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| -Vuelta a la realidad- |

Esa misma noche, Sherlock y Cora se encontraban excavando en un hoyo muy profundo, adyacente a la tumba, con la intención de encontrar el féretro de Emelia Ricoletti. Lestrade y Mycroft se encontraban al lado de la fosa, alumbrando el hoyo con sus linternas. La joven de ojos escarlata acababa de relevar a Greg, quien llevaba cavando más de una hora, por lo que había descendido al hoyo para cavar con Sherlock, quien lo había hecho desde que habían llegado al cementerio. Obviamente, y sin ser una sorpresa, Mycroft había decidido no ayudar más de lo que él considerase indispensable, como relevar a su hermano cavar, únicamente decantándose por alumbrar con la linterna. Los detectives continuaron cavando durante varios largos minutos, cuando de pronto, la pelirroja escuchó un sonido metálico en cuanto hundió la punta de su pala en la tierra, lo que hizo que mirase a su prometido a los ojos, quien le dedicó una sonrisa cansada pero orgullosa. Haciendo gala de un gran esfuerzo para sacar el ataúd de la tierra, y una vez lo colocaron sobre el suelo firme, Lestrade usó una barra metálica para abrir la tapa por un extremo, entregándole la barra a Sherlock, quien la usó para abrir la tapa por el otro lado. Retiraron la cobertura del féretro, el aire inundándose de un olor nauseabundo, que provocó que Cora tapase su nariz y boca, al igual que su prometido, mientras que el Inspector de Scotland Yard y Mycroft se apartaban. Dentro del ataúd había un esqueleto en avanzado estado de descomposición, ataviado con un vestido de novia casi deshilado por completo, las cuencas de sus ojos vacías ya desde hacía tiempo. El joven de ojos azules-verdosos se arrodilló junto al ataúd comenzando a palpar el interior en busca de otro cuerpo, sin suerte, por desgracia para el detective.

–Vaya por Dios. Solo hay una. –recalcó Mycroft, su tono expresando falsa decepción, provocando que Sherlock se levante y observe la tumba.

–Tuvieron que enterrarla debajo. Tiene que estar debajo del ataúd. –sentenció con un tono confiado el detective, saltando por encima del ataúd, dentro de hoyo que habían excavado, comenzando a remover la tierra con sus propias manos.

Aquel acto por parte del sociópata hizo que Cora y Mycroft intercambiasen una mirada algo preocupada, mientras que Greg suspiró de forma pesada.

–Mala suerte, cielo. –dijo Cora, observando cómo Sherlock escarbaba en la tierra de forma frenética.

–Se desharían del cadáver de otra forma. –apostilló Lestrade, su tono algo nervioso por la actitud del joven sociópata.

–No, no... –musitaba el de cabello castaño, escarbando con aún más ahínco.

–Es más que probable. En cualquier caso, fue hace mucho tiempo. –indicó su prometida, su tono serio, al mismo tiempo que negaba con la cabeza, preocupada por él.

–Tenemos asuntos más urgentes que tratar, hermanito –le recordó Mycroft a su hermano menor, su tono tornándose casi irónico ante sus siguientes palabras–, ¿Moriarty, resucitado? –comentó, el sarcasmo irradiando de sus palabras, Sherlock aún escarbando frenéticamente en la tierra. En ese momento, una voz femenina pudo escucharse en el lugar. Una voz, que sin duda no pertenecía a la pelirroja.

Tú no me olvides... –canturreó, provocando que Sherlock se irguiera, girando su rostro en dirección al sonido.

Cora sintió cómo un escalofrío la recorría por todo su cuerpo, intercambiando una mirada nerviosa con los dos hombres que estaban a su lado, antes de dirigirla hacia el ataúd.

Tú no me olvides... –volvió a decir la voz, alumbrando Mycroft con su linterna el féretro, provocando que Lestrade abra la boca por el horror y la sorpresa, y que Cora se tape la boca con temor al observar cómo la mano derecha del putrefacto cadáver comenzaba a moverse.

Sherlock frunció el ceño al escuchar el claro sonido de huesos moviéndose, mientras que el ataúd comenzaba a moverse, el cadáver comenzando a alzarse lentamente de su lugar de confinamiento. En ese preciso instante, el cadáver de la Sra. Ricoletti profirió un grito ensordecedor, abalanzándose sobre Sherlock, quien abrió los ojos como platos, cayendo al suelo, aplastado por el cadáver.

Sherlock se sacudió de forma violenta, encontrándose con que estaba ataviado con su ropa de la época victoriana, y su alrededor chorreaba agua, por lo que negó con la cabeza.

–Esto... Ah, entiendo. Aún no he despertado, ¿no? –se preguntó a sí mismo, algo aturdido aún por lo que estaba ocurriendo, procediendo a levantarse del húmedo suelo.

El detective escaneó su entorno con sus ojos azules-verdosos, reconociendo sin problemas el lugar en el que se encontraba: La Catarata de Reichenbach. Frunció el ceño de forma molesta, bajando la visera de su gorra de caza para que el agua no nublase su visión y se metiera en sus ojos.

–Muy profundo, Sherlock. Un trance profundo. –dijo una voz que reconoció de inmediato, girándose para ver a su propietario, Moriarty, caminando hacia él. El detective tropezó por unos segundos antes de levantarse–. Enhorabuena. Serás el primer hombre en la historia al que entierran en su propio Palacio Mental. –comentó, provocando que Sherlock observe la catarata.

–¿Este escenario tiene un tinte melodramático, no? –le preguntó el detective a la mente criminal.

–¿Para nosotros dos? En absoluto. –replicó éste.

–¿Qué eres? –preguntó el de ojos azules-verdosos.

–Sabes qué soy. Soy Moriarty, el Napoleón del crimen. –se regodeó de forma sarcástica.

–Moriarty está muerto. –rebatió Sherlock de forma rotunda.

–En tu mente no. Ahí nunca estaré muerto. Una vez llamaste disco duro a tu cerebro. Pues saluda al virus. Así acabamos tú y yo. Siempre aquí, siempre juntos. –le indicó Moriarty, caminando unos pasos más, acercándose a Sherlock.

–Tienes un cerebro impresionante, Moriarty. Lo admiro. –sentenció el detective, lo que hizo sonreír a la mente criminal–. Reconozco que puede estar hasta a la altura del mío, o del de Cora. –añadió, lo que hizo que la sonrisa de Moriarty se ensanchara, mientras que el detective caminaba hacia él.

–Me conmueves. Es un honor. –le dijo a Sherlock.

–Pero cuando se trata de luchar desarmados al borde de un precipicio... Siempre caerás al agua... Enano. –le espetó Sherlock, desvaneciéndose de golpe la sonrisa de Moriarty.

El Napoleón del crimen siseó entre dientes antes de lanzarse contra Sherlock, golpeando con sus dedos en su cuello, quien tuvo que reprimir un ataque de tos, retrocediendo al mismo tiempo que su gorra de caza caía al suelo. Moriarty no perdió el tiempo y asió a Sherlock por las orejas, golpeando su cabeza contra la pared de roca. El detective logró empujarlo lejos de él, y aprovechándose de su retroceso, Sherlock lo golpeó en el rostro.

–Te crees muy grande y fuerte. –le comentó el criminal–. Conmigo no.

El maníaco golpeó al joven de ojos azules-verdosos en la cara, provocando que se dé la vuelta antes de caer al suelo. Sherlock hizo un esfuerzo y logró levantarse del húmedo suelo, para después girarse y lanzar un gancho hacia Moriarty, quien no tuvo demasiadas dificultades para esquivarlo y asir su brazo, lanzándolo de nuevo de cara al suelo. Holmes hizo lo posible por girarse, quedando ahora su espalda contra el pavimento. Moriarty se acercó rápidamente a él, quedándose de pie sobre su persona.

–¡Soy tu DEBILIDAD! –exclamó, golpeando a Sherlock en la cabeza–, ¡No te dejo LEVANTAR! –golpeó al detective en un costado–, ¡Cada vez que TROPIEZAS, cada vez que FALLAS, cuando eres DÉBIL... YO... ESTOY... AHÍ! –gritó una vez más mientras golpeaba al joven detective en el pecho una y otra vez. En ese momento, Moriarty se arrodilló junto a él, cogiendo las solapas del abrigo del detective, quien intentaba levantarse–: No, no intentes resistirte... ¡DÉJATE CAER! –profirió, levantándose del suelo, aún asiendo a Sherlock por el abrigo.

Ambos hombres se pelearon de forma continua, sin embargo, Moriarty tenía ventaja sobre el detective, logrando inmovilizarlo, con su mano derecha sujetando su cabeza, mientras que con la izquierda sujetaba su costado y el abrigo, inclinándose hacia el precipicio, dejando claras sus intenciones.

–¿Quieres que saltemos juntos? ¿Tiene que ser juntos, no crees? –le preguntó la mente criminal a su némesis–, ¡Al final, siempre quedamos tú Y YO! –exclamó de forma maníaca en el rostro de Sherlock.

De pronto, en el lugar se escuchó el inconfundible carraspeo de un hombre, lo que hizo que Moriarty girase su rostro para observar el origen del sonido, encontrándose al Dr. Watson y a la Srta. Izumi a pocos pasos, ambos con una sonrisa en sus rostros. Ambos se habían agenciado unos revólveres, los cuales estaban ahora apuntando al criminal.

–Profesor, si hace el favor de apartarse de nuestro amigo. Creo que, su compañía resulta un tanto molesta. –le comentó la joven de ojos escarlata, observando cómo Moriarty soltaba a Sherlock, quien tenía una sonrisa en su rostro.

–¡No hay derecho! ¡Sois tres! –se quejó Moriarty.

Siempre somos tres, ¿no lee El Strand? –le preguntó John, lanzando la gorra de caza a Sherlock, quien se la puso en la cabeza.

–De rodillas, Profesor. Coloque las manos en la nuca. –ordenó la pelirroja, haciendo un gesto con el revolver–. No me haga obligarlo.

Moriarty tragó saliva al escucharla decir eso, y obedeció sus órdenes, arrodillándose al borde del precipicio, colocando sus manos en la parte posterior del cuello.

–Gracias, John. Cora. –afirmó Sherlock, a quien la de cabello escarlata dedicó una sonrisa dulce.

–¿Desde cuándo me llamas John? –inquirió el doctor.

–Te sorprenderías. –replicó Sherlock.

–Que va. –replicó John antes de dar una breve mirada hacia Moriarty, volviendo ésta hacia su mejor amigo.

Hora de despertar, Sherlock. –le indicó la mujer, lo que provocó que el detective la mirase, confuso–. Soy--más bien era--una profesora con una gran imaginación e inteligencia, y Watson cuenta historias. Sabemos cuándo estamos en una.

–Claro. Claro que sí, Cora. John. –les sonrió el detective con cariño.

–¿Y cómo es? ¿El otro yo, del otro lugar? –preguntó John, claramente intrigado por ese detalle.

–Más listo de lo que parece. –replicó Sherlock.

–¡Listo de narices! –rebatió John.

–Listo de narices. –confirmó Sherlock antes de posar su mirada azul-verdosa en la joven–. Y tú, querida, eres incluso más bella e inteligente. Puede que incluso más que yo. –apostilló con una sonrisa dulce, lo que hizo sonrojar a Cora. Ante esto Moriarty profirió un molesto gruñido.

–Agh... Vosotros dos, iros a un hotel, ¡me cago en la leche!

–¡Impertinente! –exclamaron John y Cora al unísono.

–Ofensivo. –mencionó Sherlock.

–¿En realidad, te importa? –preguntó la joven de ojos rubí, bajando su revolver.

–En absoluto, querida.

Cora se acercó entonces a Moriarty junto a John, con quien había intercambiado una mirada cómplice, colocándose a su espalda. John y ella se miraron y asintieron al unísono, procediendo Cora a usar sus poderes para iniciar un pequeño fuego en el pantalón de Moriarty, quien comenzó a gritar por el dolor, segundos antes de que John le diera una patada que lo hizo caer por el precipicio. Sonrieron al escuchar al criminal gritar mientras caía al abismo, asomándose por unos instantes.

–Nos tocaba a nosotros. –indicó John con un marcado tono de satisfacción en sus palabras.

–En efecto.

–¿Cómo tienes pensado despertar? –inquirió la pelirroja, observando cómo el hombre que amaba se daba la vuelta, acercándose al borde del precipicio.

–Oh, digo yo que así. –replicó él.

¿Estás seguro? –preguntó Cora, evidentemente aún no muy convencida con ese método.

Sherlock observó la expresión llena de preocupación de la joven de ojos carmesí y se acercó a ella con lentitud. Ella parecía menos enferma que cuando la habían dejado en Baker Street, lo que hizo que se diera cuenta de la conexión entre su mente y el mundo real: al haber decidido tomar las drogas, la Cora de su mente había enfermado, claramente debido a que era el reflejo indiscutible de que aquello repercutía sobre la Cora de la vida real. Podría hacerla enfermar de preocupación, y si no dejaba su dependencia, podría morir por él. La abrazó, inseguro de cómo debería proceder con ella, quien era algo distinta a la que habitaba en el mundo real. Cuando se separó, decidió brindarle un beso en la frente, seguido de uno en la mejilla, antes de mirarla a los ojos para comprobar si debía o no, darle el tercero. La de ojos escarlata le dedicó una sonrisa, y juntó sus labios con los de él de forma suave, separándose a los pocos minutos.

–Entre nosotros tres, siempre sobrevivo a las caídas. –les aseguró a John y a Cora, caminando una vez más al borde del precipicio.

–¿Pero cómo? –inquirió John.

–Elemental, mi querido Watson. –replicó Sherlock, tirando su gorra de caza al abismo, antes de lanzarse a él, extendiendo sus brazos, en su rostro una sonrisa satisfecha.

De vuelta al presente...

Sherlock se despertó de golpe, abriendo sus ojos rápidamente. No tardó en percatarse de que se encontraba de nuevo en el avión, aunque su visión era borrosa. Sin embargo, y a pesar de ello, el detective podía ver con claridad meridiana el cabello y ojos del color más hermoso que recordaba, posando sus ojos en la persona que más amaba, sonriéndole.

–¿Me echabas de menos? –preguntó a su prometida, quien suspiró aliviada. Su visión se clareó del todo, pudiendo distinguir a John, Mary y Mycroft, quienes estaban detrás de la pelirroja.

–¿Sherlock? ¿Estás bien? –le preguntó Cora, su voz preocupada.

–Sí, claro... ¿Por qué no iba a estarlo, querida?

–Porque has sufrido una sobredosis. Deberías estar en el hospital. –le notificó Mary.

–No hay tiempo. –rebatió el joven sociópata levantándose del asiento–. Tengo que volver a Baker Street ya. Moriarty ha vuelto. –caminó al pasillo tambaleándose, por lo que su prometida lo asió del brazo, ayudándolo a recuperar el equilibrio.

–Casi me alegro, si te salva de esto. –dijo Mycroft, sujetando la lista de Sherlock frente a su rostro, al mismo tiempo que bloqueaba el pasillo. Su hermano menor cogió la lista y la hizo rizas en segundos.

–Ya no lo necesito. Tengo algo de verdad. He de trabajar, y tengo una boda que organizar. –indicó el detective, comenzando a caminar de nuevo, aunque no pudo dar ni dos pasos antes de ser detenido por Mycroft.

–Sherlock, ¿me lo prometes? –inquirió con un tono suave. Esto provocó que Sherlock diera una ligera mirada a su alrededor antes de posarla en él.

–¿Qué haces aquí aún? ¿No tendrías que estar tramitando mi indulto o algo, como buen hermano mayor? –inquirió el menor de los Holmes, apartando a Mycroft casi de un empujón, saliendo del avión.

Mary y John siguieron al detective sin decir palabra. Por su parte, la pelirroja suspiró de forma pesada, pues todo aquello había logrado que sus nervios se alterasen, aunque logró calmarse a los pocos segundos, decidiendo seguir a sus amigos y su prometido. Pasó junto a Mycroft, y estuvo a punto de salir por la puerta, cuando éste la llamó.

Srta. Izumi –apeló a ella, lo que la hizo girarse y mirarlo–: Cuide de él, por favor. –le rogó a la mujer, quien le sonrió y se acercó a él, abrazándolo.

–Claro que cuidaré de él, Mycroft. –aseguró ella–. Casi somos familia, ya. Vuelve a tutearme. –indicó con un tono bromista, separándose de él, quien reciprocó la sonrisa de forma nerviosa–. No quiero que le pase nada. Me aseguraré de ello. –mencionó, antes de caminar hacia la puerta del avión, escuchando lo que Mycroft le dijo antes de que saliera.

Nos veremos en la boda, Cora.

Una vez salió de aquel vehículo aéreo, la mujer de cabello cobrizo se acercó a grandes zancadas hasta Sherlock, quien estaba colocándose el abrigo y los guantes mientras caminaba junto a los Watson hacia el coche del gobierno.

–Sherlock, espera. –dijo ella, deteniéndose el detective, depositando toda su atención en ella–. Explícate. –pidió, su tono serio.

–¿Moriarty sigue vivo? –preguntó John.

–Nunca he dicho que estuviera vivo. Sino que había vuelto. –replicó Sherlock.

–Luego está muerto. –supuso Cora.

–En efecto. Se voló la tapa de los sesos, querida. Nadie sobrevive a eso. Me he tomado la molestia de una sobredosis para demostrarlo. –comentó, intercambiando una mirada culpable y arrepentida con su prometida y su mejor amigo–. Moriarty está muerto, no cabe duda. Pero lo importante... Es que sé exactamente es su siguiente paso. –indicó con una sonrisa, caminando todos hacia el coche y subiendo a él, encaminándose hacia Baker Street.

¡El juego ha comenzado!

Alternativamente, en 1985...

–Máquinas voladoras, ese artilugio del teléfono... ¿De qué fantasía demencial se trata? –le preguntó Watson a Sherlock.

Los tres se encontraban en el salón de Baker Street, con los dos hombres sentados en sus respectivos sillones, mientras que la pelirroja se encontraba sentada en un sillón adyacente al del detective, con sus manos entrelazadas encima de su regazo.

–Era una mera suposición de cómo podría ser el mundo futuro, y cómo encajaríamos tú, Cora y yo. –replicó Sherlock, ante lo cual la de ojos rubí no pudo evitar soltar una carcajada–. A partir de una gota de agua, alguien lógico debería deducir la posibilidad de un Atlántico o un Niagara.

–O un Reichenbach. –apostilló la pelirroja, quien sonrió de forma dulce. Al ver esto, el detective tomó la mano izquierda de la joven, quien llevaba una alianza de oro en el dedo anular. La joven sonrió y reciprocó el gesto, tomando la mano izquierda de Sherlock, quien también llevaba una alianza de oro.

–Oh, por cierto –comentó Watson al observar ese gesto entre los jóvenes–. Felicidades a ambos por vuestros esponsales.

–Gracias, John. –replicó la joven de ojos escarlata.

–Casi no puedo creerlo. A partir de ahora deberé referirme a ti en mis historias como Sra. Holmes. Cora Holmes... Sí. Te queda muy bien. –comentó John, provocando que la aludida sonriese.

–¿Has escrito tu narración del caso? –inquirió Sherlock.

–Sí. –replicó John.

–Hmm. Modificada para que quede como uno de mis escasos fracasos, ¿no es cierto?

–Por supuesto. –replicó Watson. El detective se quedó pensando por unos instantes antes de hablar.

La Aventura del... Ejercito Invisible.

¿La Liga de las Furias? –inquirió Cora, dando ideas a John para el título de su nueva obra.

El Regimiento Monstruoso. –comentó el de ojos azules-verdosos, inclinándose hacia delante en su sillón.

–Había pensado en... La Novia Abominable. –sentenció John, observando cómo el Sr. y la Sra. Holmes colocaban sus espaldas en sus respectivos sillones.

–Un poco macabro. –mencionó Cora.

–Venderá. Tiene crímenes como Dios manda. –le aseguró el escritor.

Tú eres el experto. –afirmó Sherlock, señalando a John con sus pipa.

–En cuanto a tu propia historia, cielo –comenzó a decir Cora, captando la atención de los dos hombres, en especial de su marido–, ¿seguro que es una solución al siete por ciento lo que tomas? Para mi que has aumentado la dosis.

–Quizá haya sido un poco fantasioso, querida... –admitió–. Pero quizás tales cosas pudieran suceder. –mencionó, levantándose de su sillón y caminando hacia la ventana–. En todo caso, sé que en un mundo así estaría como en casa. –comentó con una sonrisa, lo que hizo que su mujer se levantase de su asiento, caminando hasta estar a su lado.

–Creo que yo no. –apostilló John tras dar una breve carcajada cínica.

–Tampoco yo lo creo, cielo. –indicó la pelirroja, quien ahora estaba de pie junto a su esposo, quien pasó un brazo por su cintura, acercándola a él, antes de brindarle un beso.

–Siento discrepar –sentenció, antes de observar las calles londinenses junto a su mujer–. Pero siempre he sabido que no era un hombre de mi época.

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