CAPÍTULO 17: Atrapados
El invierno estaba sobre nosotros, los días pasaban a ser semanas y las semanas se volvieron meses. No dejaba de pensar en el tiempo perdido, me sentía tan derrotado que me negaba a volver a mi hogar, aun cuando seguramente no lo tenía, puesto que alejé a mi esposa e hijo.
Lo mejor de mis días eran las tardes en las que Amelia decidía salir a pasear por el jardín, mi trabajo era estar siempre a su lado, en sus ojos podía ver el reflejo de mi Sam y su sonrisa me devolvía la vida y la fuerza que necesitaba para seguir.
No me rendiría tan fácil, tenía que enmendar mis errores para sanar los males que me limitaban la verdadera felicidad.
Esa mañana, Franco y Amelia subieron a un carruaje que los llevaría al poblado más cercano, ella jamás lo había visitado y era tiempo de que los campesinos conocieran a su nueva Condesa. Mort y yo cabalgamos a la delantera del camino, debíamos cumplir con nuestra labor de custodiar a la pareja.
A la lejanía podía ver las nubes de una tormenta invernal, aun así, Franco se había encargo de organizar la visita al poblado y no detendría su itinerario por una simple amenaza. Apenas llegamos colina abajo, la multitud del pueblo comenzó a acercarse para poner toda su atención en el carruaje de madera con detalles dorados.
Como era de esperarse, primero bajó Franco y enseguida vimos aparecer una mano cubierta con un guante blanco, el rostro de la nueva Condesa vio la luz del día, los destellos azules se iluminaron y el resto la recibió entre gritos, cantos y celebraciones. Se pensaba que pronto llegaría el heredero que uniría a dos grandes condados y con ello, la abundancia llegaría a casa.
Amelia parecía en su hogar, sonreía con cada persona que se le acercara, así fuera el panadero o un pequeño desamparado, cualquier religioso o alguien adinerado, la comunicación con las personas era algo que siempre hacía en Las Castillas, ya que lo disfrutaba, se decía parte de ellos, no parte de la nobleza. La capacidad que esta tenía para ser aceptada era algo que cualquiera pudiera envidiarle, incluso Franco, él sabía que su gente le respetaba por miedo, nunca por cariño.
A lo lejos, noté un par de ojos oscuros que la observaban con recelo, se trataba de la hija del panadero, quien se encargaba de calentar las noches del Conde siempre que este lo necesitara. Mi lógica me dictaba que debía mantenerme al tanto de sus movimientos, una mujer celosa podría ser capaz de cualquier cosa.
Luego de la calurosa bienvenida, Amelia y Franco caminaron hacia la iglesia para demostrar su devoción, para Franco todo era una mentira, Amelia hacía lo que le enseñaron. La segunda parada fue el orfanato que estaba al costado de la iglesia, este era cuidado por monjas, quienes dieron un bonito recorrido para la pareja. Amelia miraba con tristeza las carencias que padecían los más vulnerables del poblado, volvió el rostro hacia Franco y la escuché preguntarle:
—¿Por qué?
Aquel no dijo nada, negó con un movimiento y la incitó a seguir el camino.
Todo iba perfecto, hasta el momento donde Amelia se encontró con una pequeña de tres años descalza, con un vestido que no le cubriría el frío de ese día. Amelia se lamentó tanto que, sin pensarlo, retiró el chal que traía consigo y envolvió a la niña con este.
Todos quedamos boquiabiertos, su sencillez era tal que no le importaba pasar frío.
—No era necesario —expresó Franco una vez que salimos del orfanato.
La vimos estremecerse del clima al tiempo que se abrazaba a sí misma.
—Estaré bien, ella lo necesita más que yo —respondió Amelia con los luceros azules sobre Franco.
El viento helado golpeaba con fuerza, era tiempo de volver a casa y cancelar el recorrido; sin embargo, Franco en su afán por castigar el altruismo de su esposa, decidió que tenía que continuar con el recorrido, ahora debía su visita a algunas tiendas como la florería, una carnicería y por supuesto la panadería. Incluso estaba una cena programada en casa de los Mancera, una familia adinerada de gran importancia para Aragón.
En las calles ya no había personas, la mayor parte corría para su resguardo, en definitiva, aquello era lo más lógico.
En el momento que ingresábamos a las tiendas, podíamos sentir ese tibio calor que las chimeneas proporcionaban, era agradable, sobre todo para los dedos congelados, entre más avanzaba el tiempo, mayor era la probabilidad de que quedáramos atrapados en una nevada.
Dejamos la panadería para lo último, tomando en cuenta que estaba al final del camino, un hermoso horno de piedra lucía al ingresar a la tienda, seguía encendido y de nuevo recibimos el calor que nuestros cuerpos necesitaban.
—El clima se ha vuelto loco —dijo el panadero, quien se vistió para la ocasión con su traje más elegante.
A su costado aguardaba su hija, una joven de veinte años de cabello oscuro, unos bucles caían hacia uno de los costados de su cuello. Vestía de un corsé blanco y una falda color vino.
—Sí, está helando afuera —mencionó Franco, ignorando la cruda mirada de Yena.
—Excelencia, es un honor su visita a mi humilde negocio —continuó el fornido panadero, al tiempo que extendía una mano para la Condesa.
Aquella sonrió, olvidándose del frío que padecía, saludó al buen hombre y caminó alrededor del pequeño lugar.
»Todos los días enviamos pan al castillo para su excelencia.
—¿De verdad? —interrogó ella con una dulce mirada—. Es magnífico, delicioso en verdad y lo mejor del desayuno.
—¡Oh, me complace escucharlo! —rio satisfecho y estiró una de sus manos para que la joven se acercara. —Ella es mi hija, Yena.
Amelia asintió con la cabeza, aunque no hizo por saludar a la mujer, seguramente estaba al tanto de los amoríos de su marido.
—Me temo que la visita no puede ser más larga, tenemos que irnos —interrumpió Franco a sabiendas de que tanto esposa como amante estaban bajo el mismo techo.
Iniciaba la despedida cuando el chofer irrumpió en la habitación, con algo de nieve sobre su ropa y la nariz roja.
—Señor, los caminos están cerrados —informó frotando sus manos y la atención en Franco.
—¿De qué hablas? Recién comenzó a nevar —mencionó con el ceño fruncido.
—Es cierto, pero colina arriba empezó desde esta mañana, yo mismo me cercioré de que fuera cierto.
Franco agudizó el rostro, salió y observó el cielo, el cual se veía completamente gris. Eran las seis de la tarde, lo último en la agenda era la cena con los Mancera, pero estando estos, colina arriba, no sería viable la visita.
Talló el rostro con la mano y posó su vista en Mort.
—Solicita una habitación en el hotel del pueblo —ordenó.
—El hotel también está lleno, señor. Personas de todas partes de Aragón vinieron a conocer a la Condesa —indicó el panadero, observando a Amelia.
Aquella lo vio sonrojada, pues apenas entendía el movimiento que causó.
—¿A mí? ¿Por qué? —interrogó confundida.
—Su generosidad y altruismo es reconocido, mi Lady.
Franco no lo soportaba más, aun en los peores momentos su mujer brillaba en sociedad.
—Mort, ve a ver si tienen una habitación disponible para la Condesa y para mí.
El perro faldero aceptó, cerró los botones de su abrigo y salió acelerado.
Por mi parte, esperaba cualquier otra indicación, pero parecía un cero a la izquierda a quien solo recurría cuando se trataba de obtener información de su esposa. Mis pensamientos fueron detenidos cuando Amelia comenzó a toser, era obvio que enfermaría, tenía varias horas exponiéndose a la crueldad del clima. Franco fue tan indiferente que ni siquiera se acercó a ella para aportarle calor o arroparla con una chaquetilla. En vez de ello, seguía repitiendo lo absurdo que fue regalar su chalina.
Al cabo de unos minutos, Mort volvió con una negativa, no había un solo lugar para pasar la noche. Fuera de establos o graneros.
—¿Por qué no quedarnos aquí? —sugirió Amelia con ambas manos entrelazadas y su atención en el buen panadero—. Tenemos pan y calor.
—Sería un honor para mí, señora. Aunque en esta casa no encontrará los lujos que acostumbra —respondió Benedicto, el buen panadero.
—Yo no tengo ningún problema —agregó una vez más Amelia, pero esta vez posó su vista en su marido, quien cada vez se mostraba más incómodo.
—No queremos importunar, será mejor buscar otra solución a nuestro problema —comunicó Franco un tanto fastidiado por la insistencia de la mujer.
De nuevo ella tosió y fue entonces donde el panadero la guío hasta la comodidad de su hogar, en este encontró un sofá de tapiz floreado frente a una cálida chimenea que Yena acababa de encender.
Luego de un tiempo, se sentía reconfortada, aquel viejo resultó ser un buen anfitrión, por otro lado, Yena seguía de mal humor, Franco y Mort salieron en busca de otro lugar que sirviera para nuestro resguardo, aun así, todo fue en vano, no iríamos a ninguna parte.
Cenamos una deliciosa sopa, mientras el resfriado de Amelia empeoraba, tenía bolsas por debajo de los ojos y la cubrimos con una manta a fin de que mantuviera el calor, después notamos que la principal causa de su mala salud era el vestido que se humedeció debido a la nevada.
—Mi hija podría proporcionar algunas ropas secas —dijo el panadero de buena fe.
Los escuché discutir respecto a su ofrecimiento, Yena quería echarlos, pero su padre estaba satisfecho con su presencia, aseguraba que aquello serviría para que su hija comprendiera que su lugar no era siendo la amante del Conde.
Mientras ambas damas subieron a vestirse, Franco se reclinó sobre una silla que estaba junto a la chimenea.
—¿Ella está al tanto de Yena? —interrogó analizando cada movimiento mío.
Asentí a sabiendas de que no podía negarlo, además era necesario que se alejara de Yena para que pusiera sus ojos en Amelia.
»¿Te ha dicho algo sobre eso? ¿Me cree un ser despreciable por tener una amante?
Le escuché cierto dolor en la voz.
—No, señor. Únicamente cree que una esposa no debe pelear por la atención de su esposo. —Era mentira, ella no lo dijo, lo pensaba yo. Lo que era hipócrita de mi parte, puesto que sucedía lo mismo en mi matrimonio con Sam.
A diferencia mía, yo la traicionaba con el trabajo.
Aquel asintió con la cabeza y dejó de lado la comunicación cuando la Condesa bajó. Se puso de pie y la acompañó al sofá donde él también se acomodó.
—¿Mejor? —preguntó observándola.
Amelia asintió con cierto fuego en la mirada y un pañuelo en la mano.
—Yena es una joven que disfruta compartir —aseguró empleando un tono que nos dejó fríos a todos.
—A decir verdad, no tanto, pero se hace lo que Dios manda —continuó Yena, desde uno de los costados y brazos entrelazados.
—Yena, creo que tu padre te habla —interrumpió Franco enviando a la mujer a la cocina.
Ella se molestó tanto que la mandíbula le tembló, tenía algo de razón, pero no había mucho que pudiera hacer.
»Querida, ¿por qué no dejamos de lado la hipocresía y me ahorras los reclamos? —El orgulloso caballero sabía que estaba en una jaula de leonas, lo mejor sería mantenerlas separadas si quería que aquello no explotara en su propia cara.
Amelia volvió el rostro sobre él.
—Aún cuando todo sirviente esta al tanto de nuestra desastrosa relación, no creo que este sea el lugar oportuno para reclamos que no me nacen en lo más mínimo. Para tu tranquilidad, mostraré la educación que yo sí poseo. —Acomodó su vestido y luego sonrió, ya que por la puerta entraba el panadero.
Agregué un leño al fuego mientras las voces de Benedicto y Amelia inundaban la habitación, entre anécdotas, sentimientos y gratitudes. Amelia nos habló de la pequeña guarida que tenía cuando era una niña, nos mencionó que llevó con ella a un par de niñas que llegaron al castillo con pies descalzos. A escondidas de su madre, las acogió y las alimentó por varias semanas sin que nadie lo notara. Después de ello, supo que su vocación era servir al pueblo.
—Servir me llena —dijo en un susurro con un té en las manos y su vista en la hoguera.
El resto nos limitamos a admirar tan noble corazón, era cierto, esa era su vocación. Franco infló el pecho en una especie de orgullo, puesto que tenía a la Condesa que su gente merecía. Aun así, nunca lo diría en voz alta.
Sonreí en mis adentros, notando que Amelia ya no era tan indiferente para Franco. Así que comencé a hablar de caballos, siembras y tierra junto con ella. Él lo ignoraba, pero Amelia era igual a él, disfrutaban las mismas cosas, incluyendo la cacería, ambos vivían para su pueblo; no obstante, empezaron con el pie izquierdo en un matrimonio forzado e hicieron una muralla entre ellos.
Eran cercas de las diez de la noche cuando Amelia quedó dormida en el sofá, fue un día largo y extraño para todos, nunca estuve tanto tiempo junto a ellos, bajo cierta igualdad.
—Usted y Yena pueden dormir en sus habitaciones como acostumbran, nosotros pasaremos la noche en su sala de estar —consintió Franco en dirección de Benedicto—. La Condesa ha tenido un día pesado y no creo que sea prudente moverla.
Aceptaron sin mayor opción, la casa no era grande y tampoco lujosa, pero al menos nos mantenía calientes. Se despidieron y subieron por las escaleras con una lámpara de aceite que alguna vez vi en un museo.
Desde mi punto de vista la idea no sonaba mal, no planeaba dormir en el granero en compañía de Mort, así que me acomodé en una silla junto a la ventana. Mort arrugó el rostro sin que Franco lo viera; estaba claro que él prefería el granero.
Por otro lado, Franco contempló a su esposa desplegada sobre el sofá, cubierta con una manta, quitó su chaquetilla para emplearla como almohada, se tiró sobre la alfombra a un lado de ella y fingió dormir.
Luego de unos minutos, abrí mis ojos y una esperanza nacía en mí, puesto que aquel rígido humano, mantenía su atención en el delicado rostro de Amelia alumbrado por la luz de la chimenea.
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