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Capítulo 14: Algo en común

Pasé los días cumpliendo con la absurda tarea que el Conde me atribuyó, cuidaba de Amelia cuando tenía que hacerlo, me convertía en su hombro cuando era mi única opción y luego sus secretos eran divulgados en mis cortos encuentros con Franco, quien cada vez se mostraba menos condescendiente con los rechazos de Amelia.

Una tarde como cualquier otra, llegó una carta cuyo origen era el palacio del rey, la tomé con mis callosas manos para llevarla personalmente al escritorio de Franco, aquel que minutos antes demandó mi asistencia.

A sabiendas de que la carta, nada bueno representaría para Amelia, por un corto minuto pensé en hacer omisión de su entrega; no obstante, mi osadía bien pudiera afectar de un modo mucho más preocupante.

Golpeé la puerta y esta fue abierta por Mort, una cosa eran esos fastidiosos encuentros con Franco donde hacía de chismoso, y otra era ser recibido por el feo rostro de Mort.

—Pasa y empieza a hablar —emitió Franco mientras mantenía la mirada fija en un puñado de documentos sobre su gran escritorio con destellos dorados en las orillas.

Dejé de lado su nula atención y me limité a colocar frente a él la carta que traía conmigo.

Aquel la vio, notando el evidente lacre rojo con el sello de la corona plasmado en él. Detuvo toda lectura que hacía, luego levantó el rostro y me observó fijo.

—¿Cuándo llegó? —preguntó perplejo.

En realidad, no era ajeno a esas notas, su descontento estaba en la insistencia del rey por la pronta noticia de un heredero, solo así, legitimarían el traslado del condado a sus manos, cosa que seguía sin suceder.

—Recién me la entregó un mensajero real. Afuera espera respuesta —respondí observando a Mort.

Franco respiró hondo, tomó la nota y la leyó. Enseguida, cogió tinta y papel, escribió algo que no pude leer, dobló la carta y colocó el sello de cera igual que en las películas de época que antes detestaba.

—Busca al mensajero, que coma algo, reemplaza su caballo y que se regrese pronto —ordenó al tiempo que le facilitaba la nota a Mort.

Aquel asintió sin retirar de mí la crudeza de su semblante, lo que me molestaba más de lo que imaginaba.

—Habla —indicó de nuevo, pero esta vez su atención estaba en lo que diría.

—La Condesa quiere volver a su casa —solté igual que siempre.

—¿Intentará escapar? —interrogó fastidiado por las mismas acusaciones.

—No, no me ha hablado sobre un intento de escape, pero dice que no cree que su estadía aquí sea de algún beneficio.

—¿Acaso estar con su esposo no es un beneficio?

Me limité a encoger los hombros, tal vez podría intentar algo nuevo ahora que Mort por fin nos había dejado solos, Franco era diferente cuando se sentía observado.

—¿La carta le ha dado malas noticias? —pregunté con el conocimiento de que traspasaba la línea.

Esperaba que Franco me gritara o insultara; sin embargo, no fue así.

—El rey vendrá un par de días, al parecer quiere visitar las montañas, pero antes planea llegar aquí a fastidiarme la vida.

—Creí que todo estaba bajo control —mencioné aun de pie.

Dejó la comodidad de su asiento y caminó hacia el ventanal con el solo objetivo de apreciar el jardín que había detrás.

—Si no tengo un hijo pronto, perderé el control de Las castillas, lo que es obvio que sucederá, ya que mi querida esposa no me permite un acercamiento. Tu única labor en este lugar es venir a mí y contarme todo lo que ella te dice, a través de la confianza que deposita en ti. Si no eres capaz de tal trabajo, una criada puede hacerlo por ti —resopló con la rigidez que le caracterizaba.

—Quiere ir al pueblo, montar por las tardes y salir a cazar —solté confiado en que aquello funcionaría—. No le bastará con usar vestidos y lucir enamorada a su lado, ella realmente quiere sentirse útil.

Franco hundió el entrecejo, era como si yo tuviera la culpa del poco delicado comportamiento de la Condesa que eligieron para él.

—¿Cómo se le ocurre? Hasta yo que soy un bastardo reconoce que tales acciones son perjudiciales para mí, se trata de ser aceptado, no repudiado todavía más.

De nuevo encogí los hombros, estaba atado de manos y pies, considerando que no tenía el conocimiento sobre la época. Si Sam estuviera aquí, con toda seguridad ella lo supiera.

—También sabe que le cuento algunas cosas sobre ella y cree que debería preguntarle personalmente. —Eso último era una mentira, pero quería que entendiera que era tiempo de intentar un cortejo con su esposa, cosa que no les vendría mal.

—Amelia no sabe lo que quiere, porque contigo es valiente y se desahoga, pero conmigo se escabulle, tiembla y llora.

—No debería ser así —respondí confundido.

—¿Entonces cómo me obedecerá? —interrogó de nuevo posando toda su atención en mí.

—¿Hablando? Yo... no lo sé... pero podría darle pequeñas tareas además de llevar esta casa, dele su confianza y existe la posibilidad de que comience a permitir un acercamiento mayor. —Di dos pasos hacia atrás intimidado por mi propia alma.

—Lo que haré será exigir que cumpla sus obligaciones y dejaré de ser tan permisible como lo he sido, debido a tus estúpidos consejos que no me han servido de nada —gruñó al tiempo que volvía a su escritorio—. El tiempo se le acabó.

Eso último me provocó que la piel se me erizara, enseguida señaló la puerta y yo salí tan espantado como otras tantas veces.

Me retiré dando zancadas, no tenía ni la menor idea de lo que hacía, pero si algo era seguro, era el hecho de que no podía alejarme de ahí sin haber hecho todo lo posible para que ese par lograra entenderse, lo que obviamente no sucedería pronto.

Aguardé impaciente a las afueras del palacio, por los jardines, esperando que Amelia saliera para dar su ya tradicional caminata, solían ser esos momentos en los que se quejaba de Franco y desahogaba sus frustraciones; sin embargo, esa tarde nuestro encuentro dilató más de lo que yo podía soportar.

Pregunté entre la servidumbre, pero nadie sabía nada hasta que una de las doncellas salió alegando que desapareció desde hacía horas. Mis ojos se hicieron grandes, mi único trabajo era no perderla de vista y ahora Amelia estaba desaparecida.

No quería alertar a Franco de una posible huida hasta que tuviera la certeza de que se trataba de ello. Así que, corrí hacia las cabellerizas donde uno de los muchachos me contó de las intenciones de Amelia por salir a cazar.

«Eso no podía estarme pasando, ¿Amelia se internó en el bosque?»

—¿Acaso eres un idiota? ¡El Conde te matará! —gruñí en el momento en el que lo supe.

Por un corto instante pensé que la información era falsa, al menos eso era lo que quería creer, puesto que cuando Franco supiera que su mujer vagaba por el bosque, montada en un caballo con un arma de fuego en la mano, se molestaría tanto que me arrancaría la cabeza.

Observé la habitación de cacería, esa que estaba a un costado de las caballerizas, era el punto donde se solían guardar todas las herramientas que se empleaban en las famosas cacerías de la realiza, incluyendo las armas. Ahí faltaba una, en el espacio para una de largo alcance. Era evidente que la ausencia de Amelia se debía a su fortuita cacería y no a un escape, aun así, el panorama no mejoraba para mí.

De igual modo, tomé un arma que no sabía usar, pero creí necesario hacerlo, luego subí a un caballo y me adentré en la misma dirección que se supone lo hizo ella, vagué por al menos una hora, gritando el nombre de Amelia, aunque ella me llevaba ventaja, así que era probable que no estuviera cerca.

—¡Lady Amelia! ¡¿dónde está?! —grité con todo el aire que tenía en los pulmones; sin embargo, fueron unas cuantas aves las que volaron sobre las copas de los árboles.

Sabía que no debía alejarme mucho o el extraviado sería yo, mi mente no contemplaba otra idea que no fuera la de encontrarla antes de que Franco lo supiera.

—¡Amelia! —grité una vez más sin obtener respuesta salvo por el claro galope de un caballo que se acercaba a mis espaldas.

Me giré con el oportuno deseo de que fuera ella, mas en mi interior solo existía una verdad, la veloz y altanera bestia que se acercaba a mis espaldas solo podía pertenecer a Franco, quien me vio fijo con el fuego que ejercía de las profundidades de su ser.

—¡¿Dónde está?! —preguntó sobre el caballo que frenaba de golpe.

—No la encuentro —emití con las palabras atoradas en mi garganta.

—¿Cómo pudiste perderla? ¡Creí dejarte claro que no podías...!

Escuchamos un estallido y el escandaloso momento que surgió de la desaparición de Amelia, fue sofocado por el estrepitoso disparo que salió del mosquete que seguramente descargó la mujer.

Los ojos de Franco se anclaron sobre el espectral bosque, levantó la vista y notó el vuelo de las aves.

—Vino del lado del riachuelo —agregó al tiempo que Mort asentía a sus espaldas.

Lo único que pude hacer fue correr en la misma dirección que estos dos tomaron, puesto que galoparon a toda velocidad en la dirección que ambos señalaron.

No fue mucho el tiempo que nos tomó llegar, apenas logré vislumbrar el río cuando bajé del caballo esperanzado por encontrarla con vida y sin ningún tipo de herida, en cuyo caso, podía irme despidiendo de Samanta y mi hijo.

Observamos a los alrededores, Franco señaló el caballo que seguía atado a uno de los árboles, Mort se adentró al bosque caminando, Franco fue del lado contrario, por mi parte, volví el rostro en todas direcciones, me acerqué al río temiendo lo peor. Para mi fortuna, la encontré en cuclillas a la orilla del agua que corría, tenía sobre la piedra a un pobre animal que resultó ser el blanco del disparo que escuchamos.

—¡Lady Amelia! —solté en un grito que me llenó de paz.

El ruido del riachuelo parecía obstruirle el sonido de mi voz, aun así, levantó la cabeza y me sonrió con ligereza en el momento que me vio. Con respiraciones profundas hice lo mismo, era como sacar todo el estrés que cargué conmigo durante los últimos minutos. Al instante, noté que su sonrisa se apagó, volví la cara y vi al furioso Franco caminar a paso veloz hacia ella.

—¡Está bien, no le ha pasado nada! —intervine antes de que la situación se tensara.

—¡Esto no es asunto tuyo! —interceptó sin dirigirme una mirada.

Llegó hacia ella, observándola de los pies a la cabeza sin el porte que la supuesta Condesa debía tener, su húmedo vestido tenía el dobladillo cubierto de fango, lo ató en un nudo para mantenerlo elevado, pues sus pies descalzos tocaban el agua en la que limpiaba el animal que destazaba con sus propias manos. Pequeñas gotas de sangré escapaban por sus dedos, salpicando la roca en la que el conejo reposaba.

—¿Qué es esto? —preguntó el esposo que parecía sin habla ante tal encuentro.

Ella respiró hondo sin saber qué responder, era claro que el miedo que el Conde le provocaba parecía sobrepasarla y no la culpo, mi anterior cuerpo era bastante intimidatorio.

Mort apareció a mis espaldas, notó la reprimenda que la mujer recibiría, chasqueó la boca en una sonrisa y salió de nuestra vista, creí que debía hacer lo mismo, pero no quería dejar a Amelia sola con Franco, no estaba dispuesto a aceptar cualquier tipo de maltrato, no frente a mí.

—Necesitaba estar sola...

—Estar sola no es una opción, creí que lo dejé claro —replicó Franco de inmediato—. Además, ¿qué se supone que haces? —caminó hacia ella y señaló el animal muerto y la sangré.

—Dije que saldría a cazar y eso es lo que hice, no intentaba huir —explicó ella, olvidándose del cuchillo que tenía en la mano.

Franco ahora estaba tan cercas de ella que retiró la navaja de la mano de Amelia.

—Una Condesa no se comporta de tal modo, ¿acaso no te enseñaron modales? —expuso dejando de lado la poca paciencia que tenía.

—Puedo serlo cuando me lo pidas, pero, por favor, ¿podrías permitirme por hoy ser sólo Amelia? —preguntó ella con las manos aun cubiertas de sangre y un tono mucho más apacible.

Aquel respiró hondo, logré sentir la misma ternura que Franco experimentaba, fue entonces donde supe que era tiempo de relajarme un rato, sin alejarme me tendí en el suelo, mientras los observaba comportarse con una pareja que encontraba un tema en común.

—¿Cómo es que sabes cazar? —interrogó él agachando su cuerpo para intentar destazar al animal.

Ella se encogió de hombros con las mejillas sonrojadas y el pelo alborotado por el viento.

—Me gusta aprender y practicar muchas cosas, no solo bordados y guisos.

—¿Tu padre sabe qué haces esto? —preguntó en cuclillas mientras deslizaba el afilado metal por la carne del conejo.

—Lo sabe, él mismo le pidió a... alguien más que me enseñara —mencionó con tristeza, puesto que hablaba de Lorenzo, el valiente escolta que Franco ordenó asesinar y yo contribuí en su captura.

Así mismo, Franco también lo intuyó y el amargo recuerdo del enamorado de Amelia, provocó que este se hiciera una herida entre el dedo índice y el pulgar. Pegó un grito que ahogó en su interior, un río de sangre surgió del corte que parecía grande. El Conde ejerció presión sobre la incisión, pero el sangrado no se detenía.

—Es grave —mencionó ella sin retirar los ojos de la mano de su marido—. Déjame ayudarte.

El enorme hombre se mostró rígido, negándose a recibir cualquier tipo de cuidados que ella pudiera brindarle. Mort seguía lejos y yo ni siquiera me inmuté. Ese era el mayor acercamiento que vi en ellos desde su boda y no me entrometería de ningún modo.

—Levanta la mano, Franco —ordenó Amelia, mientras lo tocaba para revisarle el daño, luego tomó una de las capas de telas que traía su vestido y lo rasgó sin la menor consideración. Colocó una especie de vendaje sobre la mano de su esposo y le pidió elevarla de nueva cuenta—. Estarás bien.

—No esperaba que esto me matara —repuso Franco recuperando el habla.

—Bueno, no, pero ya no podrás destazar el conejo, tendré que hacerlo yo —resolvió con una grata sonrisa al tiempo que recogía el cuchillo que minutos antes acabó en el suelo.

—Amelia, deja eso ahí o dile a James que lo coja y lo lleve al castillo.

—Oh, no, por favor, permite que lo haga yo misma, estoy acostumbrada a hacerlo —rogó la mujer que volvía a colocarse en cuclillas.

La observó de reojo, fingiendo que no le interesaba lo que ella hacía con sus delicadas manos.

—Cualquier mujer vomitaría con solo ver al animal muerto.

—Bueno, sí, cualquier mujer, pero yo no —mencionó aun concentrada en sacar las vísceras del interior—. Creí que mi padre o al menos alguien te lo dijo antes de considerarme como tu esposa. Soy inquieta.

—No, nadie lo hizo.

Ella hundió el entrecejo y lo observó con atención.

—Entonces, por qué...

—El rey lo propuso y yo acepté. Sé que no debí hacerlo, pero lo hice y aquí estamos, en medio de un matrimonio que no tiene comienzo o fin. —Resopló desviando los ojos hacia el agua.

—¿Por qué no se negó? o ¿Por qué no se casó con la joven del pueblo? —Amelia se atrevió a preguntarle a Franco.

Creí que la conversación acabaría en el instante, pero Franco se sinceró una vez que se puso cómodo en el suelo.

—Como hijo bastardo, nunca tuve nada que fuera solo para mí. Ahora lo tengo y he de aceptar que, hasta cierto punto, me dio miedo perderlo. Gozo de la confianza y el poder que el mismo rey me puede entregar. No cualquiera puede disfrutar de tal beneficio. —Dejó sus temores y la vio fijo una vez más, por primera vez, parecían en sintonía—. Permitiré que termines esto y que salgas a montar, solo en ocasiones, a cambio deberás comportarte como una Condesa. En dos noches el rey hará una visita y tendremos un banquete.

La espontanea sonrisa que iluminó el rostro de Amelia, desapareció cuando escuchó de la visita del rey.

—¿Vendrá? ¿Por qué? —inquirió con los ojos en Franco y olvidándose del conejo destazado.

—Me parece una estupidez recordarte que tenemos un asunto pendiente —soltó el hombre con un semblante serio.

—¡Es absurda la condición impuesta para conservar Las castillas! Al final de cuentas el rey no podrá quitárselas a mi familia y esas tierras son mi dote —señaló la del cabello rojizo con el cuchillo en la mano y un claro temperamento que Franco desconocía hasta ese momento.

Aquel se puso de pie con el entrecejo hundido.

—Él es el rey y puede hacer lo que quiera, incluso quitarnos títulos y tierras. No es conveniente que le demos la contra cuando tu familia y la mía, bien podrían terminar en la ruina. —La señaló a ella y luego hacia el palacio que estaba muy a la lejanía.

La mujer se quedó sin habla, el fuego en la mirada se apagó como si el mismo Franco lo hubiera sofocado con un balde de agua fría. Amelia reconocía que en algún punto tendría que ceder para engendrar el hijo que estaba destinado a heredar ambas tierras, aun así, prefería que aquel momento surgiera sin violencia y con el mínimo apego que pudiera sentir por su marido; de lo contrario, creía que lo vería con odio y dolor por el resto de su vida.

—¿No pensarás que...?

—Lo único que puedo pensar es que pronto perderé la paciencia contigo. Lávate, Mort te llevará de regreso —ordenó Franco, al tiempo que extendía la mano para que ella soltara el cuchillo.

Ella asintió, se inclinó para lavarse, acomodó el faldón de su vestido y caminó hacia su caballo donde Mort ya la esperaba con una sucia sonrisa.

No pude evitar sentirme decepcionado, así que fui hasta donde el conejo y lo tomé de las orejas, enseguida reposaba la piel blanca con gris que también cogí. A mi costado, Franco seguía estático con los ojos en el riachuelo fingiendo que la tristeza de Amelia no le provocaba un nudo en la garganta. Sus sentimientos y los míos se conectaban, era lógico puesto que compartíamos alma.

Creí que lo mejor sería dejarlo solo, él no necesitaba mi protección y si había enviado a Mort por delante, era claro que prefería su soledad. No obstante, detuvo mis movimientos apenas me vio dar dos pasos hacia atrás.

—Hizo un buen trabajo —mencionó con las palabras ahogadas en la garganta, pues el orgullo lo golpeaba.

Eleve un poco la carne que tenía en una mano y la piel que cargaba con la otra. Los observé con reparo a sabiendas de que era cierto, lucía como si el mismo Franco lo hubiera hecho.

—Tal vez cenen estofado de conejo —respondí para después continuar con mi camino. 

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