarse después de semejante pelea y borrachera.
—¡Tienes un día! —repitió una última vez y continuamos el camino.
Me quedé en silencio, el hombre estaba convertido en bestia, así que me quedaría callado hasta que él quisiera decir algo. Vagamos por las calles del pueblo hasta llegar a la tienda de una modista, me pareció extraño, puesto que era un sitio para mujeres, aun así, creí que Franco tendría otros asuntos en el lugar hasta que lo vi seleccionar una nueva chalina de tela gruesa para Amelia.
Formé una sonrisa en labios a sabiendas de que sus pensamientos por ella estaban cambiando.
—Le quedará bien —comenté a fin de que no se sintiera incómodo.
Aquel me observó fijo y me entregó el bulto en el que lo envolvieron.
—No quiero que su condición empeore, el camino es largo. —Se justificó avergonzado.
—¿Se lo dirás? —pregunté interesado en la respuesta.
Me miró igual que un insignificante animal y luego volvió la vista en el camino.
—No es necesario que sepa de mi pelea con Mort o de mi interés por su salud.
—Aunque, sí le gustará saber que has dejado a Yena —comenté intentando seguirle el paso acelerado.
—¿Cómo lo sabes? ¿Te dijo algo? —interrogó, deteniéndose de la nada y colocando su atención en mí.
—Basta con saber que ustedes tienen mucho en común, invítala a pasear, hablen y se darán cuenta por sí mismos.
—No es tan fácil.
—Es lo que quieres pensar.
—Es la verdad, no soy un buen hombre, no lo que ella esperaba como esposo —declaró y continuó el camino—. ¡Apúrate! ¡Quiero volver a casa!
Asentí con cierta tristeza y con el conocimiento de que resolver esto me llevaría más tiempo de lo que una vez consideré.
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