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CAPÍTULO 15: Malherido

El personal corría de un lado a otro. Aturdidos por la visita del rey, Mort y otros más salieron a cazar venados, la servidumbre limpió como nunca el castillo, los mozos prepararon las caballerizas y a los mismos caballos, los jardineros lograron un jardín inmaculado, al desastroso matrimonio no lo volví a ver después de la fortuita cacería de Amelia.

En cuanto a mí, únicamente fui requerido para bañar y alimentar a los perros de caza. A esas alturas, yo odiaba mi trabajo, odiaba mi segunda vida y detestaba en lo que me habían convertido. Pensé en lo estúpido que fui al querer separarme de Sam, tenía un hogar con ella, uno bueno y lo había echado a la basura. No quería permanecer más aquí, aun cuando reconocía que mi felicidad y la de Sam, dependía del éxito de la misión que no parecía funcionar.

Ese mismo día, al anochecer, apareció el majestuoso carruaje real con una corte de caballeros delante y detrás del carro. Los escoltas portaban el emblema y logo de la corona sobre unas delicadas capuchas de terciopelo rojo. Unos tantos portaban armaduras completas de pies a cabeza, mientras que otros eran solo protegidos por redes colocadas sobre el torso.

El carruaje se detuvo justo al frente de la puerta del palacio, donde Franco y Amelia acompañados de una gran cantidad de sirvientes esperaban por su llegada para brindar una calurosa bienvenida. Primero bajó el regordete hombre de barba abultada y enseguida lo hizo quien se suponía era la reina.

Todo aquello a mí no me importaba, aunque, considerando que me encontraba siglos atrás, no quería dejar pasar la oportunidad de ver un encuentro de tal magnitud y belleza.

Enseguida, Franco y el rey se fundieron en un abrazo como lo hiciera un hijo con su padre, luego entraron y yo dejé de interesarme por la realeza.

Por la noche acudí a la cocina por mi cena, estaba acostumbrado a comida desabrida y mal oliente, pero no ese día, aquella noche recibí un plato con el majar más grande que jamás vi. Era todo un banquete el que estaba frente a mí. Por un breve momento, creí que se trataba de la cena del rey, pero fue la misma cocinera la que se encargó de sacarme de la duda.

—La condesa ordenó un banquete para todos —explicó al tiempo que limpiaba las manos en el mandil sucio que ataba a la cintura—. Toma un plato y disfruta.

Con una sonrisa en mi rostro, me senté entusiasmado con la idea de probar todo lo que pudiera, comencé a servir un poco de todo sobre mi plato hasta que un peculiar aroma llegó a mí.

—¿Qué es ese olor? —pregunté buscando el origen con la nariz.

—Oh, siento decepcionarte, pero eso es un estofado de conejo que no podrás probar.

—¿Conejo? —inquirí con una enorme sonrisa que contagió a la cocinera.

—Lo has hecho bien, muchacho —soltó, guiñándome un ojo—. El mismo Conde pidió el estofado.

El resto de la servidumbre llegó después de mí, una vez que la cena fue servida para sus excelencias. Entre risas, comentaban las atenciones de Franco para con la Condesa, mientras que ella se comportaba como toda una noble dama de alta categoría. Aquello me decía que mis pequeños esfuerzos comenzaban a dar frutos, pero, por otro lado, también estaba la presencia del rey, quien influía en las posibles apariencias que el joven matrimonio quería mostrar con la finalidad de mantener sus tierras.

El conflicto me mataba. Cogí un tarro y lo llené de una bebida que decían que era cerveza. Después de beberme dos tarros completos, noté que la cabeza me daba vueltas al igual que al resto de los sirvientes. La fiesta iba en aumento conforme se hacía más noche; no obstante, la felicidad se nos acabó cuando apareció el viejo Mort desde los exteriores del palacio.

—Tal parece que hay algo que celebrar —emitió en un gruñido mientras todos guardábamos silencio.

La cocinera dejó de lado el tarro que traía consigo y tomó un plato que le entregó al perro faldero de Franco.

—Al parecer, los problemas entre el Conde y la Condesa se han terminado —siseó.

—¿Terminar? ¡Ja! Un tipo como Franco no puede ser amansado —bufó tomando un tarro de cerveza que ya estaba servido sobre la mesa. —Se comporta civilizado, tal vez, pero sigue siendo un bastardo, un usurero que tiene la obligación de llenar los bolsillos del rey y si no es por las buenas, siempre lo conseguirá por las malas.

—El Conde —reiteró un hombre mayor que se puso de pie con una mirada retadora para Mort—. Bastardo o no, tiene sobre sus hombros una difícil labor que sabrá resolver con inteligencia en vez de fuerza.

Mort nos mostró a todos la sucia dentadura llena de sarro, bebió de una la cerveza del tarro, escupió al suelo y tomó de la mesa una pierna de pavo que arrancó del resto del enorme ejemplar.

—En unos días comienza la recaudación de impuestos, y veremos si aplica la inteligencia o la fuerza —expuso y salió satisfecho con el veneno que escupió en nuestras caras.

Nuestros rostros se alargaron y las sonrisas se apagaron. En el fondo, existía la posibilidad de que Mort tuviera razón. La reputación de Franco le precedía, era capaz de cualquier cosa a cambio de cumplir con cada una de las tareas que el rey le asignaba.

Si el condado de Las Castillas se veía afectado por el despojo del suelo, Amelia jamás se lo perdonaría.

Después de que la celebración fuera apagada por Mort, la mayoría se retiró a sus habitaciones tan pensativos como yo. Estaba a punto de salir de la cocina cuando mis ojos se situaron en el hermoso estofado de conejo que la cocinera preparó para Franco. Al instante lo supe, no podía estar tan mal. Franco sentía algo por Amelia y eso era lo único que podría salvar a los habitantes de Las Castillas.

Cuando salí de la cocina para ir a mi habitación, escuché el chillido de un niño que solía encargarse de cepillar a los caballos. A mi alrededor no había nadie, por lo que creí oportuno acercarme a preguntar si se había hecho daño con algo; sin embargo, mi sorpresa fue grande cuando noté el sangrado que surgía de la nariz.

—¿Qué te hiciste? —pregunté alzándole el mentón para verle el magullado rostro—. ¿Quién te hizo esto?

El niño negó con el rostro, mientras intentaba alejarse de mí.

»¡Tienes que decirme quién fue! —repliqué de nuevo.

—No necesitas meterte en lo que no te importa —dijo Mort saliendo de las penumbras con una voz que estremecería a cualquiera que lo escuchara, incluyéndome.

Solté al niño y este corrió en la dirección opuesta de Mort.

—Es un niño. —Omití la repugnante presencia a fin de defenderlo.

Yo no era un tipo generoso, estaba lejos de ser un santo, pero no toleraba que se aprovecharan de los más débiles.

—Te dije que no te metas en lo que no te importa. El mocoso arruinó mis botas. —Levantó un pie evidenciando el agua que le cayó encima.

—Mort, ¿por qué no desquitas tu coraje con alguien de tu tamaño?

En el instante que mencioné aquellas absurdas y tontas palabras, acabé abatido en el fango lleno de estiércol de caballo. El golpe que recibí de Mort fue tan grande que me provocó un sangrado por la boca, comencé a toser y luego sentí las tres patadas que castigaron mi osadía de defender al muchacho.

No lograba hacer que el aire entrara en mis pulmones, creí que moriría ahogado hasta que el mismo Mort levantó mi cabeza del cabello.

—Te dije que dejaras de meterte en lo que no te importa —susurró en mi oído y luego me soltó para liberarme de sus garras.

Tardé un par de minutos para ponerme de pie, abracé una de mis costillas y caminé trastabillando hasta llegar a mi repugnante habitación.

Me tiré sobre la sucia cama y permití que mi cuerpo sucumbiera ante el dolor que me provocaron los golpes de Mort.

Tendido en aquel lugar, solo podía pensar en mi Sam, la extrañaba. Entonces, sin remedio comencé a llorar, un nudo en la garganta que nacía desde el estómago me provocó el llanto que nunca había surgido en mí. Eso era nuevo, ¿acaso sufría por amor? Me sentía devastado, no solo padecía el dolor de cuerpo que los golpes de Mort me causaron, sino también era ese vacío de no contar con la ternura de un abrazo, el tacto de unas delicadas manos, el calor de un beso. Esa noche, me padecí el alma y planeaba lavar mis heridas con el llanto hasta quedarme profundamente dormido.

Soñaba con los cuidados de Samanta, podía sentir la tibieza de sus manos mientras limpiaba mis heridas, escuché el dulzor de su voz hablándome y la delicadeza con la que acomodaba los largos cabellos que caían sobre mi frente.

Era un sueño perfecto, el mejor que había tenido en mucho tiempo. Abrí los ojos con la esperanza de que me encontraría con sus rosadas mejillas y su noble sonrisa. Quedé estupefacto, puesto que la mujer que cuidaba de mí no era Samanta, sino Amelia.

Intenté recomponerme pese a la enorme cantidad de dolor que sentí en las costillas.

—Calma, calma. Necesitas el descanso —repuso Amelia buscando tranquilizarme.

—¿Qué hace aquí? —interrogué al tiempo que me tragaba el dolor que hablar me producía en la boca.

—Pregunté por ti y nadie supo darme razón. Pedí que te buscaran y te encontraron herido y enfermo. Has tenido fiebre.

—No es tan grave, si Mort o el Conde la ven aquí...

—Alucinabas, hablabas sobre una tal Samanta. ¿Quién es ella? ¿Es importante? —interrogó, colocando un trapo humedecido con agua fría sobre mi frente.

Tragué grueso y noté la dulce mirada que me producía paz.

—Sí, es importante, pero debe irse ya. Franco no debe...

—Él sabe que estoy aquí. Cuando el rey se fue...

—¿Se fue ya? ¿Tan pronto? —inquirí un tanto sorprendido de la visita fortuita.

Noté el rubor en las mejillas de Amelia, dirigió una mirada hacia la joven que estaba del otro lado de la habitación y resopló un poco de aire.

—Pasaste dos días inconsciente aquí. Nadie sabía nada de ti hasta que ordené tu búsqueda.

¿Acaso era verdad? ¿Fui tan débil que terminé al borde de la muerte? De ser así, yo le debía mi vida a Amelia.

—Lo siento, yo no tenía idea —fue todo lo que salió de mi boca.

—Bueno, Franco quiere saber quién fue.

—¿Quién? —cuestioné confundido.

Ella asintió, retirando la tela de mi frente y poniéndose de pie. Sin embargo, yo no se lo diría, ni a ella ni a Franco. Mi vida dependía de mi silencio.

—No lo haré. No diré nada —respondí evadiendo su mirada.

—No comprendo el actuar de los hombres y no debería hacerlo puesto que soy mujer, mas a mi pensar, sugiero que se mantenga alejado de los problemas. Su vida debe ser importante para Samanta.

La seguridad con la que cada palabra fue dicha, fue exacto a lo que quería escuchar para tener el valor de continuar con la compleja misión. Relamí mis labios y detuve sus pasos antes de que ella quisiera salir del cuartucho en el que estábamos.

—Lady Amelia, ¿cómo resultó la visita del rey? —pregunté desafiando todas las reglas que se supone debía seguir.

La curvatura de sus labios desapareció, parpadeó un par de veces y respiró hondo a fin de dar una respuesta que seguramente no era buena.

—Franco acordó hacer un llamado a cada ciudadano a partir de hoy; aunque si aquello no funciona, él tendrá que recurrir a los mismos métodos que utiliza en Aragón.

—¿Los despojará de todo? —inquirí, notando la preocupación en sus ojos.

—Confío en que todo resulte bien. Pronto haremos una visita a Las Castillas.

—¿Qué hay de ustedes dos? —En verdad necesitaba saber, noté de nuevo el sonrojo en sus mejillas, por lógica le incomodaba mi pregunta, pero yo de verdad necesitaba creer que no todo estaba perdido.

—Por el momento, intentamos llevarnos bien, por Las Castillas y Aragón, claro. Ese es nuestro propósito —agregó y al fin salió de la habitación, dejándome a solas con la mujer que se encargaría de cuidar de mi fiebre.

—¿Crees que eso resulte? —Le pregunté a la mujer del uniforme.

Ella abrió los labios con ligereza y se reacomodó en el asiento de al lado donde minutos antes estuvo Amelia.

—El Conde no es un hombre paciente y lo hemos visto perder el control con casi cualquier cosa, si hasta ahora no lo ha hecho con la Condesa, supongo que algo bueno hay entre ellos dos.

Asentí en silencio y me recliné de nuevo sobre la cama, debía reponerme pronto para hacerme cargo del enamoramiento que tenía que surgir entre esos dos. Sonaba absurdo, mi futuro se redujo a comportarme como cupido.

Entonces, de pronto, la puerta fue abierta por el único cupido que conocía y a quién menos esperaba que apareciera. Frida entró vestida de criada con la característica maraña de cabello recogida en un molote que no tenía forma.

—Puedes tomar un descanso, linda. La Condesa me ha enviado a reemplazarte —mintió con total naturalidad mientras tomaba el lugar de la joven que me hacía compañía.

La chica, ni siquiera hizo preguntas, quería salir de mi nada cómodo aposento para regresar a la cocina, y no la culpaba. Se puso de pie y cerró la puerta con ella por fuera.

—¿Cómo es que no te reconoció como una impostora que no trabaja aquí? —interrogué confundido.

—Tú puedes ver mi rostro, ella ve lo que yo quiero que vea. En este caso, la mujer de huerto —sonrió aliviada—. Ahora, dime, ¿para qué soy buena?

Elevé los ojos y los fijé en ella, Frida siempre me confundía todavía más de lo que ya estaba.

»Me has atraído con el pensamiento, pensaste en cupido, ¿no?

—¡Oh, es cierto! —expresé satisfecho—. Bueno es que... al parecer Amelia y Franco comienzan a llevarse mejor y yo no sé si debería...

—¿Interferir?

—Me refiero a que podríamos hacer algo para que las finanzas de Las Castillas mejoren y así Franco no...

—No puedo interferir de tal manera, James —interrumpió la mujer que negaba con la cabeza.

—Pero tú misma me dijiste que se trataba de remediar mis errores —emití intentando recomponerme, mientras colocaba una mano en las costillas que aún me dolían.

—Es cierto, pero no podemos hacer el trabajo por él. Franco debe notar que sus acciones son perjudiciales para quienes le rodean, no solo para su matrimonio. —Tomó el trapo húmedo que estaba a un costado y lo colocó de nuevo en mi frente.

—Frida, tengo que evitar que despoje a esas personas de sus tierras. Amelia nunca se lo perdonaría —mencioné quitando el trapo de mi cabeza.

—Si crees que puedo chasquear los dedos y evitar que eso suceda, estás equivocado. Ellos son almas gemelas, ¿comprendes? Puedes lograr que trabajen juntos para resolverlo.

—Lo dices con tal naturalidad que incluso parece algo sencillo de lograr, pero Franco es tan...

—Como tú —replicó la mujer con una sonrisa en la cara—. Qué harías tú para que las finanzas de Las Castillas mejoraran. ¿Cambiarias a su gente?

La observé durativo y en silencio, la respuesta era obvia y la estuve ignorando.

—No, buscaría cuales son los mayores beneficios de las tierras para optimizar el proceso productivo... Las ganancias y el comercio aumentarían —expresé con el corazón latente y una grata sonrisa.

—Y así, ya no sería problema pagar los impuestos que su rey demanda, ¿cierto?

—Sí, pero yo soy sólo un siervo, ¿no lo recuerdas? No hay modo de que Franco me escuche —resoplé con una mueca de dolor.

—Ya te lo dije una vez, James. Ellos hacen más caso de sus propios sirvientes que de quienes le rodean, suéltale las ideas al azar y verás que te escuchará.

Asentí comprendiendo que era la única opción que me quedaba, creer en Frida.

Ella sonrió para mi e hizo una mueca de satisfacción con la boca.

—Frida, podrías darme algo para el dolor —solicité, anhelando que de su bolso sacara un par de píldoras para el dolor.

Me guiñó un ojo y me colocó sobre mi mano la dosis que se encargaría de amortiguar mis dolencias. En ese momento, agradecí que Frida supiera de los avances medicinales de mi época.

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