| -Un nuevo caso- |
En cuanto el Inspector de Scotland Yard y la detective de cabello carmesí llegaron a Baker Street subieron rápidamente al 221-B, para comunicarle al detective el nuevo y potencial caso que tenían entre manos. A los pocos minutos de haber llegado los dos al piso, John subió las escaleras hacia el 221-B con una sonrisa, encontrándose a Sherlock sentado en su sillón con las manos en posición de rezo bajo la boca, sus ojos cerrados. Lestrade se encontraba justo al lado de la puerta de la sala de estar, mientras que Cora estaba de pie junto a la mesa de la sala de estar.
–Buenas, John. –lo saludó la joven detective con una sonrisa amable.
–Buenas tardes, Cora –la saludó él–. Dice Greg que tenéis algo bueno.
–Oh, sí. –replicó la de ojos escarlata, caminando hacia los sillones, cuando de pronto Sherlock, aún con los ojos cerrados, extendió su mano izquierda hacia ella, sentándola en el reposa-brazos de su sillón, para acto seguido, rodear su cintura con su brazo.
John sonrió al ver aquel gesto de complicidad entre ambos detectives y suspiró, antes de sentarse en su sillón, para que Lestrade, ahora sentado en la silla de los clientes, les diera los detalles del caso. El Inspector explicó que el Sr. Welsborough estaba celebrando una fiesta por sus 50 años, rodeado de todos sus amigos. En algún punto de la noche, recibió una llamada de Skype de su hijo, Charlie, quien se encontraba en el Tibet y lastimosamente no pudo llegar a tiempo para celebrar su cumpleaños. Durante la llamada, de pronto se congeló la imagen, achacándolo a la altitud, por lo que el Sr. Welsborough únicamente podía escuchar la voz de su hijo. Charlie le dijo entonces a su padre que saliera de la casa y se acercara a su coche, para comprobar si había un Power Ranger azul en el capó de éste, puesto que había hecho una apuesta. El Sr. Welsborough obedeció con entusiasmo y encontró el Power Ranger del que Charle hablaba, mandándole una foto. Tras haberlo hecho el Sr. Welsborough preguntó a su hijo si la había recibido, ante lo cual, la llamada se cortó.
–Una semana después... –continuó Lestrade.
–¿Sí? –inquirió John, visiblemente interesado.
–Pasó algo rarísimo –replicó el de Scotland Yard, provocando que Sherlock sonría–. Conductor ebrio--pedo perdido--es perseguido por la policía, y gira hacia la casa de los Welsborough para despistarlos. Por desgracia, impacto de lleno contra el coche de Charlie, causando una gran explosión en éste. El borracho sobrevivió; pudieron sacarlo, pero cuando apagaron el incendio y examinaron el interior del coche... Encontraron un cadáver.
–¿De quién era el cadáver? –preguntó John, inclinándose hacia delante.
–Charlie Welsborough, el hijo. –replicó la detective de ojos escarlata, provocando que John la mirase con los ojos como platos.
–¿Qué?
–Y estaba en el Tibet. El ADN concuerda. –le aseguró Lestrade.
–Esa noche el coche estaba vacío, y una semana más tarde el chaval aparece al volante. –comentó la pelirroja con un tono de misterio, lo que hizo que Sherlock, aún con los ojos cerrados, diera una carcajada satisfecha–. Sí. Pensé que te haría gracia, cariño.
–¿Hay informe del laboratorio? –inquirió John mientras Lestrade asentía, colocando su maletín sobre su regazo, sacando un fichero de su interior.
–Sí. Charlie Welsborough era hijo de un ministro, y tienen prisa con los resultados. –replicó el Inspector, abriéndose de golpe los ojos del detective de cabello castaño.
–¿Y eso qué más da? Háblame de los asientos. –pidió, lo que hizo que su mujer sonriese, pues aún a pesar de haberse casado, Sherlock seguía con su actitud algo fría, cosa que ella adoraba, aunque de vez en cuando tuviera que reprenderlo.
–¿Los asientos? –inquirió John, cogiendo el fichero que Lestrade le tendía.
–Estaban hechos de vinilo. –le comentó a Sherlock su mujer–. De dos tipos diferentes de material, para ser más exacta. –concretó mientras Lestrade le pasaba otro fichero al de ojos azules-verdosos.
–¿El coche era suyo? –inquirió Holmes.
–Sí--no es tan raro--era estudiante. –contestó Lestrade.
–Eso da una pista... –musitó el sociópata.
–¿De qué? –cuestionó el Inspector, confuso.
–El vinilo es más barato que el cuero. –se decidió a contestar Cora.
–Eh, sí, claro. –afirmó Lestrade con un tono que indicaba que se le había pasado por alto.
–Y hay algo más. –apostilló John mientras revisaba los documentos.
–¿Sí? –inquirió Sherlock, observando a su amigo, quien hizo un gesto a la pelirroja, quien ya había visto todos aquellos datos, procediendo ella a contestar. Sherlock notó el gesto que el rubio le dirigía a su mujer, y carraspeó antes de mirarla a los ojos.
–Según el informe, Charlie Welsborough llevaba muerto una semana.
–¿Qué? –preguntó el detective, una sonrisa aún más satisfecha apareciendo en su rostro.
–El cadáver del coche... Tenía una semana. –recalcó John mientras asentía.
–Oh, espectacular... ¿Es mi cumple? –le preguntó a su mujer, quien sonrió y besó su frente. El detective se volvió hacia Lestrade–, ¿Te ayudo?
–Sí, por favor. –replicó el de Scotland Yard tras exhalar un suspiro.
–Con una condición. –advirtió el joven.
–Dime...
–El mérito para ti. –le dijo el detective de cabello castaño, provocando que su mujer sonriese de nuevo, y que tanto Lestrade como John lo mirasen sorprendidos–. Me--es decir--nos aburre resolverlos nosotros todos.
–Ya, pero luego John lo escribe en su blog, y todo el mérito es para ti o para Cora. –rebatió el Inspector de Scotland Yard señalando a John, quien se carcajeó y devolvió el fichero médico.
–En cierto modo, tiene razón, cariño. –admitió la Sra. Holmes con sus ojos escarlata mirando a Lestrade.
–Y yo quedo como un divo que, insiste en atribuirse logros que no son suyos. –continuó diciendo el hombre, mientras guardaba en su maletín los ficheros.
–Has metido el dedo en la yaga, Sherlock. –le advirtió John, lo que hizo que el detective mirase a su amigo y después a su mujer de forma nerviosa, no logrando comprender del todo qué era lo que había hecho mal.
–¡Como si tuviera mono de echarme flores! –exclamó el Inspector.
–Pero a base de bien. –apostilló Cora asombrada, a la par que divertida. Lestrade se giró en ese instante hacia los detectives, gesticulando hacia el sociópata.
–Para ti la gloria, gracias, de verdad. –indicó, ante lo cual Sherlock lo observó con perplejidad.
–Está bien.
–¡Pero resuelve el puñetero caso: me está volviendo loco! –exclamó en un tono frustrado.
–Lo que tu digas, Giles –comentó el de ojos azules-verdosos, lo que provocó que el aludido lo mire algo decepcionado, por lo que le sonrió–. Era broma –comentó, lo que provocó que Lestrade pusiera los ojos en blanco, comenzando a recoger todos los papeles–: ¿Cómo se llama? –le preguntó a su mujer en voz baja.
–Greg. –replicó Cora en un susurro.
–¿Qué? –preguntó en un murmullo, pues claramente no la había escuchado bien. Cora se inclinó en su dirección susurrándole al oído.
–Greg.
–Oh. –dijo el detective, al fin captando el mensaje, por lo que sonrió a su mujer, dándole un beso en los labios. En ese momento, Lestrade alzó su rostro, observando cómo la pelirroja daba un beso a su marido en la mejilla, quien agachó la mirada. Les dedicó a ambos una mirada sospechosa, aunque su atención se decidió hacia John, quien decidió hablar.
–Es evidente lo que ha pasado.
–Me asombras: ¿sabes lo que ha pasado? –inquirió Sherlock, sorprendido.
–No, pero es lo que dices a estas alturas. –replicó el doctor, haciendo carcajearse a la mujer del Detective Asesor.
–Mm... Muy bien. Esperemos que resuelvas tu problemilla, Greg. –replicó el detective levantándose de su asiento y despojándose de su bata, caminando al descansillo. Esto provocó que Greg mirase a John y a Cora, quien se había levantado del sillón, asombrado.
–¿Lo habéis oído? –inquirió.
–¡Fíjate! –contestaron ambos amigos al mismo tiempo, lo que los hizo carcajearse.
–¿Y cómo llevas la paternidad? –le preguntó el policía a John, caminando hacia las escaleras del piso.
–¡Oh, bien, gracias! –exclamó John con ironía–: Es increíble.
–¿Duermes algo? –preguntó Lestrade.
–¡No, por Dios! –replicó John, lo que hizo reír a Cora, reuniéndose con Sherlock en el descansillo, quien acababa de ponerse la chaqueta–. Aunque deberías ver cómo Cora logra calmar a Rosie. Es un milagro.
–Los milagros no existen, John. –comentó ella, sonriendo su marido al escucharla–. Simplemente tengo buena mano con los niños, y Rosie parece adorar a su tía. –apostilló, lo que hizo reír a John.
–Estás a entera disposición de un crío que grita, exige, y te despierta con sus caprichos –Lestrade miró a Sherlock de forma intencional antes de continuar–. No estarás acostumbrado...
John y Cora trataron de esconder las sonrisas que les provocó aquel comentario por parte de Greg, caminando tras él a los pocos segundos, con Sherlock siguiéndolos.
–¿Perdón? –inquirió el detective, confuso.
–Ya sabes. No haces más que arreglar sus estropicios y darles palmaditas. –continuó John, bajando las escaleras con Lestrade y Cora, quien no pudo evitar reír por lo bajo.
–¿Es una broma vuestra? –inquirió Sherlock, bajando tras su mujer, su tono algo molesto ahora.
–Nada de gratitud. Ni siquiera distinguen las caras. –apostilló John, ante lo cual, Cora le dio un leve toque por la espalda mientras se reía.
–¿Es una broma, no? –preguntó Sherlock.
–Sí, y todo eso de, ¡hay que listo, pero que listo eres! –gesticuló Lestrade, mientras que Sherlock se quedaba de pie al final de las escaleras, Cora, John y el Inspector deteniéndose a la puerta del 221.
–¿Os referís a mi? –cuestionó el sociópata.
–Hay que darle cuerda, chicos. –musitó la Sra. Holmes con una sonrisa, ante lo cual, Greg y John asintieron.
–Sí, para mi que va a ser eso. –concordó John.
–No lo entiendo. –comentó Sherlock, saliendo con los demás del 221.
Un tiempo después, Cora se encaminó junto a Sherlock, John y Lestrade a la residencia del Sr. y la Sra. Welsborough. Cora caminaba envolviéndose en su abrigo por el frío viento que soplaba, por lo que Sherlock, al ver eso, se acercó a ella y colocó su brazo izquierdo alrededor de sus hombres, acercándola a él. La joven se había asegurado de ponerse sus guantes, pues si iba a tener contacto con otras personas, no deseaba que se percatasen de inmediato de su alta temperatura, así como del ocasional enrojecimiento de sus manos.
–La familia de Charlie está muy afectada, como es lógico –les notificó Lestrade, percatándose Cora de que el teléfono de John sonaba–. Así que, ten tacto. –le pidió al detective.
–Ya me conoces. –replicó el detective, cuando el teléfono de John volvió a sonar, alertándolo de una llamada de Skype entrante.
–Entonces mejor que hable Cora. –sentenció Lestrade, lo que hizo reír a la joven.
–¡Hola! –exclamó Mary una vez hubo aceptado John la llamada.
–La tengo, tranquila. Pampers, la pomada que no venden en Boots. –replicó John.
–Sí, eso da igual... ¿Dónde estáis? ¿En casa del muerto? –inquirió Mary mientras sujetaba a Rosie.
–Sí. –replicó John.
–¿Y qué? ¿Alguna teoría? –inquirió la mujer del doctor.
–Te he mandado un mensaje con los detalles. –recordó John.
–Sí. Dos tipos de vinilo. –recalcó la rubia. Aquello captó la atención de Sherlock, quien le quitó el teléfono a John.
–¡Oye! –se quejó John.
–¿Cómo sabes eso?
–Te sorprenderías de lo que captan las recepcionistas –le replicó Mary, inclinándose hacia la pantalla de forma dramática–: ¡Lo saben todo!
–¿Entonces, resuelto? –inquirió la pelirroja asomándose a la pantalla, observando a Rosie, quien en cuanto vio a la mujer de Holmes, comenzó a balbucear–. Hola peque.
–Estoy en ello, Cora –contestó Mary–. Dile hola a tus tios, Rosie. –le dijo a la bebé, quien sonrió a la cámara.
–Ah, Mary, la maternidad te ralentiza. –recalcó Sherlock, ante lo cual Cora le dio un leve codazo.
–¡Capullo! –le dijo Mary, mirando la pantalla.
–Sigue intentándolo. –le aconsejó el detective, entregándole el teléfono a John, sonriendo al haber visto cómo la pequeña los reconocía. Los cuatro se acercaron a la puerta principal, entrando a la casa.
–Vamos a ver... un coche vacío que de repente tiene dentro un cadáver de una semana: ¿cómo lo vais a llamar? –inquirió, refiriéndose al blog de John, ante lo cual los ojos de Sherlock se abrieron de golpe.
–Oh... El Conductor Fantasma. –replicó John, ante lo cual Sherlock se giró hacia él junto a Cora, quien sonreía, su mano izquierda sujetando la de su marido.
–No le pongas títulos. –sentenció el detective.
–A la gente le gusta. –rebatió el doctor.
–¡Odio los títulos! –exclamó el sociópata.
–Hay que dar a la gente lo que quiere.
–No. La gente es idiota. –gruñó el detective, lo que hizo que Cora carraspease.
–Eh, solo algunos. –apostilló Mary, al mismo tiempo que escuchaba a la pelirroja carraspear.
–Todos son idiotas: –aseguró, antes de recibir una mirada severa por parte de su mujer, quien hizo un gesto hacia la bebé y Mary–. La mayoría. –apostilló sonriendo a la cámara antes de caminar lejos.
Cora sonrió y guiñó un ojo a John y a Lestrade, quienes reciprocaron la sonrisa de la pelirroja. Con calma, Cora se asomó a la cámara y lanzó un beso a la pequeña Rosie, quien balbuceó contenta. John se despidió de su familia, guardando su teléfono móvil.
–Pues ya es raro viniendo de él –comentó el Inspector refiriéndose al hecho de que Sherlock se hubiera retractado de sus palabras–. Si te viene como anillo al dedo... –comentó.
Ésto provocó que Sherlock le dirigiera una mirada intencionada, extendiendo su mano izquierda hacia su mujer, quien la tomó con una sonrisa, pasando a través de una puerta que abrió un hombre, entrando todos a la sala de estar, donde los Welsborough estaban esperándolos, sentados en el sofá.
–Sr. y Sra. Welsborough –los saludó el detective–. Lamento profundamente lo de su hija. –indicó, estrechando la mano de la Sra. Welsborough.
–Hijo, cariño.
–Hijo. –se corrigió el detective.
–Sr. y Sra. Welsborough, les presento al Sr. Sherlock Holmes y su mujer, la Detective Cora Holmes. –los presentó Lestrade, estrechando la pelirroja las manos de los Welsborough.
–Siento mucho su pérdida. –les aseguró la joven con un tono apenado.
–Muchas gracias por venir. Hemos oído hablar mucho de ustedes. Si alguien puede esclarecer esto tan macabro, son ustedes. –dijo el Sr. Welsborough.
–Pues, creo que... Podremos. –se interrumpió el sociópata, pues algo atrajo su atención.
Una pequeña mesa redonda estaba colocada frente a la ventana de la sala de estar. En la parte más alejada de la mesa había un certificado, presentado al Sr. David Welsborough por parte de Margaret Tatcher, cuando aún era Primera Ministra. Frente a este certificado, a la izquierda, había una foto oficial de la susodicha, y a la derecha, había otra foto de ella junto a David. Frente a la foto en solitario de Tatcher había un pequeño plato ornamental de ella. Frente a la otra foto había una figura conmemorativa de ella. Cora se fijó en ello, pero se percató en seguida de que su marido se encontraba más interesado en el espacio que había entre el plato y una figura.
–¿Sherlock? –intentó John llamar su atención.
–¿Sr. Holmes? –preguntó David, sin embargo no recibió respuesta alguna por parte del detective. La detective apoyó su mano derecha en el hombro de su marido, llamando su atención.
–¿Sherlock? ¿Estás bien, cariño? –le preguntó, Sherlock dejó escapar un soplido antes de fijar su vista en el Sr. Welsborough.
–Perdón, ¿decía?
–Sí. Que Charlie era nuestra vida, Sr. Holmes, y... No creo que podamos superarlo. –le indicó el dueño de la mansión.
–No. Por supuesto que no. Una tragedia así no se olvida tan fácilmente. –replicó Sherlock aún algo distraído por aquel hueco tan inusual de la mesa, sin embargo, sus palabras reflejaban claramente el dolor por el que Cora y él habían pasado cuando perdieron a su bebé nonato–. Lo siento, ¿me disculpan un momento? Es que... –con unos pasos se acercó a la mesa, su mujer siguiéndolo a los dos segundos.
–Yo... Voy... Voy a... –comenzó a decir John, acercándose a los detectives.
–¿Qué pasa, cariño? –le preguntó la Sra. Holmes a su marido, su rostro preocupado ante su actitud.
–No lo sé. Es solo que... por el picor de mis pulgares... –comenzó a decir, lo que provocó que John se carcajease de forma sarcástica.
–¿En serio? ¿Tú?
–No hay que ignorar las corazonadas, John. Representan datos procesados demasiado rápido para la mente consciente –le murmuró el sociópata de ojos azules-verdosos, antes de girarse hacia los Welsborough, señalando la mesa–: ¿Qué es esto?
–Ah, es una especie de altar, digamos –replicó David, levantándose del sofá, caminando hacia los tres compañeros–. Soy un gran admirador de Dña. Margaret. Toda una heroína para mi cuando empezaba. –comentó, Sherlock sonriéndole de forma respetuosa antes de sacar su cristal de aumento, enfocándose en la mesa.
–Sí, claro... –murmuró, escaneando la mesa, antes de girarse hacia el Sr. Welsborough–: ¿Quién?
–¿Qué?
–¿Quién... Quién era? –inquirió el sociópata, lo que hizo que Cora alzase una ceja.
–¿Lo dice en serio?
–Sherlock... –advirtió John.
–Es... Es Margaret Tatcher, la primera mujer que llegó a gobernar. –replicó David Welsborough.
–Ya...
–¿Primera Ministra? –preguntó el de cabello castaño.
–Mm. Jefa de gobierno. –afirmó David, comenzando a sonar técnico.
–Claro –el detective se arrodilló frente a la mesa, observándola tras el cristal de aumento–: ¿Mujer? –inquirió en un tono esperanzado, lo que hizo que John negase con la cabeza y pusiese los ojos en blanco, mientras que su mujer suspiraba.
–Por Dios bendito, cielo, sabes perfectamente quién es. –comentó la docente, una sonrisa algo irónica en sus labios.
–¿Por qué nos haces perder el tiempo? –le preguntó John.
–Es el hueco. Miradlo. No cuadra. Todo lo demás está en su sitio, ordenado. Trastorno Obsesivo Compulsivo, TOC, para más señas –replicó el joven, observando la mesa–. Mis respetos –comentó, girándose hacia los Welsborough–. Esa figurita se re-coloca cuando vienen a limpiar, esa fotografía se endereza cada día, y aún así está en ese hueco tan feo. Aquí falta algo, pero desde hace poco. –comenzó a deducir, fijándose en la mesa de nuevo.
–Sí, un busto de-
–Busto de escayola. –interrumpió Cora al Sr. Welsborough, mirando a su marido, quien le sonrió y beso su frente.
–Exacto, querida.
–Virgen Santa, ¡se rompió! –exclamó de pronto la Sra. Welsborough–, ¿Qué tiene esto que ver con Charlie?
–¡Alfombra! –exclamó Sherlock mientras chasqueaba sus dedos, enderezando su postura, pues se había encobado para examinar la mesa.
–¿Qué? –preguntó ella.
–¿Cómo pudo romperse? –inquirió la pelirroja, mirando a los Welsborough, sus ojos carmesí escaneando sus expresiones.
–No pudo caerse más que al suelo, y hay una alfombra grande y gruesa. –apuntó su marido.
–¿Eso importa? –cuestionó la mujer de David.
–Le pido disculpas, señora. Vale la pena dejarle hacer estas cosas. –se disculpó John, acercándose al sofá de la sala de estar.
–¿Su amigo está loco?
–No, es que es imbécil. Es fácil confundirse. –replicó John, ante lo cual, la detective de ojos escarlata lo miró de forma severa.
–¡John! –el aludido únicamente se encogió de hombros.
–No. Verá, nos entraron a robar. Un cabroncete lo hizo añicos. Encontramos los restos en el porche. –alzó la voz David Welsborough.
–¿Por el que hemos entrado? –lo interrogó Cora, señalando con su mano izquierda a la puerta de entrada.
–¿Cómo podían odiarla tanto, para molestarse en destrozar su imagen? –se lamentó David, su tono apenado.
–No soy experto, pero sería por su cara –decidió replicar el de ojos azules-verdosos, lo que le valió un codazo en las costillas por parte de su esposa–: ¿Por qué no rompió lo demás? Sería la ocasión perfecta, y en esa está sonriendo. –señaló a una de las fotografías.
–Oh, Inspector, Sra. Holmes, está claro que perdemos el tiempo, y si no hay nada más que-
–Mi esposa y yo sabemos lo que le pasó a su hijo. –la cortó de pronto el sociópata, mirando a Cora, la Sra. Welsborough alzando su vista, sus ojos esperanzados. La pelirroja la miró con simpatía.
–¿Ah, sí?
–Es sencillo. Frívolo, si les soy franco...
–Cariño. –lo avisó Cora, su tono severo, para que no alardease.
–Perdón –se disculpó con ella–, díganme: ¿la noche del robo esta habitación estaba a oscuras?
–Pues sí. –replicó David, recordando Cora en ese instante que en la puerta principal había un sensor de movimiento, roto.
–¿Y el porche donde la rompieron? He notado que el sensor de movimiento está roto. Iluminado constantemente, ¿verdad? –apostilló la pelirroja, Sherlock dedicándole una sonrisa, orgulloso de ella.
–¿Cómo te has fijado? –le preguntó Lestrade a la joven.
–A mi mujer le falta arrogancia para ignorar los detalles.
–Osea que, decís que la rompió donde nadie pudiera verla. –comentó John.
–Exacto. –afirmó el sociópata al unísono de su pelirroja.
–¿Por qué? –preguntó John.
–No lo sé. Sino no me divertiría. –replicó el Detective Asesor.
–¡Sr. Holmes, Sra. Holmes, por favor! –rogó la madre del difunto Charlie, sus ojos comenzando a llenarse de lágrimas.
–Cumplía cincuenta, Sr. Welsborough... ¿Cómo no iba a estar disgustado, al no haber vuelto su hijo de su año sabático? Además estaba en el Tibet. –se giró el detective hacia los padres del fallecido.
–Sí. –afirmó David Welsborough.
–No. –negaron los detectives.
–¿No? –cuestionó David, su mirada vagando entre ambos.
–La primera parte de su conversación fue pre-grabada en vídeo. Fue fácil manipularla. El truco tenía que ser una sorpresa. –comentó el joven de ojos azules-verdosos rápidamente, casi sin dejar que los padres asimilaran sus palabras, por lo que David Welsborough lo observó confuso.
–¿Un truco?
–Me temo que es evidente –se lamentó la mujer del Detective Asesor antes de comenzar su explicación–. Había dos tipos de vinilo, en los restos carbonizados del coche. Uno del asiento carbonizado del pasajero; el otro, una buena copia. En efecto, un disfraz.
–¿Es... Una broma? –preguntó el Sr. Welsborough casi sin aliento.
–Créame, ojala lo fuera, pero que va. Él solo quería que se acercase al coche para poder darle la sorpresa. Entonces ocurrió. –continuó Sherlock.
–No puedo asegurarlo, pero creo que Charlie sufrió una especie de ataque –dijo Cora, su tono apenado al ver la desesperación que poco a poco iba invadiendo a los padres–: ¿Ha dicho que no se encontraba bien? –le preguntó a David, quien asintió–. Murió allí, en ese instante. Nadie tenía motivos para acercarse a su coche. Se quedó allí, en el asiento del conductor, escondido hasta que... –Cora no pudo continuar, pues aquello le causaba una honda tristeza. La Sra. Welsborough tapó su boca con su manos. Sherlock tomó la mano derecha de su mujer en un gesto conciliador.
–Cuando los dos coches fueron examinados, el asiento falso se había derretido en el incendio, mostrando a Charlie, que llevaba allí muerto, una semana. –finalizó Sherlock por ella la explicación, la Sra. Welsborough estallando en un llanto descorazonador.
–Dios mío... –se lamentó la mujer de David.
–Oh, pobre chico. –murmuró Lestrade, apenado.
–De verdad que lo lamento, Sr. y Sra. Welsborough. –se disculpó Sherlock dándoles un leve pésame a los padres del difunto, antes de salir de la estancia junto a su mujer, encaminándose al porche de la entrada, donde ambos comenzaron a examinar el sensor de movimiento roto. John y Lestrade salieron poco después.
–Aquí es donde lo rompieron... –comentó Cora.
–¡Eso ha sido asombroso! –les dijo el Inspector Lestrade a los detectives.
–¿El qué? –inquirió Sherlock.
–Charlie Welsborough, cariño. –concretó su mujer, observando a sus amigos.
–Agua pasada, ¿por qué sigues hablando de ello, querida? –inquirió el sociópata, intentando que su mujer no recordase de nuevo su pasado y vivencias tristes.
–¿Por qué es importante el busto de Margaret Tatcher roto? –preguntó John.
–No lo soporto. Soy incapaz. –replicó su amigo, levantándose–. Es como ver un hilo suelto.
–Pero no hace falta tirar de él...
–Pues vaya birria de vida. –comentó Cora con una sonrisa amable.
–Además, tengo una sensación rarísima. –apostilló su marido, su mirada perdida en la distancia, instantes antes de coger la mano de ella, señalando un taxi aparcado cerca–. Este es el nuestro. Vosotros dos coged el autobús. –les dijo a John y Lestrade, caminando con la de ojos escarlata hacia el vehículo.
–¿Por qué? –inquirió John.
–Tengo que concentrarme, y no quiero pegaros. –sentenció Sherlock, entrando en el taxi.
–Ah, vaya, gracias... –comentó de forma irónica Cora.
–Querida, tú me ayudas a concentrarme. Ya lo sabes –afirmó con una sonrisa mientras ella entraba al taxi, cerrando la puerta–. No me molestas, como John –besó la mejilla de ella–. Al Mall, por favor. –le dijo al taxista, quien arrancó el coche, dejando a John y al Inspector Lestrade allí.
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