En el Borde
«Mereces todo lo que te pasa», pensaba poco antes de llegar a la finca, aún sin saber quién me lo había dicho, pero ya no me importaba. En poco tiempo había sentido tantas emociones que creía extintas en mi ser, que no dimensionaba el cambio que tendría Lola para mí y mi futuro. Tal vez este estado pasajero de felicidad me había hecho ser menos suspicaz, pero no me importaba. Lo único que quería era que durara para siempre.
Miré a mi copiloto, que yacía dormida después de un largo viaje. «Creo que te amo, Lola».
Tras llegar a la finca, Pedro y su novia, Renata, nos abrieron la puerta. No conocía a ninguno a tal punto de llamarlos amigos, pero con él había compartido en otras ocasiones. Digamos que lo conocía lo suficiente como para asegurar que él era una chimenea andante, pero no más allá.
—¡Bienvenido!, eres el primero en llegar. Por favor, pasa —dijo Pedro, extendiéndome los brazos.
Solté la mano de Lola para abrazar al anfitrión.
—No te recordaba tan alegre, Pedro.
—Es que hemos estado solos por tres días ya. Algo de buen humor tenía que obtener —rio Renata.
—¿Ella viene contigo o...?
—Sí, ella es Lola... Es mi pareja.
Se miraron entre sí un segundo y, como si hubiesen hablado por telepatía, contestaron al unísono.
—Genial, buenos días... ¿Lola era el nombre?
La miré, pero parecía extrañada.
—Parece que ahora es tímida —reí—. Bueno, ¿pasemos? —le dije a Lola.
—Sí —dijo con ojos perdidos, como quien está teniendo la revelación de su vida.
Lo miraba a él.
Pedro iba bien vestido y peinado, pero no tenía mayor gracia, así que pensé que solo era mi imaginación.
Pedro o, más bien, los padres de Pedro tenían una gran finca.
Nos ofrecieron unas cervezas, que Lola rechazó —así que tomé ambas para mí—, y nos mostraron el lugar. La casa era gigantesca, hecha de una preciosa madera que expedía olores varios dependiendo de donde te encontrases, y tenía dos pisos que se unían a través de —además de las escaleras— un gran y hermoso tragaluz. A un costado había una cancha de fútbol amateur y, un poco más allá, un maizal tan extenso que Pedro afirmó haber tardado tres días en cosechar con su padre y sus hermanos.
—¿Cuántos son en total ustedes?
—Bueno, yo me estoy reintegrando a la familia, de hecho. Así que "ahora" somos cinco hermanos.
—Pedro estuvo peleado con sus padres por un buen tiempo, pero ya arreglaron las cosas.
Recordé, como si se tratase de una película, a mi padre soltando las palabras más hirientes que me habían dicho alguna vez, luego de haberme salido de la carrera de medicina: "absolutamente todo lo malo, Jaime. Mereces todo lo que te pasa".
Me reí.
—Perdón, es que a mí me pasó algo similar.
—¿Sí? —dijo Pedro.
—Después de farmacología, medicina me pareció lo más aburrido de la vida, en serio... Y mi papá no quiso apoyarme para que estudiara química y farmacia, así que trabajé y estudié al mismo tiempo.
—Y ¿cómo se arreglaron?
—Hasta ahí son similares las historias. Él falleció un tiempo después.
Renata hizo un ademán de tristeza y se acercó a tomarme del hombro.
El teléfono de Pedro sonó. Era Félix que había llegado, así que partimos de vuelta a recibirlo.
Pero antes, Lola me susurró que, cuando llegáramos a la cabaña, la acompañara para hacerles unos tragos para los seis. Y eso hice.
Cuando hubimos terminado, ofrecí las bebidas a todos, y aproveché de saludar a Félix y Valentina, su novia. Empezamos a conversar en al entrada, pero pasamos a la sala de estar.
Luego de una charla entre los seis —prácticamente cinco, de hecho—, pude conocer mejor a los anfitriones. Pedro era un peón más de una empresa de electrodomésticos, pero tenía una ambición: ascendería a jefe de marketing aunque tuviese que trabajar todos los días de los próximos meses. Y Rena, como insistía que la llamara, era diseñadora e incluso tenía su propia línea de ropa, por supuesto, auspiciada por papá.
—Entonces, ¿dices que tu papá es Kevin Bassot? ¿El beisbolista? —le pregunté a Pedro.
Rena, que estaba acomodada en su sillón, se despegó de él para acercarse a la mesa de centro.
—Sí, así es. Pero todo lo que tiene lo ganó siempre por sus propios esfuerzos. Siempre.
—No lo ponemos en duda, mujer —dijo Félix.
—Más te vale —rio Rena—, que estás en mi casa ahora.
—¿No es la casa de Pedro? —preguntó Valentina con auténtica curiosidad, estimé. Pero mi apreciación no era compartida por Rena.
—¿Qué intentas decir? —dijo Rena, mientras arrugaba la nariz.
—Solo era una pregunta —Volvió a beber.
—Relájate, Bovary. Val no conoce mucho a Pedro, perdónale una aunque sea —dijo Félix.
Rena, encolerizada, se levantó.
—Mira, Félix, tú sabes cómo soy, así que no me pruebes, ¿bien? —Y se dirigió a la cocina—. Y no me llames más así, Urdemales.
—No es verdad lo que dice, está ebria nada más. Se emborracha muy rápido, cosas de ella —dijo Pedro a Valentina.
—Oye, Pepo, ¿qué tal están tus hermanos? —preguntó Félix.
—Ya aprendí a quererlos.
—Pero, ¿cómo están?
—¿Y qué quieres que sepa? No hablo con ellos hace como un mes. A ver... Marina...
Pedro y Félix siguieron hablando entre sí, y Valentina se acercó a nosotros, que no habíamos participado mucho de la conversa por ciertas razones: Lola estaba experimentando una faceta nueva para mí, una timidez impropia de ella, y yo estaba ocupado sirviéndome unos piscos.
Valentina nos había hecho una pregunta, pero no le presté atención. Como Lola no respondía, tuve que dejar mi vaso y preguntar.
—Valentina, ¿verdad? Discúlpame, ¿qué nos preguntaste?
—Sí, pero puedes llamarme Val, no hay atado —replicó, mientras masticaba una barra de proteína—. Decía que hace cuánto se conocen.
—Hace una semana —respondió Lola.
—Ah, sí hablabas.
—Necesitaba tomar algo de alcohol. Creo que no soy tan sociable como creí.
—¿Entonces solo están saliendo o son pareja? —dijo Val.
Lola y yo respondimos al mismo tiempo.
—Pareja —respondí sin pensar.
—Saliendo —dijo ella.
La miré, extrañado.
—¿Cómo que saliendo?
—Ay, no, mejor los dejo pelear tranquilos —dijo Val, volviendo al lado de Félix.
—Ni tú ni yo le hemos pedido al otro ser algo oficial, incluso dijiste que no querías que te llamara amor —susurró Lola.
—Pues me equivoqué, amor.
Lola se paralizó, sus ojos —aunque suelen estar bien abiertos— se habían quedado inmóviles mirando a los míos.
Y la besé sin pedírselo.
Lola me apartó, se levantó del sillón y buscó la cocina.
—Déjala, Jaimico. Es una introvertida de libro, parece que le incomodamos.
—Ay, Félix. ¿Tan luego que vas a empezar con tu show?
—¿Y tú qué? ¿No has bebido nada?
—No le hagas caso a este payaso. Ve a buscarla.
Me paré y la busqué por la casa llamándola por su nombre.
Pero no la encontré.
Escuché un ruido en el piso de arriba, así que subí. El sonido fue reemplazado por pasos que se escuchaban pasando una puerta de una habitación.
Toqué la puerta, pero como no hubo respuesta, nada más entré.
—¿Lola?
Rena estaba sentada en la cama, mirando hacia la puerta. Y me llamó con su dedo índice.
Cerré la puerta y comenzamos a besarnos sobre el plumón. Desde que llegamos había tenido el presentimiento de que le llamé la atención, a pesar de mi aspecto endomórfico y, hasta hace poco —para mí—, asqueroso.
—Lola no puede enterarse —dije, jadeando entre los besos.
Rena me tiró contra la cama y se puso sobre mí. Me puso una mano sobre mi cuello y se acercó a mi oído.
—Vas a tener que esperar para el espectáculo.
Se levantó y salió de la habitación.
Yo estaba vuelto loco: no lograba concebir mi suerte. Y lo mejor es que podría devolvérsela a Lola, porque —según ella— no éramos nada.
De inmediato pensé en el pecado más primitivo, producto de pensar con la otra cabeza, y salí detrás de Rena. No había pasado el tiempo suficiente como para que —ni corriendo— pudiera haber desaparecido del radar como lo hizo.
Ante tal situación, decidí volver con el resto. Luego de bajar las escaleras, pasé por el tragaluz y llegué a la sala de estar, donde estaban Val y Rena.
—¿A dónde se fue el resto? —pregunté.
—Pedro y Félix fueron a preparar la parrilla —dijo Val, la única persona algo sobria en la casa.
—Nosotras estamos haciendo las paces —rio Rena.
Me senté junto a ella y, discretamente —a mi parecer—, le susurré:
—¿A qué hora es el espectáculo?
Rena frunció el ceño.
—¿Y por qué no le preguntas a mi novio?
«Bipolar de mierda», pensé. Y fui a donde me apuntaron que estaban los parrilleros.
Pero solo estaba Félix.
—¡Jaimico! ¿Y tú muñeca?
—Oye, Félix.
—Está bien buena, compadre, te felicito.
—Félix.
Me acerqué a él para que me pusiera atención.
—Val también tiene lo suyo, y yo la amo mucho, pero de verdad me cuesta decírselo, ¿entiendes? Creo que es mi personalidad.
Lo tomé por el hombro y volví a llamarlo.
—Oye, ¿dónde está Pedro?
—Perdón, lo siento, ando medio... introspectivo —Puse los ojos en blanco—. No te pongas así. Dijo que iba a buscar más carbón —Enarqué la ceja, pero él volvió a ver el fuego de la parrilla— ¿Tú crees que si fuera ciega, me hubiera escogido igual?
Volví a tomarlo del hombro, uní las puntas de los dedos de la mano y pregunté.
—¿Pero dónde es eso?, pedazo de estúpido.
—Pero no te pongas así, está en esa casita de allá —Apuntó a un extremo de la cancha de fútbol, así que empecé a caminar en tal dirección—. ¡Oye, Jaime!
—¡¿Qué?!
—¡Chúpalo! —rio.
A medida que cruzaba el campo de fútbol y me aproximaba a la pequeña casa, el olor a pasto real invadía mis interiores. Me daba una extraña sensación de calma. Como si hallara consuelo en el limbo. Antes de llegar a mi —posible— infierno. Me temía lo peor. ¿Estaba Lola engañándome? «No, Lola es mil veces mejor ser humano que yo».
«Ella jamás me traicionaría», me dije. Cuando, sin soltar una sola palabra, abrí la puerta.
Y ahí estaban.
Lola y Pedro estaban juntos. Pegados. Eran uno solo.
Igual a como lo fuimos Lola y yo.
Se me apretaron los dientes y mi corazón se aceleró, como diciéndome: "rómpele la cara", y «¿quién se cree este imbécil?», y la miré también a ella, «¿y quién te crees tú, maldita mentirosa?». Entonces vi que junto al marco de la puerta había una azada, la tomé y me acerqué a ellos lentamente. Apunté a la cabeza de Pedro. Y le asesté un golpe.
Pedro cayó al suelo y Lola me quedó mirando, aterrada.
—¡No eres más que una muñeca de mierda!
Lola se rio a carcajadas.
—¿Te enojaste? Pero si este era el espectáculo.
Y de pronto me chocó. «Espectáculo».
—Lola... —Un extraño remordimiento me abrumó, pero la imagen de los dos seguía en mi cabeza—. ¡¿Estás enferma acaso?!
—Ya cállate, marica. Mira al pobre de Pedro.
Giré a verlo: estaba boca abajo en el piso, sin mover un solo músculo.
Me asusté, así que lo di vuelta, no respiraba. Lo llamé, pero no respondió. Entré en shock, pero dentro de mi cabeza enjuicié y maldije la poco oportuna decisión de haber desertado de medicina tan temprano.
—Lola, ayúdame a llevarlo a la casa...
Pero no había nadie más que yo. Y el cadáver de Pedro.
Intenté llamar una ambulancia, pues —a mis inexpertos ojos— Pedro aun podría salvarse, pero no tenía cobertura, así que salí y me acerqué a la casona. Una vez obtuve señal, llamé de inmediato, pero me dijeron que practicara primeros auxilios, que ellos llegarían en poco más de una hora. Miré el reloj, las 8:00 p.m.
Pasé por la parrilla.
—¡Félix! ¿Tienen algún botiquín?
—¿Por qué? ¿Necesitas una curita?
—Pedro se golpeó con una herramienta y necesita ayuda.
—¡¿Cómo?!
—¡Necesita ayuda ya!
Félix pegó un saltito.
—Preguntémosle a Rena, ven.
Las dos estaban donde las había visto por última vez, pero parecían estar dormidas. Intentamos despertarlas, pero fue inútil. Me fijé en que de uno de sus brazos brotaban gotitas de sangre. Una sensación de paranoia me invadió el cuerpo. «Es ella».
—Es Lola.
—¿Qué?
—Es experta en hacer comidas...
—Genial —Sonrió—. Queda confirmado que estás loco.
—Y bebidas...
—¡¿Pero qué tiene que ver, Jaime?!
—Que puede hacer hipnóticos, barbitúricos, benzodiacepinas, lo que sea.
—¿Quieres decir que Lola creó un tipo de droga super complicada y durmió a Val y Rena?
Y entonces me vino a la cabeza lo peor.
—No necesariamente la tuvo que haber creado.
Corrí al auto y revisé entre mis cosas: mis antidepresivos no estaban.
Escuché el grito descontrolado de Félix, que se había quedado con las chicas.
—¡Félix!
Corrí de vuelta. Vi que Félix estaba tapado con un cojín. Intenté quitárselo suavemente, diciéndole que era yo, pero solo respondía:
—No te creo, no te creo, no te creo, no te creo, no te...
—Félix, ¿quieres cooperar? —Me harté—. Piensa en Val, maldición. Reacciona.
Le quité el cojín de un tirón y lo abofeteé.
—¡No! —gritó tapándose los ojos.
—¡Contrólate!
Lo zarandeé, esperando una respuesta, pero fue inútil.
Recordé que aquello era todo lo que no debía hacerse ante una agitación psicomotora, concepto que aprendió, no por las clases de antaño, sino por haberlo padecido una vez.
En medio de esa reflexión, levanté la mirada por sobre el sillón, hacia el ventanal que daba hacia la cancha. Era de noche, pero la oscuridad era más profunda que de costumbre, por lo que el marco del ventanal ganó un contraste mayor. «Los límites tangenciales entre tu realidad y la mía», recordé cuando vi salir del borde del ventanal una mano, cuyos dedos se retorcían lentamente rodeando el marco. De pronto salió una cabeza ensangrentada, pero no era sangre fresca, era negra y maloliente. Se desprendió el olor a muerte por la sala. Y entonces salió ella, sosteniendo a Pedro.
Intenté llamarla, pero se limitó a hacerme callar poniéndose un dedo en los labios.
Lola soltó el cuerpo de Pedro y caminó hacia mí.
Los gritos de Félix se intensificaron. Nunca lo había oído tan alterado.
—¡Que no se acerque! —gimió Félix, con su ya gastada voz.
No podía apartar los ojos de Lola. Estaba a unos metros de distancia, pero su indistinguible olor se apoderaba del lugar. Mis ojos empezaron a arder, así que los entrecerré. Era como si estuviera envuelto en una tormenta de arena. Y ahí estaba yo, empecinado en seguir mirándola, como si en un solo parpadeo la fuera a perder de vista. Y no quería perderla de vista.
—Voy a hablar con ella.
Logré dar un paso hacia atrás para rodear el sillón e intentar acercármele.
—¡No te alejes, Jaime! ¡Salgamos de aquí! —gritó Félix.
Di un paso más, y otro. Lola comenzó a andar más de prisa en mi dirección. Vi que tenía algo en la mano, pero no entendía qué.
—¡Lola, espérame! —dije manteniendo la mirada fija en ella.
Entonces pisé un líquido en el... piso. O lo que fuera que haya pisado. No sabía si era más prudente mirar atrás o seguir vigilando a Lola.
Cuando fui a mover el otro pie, me topé con un relieve sólido pero suave.
—Jaime... —musitó una sombría voz a mis espaldas.
Lola se detuvo junto a Félix, que ya casi sin voz no paraba de gritar por ayuda. Aproveché para girarme de inmediato y ver de qué se trataba esa voz: era Pedro. Su cuerpo, completamente desnudo, estaba en el centro de un charco de sangre. Lola le había mutilado los dedos de los pies y los de una mano. «Por qué solo una mano», pensé.
Y me volteé.
—¡Ya basta de esta locura, Lola! —Pero Lola se había ido. Y se había llevado a Félix con ella. Aterrado, me acerqué a las chicas, que aun estaban dormidas, y volví a gritarle—: ¡Si crees que tengo miedo, estás muy equivocada!
De pronto, una voz dulce me llamó desde la cocina.
—Jaime —dijo Lola, en tono meloso.
—¡No pienso ir contigo! ¡La policía ya viene!
—Jaime —Su tono cambió a uno serio. Luego de un silencio eterno, volvió a decir amorosamente—. ¿Qué te hace pensar que quiero tu miedo?
—¡Nunca supe qué querías! —Miré a Rena e intenté despertarla apretándole la mandíbula y el esternón, pero no resultó—. ¿Les diste mis antidepresivos a las chicas?
Lola volvió a hablar, pero esta vez se sintió mucho más cerca. Me giré en dirección de le cocina.
—No, esos te los di a ti —dijo Lola, cuya cara se había distorsionado en su totalidad: no tenía cejas ni oídos, su cabello era corto y café, igual que sus ojos. Su piel, llena de ronchas pustulosas, se hacía cada vez más gris. A medida que se acercaba a mí—. Amor.
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