Capítulo 15
Lucía realizó idas y venidas entre los dos mundos durante las últimas semanas, sin parar. A pesar de que intentaba disimularlo, el agotamiento se hacía notar en la realidad o, en todo caso, en aquel espacio que ella consideraba real, en el que vivía su hijo, en el que había vivido desde su nacimiento. De hecho, ella misma se intentaba convencer de aquello. En ocasiones le costaba mucho diferenciar las cosas, tenía alucinaciones y se sentía perdida la mayor parte del tiempo.
También le costaba ser consciente del instante temporal en el que se encontraba. Dado que en el mundo onírico, el tiempo no existía, podían pasar allí tantos eventos durante una sola noche que en el mundo real durante toda una vida o, por el contrario, tratarse de apenas unos segundos.
Todo aquello le ocasionaba mareos, tenía que correr muy a menudo al baño porque se encontraba con náuseas e incluso debía quedarse durante horas sentada sin hacer nada para poder estabilizarse. No tenía apetito alguno y tampoco le quedaba motivación para realizar tareas, por muy simples que fueran.
—¡Hija mía! ¡Que parece que tienes plomos en lugar de piernas! Si haces las cosas con la misma ímpetu con la que empaquetas esa tela, es mejor que te plantees pagar a una ayudante porque la casa se te va a caer encima. ¿Seguro que te encuentras bien?
—Perdona, Toñi. No sé qué me pasa últimamente, pero me encuentro perdidísima.
Su vecina, Toñi, era con la que mejor se llevaba de todo el barrio. Su casa era colindante a la de Lucía por la izquierda e intercambiaban informaciones y cuchicheaban acerca de los demás muy a menudo. La mujer era bastante más mayor que ella, tenía cincuenta y seis años, pero tanta energía que no aparentaba en absoluto su edad. Cuando la chica se mudó allí con su marido, no se llevaban nada bien, la vecina estaba acostumbrada a los antiguos inquilinos, que era una pareja de ancianos que no hacían ruido ninguno y apenas la molestaban. Pero Lucía, que siempre trataba todo de manera pacífica y alegre, acabó ganándosela hasta tal punto que se había convertido casi en la mejor amiga que tenía.
Aquel día, Toñi recibió una gran cantidad de telas para su tienda de ropa por error, y a cambio de ayuda para empaquetarlas, le ofreció a Lucía una buena parte para que pudiera confeccionar sus propios trajes.
—Yo creo que lo del divorcio no es una buena idea. Sin lugar a dudas se trata de un arrebato que te dio y que no dejó a tu pequeño corazoncito pensar como es debido.
—No, Toñi, está decidido. Quiero dejar a Pablo. No me siento nada bien con él, ya no estoy enamorada de él y, además de todo, se está comportando como un auténtico imbécil. Entre el alcohol y vete tú a saber qué más cosas estará hará a escondidas. Ya no lo reconozco.
Decirle la noticia a la vecina equivalía a contárselo a todo el barrio. Sin duda, si alguien hacía más ruido que el campanario de la iglesia en el vecindario era ella. Lucía sabía lo que hacía y a quién se lo contaba, estaba totalmente convencida de aquella decisión y expresarlo con ella le ayudaría a asimilarlo con mayor rapidez.
—No quiero convencerte, es tu vida y, por lo tanto, tu decisión, pero... ¿Y Raúl? Es algo joven aún y acaba de entrar en el colegio, los niños son muy malos hoy en día. Puede que la situación se traduzca en burlas de la parte de otros.
Lucía dobló las telas casi de forma mecánica, sin tomar muy en cuenta el pliegue.
—Toñi, no puedo dejar que Pablo destroce nuestras vidas por miedo. Imagino que al principio será duro para él, y para mí, pero lo apoyaré y estaré con Raúl tanto tiempo como sea necesario para que pueda aceptar el cambio de la mejor manera posible.
—En cualquier caso, sabes que tienes mi apoyo para lo que necesites tanto tú como tu hijo.
—Gracias. Lo siento mucho, pero creo que te voy a tener que dejar aquí, Raúl no tardará en llegar. Hoy lo trae Pablo en coche.
—Cuídate. Yo voy a seguir un rato más para terminar lo más pronto posible. Nunca más vuelvo a confiar en esta gente. ¡Mira qué desperdicio! —se quejó de la entrega que le habían hecho.
Lucía fue a su casa de inmediato. No tenía que preparar nada, pero si quedaba en casa de la vecina debería seguir explicando su decisión y no le apetecía mucho.
Su teléfono sonó, se trataba de Pablo.
—Déjame adivinar, no puedes ir a buscar a Raúl porque un gato negro se te ha cruzado.
—Veo que estás de malas pulgas hoy.
—Posiblemente. ¿Qué quieres?
—Que te pienses de nuevo lo del divorcio. Lo del otro día fue un grave error, lo he admitido. No puedes echarlo todo a perder por lo que pasó.
—Pablo, ¿tú crees que lo del otro día es lo único que me preocupa? Ya no vuelves ningún día sobrio, ni siquiera entre semana, vas muy a menudo al casino y te dejas una pasta allí. ¡Te han visto tomando droga!
—No la estaba consumiendo, la compré para un amigo.
—Sí, y yo soy duquesa de la laguna inocente, ¡No te jode! Pablo, está más que decidido. No hay marcha atrás.
Tras estas palabras, Lucía colgó la llamada y lanzó el teléfono contra la pared, rompiendo la carcasa de protección que llevaba puesta.
Pablo se encontraba en el interior de su coche. Había acabado la conversación con Lucía y esperaba a que Raúl saliera del colegio para llevarlo a casa. La discusión que tuvo con ella no le dejó tranquilo, en absoluto. Lucía estaba dispuesta a acabar con la relación que tenían los dos y parecía que nada podía hacerla cambiar de idea.
«¿Cómo podía ser tan egocéntrica?» pensó, «¿No podía tener en cuenta de vez en cuando en su familia y dejar sus intereses personales a un lado? Sin lugar a dudas, desde que conoció a esa pelirroja todo ha cambiado. Desde luego, no fue una buena influencia, menos mal que cayó en coma»
El hombre salió del coche a tomar el aire. Los niños salían poco a poco y mientras esperaba se dijo que lo mejor que podría hacer era fumarse un porro con cuidado de que nadie se diera cuenta, eso le ayudaría a relajarse y a ver las cosas de una manera diferente.
—Tengo que reflexionar sobre un método para que cambie de idea —se dijo, en este caso hablaba en voz baja para sí mismo.
La espera se hacía larga, pero él no se angustiaba mucho. No tenía nada que hacer y eso le daba tiempo para encender otro porro y fumarlo con tranquilidad. Los familiares de los niños iban y, cuando recuperaban a los pequeños, se marchaban. Los más mayores salían por sí mismos, con seguridad, no vivían muy lejos y conocían el camino. A Pablo le hacía gracia verlos a todos con sus mochilas, algunos más alegres por el final del horario de curso que otros.
El hombre seguía con el pensamiento de encontrar una solución con respecto a Lucía, no podía dejar que ella bloqueara la relación que había tenido, debía llamarla y aclarar las cosas.
—Dime, ¿vas a por Raúl o no?
—Lucía, esta broma se te está yendo ya de las manos. ¡Qué diría tu madre si te escuchara!
—Pues estaría muy orgullosa de mí y de la decisión que he tomado.
—¿Pero te estás escuchando? Lucía, por favor. Déjate ya de tonterías. Echo de menos dormir contigo, esos ratos de amor compartidos en la cama. ¿Ya no te apetece nada de eso?
—Hace ya mucho tiempo que no me apetece nada de eso, Pablo. Llegas siempre con un olor a tabaco y alcohol horrible; a veces incluso puesto de droga, y no intentes negarlo, porque me he dado cuenta. Ya no eres el mismo que conocí.
—Mira quién habla. La señorita soy perfecta y me echo flores encima. ¿Crees que no me he dado cuenta de la relación desviada que tenías con tu amiga la pelirroja?
—¿A qué te refieres?
—Sí, sé que tú y la india teníais una relación a escondidas. ¡Es eso lo que te ha hecho cambiar! ¡Olvidarte de tu hijo y de mí! ¡De tu familia! Menos mal que la bruja esa ha caído en coma y ya no está destruyendo más parejas como la nuestra.
—Vete... a la... mierda —respondió Lucía dando énfasis a cada palabra de la frase, mientras tomaba aire y sacaba de los pulmones la fuerza necesaria para pronunciar con claridad.
—Lo siento, no quise decir eso. Me he dejado llevar por la ira. Lucía, por favor. No cuelgues.
Pero ya era demasiado tarde, la chica había colgado y Pablo quedó con el teléfono en la oreja sin escuchar nada más.
—¡Mierda! —gritó.
Con la furia dio una patada al coche, al que causó un bollo en la puerta del copiloto.
Un grupo de mujeres que esperaban a sus hijos lo miraron extrañadas, intentaron reconocer quién era con cuchicheos, pero sin mucho éxito.
—Cálmate, Pablo —dijo de nuevo en voz baja—. No sirve de nada estresarse, ahora llegas con Raúl, le pides perdón y todo volverá a ser como antes. ¿Dónde está el puto niño?
La última pregunta la dijo en voz alta, casi de un grito, y las mujeres volvieron a mirarlo, aunque esta vez dieron varios pasos hacia atrás. Lo tomaron por esquizofrénico.
Pablo cerró de un portazo el coche y, decidido, se dirigió al interior de la escuela. Todos lo miraban extrañados, pero a él no le importaba. Llevaba un día horrible desde que se despertó, estresado sin motivo alguno, su mujer quería divorciarse de él, tenía hambre y para colmo, su hijo no aparecía por ningún lado.
El colegio contaba con una entrada principal, en la que los padres solían esperar la salida de los hijos. Estaba vallado por todos lados y rodeado por un jardín con pistas de juegos, más adelante había una segunda entrada que daba acceso al edificio en el que se encontraban las aulas.
Un profesor lo interceptó justo en esa segunda entrada.
—Perdone, pero los padres no tienen derecho a entrar en el interior sin autorización, para preservar la organización del lugar. ¿Le puedo ayudar en algo?
—Su organización me la paso por el forro. ¿Dónde está mi hijo?
—Señor, cuide su lenguaje, se encuentra usted en una institución pública y rodeado de menores. ¿Qué cursa su hijo?
—¿Yo que voy a saber? Acaba de entrar hace unas semanas, tiene que estar en el primer curso.
El profesor, con expresión decepcionada, intentó tranquilizar al hombre con gestos y le indicó:
—Ayer enviamos un mail para avisar de que hoy los niños de primer ciclo saldrían una media hora más tarde. ¿Ha revisado usted su correo? Por favor, regrese a la puerta principal y espere allí. Su hijo está por salir.
Pablo, aunque no del todo convencido, volvió a la entrada del colegio, al otro lado del jardín, y esperó apoyado en el coche mientras se enrollaba otro porro, aunque esta vez apenas tuvo cuidado en esconderse.
Al cabo de unos minutos, otro grupo de niños comenzaron a salir del colegio y, entre ellos, se encontraba Raúl. Pablo se dio prisa por apagar el cigarrillo para que el joven no se diera cuenta y así poder acogerlo con tranquilidad.
—¡Papá! —gritó el niño entusiasmado al verle.
—¡Hola! ¿Qué tal ha ido hoy el cole?
—Muchas cosas, hoy la señorita nos ha enseñado a describir a las personas. Por ejemplo : Yo soy un niño bajito de pelo castaño; tú eres un hombre alto y de pelo negro; y mamá...
—Sí, bueno, ya me explicarás todo eso en casa, que tengo hambre. Entra en el coche.
Raúl se disgustó un poco, su padre iba a recogerlo al colegio muchas menos veces que su madre, pero el chico siempre tenía ganas de contarle cosas e intercambiar con él todo lo que aprendía en sus clases. Para él resultaba un logro enorme y necesitaba compartirlo con su padre, pero este casi nunca le hacía caso y al final siempre acababa contando todas sus aventuras a su madre.
El niño dejó la mochila en los asientos traseros del coche mientras él se instaló en el de copiloto. El auto estaba desordenado, sucio y desprendía un olor nauseabundo, mezcla entre tabaco, cerveza y otros muchos aromas mezclados.
—Papá, no consigo abrochar el cinturón.
—No te preocupes, llegamos en quince minutos.
Tras arrancar, el Raúl comenzó a rebuscar entre los libros que tenía en el interior de la mochila.
—¡Papá! Tengo que enseñarte un dibujo que he hecho con la señorita. Es muy bonito, nos ha pedido que dibujemos nuestro animal favorito y yo he dibujado un perrito.
—Hijo, ahora no, luego cuando lleguemos a casa.
Nuevamente desilusionado, el chico guardó todo en la mochila de nuevo. Inquieto y sin saber qué hacer ni de qué hablar, dado que su padre no le contaba nada tampoco, Raúl sacó un zumo de piña que tenía en la mochila y que aún no se había acabado.
—Raúl vamos a comer ya mismo. Guarda el zumo, por favor.
Casi enfadado, dado que no podía hacer nada de lo que le apetecía, Raúl hizo amago de cerrar el zumo; sin embargo, tras pasar por un badén, el bote se le escurrió de las manos y derramó todo el líquido en el asiento del coche. Su padre, en ese momento, lo miró con rabia, dispuesto a regañarle.
En apenas unos instantes ocurrieron muchas cosas, unos segundos que Pablo observó casi a cámara lenta y en los que la situación se le fue por completo de control.
El hombre, al intentar limpiar con rapidez la zona en la que había caído el zumo, invadió el carril contrario. Un autobús avanzaba en ese sentido en aquel instante y el choque fue inevitable.
Pablo fue frenado por el cinturón de seguridad, sin embargo, vio como su hijo salió disparado y chocó contra el parabrisas del coche.
No supo reaccionar, quedó inmóvil, aturdido por la situación, desorientado. El conductor del autobús bajó con rapidez y llamó a una ambulancia, así como a la policía. En pocos segundos, la muchedumbre se agolpó alrededor del coche y padre e hijo fueron dirigidos al hospital.
Lucía comenzó a preocuparse por la tardanza de Pablo y Raúl. Pablo la avisó de que hoy comería en casa con ellos, así que se apresuró para hacer pasta con tomate, que ya estaba preparada sobre la mesa.
Llamaron a la puerta y ella pensó que Pablo había olvidado de nuevo las llaves, lo que solía ser recurrente durante los últimos días, así que fue a abrir con tranquilidad. Sin embargo, a quien se encontró del otro lado no fue a su marido, sino a dos agentes de policía.
A la mujer le dio un vuelco el corazón, sabía que nada bueno podía traer la presencia de aquellas personas a su casa.
—¿Lucía del Campo Medina?
—Sí.
La noticia fue horrible. Lucía no sabía qué hacer, dónde meterse o cómo reaccionar. Según los agentes, Pablo se encontraba en una cama de hospital con algunas fracturas leves en el hombro y el cuello y, su hijo, permanecía en estado crítico en la unidad de cuidados intensivos tras un accidente de tráfico.
Fuero los policías los que llevaron a Lucía hasta el hospital. Ella no tenía ninguna intención de visitar a Pablo, así que quedó esperando en la puerta de la UCI hasta que le dieran noticias del estado de su hijo.
La espera fue eterna, tuvo que quedar durante casi cuatro horas en una sala fría, incómoda y solitaria. Más tarde, llegaron sus hermanas y sus padres, que se desplazaron en cuanto les llegó la noticia de lo ocurrido.
Lucía no podía ser consolada, la chica estaba angustiada, le faltaba el aire y apenas podía hablar con nadie de su familia. Sus hermanas la apoyaban y la cubrían con abrazos, pero nada de aquello era capaz de tranquilizarla. La chica necesitaba ver a su hijo y estar junto a él.
Pasaron las horas, le ofrecieron una tila para intentar relajarla, pero ella se negaba a tomar cualquier cosa. Su padre, que había ido a visitar a Pablo, le trajo noticias sobre el estado del hombre.
—Parece que no tendrá ningún problema, él ha salido intacto.
—No quiero saber nada más de ese psicópata.
El ambiente se volvió muy tenso, resultaba raro que no surgiera ninguna noticia de su hijo, ni la más mínima, desde que llegó, ningún doctor comentó nada sobre él. Lucía lanzaba gritos de rabia de vez en cuando, no paraba de llorar, se levantaba, se sentaba, daba patadas y puñetazos a las paredes del hospital.
Al cabo de unas horas, dos doctores, un hombre y una mujer, se aproximaron a la familia. No mostraban ninguna expresión. Tan solo miraban los papeles que tenían entre sus manos y hablaban entre ellos.
—Lo sentimos mucho.
Fue lo único que dijeron, el resto del informe no hizo falta describirlo.
Lucía se desplomó, tenía los ojos cerrados y apenas era capaz de soportar su propio peso. Sus hermanas intentaban incorporarla para sentarla en las butacas del hospital, pero la joven dejó su cuerpo tan lacio que les fue imposible.
Tras la noche en vela realizada en casa de Lucía, en la que decenas de vecinos se aproximaron para dar el adiós a Raúl, llevaron a cabo el entierro del niño por lo religioso. Pablo estuvo presente, pero Lucía no le dirigió la palabra en ningún momento. Si antes lo tenía claro, en ese momento no veía otra posibilidad, necesitaba que aquel hombre saliera de su vida para siempre, sin remordimiento alguno.
Los días siguientes no fueron fáciles para ella ni para su familia. Lucía fue a dormir durante varias semanas a casa de sus padres, quienes la cuidaron e intentaron reanimar sin mucho éxito. Pablo la llamó por teléfono en varias ocasiones, pero ella nunca le contestó.
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