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CAPÍTULO 16: Las Castillas

A los pocos días después de mi funesto encuentro con Mort, me encontraba sobre el caballo haciendo uno de los viajes más incómodos que jamás olvidaré. Franco, Mort y yo regresamos a Las Castillas a fin de verificar el verdadero estado de la recaudación de impuestos.

A pesar de la felicidad de Amelia por volver a sus tierras, Franco se lo impidió alegando que se trataría de un viaje corto y que de hacerlo en conche sería muy tardado, por lo que ordenó que ella se quedara en Aragón haciendo lo que se supone debe hacer una Condesa.

Por obvias razones la noticia no le gustó para nada y Amelia prefirió no salir a despedir a Franco aquella madrugada.

Por mi parte, tuve que inventarme un par de cosas para poder hacer el viaje, Franco prefería que me quedara vigilando de cerca a Amelia, pero no lo haría si quería poner en marcha el plan que Frida y yo establecimos, entonces tenía que fingir que mis dolencias eran nulas.

El viaje duró un día y medio, para alguien cuyas costillas parecían rotas, fue como recorrer un camino hacia el infierno. Con cada galope, cada salto o cada subida o bajada, el dolor se ampliaba a pesar de las drogas que Frida me dio para mi recuperación.

Una ligera llovizna nos recibió en nuestro ingreso a Las Castillas, el aroma a humedad y a tierra mojada invadía mi nariz, mientras se veía el humo que exhalaban las chimeneas de los habitantes, personas caminaban por las calles con sus canastas llenas de verduras y pan, los niños jugaban con balones hechos de trapos sucios, mientras hombres trabajaban en uno que otro establecimiento como la herrería, la carpintería y la carnicería. Entre más nos adentrábamos al poblado, algunos detenían sus pasos para vernos pasar, otros tantos se escondían, pues la figura de Franco era la definición de crueldad. Estando él de vuelta en Las Castillas en temporada de impuestos, sólo podía significar una cosa.

Llegamos al castillo donde meses antes conocí a Franco, mis ojos no pudieron evitar fijar la mirada en el balcón donde vi llorar a Amelia por la muerte de Lorenzo, si ella supiera que yo contribuí en su captura, seguramente no me habría dado la confianza que ha depositado ciegamente en mí.

Bajamos de los caballos y nos encontramos con el padre de Amelia, un hombre viejo de unos setenta años, hizo una noble reverencia para Franco y este asintió con la cabeza. Luego Franco nos envió tanto a Mort como a mí a la cocina, él se pondría al día de lo que sucedía en Las Castillas.

Como ya era costumbre, el chismorreo de la servidumbre ser detuvo apenas ingresamos a la cocina, Mort era temido, no solo por su muy poco atractivo rostro, sino que, además, sus acciones poco nobles al lado de Franco le precedían.

Escupió en el piso y se acomodó en la gran mesa de madera donde había todo tipo de comida, este tomó un pan y comenzó a desgajarlo para meter los trozos en su boca.

Por mi parte, preferí lavar mis manos con un poco de agua que encontré en un cubo, enseguida esperé a que la cocinera me brindara un plato con guiso que olía bastante bien. Para ser sincero, la comida de esa época no era lo mejor, era insalubre y poco delicada, aun así, mi estómago parecía acostumbrarse luego de los meses que tenía atrapado en esa vida.

El silencio fue cortado cuando una de las jovencitas se sentó frente a Mort preguntando por los detalles de nuestra visita. Aquel sonrió con alevosía, mostrando los feos dientes llenos de sarro y caries.

—Es obvio que se trata de un ajuste de cuentas —mencionó frotando la yema de los dedos en señal de dinero.

—Pero aquí no tenemos dinero —argumentó la chica que se sentaba al frente con el rostro pálido.

—¡Ese no nuestro problema! —bramó aquel pegando un brinco de la mesa e intentando tomar a la muchacha de la trenza.

—Discúlpela —interrumpió la cocinera que se atrevió a colocarse entre Mort y la jovencita—. Es nueva y no sabe mucho. Podría usted informarnos sobre la salud de Lady Amelia, por favor.

Mort entrecerró los ojos, arrugó la cara y volvió al tazón de sopa que la mujer le sirvió.

—Este es su niñera —agregó descontento.

Yo seguía abrumado por la arrebatada acción de Mort, era un hombre cuyo carácter era complicado. Volví mi atención en las asustadas mujeres, quienes seguramente pensaban en que reaccionaría de la misma manera que lo hizo el lacayo.

—Ella está perfecta, menciona mucho sus tierras e hizo el intento de venir; sin embargo, el Conde no lo consideró apropiado.

—Debería mantenerla atada a su cama —soltó Mort para causar enfado en el resto una vez más.

Yo puse mis ojos sobre él y luego volví a las mujeres que seguían sin habla.

—Nada de eso sucede, Lady Amelia está bien.

—¿Entonces aún no hay noticias de un heredero? —interrogó una vieja mujer que venía desde la entrada de la cocina.

Yo negué con la cabeza y fue entonces donde sospeché que algo estaba mal en aquel lugar. Era como si todos dependieran de cualquier información que hubiera podido brindar. Necesitaba todo detalle que pudieran darme; no obstante, no la obtendría con Mort ahí, así que, decidí a esperar a que este terminara la comida y enseguida volví a la cocina para hablar con la servidumbre

Después de una no muy larga conversación, comprobé que mis sospechas eran ciertas. Días antes, el padre de Amelia recibió la amenazadora carta por parte del rey, misma que mencionaba el inminente despoje de tierras que dejaría a la familia de Amelia en vil ruina. Además, este permitiría que Franco se encargara de hacer su ya reconocida labor como usurero sin contemplaciones de ningún tipo.

Me pareció lógico que los ciudadanos de Las Castillas pensaran que un heredero sería lo único que podría ayudarlos. Esa noche padecí el desespero, quería entrar al castillo e ir directo a la habitación de Franco con el único objetivo de mencionarle mi plan.

Para la mañana siguiente, tanto Mort como yo, aguardábamos a las afueras, esperando la presencia de quien se suponía era nuestro dueño. Luego este salió dando zancadas con su característica vestimenta negra. No pude evitar pensar que se vestía para la muerte.

—Daremos una vuelta por las tierras de cultivo —indicó mientras subía al enorme caballo igual de rebelde y altanero que su jinete.

En el camino pudimos notar las pocas tierras que fueron sembradas y el descuido que había en aquellas que no fueron aprovechadas. No podía ver la expresión de Franco con claridad, pero entre más desprolijo se veía en el campo, mayor era el golpe que recibía el caballo.

En algún punto del camino, notamos un par de leñadores, cortando madera y montándola sobre una especie de carruaje que ellos mismos construyeron para el transporte de madera, este era tan largo, que de ninguna manera podría ser jalado por caballos, mulas o burros. Me conflictuó la idea hasta que los vi tirando de lo que parecía un mecanismo de ruedas. Tan simple y a la vez complejo.

—Tienen talento para la herrería y la carpintería —mencioné a un costado de Franco.

Aquel posicionó su fría mirada en mí y de nuevo la situó en el carruaje que se movía con facilidad.

—Regresaremos al castillo —ordenó con un semblante disgustado.

A partir de ese momento, creí pertinente no separarme de él, sabía que con las tierras en el estado en el que las encontramos, en cualquier momento comenzaría a dar órdenes de desalojo.

El lugar en el que comenzaría la primera recolecta de impuestos, era un espacio bastante amplio. Entrarían los hombres de uno en uno, pagarían o deberían marcharse, al menos eso fue lo que Mort decía entre desagradables ricillas.

Mort y yo permanecíamos a las espaldas de Franco con la sola insignia de custodiar su vida, cualquier hombre que se sintiera agredido, podría ser víctima de su colera e intentar algo en su contra. Evitarlo era mi tarea.

El primero fue un hombre grande, fornido, de gran altura y tamaño, cubierto de ropas finas y joyas. Sin el menor problema cubrió la cuota, Franco asintió, anotó su nombre y solicitó al siguiente.

El herrero se adentró y sin decir nada más, entregó una cuantiosa cantidad de monedas. De nuevo, Franco anotó su nombre y solicitó al siguiente. Así fue por al menos cuatro hombres más, todos herreros o carpinteros. Sin embargo, apenas ingresó el primer agricultor, la bolsa de monedas disminuyó notablemente.

El padre de Amelia contó la cantidad exacta que este entregó y dio una nueva fecha para cubrir la cantidad faltante; no obstante, Franco cesó cada movimiento y/o acuerdo que se haya hecho. Se puso de pie y haciendo gozo de su autoridad como lacayo del rey dijo:

—Tienes quince días, para entregar el faltante, de lo contrario, será mejor que hagas tus maletas.

—Mi señor, sabe que reunir el dinero en ese tiempo es imposible —repuso con las temblorosas manos en el sombrero que retiró de su cabeza.

—Tendrías la cantidad solicitada de haber hecho correctamente tu labranza —interrumpió Franco con una voz autoritaria.

—Nuestras tierras son fértiles, mi señor, pero la lluvia es escasa y las temperaturas muy bajas. No es posible lograr cosechas sanas.

Yo no sabía nada de agricultura, pero desde mi punto de vista, lo que decía el campesino tenía lógica.

—Es bien sabido que las plagas y la falta de condiciones han afectado nuestros suelos, Anton —respondió Gael, el padre de Amelia—. Ve a casa y has lo que puedas.

Anton salió con la mirada aterrada, había comprobado en carne propia que lo que se decía del temible usurero del rey, era cierto. Apenas salió el hombre, escuchamos de nuevo la voz de Gael.

—No podrán reunir tal cantidad en tan pocos días —aseguró en dirección de Franco.

—Tampoco lo harán en más tiempo, así que no tiene caso alargar lo que sabemos que es un hecho —replicó Franco con una mueca en la cara, mientras volvía a su asiento.

A mi costado, Mort sonreía sin disimulaciones. En mi caso, estaba decepcionado de mi antigua vida. ¿Qué pasaría si volvían con las manos vacías? ¿Cómo se haría el despojo de suelo? En realidad, no quería ni imaginarlo.

—Por favor, estas son personas nobles, trabajadoras —suplicó el viejo Gael que parecía querer hincarse—. Hágalo por Amelia, ella aprecia a estas personas.

Era cierto, si Amelia viera esa imagen, jamás le perdonaría tal acción a Franco. Evitando el caos que sabía que se avecinaba, me atreví a interferir en la respuesta negativa que estaba seguro de que Franco daría.

—¿Por qué herreros y carpinteros sí pueden pagar? —pregunté.

Los ojos de todos se posaron en mí, como el idiota que se atrevió a interrumpir una decisión importante.

—Ellos no dependen del clima, tampoco se ven afectados por las plagas o la escasez del agua —manifestó Gael, aun inclinado frente a Franco.

—Entonces el problema no está en su gente, si no en el suelo —mencioné de nuevo.

Franco osciló su oscura mirada en mí y sin decir nada, me ordenó que le diera paso al siguiente hombre.

El recién ingresado también era agricultor, y el resultado fue el mismo que cada hombre que se dedicaba a labrar la tierra. Podía imaginarlos sin hogar.

Eran más de las seis de la tarde y cada persona que quedó en deuda, fue amenazado por la intimidante mirada de Franco, quien vociferó a los oídos de su suegro que tenía que dejar de ser blando con todo el que fuera deudor.

—Ellos hacen lo que pueden, no es fácil conseguir el agua o las manos para la labranza —argumentó de nuevo Gael.

—El rey no esperará. Todos se verán afectados por la pereza de tu gente y la indecisión de tu hija —soltó Franco concentrado en Gael, quien le miró perplejo sin decir nada.

—Amelia sabrá cumplir con sus obligaciones, pero, por favor, busquemos alternativas para que esto no resulte en tragedia.

Franco achicó los ojos, observando el pálido semblante de su suegro.

»El pueblo planea levantarse en armas si son despojados.

—Dígales que no tienen opción. O pagan y se quedan, o recogen sus cosas y se van por las buenas, si no lo hacen prenderé fuego a cada casa que pertenezca a un deudor —amenazó con frivolidad. 

Gael tragó saliva y habló temeroso. 

—Su excelencia, no escucharán ninguna amenaza. Han estado haciendo reuniones desde que se llevó a cabo la boda. Amelia solía hacer negociaciones de todo tipo con ellos.

—¿Eso es cierto? —inquirió Franco con una rebelde mirada, mientras caminaba hacia él de un modo intimidatorio—. Su hija huye, caza, monta, despelleja conejos, usa armas y ahora me dice que negocia entre hombres. Me quiere explicar cómo es que no es una verdadera dama.

Gael tragó grueso, relamió los labios y mostró una limitada sonrisa.

—Yo... No pude hacer mucho, ella es un alma libre y le recuerdo que no tuve un hijo varón que aligerara mi carga.

—¡Y yo soy un idiota por haberme tragado la idea de que se comportaría como una Condesa cuando no lo es! —Se giró con fastidio y la mirada de un demonio—. ¡Ni siquiera un hijo me ha dado!

—Amelia podría darle más que sólo un hijo. Tenga confianza en ella.

—¡Amelia no está ni cerca de lo que yo necesito! —espetó Franco siendo tan injusto como se podía ser.

Volvió el rostro en dirección de Mort y este cogió el cofre que contenía el dinero que se recolectó. Yo fui tras de ellos, puesto que mi labor estaba a su lado. Aun así, no podía dejar de sentir pena por el confundido padre. No tenía nada que ver conmigo, pero fue evidente la preocupación por su hija.

—Ella está bien —mencioné antes de dejar el recinto, su mirada se entrelazó por un corto segmento con la mía, enseguida salí para dejarlo solo.

Creí que el resto de la noche se iría entre blasfemias de Mort, mujeres huyendo de él, chismorreo de la servidumbre y la furia de Franco, pero para mi sorpresa, el lugar era toda calma.

Me concedí el derecho de vagar por las afueras del castillo. Fuera del aroma a humedad, el cielo estrellado iba más allá de lo que pudiera imaginar. Me hubiera gustado compartirlo con Samanta, aunque para mi mala suerte, ella estaba escondiéndose de mi en la que era mi cuarta vida. Amelia era lo más cercano que tenía de ella en ese momento y se encontraba a varios kilómetros de distancia.

Los pasos muy poco discretos de Franco me hicieron despabilarme del montón de alfalfa en la que me acosté. Este se dio cuenta de mi presencia y se acercó con el veneno atorado en la garganta.

—¿Dónde demonios está Mort? —preguntó molesto.

—No tengo idea, no suele darme explicaciones de lo que hace —respondí con un puñado de ramas adheridas a mi ropa.

—Le pedí una sola cosa y no es capaz de mantener el maldito pito dentro del pantalón por una noche —farfulló con claro disgusto.

—¿Qué sucedió? —inquirí.

—Se propasó con una de las sirvientas. Le dije que no hiciera sus porquerías aquí —gruñó cansado. Luego resopló con las manos en la cintura—. Suficientes problemas tengo con la gente de Las Castillas, el rey, Gael y Amelia como para todavía tener que soportar las idioteces del imbécil de mi custodio.

—Hablando de todo eso, ¿qué sucederá con los agricultores que no pueden pagar?

Franco respiró hondo, arrugó la nariz y volvió el rostro hacia la oscuridad como si esperara a que Mort apareciera de la nada.

—Ya he dicho lo que sucederá.

—Bueno, al menos los herreros y los carpinteros que son diestros en su trabajo podrán conservar sus bienes. Sus tecnologías son bastante buenas, ¿no lo cree? —pregunté buscando que aquel me pusiera atención.

Franco se giró de una y puso toda su atención en mí.

—¿Qué quieres decir?

—Lord Boongh dijo que el problema era la falta de agua y semillas. Si se concentra en resolver tales problemas, podría mejorar la cosecha.

—No soy estúpido, sé que todos pensamos en esas opciones, pero el problema del agua es algo más que pozos y...

—No se requieren más pozos, pueden instalar tuberías —exclamé emocionado por la idea.

El Conde me veía igual que a un loco.

—¿Qué?

—Conductos que transporten el agua de un lugar a otro, pueden colocarlas en pozos, ríos, represas, lo que sea que sirva para recolectar agua y luego por medio de las tuberías la redirigirían a los suelos que han sido sembrados. Las semillas pueden conseguirlas de cualquier otro poblado.

En ese momento, yo dejé de ser un loco ante los ojos de Franco, quien ahora parecía tener un brillo alentador en el rostro.

—Podría tardar bastante y no sabemos si funcionaría.

—Sí funcionará y los beneficios serán mayores, estoy seguro. Lo recordarán como el hombre que atrajo la fertilidad —dije tan feliz que parecía un niño. —Podría usted intentar prender fuego al condado completo, pero lo cierto es, que no dará frutos si no hay agua.

Franco posicionó la vista en el castillo y dibujó una lenta sonrisa escondida tras la dureza de su semblante.

—La gente me aceptará —susurró para él, creyendo que yo no lo escucharía. No dije nada y dejé que pensara que así fue; no obstante, sus ganas de ser aceptado me recordaron a Amelia, quien se suponía era el motivo por el que comenzaría a conectar con la plebe.

—Leydi Amelia estaría feliz —mencioné a sus espaldas.

Él volvió el cuerpo y posó sus fríos ojos en mí una vez más.

—Tú encontraste al enamorado de Amelia el día de mi boda, ¿te dijo algo? —soltó con recelo. 

Por un corto instante sentí su desesperación, algo quería cambiar en él, no sabía si era para bien, pero algo necesitaba salir.

—No hablé con él. —Negué con el rostro.

—Amelia te dijo algo —interrogó de nuevo, está vez tomándome de los hombros. Deseoso de una respuesta.

—Dijo que intentaron huir juntos antes de la boda, después de la unión ella quería que él se fuera solo para que no le hiciera daño —emití evitando incomodarme por su agarre.

—¡Miente! —Me soltó y se giró—. ¡Amelia aun lo quiere!

—Amelia solo piensa en Las Castillas, no hay nada más que le interese —dije a sus espaldas para disipar su furia.

Este volvió a poner su atención en mi, enseguida se posicionó con el orgullo recuperado. Era fuerte, un hombre difícil de hacer que dudara.

—Mañana explicarás con detalle tu idea de las tuberías —informó y se alejó con el mismo caminar acelerado con el que antes llegó.

Franco estaba cambiando, pero se resistía a hacerlo.

Apenas amaneció, Franco ordenó ponernos en marcha con el nuevo plan, solicitó una asamblea de urgencia y comenzó a señalar una serie de mapas donde se ilustraba la corriente del agua. Nunca lo vi tan motivado como aquella tarde, fuera de la noche que planeaba acabar con Lorenzo.

Sin embargo, es bueno saber, que en esta ocasión se trataba de un beneficio para Las Castillas y no de un acto de maldad pura como lo fue tiempo atrás.

Pasaron tan solo dos días cuando tanto herreros como carpinteros en conjunto con agricultores comenzaron a trabajar para crear lo que era una serie de acueductos que conectarían el agua con el suelo. La fertilidad volvería, solo tenían que ser pacientes y para el rey, esa no era una palabra que acostumbrara a tener en su vocabulario, por lo que no podía dar por hecho de que esto funcionaría.

Cuando fueron instaladas las primeras tuberías expuestas, se comenzó a labrar el suelo y enseguida la siembra. Cada hombre y cada mujer tenían sus esperanzas puestas en la invención que las mejores mentes del condado junto con Franco crearon.

Al paso de dos semana los primeros brotes se dieron, y entonces, todo parecía funcionar, Franco estaba satisfecho con el trabajo y amplió el periodo de recolección de impuestos con la finalidad de que cada tierra que se decía infértil fuera puesta a funcionar.

El mismo Conde consintió que me quedara a vigilar tal acción, puesto que creía que todo fue mi idea. De ningún modo acepté el crédito, mucho menos me quedaría, yo no me despegaría de él o de Amelia, Franco lo ignoraba, pero yo no estaba a su lado para hacerme de riquezas, mi único objetivo era el de volver a lado de Samanta.

El padre de Amelia aseguró que podía hacerse cargo y para entonces, Franco ya tenía planeada nuestro viaje de regreso. Durante esa tarde, el Conde recibió una serie de objetos y regalos para su esposa, notando lo mucho que las personas la estimaban, el hombre ablandó un poco el semblante desencajado que le causaba tantos regalos y detalles. Me los entregaba apenas las personas los ponían en sus manos.

El padre de Amelia, también mandó una carta, cuyo mensaje nos era desconocido, pero antes de partir dijo que ella era una parte fundamental para los habitantes de Las Castillas, una especie de eminencia que respetaban sobre cualquier cosa.

—Cualquier hombre se fortalece a su lado y cualquier otra mujer aminora con su belleza. Mi Amelia luce con el alma, póngala usted entre la plebe y verá la luz que emana —aconsejó Gael.

Franco no muy convencido de todo lo dicho, asintió con la cabeza, no sin antes dejar claro que volvería para la segunda recolecta de impuestos. La frialdad que se apoderaba de sus escasos sentimientos, se negaba a soltarlo.

Golpeó el caballo y los tres salimos despabilados por el largo camino que sabíamos que nos esperaba.

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