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| -Sueño adictivo- |

Tras haber presenciado los sucesos de la mansión, Sherlock subió a un carruaje junto a la joven de orbes rubí, a quien se preocupó de dejar en Baker Street al cuidado de la Sra. Hudson, quien la acompañó hasta la habitación del detective para que descansara. En cuanto se hubo asegurado de que Cora se encontraba a buen recaudo, el detective no perdió ni un segundo en dirigirse al Club Diógenes, donde su hermano Mycroft lo esperaba.

–¿Es así? –preguntó el mayor de los hermanos con un tono irónico, lo que provocó que el menor se girase hacia él.

–¿Qué? –inquirió Sherlock con un tono serio.

Su hermano sonrió y extendió su mano izquierda, donde se encontraba la nota que habían encontrado en el cadáver de Sir Eustace: ¿ME ECHABAS DE MENOS?

–¿De dónde has sacado eso? –le preguntó el detective tras exhalar un suspiro pesado, señalando a su hermano–. Lo dejé en el escenario del crimen.

¿"El escenario del crimen"? –se rió Mycroft con sarcasmo–. ¿De dónde sacas tan extraordinarias expresiones? ¿Le echas de menos?

–Moriarty está muerto. –sentenció Sherlock con un punto de dureza en su voz.

–Y sin embargo...

...Nunca recuperaron su cadáver. –terminó el detective, su rostro contrayéndose en una expresión dubitativa y enfadada.

–Lo que cabe esperar cuando se empuja a un profesor de matemáticas a una catarata. –mencionó Mycroft–. La razón pura desbancada por el melodrama. Tu vida, en pocas palabras.

–¿De dónde sacas tan extraordinarias expresiones? –rebatió Sherlock con dureza, comenzando a hastiarse de los comentarios de su hermano. Observó un cuadro de la catarata de Reichenbach antes de dar un suspiro y girarse hacia él–. ¿Has engordado?

–Me viste ayer... ¿Te parece posible?

–No.

–Pero aquí estoy: más grande. –indicó con una sonrisa–. ¿Qué le dice eso al mejor investigador criminalista de Inglaterra?

–¿De Inglaterra? –inquirió Sherlock de forma dubitativa.

–Estás metido hasta el cuello. Más involucrado de lo que pretendías. –señaló su hermano–. Y tu querida pelirroja ha sufrido y sufrirá aún más las consecuencias de todo esto... –mencionó, lo que provocó que Sherlock lo observase rápidamente.

–No la metas a ella en esto. –recalcó el de ojos azules-verdosos con seriedad, su mirada habiéndose tornado peligrosa.

–¿Que no la meta en esto? Sherlock, has sido tú quien la ha metido en todo este asunto. –replicó con un tono sereno el mayor de los hermanos–. Si alguien tiene la culpa de que su vida corra peligro, ese eres tú.

El joven de cabellos castaños se quedó en silencio por unos cuantos minutos, sopesando las palabras de Mycroft, recordando a la convaleciente mujer que había dejado en Baker Street. A los pocos segundos de que la imagen de Cora en tan pálido estado se proyectase en su mente, su hermano decidió hablar de nuevo.

–¿Has hecho una lista? –preguntó, lo que hizo que un casi imperceptible tic apareciera en el ojo del joven detective.

–¿De qué?

–De todo. Nos hará falta una. –comentó su hermano con una indescriptible sonrisa plasmada en su rostro, antes de observar cómo su hermano menor se giraba hacia él, sacando una nota de su chaqueta. Mycroft extendió la mano hacia la mano que sostenía la nota–. Buen chico... –dijo con deleite, antes de ver cómo Sherlock lo guardaba de nuevo en su puño.

–No. Aún no he terminado. –negó Sherlock, pasando al lado del sillón en el que su hermano se encontraba sentado, su tono contenido y serio.

–Moriarty opina lo contrario. –comentó Mycroft.

–Intenta distraerme... Para sabotearme. –musitó Sherlock para sí, juntando sus manos en posición de rezo por unos instantes, dando la vuelta y caminando en dirección opuesta al sillón de Mycroft.

–Sí. –afirmó el hombre del sillón–. Es la fisura en la lente, la mosca en la sopa,... El virus en los datos. –mencionó con un tono misterioso, que provocó que los ojos del detective se fijasen en él.

–Tengo que acabar esto. –sentenció Sherlock con un tono casi pesimista y apagado.

–Si Moriarty ha resurgido de la poza de Reichenbach, te buscará... –indicó Mycroft–. Y también a ella. Destruirá todo lo que amas.

–No dejaré que Cora sufra daño alguno, eso te lo garantizo. No volverá a ponerla en peligro. –rebatió el detective con un tono serio, aunque para su hermano no dejaba dudas del afecto que sentía por la joven–. Lo estaré esperando. –concluyó antes de salir de la estancia con paso vivo, deseoso de averiguar si la joven de ojos rubí se encontraba bien.

–Sí... –musitó Mycroft tras escuchar la puerta de la estancia cerrarse–. Mucho me temo que sí.

Algunos días pasaron tras lo ocurrido en la mansión de los Carmichael, con la joven de cabellos pelirrojos ahora postrada en la cama debido a lo que se había agravado su enfermedad. La tos había regresado, e inclusive había trazos de pigmentación roja en el pañuelo que usaba para toser, lo que preocupaba a Watson y a Holmes, aunque a éste último en mayor medida. Incluso casi desviviéndose por atenderla, Holmes no dejó de pensar en el caso del Sr. Carmichael, recordando esa nota con aquellas palabras que jamás olvidaría... Se sentó en la sala de estar con las piernas cruzadas, los dorsos de sus manos apoyados en sus rodillas al mismo tiempo que sus dedos índices se juntaban con los pulgares, como si estuviese meditando. De igual manera, tenía los ojos cerrados, mientras repasaba todo lo que sabía del caso en su Palacio Mental: con calma, el detective comenzó a observar los recortes de periódico que flotaban frente a él donde se atribuía la autoría de los recientes crímenes a La Novia, la difunta Emelia Ricoletti, ahora convertida en un espectro vengativo. En ese momento la Sra. Hudson abrió la puerta, asomándose a la sala de estar, acompañada por el Inspector Lestrade.

–Lleva dos días así. –mencionó la casera con un tono algo asustado por la actitud del detective.

–¿Ha comido? –preguntó el Inspector Lestrade extrañado por el comportamiento del hombre, que aunque dentro de su extrañeza, incluso para él era demasiado singular.

–Ni un bocado. –replicó ella.

–La prensa está haciendo el agosto... Todavía hay reporteros fuera. –mencionó el Inspector con un tono ligeramente bromista–. ¿Y qué hay de la Srta. Izumi? –inquirió, su tono volviéndose apenado.

–La desdichada Srta. Izumi se encuentra postrada en la cama del Sr. Holmes desde hace dos días, con ataques de tos cada vez más violentos. Hay veces en las que tenemos--el Dr. Watson y yo--que sujetarla contra la cama de lo mucho que se contorsiona. Debo lavar las sábanas cada tres o cuatro horas debido a la sangre que expectora, aunque por fortuna y gracias a la medicina, la cantidad ha disminuido. Las noches las pasa en un estado febril, llegando incluso a delirar en algunas ocasiones. –se explicó la casera con un tono preocupado por la mujer de cabellos cobrizos.

–¿De modo que Holmes no se preocupa por atenderla? –inquirió Lestrade, observando el pasillo que conducía a la habitación de Holmes.

–Oh no, todo lo contrario. Apenas si duerme. Se desvive por atenderla. –rebatió ella–. O al menos lo hizo hace unos días, antes de sentarse ahí como una efigie. –mencionó, su tono inundándose de tristeza debido al aparente desinterés del joven detective por la mujer de orbes escarlata–. En cuanto a los reporteros, no se han movido de ahí. No hay manera de librarse de ellos. No doy abasto a hacer tanto té...

–¿Por qué les hace té? –inquirió Lestrade, observándola de forma confusa.

–No lo sé. –admitió la casera de Baker Street–. Yo solo sé que lo hago.

–Dice que hay un único sospechoso, luego se marcha y... Ahora no se explica. –indicó el Inspector de Scotland Yard.

–Lo que es raro, porque eso último le gusta. –apostilló la Sra. Hudson con ironía, provocando que Lestrade hiciera un gesto afirmativo con su cabeza.

–Dijo que era tan fácil que hasta yo podría resolverlo. –comentó el hombre con un tono sorprendido por las palabras que le había dirigido el detective.

–Seguro que exageraba. –replicó la casera con un tono sarcástico, que hizo a Lestrade girar su rostro hacia ella.

–¿Qué está haciendo, cree usted? –preguntó el Inspector, claramente interesado a la par que confuso por la forma de actuar del detective.

–Dice que está esperando.

–¿A qué?

–Al diablo. –replicó con rotundidad la mujer entrada en años–. No me extrañaría: aquí vemos de todo... Aunque ya es hora de ver una boda en algún momento.

–¿Cree que Holmes le pedirá matrimonio a la Srta. Izumi?

–Oh, estoy casi segura de que al final de año ya habrán contraído nupcias. –aseguró la mujer–. Eso, si la enfermedad no se la lleva consigo...

–Bueno, envíeme un telegrama si cambia algo. –pidió Lestrade, antes de marcharse de la estancia junto a ella, cerrando la puerta de la estancia.

En cuanto escuchó el claro sonido de la puerta cerrándose, el detective de cabellos castaños abrió sus ojos, y retiró un periódico del suelo, revelando que bajo éste se encontraba una pequeña caja con una jeringuilla dentro. Acercó su mano de forma tentativa a la jeringa, rozando su cristal con la yema de los dedos, instantes antes de cogerla.

Su mente desvió por un mínimo segundo su atención de la jeringa, centrándose en el pasillo que conducía a sus aposentos, donde la joven que amaba se encontraba postrada, enferma por haberse expuesto al peligro. Su corazón se contrajo al rememorar las palabras que Mycroft le había dirigido hacía días, espetándole que él era el culpable de que ella hubiera enfermado de nuevo, su condición siendo ahora funesta. Asimismo, recordó la promesa que les había hecho a Cora y a John de no volver a hacer uso de las drogas para resolver un caso, pero aquella situación lo meritaba debido a su dificultad. Tras suspirar, posó su vista una vez más en la puerta de su habitación, la imagen sonriente de la pelirroja apareciéndose frente a él.

–Lo siento, Cora... –musitó con una voz queda, implorando de forma implícita su perdón.

Algún tiempo después, el detective de ojos azul-verdosos--quien había retomado su anterior posición de meditación--escuchó el rechinar de la madera del suelo. Ésto provocó que frunciera el ceño de forma imperceptible, girando lentamente su cabeza hacia el origen del sonido, sus ojos aún cerrados. La madera rechinó una vez más, escuchándose en aquella ocasión unas pisadas.

–Todo lo que tengo que decir ya se te ha pasado por la cabeza. –dijo una voz familiar a su espalda. Una voz que jamás podría olvidar, y que plagaba todas y cada una de sus pesadillas.

–Y puede que mi respuesta también a ti. –replicó Sherlock controlando el timbre nervioso de su voz, logrando mantenerse calmado.

–Como una bala. –dijo la voz.

Sherlock abrió entonces sus ojos antes de levantarse del suelo, colocando su mano derecha dentro del bolsillo de su bata, de donde provino un sonido claramente metálico y pesado. Frente a él ahora se encontraba ahora el Profesor Moriarty, quien estaba colocado justo delante a la ventana que quedaba a su derecha.

–Es un hábito peligroso, sujetar un arma cargada en el bolsillo del batín... ¿O te alegras de verme? –inquirió con una sonrisa, antes de chasquear su cuello.

–Discúlpame por tomar precauciones. –indicó Sherlock, observando a su demonio personal.

–Al contrario, me ofendería. –replicó Moriarty antes de sacar una pequeña pistola del bolsillo de su chaqueta–. Como es lógico, he correspondido. –comentó dando una pequeña vuelta a la pistola, antes de comenzar a caminar lentamente por el piso–. Me gusta tu piso. Huele tan... varonil. Aunque hay una habitación en concreto que me interesa más que el resto, desgraciadamente su ocupante hace tiempo que no duerme en ella debido a su frágil salud... ¿Puedes deducir de quién hablo? –inquirió con un tono bromista, intentando causar algún tipo de reacción en el detective, quien únicamente se tensó por unos instantes, observándolo con severidad.

–Seguro que ya estabas familiarizado con ellas. –le espetó el detective.

–Es que siempre estáis fuera, en vuestras aventurillas para el Strand. –rebatió el profesor de matemáticas, quien lo miró con una expresión bromista–. Dime: ¿el ilustrador viaja con vosotros? ¿Tenéis que posar--la dulce Cora y tú--durante vuestras deducciones?

–Soy consciente de seis visitas que has hecho a nuestra casa en nuestra ausencia. –declaró el detective con un tono serio, sin dejar de observarlo.

–Ya lo sé. –replicó el hombre, pasando la yema de sus dedos por el reborde de la chimenea del piso, la cual estaba llena de polvo–. Por cierto, la bella Cora tiene una cama muy cómoda. –comentó, lo que provocó que Holmes le dirigiese una mirada cargada de odio–. ¿Sabías que el polvo está compuesto en gran medida por piel humana?

–Sí. –replicó Sherlock con un punto de dureza en la voz, hastiado de las continuas menciones a la joven por la que latía su corazón. Observó con desagrado cómo Moriarty llevaba sus dedos manchados de hollín a la boca.

–Aunque no sabe igual: la piel gusta fresca... Un poco crujiente. –comentó haciendo un gesto con sus manos en el aire, como si quisiera describir un sabor. Sherlock parpadeó en varias ocasiones antes de señalar al sillón de John.

–¿No te sientas? –le preguntó.

–La gente solo es eso, ¿sabes? Polvo esperando a esparcirse, y está en todas partes. –comentó con un tono serio haciendo un leve sonido con su boca, expresando desagrado–. En cada aliento que tomas, bailando en cada rayo de sol, esas personas consumidas. –recalcó el maníaco.

–Fascinante... ¿No te sientas? –comenzó a decir Sherlock antes de ser interrumpido por Moriarty, quien colocó su ojo contra el cañón de la pistola.

–Personas, personas, personas... No hay quien tenga nada brillante. –comentó antes de soplar el cañón varias veces, observando de nuevo el cañón–. ¿Te importa si disparo, solo para limpiarla? –inquirió, apuntando su arma hacia Sherlock, quien rápidamente sacó su propia arma del batín, apuntando a su némesis con ella.

Ambos estuvieron apuntándose con las armas durante unos cuantos minutos, hasta que ambos las apartaron de la trayectoria del otro, apuntando ahora éstas hacia el techo de la estancia. Tras unos pocos segundos, Moriarty bajó su brazo, mientras que Sherlock dejaba con un golpe la pistola en la mesa de la sala de estar.

–Exacto. Dejémonos de juegos: no nos hacen falta juguetes para matarnos. –afirmó con una sonrisa Moriarty, observando cómo el detective daba unos cuantos pasos hacia él–. ¿Dónde quedaría la intimidad? –inquirió con un tono burlón, acercándose Sherlock aún más.

–Siéntate. –gruñó el detective hastiado del comportamiento desafiante y bromista del criminal, cuando él necesitaba respuestas urgentemente.

–¿Por qué? ¿Qué quieres? –preguntó Moriarty inocentemente.

–Tú has elegido venir aquí. –recalcó Sherlock, sus palabras llenas de desprecio.

–No es cierto, sabes que no lo es. –replicó el moreno, negando con la cabeza. Sherlock se detuvo a unos dos pasos de su némesis, ambos sosteniéndose la mirada–. ¿Qué quieres, Sherlock? ¿Algún consejo para satisfacer a Cora? Podría ayudarte con eso... –comentó, lo que hizo que la mandíbula del detective se tensase, procediendo a hablar con un tono serio, lleno de ira.

La verdad.

–Eso... Que aburrido. –comentó el profesor caminando lejos del detective, siguiéndolo Sherlock con la mirada–. ¿No esperabas que apareciera en el escenario del crimen, verdad? El pobre Sir Eustace. Tuvo lo que se merecía.

–Pero no pudiste matarlo tú. –sentenció el de ojos azules-verdosos.

–¿Oh, y qué? ¿Importa? Basta. Déjalo ya. No te importa Sir Eustace, ni La Novia, ni Cora, ni nada...

No la metas a ella en esto. –lo interrumpió el detective de cabello castaño.

–Oh, vamos. Mira lo que te estás haciendo, Sherlock. –rebatió el hombre–. Si de verdad te importase ella, no te harías esto. –comentó con una sonrisa maníaca–. Solo hay una cosa en todo esto que te resulta interesante.

–Sé lo que estás haciendo... –murmuró Sherlock con un tono de voz intenso.

En ese preciso momento y sin previo aviso, la estancia comenzó a temblar, el decantador y los vasos tambaleándose sobre la mesa. El joven detective cerró los ojos y sacudió lentamente la cabeza, deteniéndose el temblor a los pocos segundos.

–La Novia se metió una pistola en la boca y se voló la cabeza, luego volvió. Imposible. –le recordó Moriarty mientras Sherlock abría sus ojos una vez más–. Pero lo hizo, y necesitas saber cómo... ¿Cómo? ¿Verdad? –inquirió éste con una sonrisa, la sala volviendo a temblar–. No saberlo te trae de cabeza. –la estancia continuando su temblor.

–Intentas detenerme... Distraerme, despistarme. –musitó casi para si mismo el detective. Tras unos pocos segundos dio un hondo suspiro y negó con la cabeza, cerrando sus ojos. A los pocos segundos los abrió, centrándose en las palabras del criminal.

–¿Porque no te recuerda esto a otro caso? ¿No ha pasado todo antes? No hay nada nuevo bajo el sol. –comentó Moriarty, su tono de voz misterioso–. ¿Cuál fue? ¿Cuál fue? ¿Cuál fue aquel caso? ¿Eh? ¿Recuerdas? –Sherlock alzó sus manos y las pasó por su rostro–. Lo tengo en la punta de la lengua. Lo tengo en la punta de la lengua. –murmuró el criminal, la estancia sacudiéndose una vez más.

–En la punta de la lengua... –musitó Sherlock al unísono.

–Lo tengo en la punta... –comenzó a decir el criminal antes de sacar su lengua, colocando el cañón de la pistola apoyada en ella–. De la lengua. –murmuró, observando cómo Sherlock tomaba aire de forma profunda, una vez la sala se hubo estabilizado.

–Por el bien de la salud de Cora y del papel pintado de la Sra. Hudson, te recuerdo que un movimiento en falso de tu dedo y estarás muerto. –indicó Sherlock, su tono de voz serio. Moriarty habló de forma ininteligible, lo que hizo que abriera y cerrara los ojos–: ¿Disculpa? –inquirió, retirando Moriarty la pistola de su boca.

–¿Muerto? Es lo sexy ahora. –sonrió, antes de alzar la pistola, abrir su boca y apuntar en su interior, para después disparar. Cayó de espaldas, la sangre flotando en el aire en pequeñas partículas. Después, el profesor de matemáticas se levantó, sacudiéndose–. Una cosa te digo: esto te sacude las telarañas. –comentó, Sherlock observándolo con los ojos abiertos en shock, su mirada intensa.

–¿Cómo puedes estar vivo?

–¿Qué tal estoy, eh? –inquirió el demente, dando la espalda al detective, revelando que la parte posterior de su cráneo había estallado. El joven de ojos azules-verdosos observó a su enemigo aún sorprendido, mientras el criminal volvía a girarse para mirarlo–. Sé sincero, ¿se nota mucho? –preguntó, algo nervioso.

–Te volaste la tapa de los sesos, ¿cómo sobreviviste? –preguntó el de cabello castaño, su voz suave, aún tratando de procesar lo que sus ojos estaban viendo.

–O podría taparmelo con el pelo. –bromeó Moriarty.

–Te vi morir... ¿Por qué no estás muerto? –insistió el joven, entrecerrando los ojos.

–Porque lo que te mata no es la caída, Sherlock. Tú deberías saberlo. No es la caída. Nunca es la caída –murmuró Moriarty acercándose un poco y extendiendo sus brazos a los lados, la sala de estar sacudiéndose violentamente–: ¡Es el aterrizaje!

La estancia continuó sacudiéndose incluso más violentamente que antes, lo que provocó que el detective cayese de espaldas a su sillón, cerrando los ojos.

A los pocos minutos, el detective sintió que alguien apoyaba una mano en su hombro izquierdo, zarandeándolo un poco, lo que provocó que abriese los ojos.

–Hemos aterrizado, señor. –dijo una voz masculina. Sherlock observó su entorno, dándose perfecta cuenta de que no se encontraba en Baker Street, sino que se hallaba en el avión que habría debido llevarlo a su exilio.

–No, no, no, ahora no, ahora no. –comenzó a decir una y otra vez, sus ojos aún abiertos de par en par, tratando de centrarse–. No, no, no, ahora no. –murmuró para si mismo.

–Espero que haya sido un vuelo agradable. –dijo la capitana del avión, quien guardaba un extraordinario parecido con Lady Carmichael. Observó cómo su prometida, los Watson, y por último su hermano, entraban al avión.

–En fin, un exilio más breve de lo que habíamos imaginado, hermano, pero seguramente adecuado dado tu nivel de TOC. –comentó Mycroft tras entrar junto a la pelirroja, John y Mary.

–Cariño, ¿te encuentras bien? –preguntó Cora, quien notaba cómo Sherlock los observaba con los ojos vidriosos.

–Tengo que volver. –indicó Sherlock en un tono de voz algo elevado.

–¿Qué? –cuestionaron su prometida y su hermano a unísono.

–Estaba... Estaba a punto. Casi lo tenía. –recalcó el joven, evidenciándose lo agitado que estaba.

–¿De qué estás hablando, cielo? –preguntó Cora, observándolo con una expresión muy preocupada.

–¿Volver a dónde? No has ido muy lejos. –indicó John.

–¡Ricoletti y su malvada esposa! ¿No lo entendéis? –inquirió el sociópata, confuso. A la mención de aquel apellido, la joven prometida del detective entrecerró sus ojos rubí.

–No, claro que no. Hablas sin sentido. –apostilló Mary.

–Era un caso, uno famoso de hace cien años. Parecía estar muerta, pero luego volvió. –intercedió Cora, quien recordaba haber leído algo, ganándose las miradas de todos–. En cuanto Mycroft nos ha dado la noticia, he consultado los archivos de Scotland Yard en busca de casos similares. Interesante, pero poco concluyente. –apostilló con cierto tono de interés, lo que hizo asentir a Sherlock, quien le sonrió con orgullo.

–¿Qué? ¿Como Moriarty? –inquirió John.

–Según los archivos referentes al caso, se pegó un tiro en la cabeza, justo como Moriarty. –les informó Cora, enseñándoles la pantalla de su teléfono móvil, donde había encontrado la información pertinente.

–Exacto. –replicó su prometido.

–¡Pero te lo acaban de contar! Nos acabamos de enterar. –le comentó Mary, sentándose frente a él–. Está en todas las televisiones del país. –añadió, mientras que Sherlock desabrochaba su cinturón de seguridad.

–Sí, ¿y? Hace cinco minutos que me llamó Mycroft –sentenció el detective, su tono de voz de pronto serio y demandante, lo que hizo que Cora arquease una ceja–: ¿Qué avances tenéis? ¿A qué os habéis dedicado? –les comenzó a bombardear con preguntas, posando su mirada azul-verdosa en las cuatro personas allí presentes.

–O mejor dicho: ¿qué has hecho tú? –inquirió John tras una carcajada sarcástica.

–He estado en mi Palacio Mental, por supuesto... –replicó éste.

–...Por supuesto. –murmuró la joven de orbes escarlata, dándose perfecta cuenta de lo que estaba ocurriendo, pasando por sus ojos un brillo decepcionado.

–...Haciendo un experimento –continuó el detective, tratando de justificarse–: ¿Cómo habría resuelto el crimen de haber estado allí en 1895?

–Oh, Sherlock. –suspiró Mycroft antes de girarse, obviamente decepcionado y enfadado a partes iguales. Mary decidió coger el teléfono de Sherlock, comenzando a leer lo que había en él, inclinándose la pelirroja a su lado para poder leerlo ella también.

–Tenía todos los detalles. –comentó el detective, mientras que Mycroft se sentaba en el asiento adyacente al suyo, al otro lado del pasillo, colocando el paraguas en posición vertical con sus manos sobre el mango, colocando su barbilla encima de éstas–: ¡Estaba allí, todo al detalle! Estaba inmerso. –exclamó de forma suave Sherlock, sus manos cayendo a sus lados.

–Claro que sí. –dijo su hermano mayor.

–Has estado leyendo el blog de John, cómo--os--nos conocimos todos. –comentó Cora, una sonrisa nostálgica apareciendo en sus labios.

–Me ayuda a verme a través de sus ojos. Soy mucho más listo, y tú eres mucho más guapa e inteligente. –replicó él, lo que hizo reír de forma suave a la mujer de cabellos rojos.

–¿Piensas que te cree alguien? –inquirió Mycroft con una nota de enfado en su voz.

–No, puede hacerlo. Yo lo he visto--el Palacio Mental--es como todo un mundo en su mente. –rebatió John, sus ojos posándose en su mejor amigo.

–Sí, y tengo que volver allí. –exclamó Sherlock, una nota de enfado colándose en su, hasta entonces tranquilo, tono de voz.

–El Palacio Mental es un recurso nemotécnico. –comenzó a decir Mycroft–. Cora y yo sabemos lo que se puede conseguir con él, y desde luego, sabemos lo que no.

–No la metas a ella en esto. –rebatió el detective–. Puede que Cora y yo sepamos un par de cosas que tú no. –gruñó de forma imperceptible, sosteniendo la mirada de su hermano mayor.

–Sí, claro... ¿Has hecho una lista? –preguntó Mycroft, lo que hizo que Cora cerrase sus ojos en respuesta y decepción, pues quería estar equivocada. Quería estar equivocada con Sherlock. Había notado ciertos síntomas en cuanto lo había visto, pero quería equivocarse. Por desgracia, sabía a ciencia cierta lo que significaban aquellas palabras de Mycroft. Sherlock, quien había desviado su vista a la ventana, estaba mordiendo su pulgar, segundos antes de posar sus ojos azules-verdosos en su hermano.

–Has engordado. Se ve que ese chaleco es más nuevo que la camisa. –comenzó a deducir el joven de cabello castaño, antes de ser interrumpido por su prometida.

–¡Basta! ¡Déjalo ya! ¿Has hecho una lista, Sherlock? –le espetó Cora, su tono ahora enfadado.

–¿De qué? –preguntó él, dejando ver la ira en sus palabras.

–De todo, Sherlock: ¡de todo lo que has tomado! –exclamó Mycroft.

–No, no es eso. Entra en una especie de trance. –comentó John, claramente ajeno a lo que estaba sucediendo–. Le hemos visto hacerlo, Cora. –le dijo a su amiga, quien negó con la cabeza.

–No esta vez, John. No es lo que piensas.

Fue en ese preciso momento cuando Sherlock sacó del bolsillo de su chaqueta una nota doblada, dejándola caer al suelo del jet. John decidió recogerla, sus ojos abriéndose con pasmo al leer todo lo que allí había escrito, su mirada sorprendida posándose en Sherlock. Cora--quien se había acercado a John para leer la nota--no estaba sorprendida, pues casi al inicio de su relación, ya lo había visto pasar por una experiencia similar.

Algunos meses tras haber empezado su relación fue cuando ocurrió todo. Cora regresaba de casa de sus padres, con algunas cajas cuyo contenido pertenecía a ella, puesto que al ser hija única era su legado por derecho. La familia no había intentado impedir que se llevase todo lo perteneciente a sus padres, aunque por el contrario, la habían expulsado de la casa en la que había crecido, alegando que, a pesar de ser hija de Erik e Isabella, ella no tenía derecho alguno a poseer su hogar, ya que no era familiar de sangre. Ese había sido el acuerdo: ella podría llevarse todo lo que quisiera de sus padres, pero jamás podría poner un pie de nuevo allí. Con ese acuerdo en mente, cuyas palabras habían sido poco menos que agradables, la joven entró a la sala de estar del 221-B de Baker Street, encontrándose con Sherlock inconsciente en el suelo, lo que provocó que dejara caer la caja que llevaba en sus manos, comenzando a entrar en un breve pánico. Por suerte, la joven contaba con el suficiente juicio como para saber cómo debía actuar, por lo que decidió llamar a Mycroft, quien no tardó en contestar.

–Mycroft, escúchame atentamente. He llegado a Baker Street y he encontrado a Sherlock inconsciente en el suelo de la sala de estar. No parece estar muerto, pero su pulso es irregular. –le comunicó una vez estuvo segura de que había aceptado la llamada–. Empiezo a preocuparme: ¿Qué está pasando?

–¿Hay una lista? –fue lo único que escuchó decir al hermano de su novio, por lo que rápidamente se puso manos a la obra, encontrando un pequeño trozo de papel cerca del sillón que frecuentaba.

–Sí. –replicó ella, observando que Sherlock volvía en sí–. Hay una lista.

–Gracias, Cora. –le dijo el Hombre de Hielo–. Espera allí. Llegaré en pocos minutos.

A los pocos minutos de aquella llamada telefónica, Cora se encontraba hablando con Mycroft en la sala de estar, mientras el detective se aseaba. Éste, le explicó con claridad de detalle el historial que Sherlock llevaba a sus espaldas relacionada con los estupefacientes. La joven poco menos tuvo que reprimir el llanto por verlo en aquel estado, pero se sobrepuso, y aceptó la súplica de Mycroft de mantener un ojo sobre el de ojos azules-verdosos, para así, evitar que volviese a consumir.

Tras recordar lo sucedido aquel fatídico día, y recordando a su vez que aún no había tenido el valor de abrir aquellas cajas que pertenecían a sus padres, Cora volvió en sí al escuchar la voz de Mycroft.

–Tenemos un acuerdo--mi hermano y yo--desde aquel día. Lo encuentre donde lo encuentre... En el callejón o en el antro que sea... Siempre habrá una lista. –indicó, antes de volver su vista a la joven prometida de su hermano menor–. Cora tuvo la mala fortuna de encontrar a mi hermano en uno de sus momentos, también encontró una lista, y me lo notificó de inmediato. –añadió, lo que hizo a John posar su vista en ella, haciendo la de ojos rubí un gesto afirmativo con la cabeza.

–No puede haberse tomado todo esto en cinco minutos.

–Iba colocado antes de subir al avión. –replicó Mycroft, mirando a Sherlock con severidad.

–No lo parecía. –indicó Mary, tecleando en el teléfono del detective.

–Nadie finge como un adicto. –recalcó el hermano del sociópata.

–No soy adicto. Soy consumidor. Alivio el aburrimiento, y ocasionalmente intensifico mi proceso mental. –rebatió Sherlock.

–¡Por amor de Dios! –exclamó John.

–¡Esto podría matarte! ¡Podrías morir, Sherlock, y lo sabes! –le espetó la joven de cabello escarlata, su tono elevándose debido a la decepción y a la ira.

–El consumo moderado no suele ser letal, y abstinencia no significa inmortalidad. –le rebatió a su pelirroja, lo que provocó que ésta exhalase un hondo suspiro de incredulidad. Mycroft por su parte fijó su vista en Mary.

–¿Qué haces?

–Emelia Ricoletti. Estoy consultando. –replicó Mary.

–Ah, haríamos bien. –indicó el Hombre de Hielo–. Tengo acceso al archivo más secreto del MI5...

–Sí, ahí estoy buscando. –lo interrumpió Mary, aún tecleando en el teléfono móvil del detective. Su respuesta provocó que Mycroft parpadease en repetidas ocasiones, sorprendido.

–¿Qué opinas de la seguridad del MI5? –preguntó.

–Que... Harían bien en tenerla. –contestó Mary con una sonrisa, lo que hizo que Cora también sonriese al observar la expresión de ultraje que Mycroft acababa de poner en su rostro–. Emelia Ricoletti. Sin resolver... Como Cora y Sherlock dicen. –concluyó, mientras el detective posaba su cabeza en su mano, antes de alzarla casi de forma brusca, sus ojos cerrados.

–¿Podéis callar por cinco minutos? Tengo que volver. Casi estaba dentro y os habéis puesto a cotorrear. –sentenció, su tono molesto.

¿A cotorrear? –inquirió Cora claramente indignada, pues tratar con Sherlock cuando se encontraba así, era como darse cabezazos contra una pared de hormigón.

–¿Perdona, hemos interrumpido tu sesión? –cuestionó John, igualmente contrariado.

Cora, quien logró calmar su temperamento, miró a su prometido con tristeza: "No es culpa suya. Ahora mismo no está hablando él, sino esas malditas drogas. Tengo que ser consciente de ello.", se dijo a si misma, arrodillándose frente a su amado detective.

–Sherlock –apeló a él con un tono sereno–, escúchame.

–No, solo te estimula más.

No estoy enfadada contigo... –comenzó a decir la mujer, antes de ser interrumpida por el detective.

–Oh, que alivio. Estaba muy preocupado. No, espera. –comentó antes de mirarla a los ojos–. No lo estaba.

Los dos detectives estuvieron por varios minutos mirándose a los ojos sin apenas moverse, hasta el momento en el que Cora rompió el contacto visual, dando un largo y pesado suspiro para después volver a fijar su vista en él. Con algo de inseguridad por su estado de ánimo, la mujer de cabello carmesí alargó sus brazos y tomó entre sus manos las de su amado Sherlock, quien aún seguía observando cada uno de sus movimientos.

–Estaré a tu lado... No importa lo que ocurra. Siempre estaré a tu lado, Sherlock. –le dijo ella, su tono suave y afectuoso–. Te quiero, Sherlock. Siempre lo he hecho, y siempre lo haré. –repitió esas mismas palabras que se habían dirigido antes de despedirse, ante las cuales, ella notó que la mirada de su querido sociópata se dulcificaba, dando un leve apretón a sus manos, acariciando el dorso de éstas con los pulgares.

–Todo es culpa mía. –escuchó decir a Mycroft, por lo que Cora se giró hacia él, al mismo tiempo que Sherlock negaba con la cabeza.

–No tiene nada que ver contigo. –le espetó.

–Una semana en una celda, sin posibilidad alguna de ver a Cora. Debí darme cuenta. –reflexionó Mycroft, posando su vista en el suelo del jet.

–¿De qué? –le preguntó la detective.

–De que en el caso de Sherlock, el aislamiento es encerrarlo con su peor enemigo. –replicó el hombre, lo que provocó que el aludido soltase las manos de su chica, hundiendo su rostro en ellas.

–Oh, por amor de Dios... –murmuró.

¿Morfina o cocaína? –escuchó preguntar la voz de su prometida, aunque ésta parecía mucho más débil y cansada, lo que provocó que dirigiese su mirada hacia su prometida.

–¿Qué has dicho?

–No he dicho nada, Sherlock. –replicó Cora, confusa por su actitud.

–No, has dicho –en ese momento las palabras que Sherlock profirió tenían la voz de la pelirroja–: ¿Qué ha sido hoy, morfina o cocaína?

El detective miró a su prometida, quien a su vez intercambió una mirada confusa con John. Mary apoyó la espalda en el asiento, su rostro extrañado y Mycroft por su parte frunció el ceño, mirando a su hermano.

¿Holmes?

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