| -Te quiero- |
Sherlock, John y Mycroft caminaron por el estrecho pasillo que se había abierto anteriormente, desembocando éste en una habitación realmente parecida a la celda en la que habían estado presos. Las paredes eran de color gris, y por lo que Sherlock pudo percibir, habían sido decoradas recientemente con pintura roja.
–Parece que hemos re-decorado... –mencionó Sherlock en un tono tenso, visiblemente intentando mantener el control sobre sus emociones para no soltarle un guantazo en toda la cara a su hermano.
–¿Está permitido? –preguntó John en un tono que intentaba sonar bromista.
–Prácticamente se ha apropiado del centro. Hay problemas mayores que los colores que ha elegido –sentenció Sherlock mientras caminaba hacia la mesa que estaba dispuesta en el lugar, una indirecta hacia su mujer y su bebé.
Al extremo norte de la puerta por la que habían entrado había una ventana grandes paneles de cristal que daban al mar. Encima de la mesa a la que Sherlock se había acercado había un sobre. Mycroft por su parte se acercó a la pared, pasando un dedo por su superficie.
–Aún no está seca –indicó–. Es reciente –concluyó, cerrándose la puerta por la que habían entrado a la estancia.
–Lo cual nos beneficia –le dijo su hermano menor en un tono cortante, apareciendo de nueva cuenta una pantalla y Eururs en ella.
–Para motivarte y que sigas colaborando, te voy a re-conectar –dijo la morena con un tono casi alegre, una sonrisa plasmada en su rostro, alzando el control remoto y pulsando un botón. El rostro de Moriarty apareció de nuevo en la pantalla.
–¡Abróchense los cinturones! ¡Va a ser una noche movidita! –mencionó antes de escucharse una estática, la voz de la niña sonando de nuevo por los altavoces.
–¿Sigue-sigue ahí? –preguntó la pequeña en un tono asustado.
–Sí, hola –replicó Sherlock en un tono suave–. Seguimos aquí, ¿nos oyes?
–Sí –replicó la niña en un tono suave, ahora claramente aliviada de estar hablando con alguien.
–Todo va a salir bien. Necesito que me digas dónde estás –le pidió el sociópata a la niña en un tono calmado, para que así ella se mantuviese tranquila–. ¿Fuera es de día o de noche?
–De noche –replicó ella tras unos segundos, indicando que le había hecho caso y había mirado por la ventana.
–Eso lo reduce a la mitad del planeta... –murmuró Mycroft mientras se cruzaba de brazos, recibiendo una mirada de reproche por parte de su hermano y John.
–¿En qué clase de avión vas? –le preguntó Sherlock tras desviar su vista de su hermano.
–No lo sé... –admitió la niña, pues ella no podía saber aquello.
–¿Es grande o pequeño? –intercedió John, pues sabía que las preguntas sencillas serían lo mejor para averiguar más información.
–Grande.
–¿Va mucha gente a bordo? –continuó John.
–Muchísima, pero están todos dormidos...
–¿De dónde despegasteis? –preguntó el joven de cabello castaño en un tono algo urgente.
–Y el conductor está dormido... –continuó diciendo la niña, ignorando su pregunta, lo que hizo que se tensasen debido a la magnitud de sus palabras, pues, ¿si no había nadie pilotando el avión, qué podían hacer?
–Eh, no, lo entiendo pero... ¿De dónde veníais? –re-formuló su pregunta el joven de ojos azules-verdosos–. ¿Dónde despegó el avión?
–Donde mi abuela –contestó la niña con dificultad, lo que hizo percatarse al detective de que quizás estaba comiendo o bebiendo algo debido a los nervios.
–¿Y-y a dónde ibais?
–A casa.
–No, me refiero a qué aeropuerto... –empezó a decir antes de que hubiera un corte en la línea, apareciendo Eurus a los pocos segundos en la pantalla.
–Ya basta –dijo la morena con una sonrisa–. Ahora nos toca otro juego –sentenció con una voz divertida mientras Sherlock se daba la vuelta, frustrado–. Mira en la mesa que tienes delante –le indicó, reposando su espalda en el asiento. John y él se encontraban a ambos lados de la mesa, mientras que Mycroft estaba cerca de la pared, aún con los brazos cruzados–. Abre el sobre. ¡Si quieres volver a hablar con la niña, gánate el tiempo al teléfono! –lo incentivó–. ¡Oh, y puede que te deje ver a tu querida Cora...! –mencionó, lo que inmediatamente hizo que Sherlock se acercara a la mesa, dejando la pistola en su superficie, cogiendo el sobre en sus manos.
–¡Esto es inhumano! ¡Es un locura! –exclamó Mycroft mientras observaba que su hermano abría el sobre con un gesto concentrado.
–Mycroft, lo sabemos –sentenció John, algo hastiado por su actitud.
–Hace seis meses asesinaron a un hombre llamado Evans; solo yo pude resolverlo. Le dispararon desde una distancia de trecientos metros con ese rifle –explicó Eurus mientras Sherlock colocaba tres fotografías de plástico encima de la mesa, unas junto a las otras. En ese instante, una luz tenue iluminó el rifle que estaba colgado encima de sus cabezas. Sherlock cogió el arma en sus manos–. Si la policía usara el cerebro, se darían cuenta de que solo hay tres sospechosos, todos hermanos: Nathan Garrideb, Alex Garrideb y Howard Garrideb –continuó Eurus en un tono indiferente. Sherlock observó las fotos con atención: cada una era de un hombre distinto.
El primero llevaba pantalones grises, una camisa azul, una chaqueta marrón y gafas. Se encontraba en un exterior, acercándose a un coche. El nombre Nathan estaba escrito sobre la foto.
El segundo hombre llevaba un traje azul de ejecutivo se encontraba hablando por teléfono. Éste tenía el nombre de Alex sobre la superficie de la foto.
El tercer hombre, por último, llevaba una camiseta blanca y un jersey negro con abrigo y pantalones del mismo color. Estaba caminando por un rocoso lugar, y el nombre sobre la fotografía era el de Howard.
–Todas esas fotos son actuales, ¿pero quién apretó el gatillo, Sherlock? ¿Cuál de ellos? –preguntó Eurus en un tono malicioso.
–¿Qué es esto? ¿Tenemos que... Resolverlo? ¿Con qué premisas? –cuestionó John, claramente molesto por toda aquella situación, y por el hecho de que no sabían nada de la pelirroja.
–Esto es lo que tenemos –sentenció Sherlock en un tono serio, decidido a resolver el enigma y así lograr averiguar si su mujer se encontraba a salvo.
–Por favor, utiliza a tus amigos, Sherlock. Quiero que interactúes con las personas cercanas –le pidió en un tono suave–. Puede que tengas que elegir con quien quedarte –apostilló, lo que de nueva cuenta hizo recordar al sociópata que solo tenía una bala en la recámara de la pistola. En ese momento, el castaño se giró hacia su hermano, sosteniendo el rifle en sus manos.
–¿Qué te sugiere? –le preguntó en un tono serio.
–¿Me pides que demuestre mi utilidad? –le espetó el Hombre de Hielo.
–Sí, eso parece –replicó el mediano en un tono severo.
–No consentiré que se me manipule así.
–Muy bien –comentó Sherlock tras dar un suspiro, con John observando al cuñado de la pelirroja de forma asqueada, incrédula incluso–. ¿John?
–Sí, creo que he visto alguno igual –dijo John tras dirigirle una mirada llena de rencor a Mycroft: ¿cómo no podía ayudarlos, sabiendo que Cora se encontraba seguramente en apuros?–. Es un búfalo. Yo diría que de los años cuarenta –sentenció mientras lo examinaba, los ojos de Mycroft llenándose por un instante de celos, pues Sherlock no había dudado ni un segundo en recurrir a su amigo, en vez de pedirle de nuevo su ayuda–. Bastante antiguo. No tiene mira –concluyó, Sherlock tomando de nuevo el rifle en sus manos.
–Gafas, gafas,... Nathan usa gafas –comenzó a deducir con los datos de los que disponía–. A Evans le dispararon desde trecientos metros. El retroceso con este calibre sería... Brutal –continuó Sherlock en un tono serio, antes de observar la foto y tocarla dos veces–. Ni cortes ni cicatrices. Nathan no puede ser. ¿El siguiente? –reflexionó, volteando la foto de Nathan, dejándola boca-abajo en la mesa, observando las otras dos.
–Muy bien, John, hay que ver lo que ayudas –comentó Mycroft en un tono molesto, evidentemente celoso de la ayuda que le había prestado a su hermano, lo que provocó que John le diese una mirada airada–. ¿Tienes la sensación de que nos obligan a competir?
–No, no competimos –sentenció John, acercándose a él–. Hay un avión en vuelo que se va a estrellar. Intentamos salvar a una niña. Y además, por si se te ha olvidado, es lo único que nos permitirá saber si Cora está bien o no. Te recuerdo que es tu cuñada, y lleva a tu sobrino en su vientre, ¿lo captas? –le espetó en un tono contenido por la ira y la esperanza–. Hoy tenemos que ser soldados, Mycroft –dijo, lo que llamó la atención de Sherlock, pues aquella frase la usaban en los regimientos militares para evitar que pensaran en nada más que en la misión actual–. Es decir, que importa una mierda lo que nos pase –concluyó, lo que pareció sorprender al Hombre de Hielo, quien alzó las cejas.
–Tus prioridades te honran.
–No, por mis prioridades ha muerto una mujer –rebatió John con ira.
–Según tengo entendido, Sherlock –comenzó a decir Eurus–. O como bien dice Cora... –mencionó, lo que provocó que el aludido recuperase la esperanza de que se encontrase viva–. Procuras reprimir tus emociones para afinar tu razonamiento. Me gustaría ver cómo funciona –le informó, los ojos de Sherlock ahora fijos en la pantalla del lugar–. Si no te importa, voy a introducir contexto en tus deducciones –sentenció antes de apretar de nueva cuenta el botón de su mando de control remoto.
De improviso, tres hombres aparecieron colgados en el exterior de la habitación, frente a la ventana, cada uno frente a uno de los paneles de cristal. Las cuerdas que los sujetaban parecían estar atadas de forma concienzuda, por lo que no tenían manera de escapar de ahí Sus manos estaban atadas detrás de su espalda, y un pañuelo blanco cubría sus bocas.
–Oh, Dios Santo... –murmuró Mycroft.
–Dos de los hermanos Garrideb trabajan aquí de celadores, así que traer al tercero ha sido bastante sencillo –comentó Eurus–. Avísame cuando tengas listo tu veredicto, y se hará justicia –dijo, los tres hombres percatándose de que cada uno de ellos tenía su nombre escrito en un cartel colgado a su cuello.
–¿Justicia? –cuestionó el de pelo castaño.
–¿Qué les vas a hacer? –preguntó John, claramente nervioso.
–Adelantar su libertad –replicó ella, la mirada de Sherlock posándose en el acantilado sobre le que estaba construido Sherrinford.
–Los tirarás al mar –indicó el detective, dando media vuelta y observando a su hermana.
–O nadas o te hundes.
–¡Están atados! –exclamó John, él también dándose la vuelta para encarar a la morena.
–¡Exacto! –exclamó ella con una sonrisa feliz–. Ya tienes contexto. Sigue con tus deducciones. Yo me voy a centrar en lo que puede influir una consecuencia concreta en tu capacidad mental –sentenció.
–¿Para qué molestarnos? –preguntó Mycroft en un tono serio, el cual se volvió airado ante sus siguientes palabras–. ¿Y si no nos prestamos a seguirte el juego, hermanita? –Eurus se carcajeó.
–Os he dado--por si no te acuerdas--una gran motivación –replicó, una imagen de la pelirroja apareciendo en la pantalla, así como escuchándose un clic en los altavoces.
–Estamos atravesando unas nubes que parecen de algodón –se escuchó decir a la niña. Mycroft se llevó las manos a la cabeza, claramente exasperado. Sherlock por su parte, quien había mantenido su cabeza gacha, observando las fotografías, alzó el rostro para mirar la foto de su mujer que aparecía en la pantalla–. Anda, que bonito... –le dijo a la niña en un tono suave–. Dime algo más del avión.
–¿Por qué no se despierta mi mamá? –se la escuchó preguntar antes de que la conexión se cortase de nuevo, Eurus apareciendo en la pantalla de nueva cuenta. El sociópata entrecerró los ojos intentando concentrarse, antes de abrirlos y contemplar de nuevo las fotografías.
–Tiene que ser uno de los otros –indicó, acercándose a la ventana–. A ver, Howard. Es un borracho de toda la vida: su tez pálida, las rojeces de la nariz. Y a pesar de aterrarle, Delirium Tremens avanzado. Es imposible que efectuara ese disparo desde trecientos metros –concluyó, caminando hacia su derecha–. Nos queda Alex. Las marcas de las sienes indican que suele llevar gafas. Las arrugas, que se ha pasado la vida entrecerrando los ojos.
–Es miope, o lo era. La reciente operación con láser lo ha corregido –sentenció Mycroft, habiéndose acercado a su hermano, observando a los hombres colgados en el exterior.
–¿Con láser? –inquirió Sherlock tras dar una mirada rápida a su hermano.
–Mira su ropa. Ha hecho un esfuerzo –indicó su hermano, lo que hizo que John lo alabase.
–Muy bueno.
–Magnífico. De repente se ve a si mismo con otros ojos al no llevar gafas. Hasta usa auto-bronceador. Pero salta a la vista que no suele acicalarse. Se ve por el estado de sus uñas y por que le salen pelos de las orejas. Por tanto, es un trabajo superficial. Pero se operó de la vista. Tenía el pulso firme, apretó el gatillo y mató a Evans –dedujo con gran rapidez, volviéndose hacia su hermana, quien se había mantenido en silencio observando lo que sucedía.
–¿Preparado para sentenciar al prisionero? –preguntó con un tono satisfecho.
–Sherlock, no podemos hacerlo –le dijo Mycroft.
–¡El avión, recuerda! –le rebatió–. Y también Cora... No tenemos elección.
–Sherlock, ¿lo tienes? –le preguntó su hermana, el sociópata de cabello castaño girándose de forma leve hacia la ventana, mordiéndose los labios por un instante debido al peso de sus palabras.
–Alex.
–Dilo. Condénalo. Condénalo sabiendo lo que le pasará al individuo que nombres –sentenció Eurus, animándolo a hablar, disfrutando de su mirada y su estado desesperado por saber algo de la pelirroja, a quien vigilaba por otro monitor, la cual parecía haberse desmayado tras haberse quedado momentáneamente sin aire en la habitación. Sherlock se giró entonces hacia la ventana en su totalidad, sus ojos encontrándose con los de Alex.
–Condeno a Alex Garrideb.
De forma casi inmediata, las cuerdas que sujetaban a los otros dos hermanos se soltaron, cayendo estos a las frías aguas que rodeaban la prisión.
–No se caigan –se escuchó decir a Moriarty mientras que los tres hombres observaban la ventana en shock.
–Enhorabuena. Has acertado –lo felicitó la morena–. Ahora pasa por la puerta –le indicó, abriéndose una puerta en el lado derecho de la sala, opuesto al lugar por el que habían entrado.
–Has tirado a los otros, ¿por qué? –preguntó John, caminando hacia la pantalla, su tono de voz furioso por sus acciones.
–Interesante...
–¿¡POR QUÉ!? –insistió John, la tortura de aquellos momentos comenzando a hacer efecto en su psique.
–¿De verdad hay diferencia entre matar al inocente o al culpable? –se preguntó Eurus en un tono casi curioso, Sherlock recogiendo el revolver de la mesa–. Vamos a verlo –a continuación, Eurus volvió a pulsar el botón de su mando, esta vez, cayendo Alex al mar.
–El tren va a efectuar su salida –dijo la voz de Moriarty. Sherlock, observando que el estado mental de John iba en descenso, se acercó a él.
–No... –murmuró Eurus–. La sensación ha sido la misma.
–John –lo llamó el castaño, el rubio girándose rápidamente para mirarlo–. No dejes que te distraiga.
–¿Distraiga? –cuestionó John.
–Hoy somos soldados –le recordó Sherlock, John irguiéndose como si volviera a estar en el ejercito.
El sociópata de cabello castaño observó entonces a su hermano mayor, quien aún parecía algo sobrecogido por lo que acababa de ocurrir, antes de suspirar y comenzar a caminar hacia la puerta que se había abierto, caminando por el pasillo oscuro que pronto lo llevó a otra habitación.
Ésta habitación era enteramente de color negro, sin ventanas. En el centro de ésta había un ataúd de madera abierto, apoyado en dos maderos que lo elevaban del suelo. No había nombre, pero sí había dos asas para cargarlo. En ese instante, la voz de Eurus se escuchó por los altavoces.
–Un minuto más al teléfono.
–¿Eurus, y qué hay de Cora? –preguntó Sherlock en vano, no recibiendo respuesta, a los pocos segundos la voz de la niña saliendo de los altavoces.
–Estoy asustada. Muy asustada –sentenció la pequeña, su voz llena de terror.
–Tranquila, no te preocupes –le dijo Sherlock en un tono suave–. Tengo poco tiempo, así que quiero que me digas lo que ves por las ventanas.
–El mar –replicó la pequeña–. Solo veo el mar –repitió, Sherlock, John y Mycroft habiéndose acercado al ataúd.
–¿Hay barcos? –le preguntó Sherlock, intentando no sonar algo molesto, puesto que quería saber cómo estaba Cora.
–No hay barcos, y veo luces a lo lejos.
–¿Es una ciudad? –cuestionó Sherlock tras suspirar.
–Creo que sí –respondió, Sherlock y John intercambiando una mirada.
–Va a sobrevolar una ciudad en un avión sin piloto. Habrá que darle indicaciones –sentenció Mycroft en un tono casi indiferente, lo que hizo que John le dirigiese una mirada escéptica.
–¿Para qué?
–¿Hola? ¿Sigue ahí? –preguntó la niña tras escuchar el silencio que se había producido.
–Eh, sí, danos un minuto –le dijo Sherlock en un tono suave.
–Para que aleje el avión del continente, de cualquier zona poblada –sentenció el Hombre de Hielo–. Debe estrellarse en el mar.
–¿Y la niña? –le espetó John.
–Es evidente que es ella quien lo va a estrellar –contestó en un tono sereno, lo que hizo enfadar a John.
–No... –dijo el rubio, Sherlock observando a su compañero con una mirada apenada y preocupada–. Podríamos ayudarla a aterrizarlo –propuso, negándose a dejar que muriese.
–¿Y si no lo consigue y se estrella en una ciudad? –cuestionó Mycroft–. ¿Cuántos muertos habrá?
–¿Cómo la convenceremos? –reflexionó John, tras evaluar las consecuencias.
–Tendremos que darle esperanzas a la pobre –sentenció Mycroft con un tono apenado, sus ojos encontrándose con los de John. Sherlock, recordando que Cora haría todo lo posible por la pequeña, decidió intervenir.
–¿De verdad no hay nadie que pueda ayudarte? ¿Has mirado bien? –le preguntó.
–Están todos dormidos –negó ella con una voz que amenazaba con empezar a llorar–. ¿Me van a ayudar?
–Vamos a hacer todo lo que podamos –le aseguró Sherlock.
–¡Tengo miedo! ¡Mucho miedo!
–Tranquila, no... –comenzó a decir, la señal interrumpiéndose de nuevo, la voz de Eurus saliendo por los altavoces nuevamente.
–Volvamos al asunto que nos ocupa –sentenció, observando en sus cámaras cómo Cora parecía retomar la consciencia de forma sutil–. Un ataúd. Problema: Alguien va a morir –comentó con un tono exacto–. Será--según tengo entendido--una tragedia. Tantos días por vivir, tantas palabras por decir... Etc, etc, etc, etc.
–Sí, sí, sí, sí. Y supongo que éste es su ataúd –sentenció Sherlock con rapidez, intentando en su mente no hacer caso al hecho de que parecía que fuera el de su mujer. Aquella idea lo aterraba, tratando negar aquella posibilidad.
–¿El ataúd de quién, Sherlock? –preguntó Eurus con una sonrisa–. Cuando quieras, puedes empezar a deducir. Enseguida te doy contexto –concluyó, comenzando Sherlock a pasear por la estancia, colocándose en la parte más estrecha del ataúd.
–Pues teniendo en cuenta la cortesía innecesaria del margen, diría que es para una persona como de metro sesenta y cinco. Es probable que sea una mujer –comenzó a deducir Sherlock mientras daba vueltas al ataúd, con Mycroft posando sus ojos en la tapa del ataúd, la cual estaba apoyada contra la pared.
–¿Un niño no? –preguntó John.
–Un ataúd de niño sería más caro. Este es de gama económica –negó Sherlock en un tono suave–. Pero es el mejor en esa horquilla de precios.
–Una noche solitaria en Google.
–Es una elección sensata y acertada. Seguramente para una mujer soltera que vive lejos de sus parientes cercanos. Se deduce por la austeridad del modelo, familiarizada con la muerte pero indiferente en cuanto al proceso que le sigue –continuó deduciendo, mientras que Mycroft, quien se había acercado a la tapa del ataúd, lo tomó en sus manos, observándolo–. También está el forro del ataúd...
–Sí, muy bien, Sherlock –lo alabó su hermano mayor–. También podemos mirar el nombre de la tapa –indicó, dejando el nombre a la vista mientras lo sujetaba, John y Sherlock acercándose a él para leer lo que ponía–. Solo que no es un nombre –comentó, leyéndose en la placa de oro as palabras: TE QUIERO.
–Es para alguien que ama a alguien –comentó John tras leer lo que ponía, observando cómo Sherlock daba una mirada descorazonadora a la placa, apenas posando sus ojos en ella.
–Es para alguien que ama a Sherlock... –corrigió Mycroft–. Todo gira en torno a ti. Todo esto –observó cómo su hermano caminaba lentamente, volviéndose hacia el ataúd, apoyándose con las manos en la parte estrecha–. ¿Quién te quiere? La lista no será larga...
–Solo puede ser Cor...
–¡No, John! –exclamó Sherlock, no dejándolo terminar la frase–. No te atrevas a decir eso –amenazó, sus nudillos tornándose blancos por la fuerza con la que se agarraba al ataúd–. No puede ser... Mira el ataúd –negó, tratando de convencerse de ello–. Soltera, práctica en cuanto a la muerte, sola...
–Molly Hooper –sentenció John una vez se percató de la mirada desolada de su compañero.
–Está sana y salva. De momento –comentó Eurus, dejando ver la imagen del piso de Molly, junto a un cronómetro que estaba parado en tres minutos–. Su piso volará por los aires en unos tres minutos, a no ser que la oiga decir la clave de desactivación... –sentenció con una sonrisa–. Voy a llamarla con tu teléfono, Sherlock. Que la diga.
–¿Decir qué? –preguntó John, confuso, antes de que sus ojos se abrieran con pasmo.
–Es evidente, seguro –apostilló Eurus en un tono que evidenciaba su disfrute ante la situación.
–No... –musitó John–. ¡No! ¿¡Cómo puedes hacerle eso!?
–Sí –afirmó Sherlock, indicando que no tenía más opción y que lo haría, girándose con sus compañeros, observando las palabras en la placa del ataúd.
–Y un detalle importante: no puedes mencionar bajo ningún concepto que su vida peligra. No puedes insinuar en ningún momento que se trata de una emergencia –le advirtió en un tono serio que indicaba que no se andaba con chiquitas–. Si lo haces, pondré fin a ésta sesión y a su vida, ¿está claro? –preguntó, recibiendo un gesto afirmativo por parte de Sherlock.
Eurus entonces empieza a llamar, sonando varios tonos, al mismo tiempo que el reloj comenzaba su cuenta atrás, con la voz de Moriarty sonando por los altavoces, profiriendo un repetitivo tic-tac. Los hombres pudieron observar cómo Molly se reparaba un té en su cocina, su actitud despreocupada. Su teléfono comenzó a sonar de pronto, por lo que se acercó para observar quién la llamaba. En cuanto vio que se trataba de Sherlock, la joven ignoró la llamada, continuando su tarea. Sherlock frunció el ceño al observarla.
–¿Qué hace? –preguntó Sherlock.
–Preparar té –contestó Mycroft, su hermano girándose hacia él.
–Ya, ¿pero por qué no coge el teléfono? –se extrañó el sociópata, volviendo su vista hacia la pantalla.
–Tú tampoco lo coges –apostilló John–. A menos que se trate de Cora, claro.
–¡Pero la estoy llamando yo! –exclamó el joven de ojos azules-verdosos, saltando en ese momento el buzón de voz.
–Hola, soy Molly, siempre divina de la muerte. Deja tu mensaje –dijo la voz, Sherlock, y los chicos suspirando en frustración.
–Vale, vale. Una última vez –dijo Eurus antes de volver a escucharse el tono de llamada.
Cora se incorporó en la cama, su cabeza dolía y se encontraba realmente desorientada. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? Sabía que en algún momento se le había acabado el oxígeno, pero parecía que Eurus aún no estaba dispuesta a acabar con ella, pues seguro que deseaba que viera algo para torturarla. De pronto, logró escuchar por las altavoces dos voces que reconoció al momento.
–Molly, por favor, sin preguntar por qué, di las siguientes palabras –escuchó decir a su marido, de pronto su sangre helándose en sus venas al escuchar sus palabras.
–¿Qué palabras? –preguntó la forense.
–Te quiero –sentenció Sherlock, lo que hizo que el cuerpo de Cora comenzase a temblar. Trató de convencerse de que era algo que Eurus había orquestado, pero no podía evitar sentir una punzada de dolor en su corazón.
–Déjame en paz –le espetó la mujer en un tono molesto.
–¡Por favor, no cuelgues! ¡No cuelgues! –exclamó Sherlock, lo que no hizo sino aumentar el dolor en el corazón de la pelirroja, quien se mordió el labio, intentando evitar que sus sentimientos se desbordaran. De pronto, observó cómo Eurus aparecía en su pantalla, observándola con una sonrisa.
–Oh, mírala... Pobrecita –se mofó de ella–. Solo imaginar el dolor que esto te provoca es tan... Excitante –continuó–. ¿Qué se siente al sentir que el amor de tu vida está tan desesperado por declararle su amor a esta chica? Una chica que siempre lo ha amado... Tú ya lo sabes.
–Eso no pasará. Sherlock no lo hará nunca. Sabe el daño que le haría –negó Cora, forzándose a no llorar, su pulso aumentando de velocidad debido a la angustia que aprisionaba su corazón y a la furia por aquellas acusaciones por parte de Eurus.
–Oh... ¿De verdad? ¿Tan segura estás? –preguntó Eurus–. ¿Acaso no contó con ella para fingir su muerte, dejándote a ti--su novia en aquella época--de lado? Oh, sí. Lo sé... –comentó, comenzando a minar su confianza–. ¿Y qué me dices del momento en el que Magnussen te encerró en aquella hoguera? ¿A quién rescató tu adorado Sherlock primero? A John –continuó, su voz tornándose más tétrica, comenzando a afectar al psique y al ánimo de la pelirroja, quien ya estaba bastante afectada por su situación–. ¿Y por qué crees que Mycroft no le dijo nada sobre tu primer embarazo? Porque sabía que incluso así no volvería. Me atrevería a decir que Irene Adler ha sido una mujer mucho más interesante para él que tu. No hay más que ver lo mucho que le ha fascinado siempre. Incluso logró convencerte para ir a salvar su vida... Nunca le has importado, Cora. Siempre has sido el segundo plato –finalizó, antes de desaparecer de su pantalla, activando de nuevo el audio de la habitación en la que los chicos se encontraban, escuchando la pelirroja unas palabras que terminaron por acabar con su estabilidad mental en aquel momento.
–Te quiero –escuchó decir a su marido de una forma angustiada–. Te quiero –lo repitió, una daga clavándose en su pecho, las lágrimas comenzando a caer por sus mejillas sin posibilidad de detenerse. El audio se apagó, la joven cayendo a la cama, sollozando sin parar.
Tras decir aquellas dos palabras que solo deseaba dedicárselas a la pelirroja, Sherlock observó impotente cómo Molly permanecía silenciosa.
–¿Molly? –la llamó, esperando que ella dijese la clave de desactivación, pues ahora solo quedaban catorce segundos para que la bomba detonase–. Por favor –le rogó en un tono nervioso. Tras unos segundos más en un silenció sepulcral, Molly finalmente murmuró.
–Te quiero –sentenció, el reloj deteniendo su cuenta atrás y cortándose la llamada, la pantalla apagándose. Los tres hombres de la estancia suspiraron con alivio, pues solo quedaban dos segundos.
–Sherlock, por duro que haya sido... –comenzó a decir Mycroft, antes de que Sherlock hablase por encima de él, haciendo caso omiso a sus palabras.
–Eurus, he ganado –sentenció, observando la cámara que los vigilaba–. He ganado –se reafirmó–. Venga, juego limpio. La niña del avión. Tengo que hablar con ella, y tienes que decirme cómo está mi mujer –le exigió, el rostro de Eurus expresando una satisfacción maquiavélica–. ¡He ganado! ¡He salvado a Molly Hooper!
–Ah... ¿Qué la has salvado? ¿De qué? –se burló–. Seamos sensatos. No había explosivos en su casita –sentenció, el rostro de Sherlock tornándose pálido–. ¿Cómo iba a ser tan torpe? No has ganado –le dijo, de pronto apareciendo la imagen de la pelirroja en la pantalla, quien ahora estaba sentada en la cama con el rostro agachado, sus manos y piernas encadenados–. Has perdido. Mira lo que le has hecho a tu pobre Cora... Rota –indicó, refiriéndose a la pelirroja, los ojos del sociópata abriéndose con pasmo–. Y lo que te has hecho tú, Sherlock. Tantos sentimientos complicados que he perdido la cuenta –se asombró–. Antes te he dicho que te dejaría hablar con ella, ¿cierto? –le recordó, Sherlock observando a su Cora en la pantalla, quien apenas parecía respirar debido a lo inmóvil que se encontraba–. Pues más te vale hablar rápido, porque no le queda mucho tiempo –comentó, una cuenta atrás de un minuto apareciendo en la pantalla, en una esquina.
–¿Qué? ¡No! –exclamó John–. ¡No le hagas daño! –exigió antes de murmurar–. No puedo creer que lo haya escuchado todo... Dios Santo...
–¡Eurus, detente! –exclamó el sociópata, su tono de voz de pronto frenético–. Por favor –bajó su voz–, por favor, haré lo que quieras. No les hagas daño.
–Oh, Sherlock... ¿Daño? Eso ya se lo has hecho tú mismo –sentenció la morena–. ¿Recuerdas? Antes te lo he dicho: solo morirán dos personas hoy. Ambas por tu mano –concluyó con una sonrisa–. O te confundas. Esta vez la bomba es de verdad –concluyó–. Despídete. Solo tendrás una oportunidad –se silenció, de pronto escuchándose el audio de la habitación en la que Cora se encontraba, logrando escucharse su respiración.
–Cora... –la llamó en una voz incrédula el sociópata–. Querida, ¿estás bien? ¿Te ha hecho daño? –preguntó, no recibiendo respuesta por parte de la joven, quien levantó con lentitud su rostro, dejando de ver el rio de lágrimas saladas que ahora caían por sus mejillas.
–¿Sherlock...? –se la escuchó decir en un tono de voz muy suave, casi inaudible.
–Soy yo, querida –dijo él, sus ojos llenándose de lágrimas–. E-escúchame querida, lo que has oído antes... Eso no...
–Lo sé –lo interrumpió ella–. Ella ya me lo ha dicho. Molly te ama... Y tu a ella.
–¿Qu-qué? ¡No! –negó el mediano de los Holmes en un tono desesperado–. ¿Eurus ha hablado contigo, verdad? ¡Todo lo que haya dicho, todo lo que te haya querido hacer creer, todo es mentira! –le indicó, intentando hacerla entrar en razón–. Cora, por favor, yo te quiero. Te amo a ti. Solo a ti.
Aquello hizo sonreír a la pelirroja por un momento, dejando apoyada una de sus manos encadenadas sobre su vientre. Sherlock la observó con una infinita lastima, intentando no observar el reloj que continuaba su cuenta atrás de forma inexorable. Por un momento pareció que la joven recuperaba su alegría, posando sus ojos en la cámara que la vigilaba.
–Yo también... –se interrumpió para tomar aliento, antes de continuar en una voz descorazonadora–. También te quiero, Sherlock –comenzó a decir, el corazón de Sherlock estremeciéndose al percatarse de que se trataba de su despedida–. Tu eres mi vida entera... –musitó, las lágrimas volviendo a caer por sus mejillas–. Ojalá pudieras sentir cómo se mueve, Sherlock –le dijo con un tono suave, refiriéndose a su pequeño, acariciando su vientre–. Es... Perfecto.
Sherlock observó entonces el reloj que continuaba su cuenta atrás: quedaban solo quince segundos. Comenzó a sollozar, no logrando ya controlar sus emociones al contemplar cómo la mujer que amaba más que a nada, y cómo su bebé iban a serle arrebatados de sus manos, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. John también comenzó a sentir cómo las lágrimas caían de sus mejillas.
–Lo imagino, querida –logró musitar el detective–. Es precioso –comentó en un tono suave, contemplando cómo su mujer lo miraba a los ojos a través de la cámara.
–Jamás podré olvidarte –se despidió con una voz dulce, Sherlock ya rompiendo por completo su compostura.
–No... Por favor, no...
El contador ahora se encontraba en sus últimos cinco segundos. Sherlock sentía cómo su pulso aumentaba rápidamente debido a la desesperación que lo invadía. Cinco segundos. Cora no dejó de observar la cámara en ningún momento, en su rostro siempre una sonrisa suave. Cuatro segundos. Sherlock jadeaba, costándole cada vez más el respirar. Tres segundos. Mycroft apartó la vista de la pantalla, no sintiéndose con fuerzas para mirar. Dos segundos. El sociópata de ojos azules-verdosos comenzó a sentir cómo todo su cuerpo comenzaba a temblar, su garganta secándose. Un segundo. John secó sus lágrimas, contemplando cómo la mujer más valiente que había conocido además de Mary aceptaba su suerte. Cuando el contador llegó a cero, una gran explosión inundo la estancia en la que Cora se encontraba, la señal de la cámara interrumpiéndose, apareciendo una estática en su lugar. Sherlock secó sus lágrimas lentamente, observando la estática de la pantalla. John dudó si debía acercarse a su amigo, pues notaba lo destrozado que aquello lo había dejado. A los pocos segundos, la pantalla volvió a iluminarse, apareciendo el cuarto destrozado y en llamas, y en una esquina... El cuerpo inerte de la pelirroja, con su cabello desparramado en el suelo, aún encadenada al poste de la cama, también destrozada por la explosión. En ese instante Eurus apareció en pantalla con una sonrisa triunfal.
–Contexto emocional, Sherlock. Siempre te destruye –comentó mientras Sherlock caminaba con una calma inhumana hasta el ataúd–. Recomponte, haz el favor. Te quiero a tu máximo rendimiento –le exigió–. Lo siguiente no va a ser tan fácil. Tómate tu tiempo.
Sherlock caminó como un alma en pena hasta la tapa del ataúd, tomándola en sus brazos, mientras que John secaba sus lágrimas, caminando con Mycroft hacia la puerta que acababa de abrirse. Tras tomar la tapa del ataúd con las palabras TE QUIERO escritas en su placa, Sherlock se acercó a la caja del ataúd, colocando la tapa con suavidad. Tras hacerlo, Sherlock acarició con dulzura la superficie de la tapa, dejando escapar un suspiro.
–Sherlock... –apeló John.
–No. No –musitó el sociópata antes de que su rostro se contrajese en una profunda ira, propinándole un puñetazo con su mano derecha a la tapa del ataúd, rompiéndola. Tras hacerlo, estampó sus dos manos contra la tapa del ataúd una, y otra, y otra vez, sin detenerse. Comenzó a destrozar el ataúd sin contemplaciones, dando rienda suelta a su desesperación y su angustia por encima de todo–. ¡NOOOOO! –profirió un grito desgarrador.
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