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Lola

Aquel día era especial: se cumplía un año desde que me dejaste, Sofía. Y, como tal, decidí ir a celebrar. Lamentablemente, primero tenía que ir al trabajo.

A duras penas me levanté de la cama. Y recordé cuando mamá me llamaba para desayunar, aunque no tenía nada que ver, pues eran cerca de las tres de la tarde y, al llegar a la cocina —que está al lado de mi pieza, porque el departamento era tan pequeño como mis ganas de seguir viviendo—, no había una tibia taza de leche achocolatada esperándome, no —igual la leche era para los niños, y yo, a mis treinta años, ya estaba lejos de esos días de niñez—, en su lugar estaba mi vieja amiga, la latita cerveza.

Me la bajé de una sentada y tomé las llaves del auto. No sé qué canción habrán pasado por la radio, pero de seguro era alguna de esas basuras políticas o deportivas o religiosas, o peor, el maldito reggaeton que, de tanto aborrecerlo, quizás hasta lo omití de mi audición por defecto. 

«Mereces todo lo que te pasa», pensé. Aquellas palabras resonaban en mi cabeza hacía ya semanas, y no recordaba por qué. ¿Quién me las habrá dicho? ¿Papá?, ¿mamá?, ¿Sofía? La lista no era mayor a esas tres opciones, eran las únicas personas que alguna vez me importaron. Quizás resultaría patético o irrisorio para cualquiera. ¿Para mí? Para mí no había algo que me importara menos: lo que dos muertos y una mentirosa hayan podido decir no tenía más valor que lo que yo mismo pudiese decir. Es decir, nada. ¿Que si me merezco todo lo que me pasa? Pues obvio, soy horrible para dirigir mi propia vida. No han descubierto nada nuevo.

Se subió el primer pasajero. Le dediqué unos segundos de admiración a través del espejo: era una mujer hermosa, una rubia con ojos azules y mandíbula bien perfilada. De mi tipo y el de cualquiera, sin duda.

—Buenas tardes —atiné a decir.

Me miró a través del retrovisor superior y me dijo:

—A Los Cabrera con De la Cosa, por favor.

Puse las manos en el manubrio y suspiré. «Como se me dé la oportunidad, choco y te llevo conmigo, pedazo de estúpida». 

Sabía que el viaje sería largo, pero valdría la pena al final del día, cariño. 

Al final del día.

Ya era tradición que, tras un arduo día de trabajo, visitara el bar de mi buen amigo Daniel. Probablemente la única cosa que me mantenía cuerdo. Daniel era un joven de unos 25 años que amaba mezclar tragos, y qué bueno porque a mí me encantaba ser su ratón de laboratorio.

El bar de Daniel era relativamente nuevo. Él tenía un extraño sentido de la moda, pues parece que, de una de las tantas conversaciones que tuvo con su papito ricachón —según me había contado—, logró hacer que el diseño de los Johnny Rockets inspirara el local.

—¡Eh, barman! Otro, porfa.

—¡Va saliendo! —dijo Daniel, que luego de preparar el trago se acercó personalmente—. ¿Cómo va la pega, jefe?

—Bien, todo anda de maravilla. Hoy, no me vas a creer, pero vi a una igualita a la muñeca Barbie.

No me diga. ¿Como la que viene entrando?

Me giré para encontrarme con las carcajadas del universo por mi suerte, que, si mejoraba aunque fuera sólo un poquito, dejaría que tal mujer no me reconociera.

En mi intento por evitar que me viera la cara, decidí —por el resultado ulterior—, con mal juicio, pararme hacia el baño. Sin embargo, Barbie se dirigió a la misma dirección y, calculo, sin ver que me había levantado, chocó conmigo.

—Ay, discúlpeme —dijo.

Me di la vuelta para no perderme de sus ojos una vez más. Ella me miró y, probablemente —que digo, más que seguro— se rio en mi cara. De mí. Entonces reanudó la marcha y entró al baño. 

Volví a mi asiento. «¿De verdad me merecía eso?», rumié por un rato. Una parte de mí quería ponerse de pie e ir a reclamar... pero no sabía qué, entonces la reprimí, porque es lo que me caracteriza. Eso es lo que soy. «Sí, al parecer sí me lo merezco».

Las horas pasaron, pero ya no hablé más con Daniel. Solo bebí una, y otra, y otra vez. Gasté más de lo usual —eso seguro—, pero estaba bien, si cabía la expresión, porque estaba celebrando. Era mi día especial, y no iba desperdiciarlo. No podía desperdiciarlo.

Pero me acomodé —sin querer— sobre mi brazo, y miré la mugre de la esquina de la pared. Y me quedé dormido.

Me encontraba alienado. El olor a desinfectante y el bullicio del bar habían desaparecido por completo. Todo estaba oscuro, pero debió ser cosa mía, porque hasta entonces no me había puesto a revisar el ambiente con detención. Me hallaba desorientado, como cuando sobreviene la sensación de mareos al estar en un gran edificio. Me propuse entender aquel lugar, pero no pude. Si tuviera que describirlo —y haré mi mayor esfuerzo—, diría que fue como estar en medio del espacio exterior, la gravedad era nula, y había pequeñas luces que simulaban estrellas, pero eran algo más, ya que se movían conjuntamente en la distancia, formando una especie de tentáculos gigantes. De pronto y frente a mí, una criatura globular se movió a lo lejos, parecía un ojo, pero la esclerótica era carmesí, con el iris negra y la pupila aun más oscura. Se acercó a mí a gran velocidad y se detuvo de golpe, quizás esperaba algo de mí, quizás solo analizándome. Yo me dediqué a comprender la razón de lo atrayente que me resultaba su centro: me producía algo similar a lo que es mejor conocido como la "llamada del vacío". Entonces, aparecieron sus semejantes: todos hicieron el mismo movimiento, y yo, ante una abrumadora parálisis, solo atiné a observarlos expectante. Para mí esto era el paraíso, en cierto sentido. Si por mí fuera, que acabasen ahí mismo con mi existencia. Dejaría esta vida en manos de cualquiera, y qué mejor que —presumiblemente— uno de los dioses exteriores que habría gestado Lovecraft en sus relatos. El que primero se acercó —y que pude intuir era el líder— dilató la entrada a la oscuridad absoluta, dispuesto a absorberme y decidir mi destino. Comenzó a acercarse de nuevo, esta vez fue lento, y aceleró. Cerré los ojos y contuve la respiración.

—Señor —dijo Daniel, mientras se restablecía el fuerte olor a detergente de la barra—. Ya vamos a cerrar.

De inmediato busqué en mi bolsillo la tarjeta de crédito y pagué: salió un ojo de la cara. «Esta es la última vez que gasto tanto en ti, malagradecida».

Fui a pisar para bajarme del asiento, cuando sentí un bulto justo previo al piso: era una caja como de un metro de alto. Me agaché para tomarla, dentro había una muñeca de porcelana, pero no era solo eso, así sin más. Era una muñeca igualita a Sofía, mi primer y —hasta entonces— único amor. Y se veía triste.

Invadido por la conmoción y extrañeza, dejé la caja en el mesón.

—¿Sabes quién habrá dejado esta caja tirada? ¿Una mujer, quizás? —dije, con el corazón galopando más de lo usual.

Daniel se acercó desde una de las mesas, que estaba arreglando para cerrar el local. Cuando llegó ante mí se puso a analizar la caja.

—No me fijé en nadie que la haya traído. Pero tiene dedicatoria —dijo, mientras tomaba un sobre que estaba pegado, y lo leyó—. Y es para usted.

"Felicidades, Jaime Martínez, eres el elegido", leí. Dudé si sería sensato abrir el sobre, pero —asumo que por la borrachera— lo hice de todos modos. "Instrucciones para tener a tu mujer ideal". «¿Y yo para qué carajos quiero eso?», pensé. No seguí leyendo, pero miré a la muñeca y, ante la profunda nostalgia que me provocaba, terminé llevándomela a casa para tenerla como recuerdo. Un recordatorio de lo que nunca más recuperaría.

Cuando llegué a mi departamento me esperaban mis otros souvenirs, ropa, basura, platos y vasos usados, todo esparcido en todas partes. Estaba seguro de que antes me pateaba el olor a putrefacción, pero ya no sentía nada. Tampoco sentía pena por haberme acostumbrado al olor. Solo dejé la caja en lo que antes era una mesa de cocina y leí las instrucciones. "Me llamo Lola y seré tu mujer ideal sólo si me dejas. Para que así sea, debes poner tus labios en los míos y pronunciar las siguientes palabras: Lola, quiero que seas mi mujer ideal".

«Vaya tontería. ¿Quién habrá hecho esta payasada?, no creo que haya sido Sofi, no, porque ella es la persona más bondadosa que conozco, sí, tiene que haber sido algún espía. ¿Un espía?», miré a la muñeca. «Parece más algo diabólico, pero ¿qué sé yo?».

Y la verdad era que no sabía nada. Lo único de lo que estaba seguro era de que mi vida divergía mucho de lo que mis padres querían para mí, y de lo contentos que estaban porque iba a casarme. Miré la lata de cerveza que había bebido hace unas horas, «¿cómo llegué hasta acá?». Mi futuro era brillante, yo lo sabía, y solo lo imaginaba junto a ella... Volví la mirada a la muñeca. «Mi mujer ideal. Supongo que no pierdo nada con intentarlo y, si llego a perder algo, no será peor de lo que ya vivo».

Así que seguí las instrucciones.

Saqué a la muñeca de la caja y la puse frente a mí, era tan delicada, sus ojos cafés y su pelo color miel se mezclaban con el vestido que llevaba, su olor me hizo olvidar todo lo malo, un aroma producto de la armoniosa combinación entre jazmín y rosas, justo como Sofía. Una angustia me apretó el pecho, «¿qué estoy haciendo?». Me pasé la mano por la cara tratando de secar las lágrimas y mocos que me brotaban. 

Me di por vencido otra vez. 

Me tiré en el piso y lloré como un bebé que busca a su mami, pero que no iba a encontrarla jamás.


Al día siguiente, vi a la muñeca y la tiré a la basura, que —para mi comodidad— estaba en cualquier parte del departamento.

Miré mi celular: eran las dos de la tarde. Fui a mi pieza a buscar el cargador para servir al señor Uber un día más, cuando me llamó Félix, el hipomaníaco, —quiero decir, mi amigo—.

—¿Qué pasa, Jaimico? Oye, dos cosas: ¿crees que si fuera un pájaro sería un colibri?, porque Val me dijo eso, y no sé qué signifique. Ah, y te llamaba para saber si puedes ir a la finca de Pedrito la semana que viene.

—Yo... ni siquiera sé qué responder a la primera pregunta, y... ¿Por qué no me llama Pedro directamente?

—Lo sé, fue un poco rara —Félix rio—. Él me pidió hablarte porque sabe que somos más cercanos. Está ansioso por conocerte más, por eso te invita.

—No sé. Tú me conoces, no siempre ando de buen humor. ¿Te puedo confirmar mañana?

—Confírmame cuando quieras, crack —Hubo un silencio, por lo que me dispuse a colgar, pero Félix siguió—: Ah, sí, se me olvidaba. Tienes que llevar una pareja.

Fruncí el ceño, «¿qué razón había?».

—No entiendo.

—Yo sé que... te cuesta relacionarte con otros. Créeme, también me pasa, pero tienes que avanzar tarde o temprano. ¿Y qué mejor que con tus amigos? Vamos a ser tres parejas, será divertido, anímate.

Me quedé callado. Félix me caía bien, era un tipo brillante, pero le encantaba meterse en las cosas que no le incumbían... Sin embargo, tenía razón.

Suspiré y le contesté:

—Entendido —Colgué.

Como me sentía más cansado de lo habitual, me di el día para reflexionar, aunque sabía —por experiencia propia— que tal acción era peligrosa, no sólo porque atentaba contra mi trabajo, sino con mis ganas de trabajar posteriores. Ya había perdido tres pegas distintas durante el último año. Y, la verdad, es que por mí está bárbaro: no trabajar. Pero la realidad era que si no trabajaba no comía, y comer chatarra era otro pilar que me mantenía con vida.

De mi autodestructiva y hetero-compasiva reflexión, concluí que era mejor intentar algo distinto, que tenía que volver a terapia, que tenía que luchar por lo que una vez fue mi sueño y así, quizás, me ganaría el corazón de Sofi otra vez. Y sería un exitoso médico, sí, claro. Y salvaría a la humanidad encontrando un virus nuevo o descubriendo el tratamiento para el cáncer, sí, claro. Y, a lo mejor, sólo por si acaso, así lograría quererme aunque sea un poquito.

Entonces busqué a la maldita muñeca: aceptaría el pacto con Satanás, o con Cthulu, o con quien sea, con tal de hallar la mísera posibilidad de volver a ser feliz.

La busqué por todos lados, volví en mis pasos un millón de veces y escarbé en la basura un millón más. Pero no la encontré. Rendido y ante el claro mensaje del universo: "se te acabó el tiempo", regresé a mi habitación para dormir, y entonces la vi. La muñeca estaba sentada en mi cama mirando hacia la puerta. Me hice para atrás. 

La muñeca se encontraba inmóvil, pero sus ojos parecían seguirme mientras me acercaba a ella. Lentamente, y hablando conmigo mismo, me armé de valor para tomarla y hacer como dictaban las instrucciones. Aproximé mis labios a los suyos y vi cómo sus pupilas se hacían cada vez más grandes. 

—Lola —dije con voz temblorosa. Nunca había estado tan asustado en toda mi vida. «Esta es la vida real, ¿cierto?»—... Quiero que seas —Alcancé a pronunciar mientras me subía por la espalda la sensación prodrómica de un desmayo inevitable—... mi mujer ideal.

Sentí un ardor intenso en las manos, así que solté a Lola, que comenzó a hincharse y a crecer desproporcionadamente. Dentro de lo inefable de la situación, las células —intuí— de sus extremidades se movían de adentro hacia afuera: partes pequeñísimas de sus huesos, de su sangre, de sus entrañas y músculos se separaban en el exterior para volver a su interior. 

Ante tal grotesco escenario, atiné a salir del cuarto, «tengo que llamar a la policía o algo». Corrí a la cocina para buscar el teléfono de pared y recé porque funcionara, pero nada, así que salí de casa, cerré la puerta y me quedé parado con la espalda apoyada en ella. «¿Y a dónde iré?». La respuesta, por muy obvio que podía haber sido, no era tan sencilla. «¿Quién creería esta historia?». Y caí en cuenta de algo peor: «¿Quién me ayudaría?».

—Jaime, amor, ¿qué haces allá afuera? 


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