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| -Secuestro- |

Dos meses más tarde...

John había salido a la calle para hacer unas compras, y la pelirroja había decidido acompañarlo. Se encaminaron a un cajero público para recargar la tarjeta de crédito. El ex-doctor procedió a meter su número de tarjeta. A los pocos segundos un mensaje apareció en la pequeña pantalla del cajero:

Hay un problema con su tarjeta

Por favor espere

A los pocos segundos, en los cuales John y Cora se miraron a los ojos y se encogieron de hombros, otro mensaje apareció:

Gracias por su paciencia.

John, Cora

En cuanto los dos leyeron ese mensaje suspiraron con pesadumbre y de forma notable, pues ya sabían exactamente lo que ocurriría después. Tal y como ambos sospechaban, un auto negro apareció en el lugar, justo en la misma acera en la que se encontraban. Con reticencia, ambos se subieron al coche y dejaron que los hombres de Mycroft los llevaran a su destino: El Club Diógenes.

Tras entrar en el lugar, John y Cora pudieron observar como había dispersas por la estancia varias butacas, todas ellas ocupadas por hombres de una edad considerable y sabia. Tras caminar al centro de la sala, John se acercó a uno de los hombres, quien parecía estar leyendo un periódico, para intentar que le dijera dónde se encontraba el hermano de su compañero de piso.

–Eh... disculpe, busco a Mycroft Holmes. –le indicó Watson–. ¿No sabrá si está por aquí...?

Tras formular el ex-soldado esa pregunta, Cora pudo notar cómo varios de los hombres se volvían hacia ellos y los observaban contrariados. Entretanto, el hombre al que John había preguntado por Mycroft permanecía silencioso.

–¿Es que no me oye?

Ante esta nueva pregunta, el hombre comenzó a balbucear muy molesto, por lo que John se alejó de él.

–Um... Vale. –dijo mientras se giraba sobre si mismo y observaba al resto de los hombres de la estancia.

John. –lo llamó la pelirroja en un susurro.

–¿Y los demás? ¿Sabe alguien donde...está Mycroft Holmes? –preguntaba Watson sin darse por vencido, y sin hacer caso de la llamada de la pelirroja.

–John... –incidió la joven de orbes carmesí con insistencia, pues el primer hombre al que John había preguntado acababa de pulsar, con su bastón, un botón pegado a la pared cercana a su sitio, y Cora tenía la sensación de que lo que fuera que respondiera a esa llamada... no sería agradable.

–Había quedado con él aquí... –comentó John casi en un tono exasperado–. Ni caso. Vale... ¿¡Soy invisible!? ¿¡Pueden verme!?

En ese momento, dos hombres trajeados y sin zapatos, entraron en la estancia, mientras que Cora observaba por el rabillo del ojo cómo el primer hombre hacía un gesto para que se los llevaran de allí.

Oh-oh... Esto me da muy mala espina, pensó la pelirroja mientras observaba a los hombres acercarse a ellos.

–Ah, gracias caballeros. Había quedado aquí con Mycroft Holmes...-

John no pudo acabar la frase, pues los dos hombres se lo llevaron a rastras del lugar mientras le tapaban la boca para que no hablara. Cora por su parte, salió detrás de Watson al instante, pues sabía que esos hombres los llevarían hasta Mycroft. Pero había algo que aún turbaba sus pensamientos: ¿por qué Mycroft había decidido encontrarse con ellos precisamente?

Una vez estaban en la estancia en la que se encontraba el mayor de los Holmes, los dos se encontraban sentados en unas butacas, mientras observaban cómo Mycroft se servía un poco de alcohol.

–La tradición, John. Nuestra tradición nos define. –sentenció Mycroft, quien parecía divertido por la situación en la que Watson se había visto envuelto minutos antes.

–¿El silencio total es tradicional, no? ¿Ni siquiera puedes decir pásame el azucar?

Cora sonrió de forma ligera ante el comentario de John.

–Tres cuartos del servicio diplomático y la mitad de la primera plana del Gobierno comparten un carrito de té. Eso es lo mejor, hazme caso. –replicó Mycroft con una sonrisa mientras se giraba hacia ellos con el vaso en la mano–. No queremos que se repita... lo del setenta y dos.

–¿Lo del setenta y dos...-?

–John, Mycroft se refiere a un hecho muy importante: El Domingo Sangriento que tuvo lugar ese año de 1972. –indicó Cora, intercediendo por vez primera en la conversación–. Fue una jornada de incidentes ocurridos en Derry...- –comentó la joven antes de interrumpirse, pues el hermano de Sherlock la miraba ahora con sus ojos como platos, pues tal y como su hermano le había dicho, la joven era tan inteligente como ellos–. Pero no estamos aquí para lecciones de Historia, ¿no es así, Mycroft?

–En efecto, querida Cora... Mira esto. –indicó mientras sonreía con sarcasmo debido al comentario de la joven, y les daba un periódico en el que había un titular publicado.

Sherlock Holmes: La increíble verdad... ¿De dónde saca la información Kitty Riley? –inquirió la mujer de ojos carmesí tras leer el título.

–De alguien llamado Richard Brook. –replicó Mycroft con seriedad–. ¿Os dice algo ese nombre?

Richard Brook... –musitó la joven en voz baja y lenta mientras meditaba, a lo que a pocos segundos abrió los ojos de forma ligera, como si hubiera descubierto algo, a lo que Mycroft la observó con una ligera mirada de conocimiento, pues sabía lo que Cora había averiguado.

–No lo sé... ¿del colegio, tal vez? –inquirió John.

–¿De Sherlock...? –inquirió Mycroft con una risotada sarcástica–. Pero tal y como Cora ha mencionado, no os he hecho venir por esto... –sentenció el hermano mayor del detective mientras caminaba hasta una mesita cercana y cogía un fichero de un expediente, para después entregárselo a Watson.

–¿Quién es? –inquirió John, confuso.

–¿No lo sabes? –preguntó Mycroft–. ¿Nunca has viso su cara?

–No...

–Ha alquilado un piso en Baker Street, a dos puertas del vuestro. –les informó Mycroft.

–Heh, justo estaba pensando en invitar a los vecinos... –dijo Watson mientras le enseñaba el expediente a Cora.

–Se te van a quitar las ganas... –comentó el hombre de hielo.

Sulejmani. Escuadrón de la muerte albanés. Asesino profesional... –intercedió Cora con un tono severo y algo preocupado.

–Así es, Cora. Vive a menos de dos metros de la puerta de vuestra casa... –comentó Holmes.

–Es una zona muy buena... –dijo John con algo de sarcasmo–. ¿Qué tiene que ver con nosotros?

En ese momento, Mycroft le entregó otro expediente a la pelirroja, quien no tardó en hablar.

Ludmila Dyachenko. Asesina rusa.

–A esta creo que la he visto... –les indicó John.

–Ha cogido el piso de enfrente. –sentenció el hermano del sociópata.

–Vale... Empiezo a ver la pauta.

–De hecho, los cuatro asesinos internacionales más buscados se han trasladado a tiro de piedra del 221-B. –les informó el hombre mientras se sentaba en un sillón frente a ellos–. ¿Os apetece contarme algo?

Cora optó por callar que Moriarty había visitado su piso hacía dos meses, pues sentía que Sherlock no querría tener a su hermano husmeando por allí.

–¿Que me mudo? –preguntó John de forma irónica y retórica.

–No cuesta adivinar el denominador común...

Moriarty. –sentenció la pelirroja casi en un susurro, como si la sola mención de su nombre fuera peligroso.

–¿Crees que es Moriarty?

–Le prometió a Sherlock que volvería, John. Yo no me tomaría sus amenazas a la ligera, por mi experiencia personal al menos. –sentenció la joven de ojos rojos mientras suspiraba de forma pesada.

–Si fuera Moriarty ya estaríamos muertos, Cora...

–¿Si no es Moriarty, entonces quién? –les preguntó Mycrfot mientras observaba a los dos compañeros de piso de su hermano menor.

Un incómodo silencio siguió a las palabras del hombre que las había pronunciado, a lo que John, tras carraspear, decidió romperlo.

–¿Por qué no hablas con Sherlock si tan preocupado estás por él?

Ante la pregunta de Watson, Mycroft apartó la mirada e hizo un gesto de que no deseaba responder.

Ay Dios... No me lo digas.

Pelea entre hermanos. –sentenció Cora con una sonrisa sarcástica.

–Lo nuestro viene de lejos,... –comentó Mycroft con un tono serio–. Rencillas, resentimientos,...

–¿Le rompías sus Pitufos?

–¿Le rompiste su Action-Man?

Ambos inquilinos del 221-B habían decidido preguntar al mismo tiempo, pues aquella era una inusual situación, en la que podían disfrutar el divertirse un poco a costa del tedioso hermano de Sherlock. Tras carraspear, Watson se levantó de su asiento, dejando los ficheros a un lado. A los pocos segundos, ayudó a la pelirroja a levantarse también. Procedieron a marcharse de la estancia a los pocos segundos, cuando la áspera y seria voz de Mycroft los detuvo.

Los tres sabemos lo que nos espera. –sentenció–. Moriarty está obsesionado: ha jurado destruir a su único rival...

Ante esto, Cora se giró de forma ligera hacia John, mirándolo con unos ojos suplicantes. John suspiró y se giró hacia Mycroft junto a la pelirroja.

–¿Y quieres que vigile a tu hermano, porque no aceptará tu ayuda?

–Si no es mucha molestia... –replicó el mayor de los Holmes–. Además, no creo que la joven a tu lado quiera ver morir al hombre que ama...

Cora asintió de forma leve, como si quisiera darle las gracias a Mycroft por haberles proporcionado aquella valiosa información sobre sus nuevos vecinos. A los pocos segundos, ambos se marcharon del Club Diógenes.


En cuanto llegaron al 221-B, se encontraron con un sobre en las escaleras de la entrada. Tras abrirlo, comprobaron que tenía migas de pan en el interior.

–Perdona tío-

–Perdón... –dijo John, para después observar cómo un hombre con tatuajes en los brazos entraba en el piso, a lo que Cora palideció, pues era uno de los asesinos de los que Mycroft les había advertido. John se guardó el sobre en el bolsillo y miró a la pelirroja, quien asintió, y a los pocos segundos, ambos subieron las escaleras para entrar al piso.

–Sherlock, algo raro...-

Cora detuvo en seco sus palabras, pues junto a Holmes, Lestrade y Donovan se encontraban en a estancia.

–¿Qué pasa? –inquirió John.

Secuestro. –replicó Sherlock mientras se dirigía a la mesa de la sala, para después comenzar a teclear en su portátil.

–Rufus Bruhl, el embajador de Estados Unidos. –sentenció Cora, tras deducir la estancia y los papeles que Greg llevaba en la mano, a lo que Sherlock sonrió, pues estaba orgulloso de su chica.

–¿Estaba en Washington, no?

–Él sí, pero sus hijos no. –comentó Lestrade–. Max y Claudette, de siete y nueve años. Van al Saint Aldete. –comentó mientras les mostraba a Cora y John las fotos de los niños.

–Es un internado pijo en Surrey. –sentenció Donovan.

–Están de vacaciones. Se quedaron pocos niños--incluidos estos. –dijo Lestrade.

Los niños han desaparecido. –comentó Cora con un tono preocupado, pues cualquier caso relacionado con niños la afectaba gravemente, más aún por sus experiencias del pasado y su trabajo como profesora.

–El embajador os ha solicitado a ti Sherlock, y a vosotros dos. –les indicó Lestrade tras mirarlos a los tres.

El héroe de Reichenbach. –apostilló Donovan de forma sarcástica.

Cora observó a Sally con una mirada de pocos amigos, a lo que ésta se amedrentó, recordando un pasado encuentro con la pelirroja, en la que salió malparada, concretamente, con su nariz rota. A los pocos segundos, la joven de cabellos rojos siguió a su novio.

–¿A que es estupendo trabajar con un famoso? –preguntó de forma irónica John, mientras él, Donovan y Lestrade salían del piso, siguiendo a Holmes e Izumi.

Poco sabían los inquilinos del piso, que estaban siendo vigilados por una cámara colocada lo bastante alta, concretamente en la pared de la sala de estar, cerca de la ventana delantera, a mano izquierda.


Cora, Lestrade, Donovan y los chicos salieron del coche patrulla del inspector y comenzaron a caminar hacia la entrada principal de la escuela de St. Aldate, donde una mujer con la manta para el shock, se apoyaba contra el capó de un coche policial y se sonaba la nariz.

–Es la señorita Mackenzie, directora del centro. No te pases. –le indicó Lestrade a Sherlock de forma baja, para después retroceder, y esperar junto al resto a que Sherlock hablara con la mujer.

–Señorita Mackenzie está a cargo de los alumnos, ¡sin embargo dejó el edificio abierto de par en par anoche! ¿¡Qué es: una idiota, una borracha, una delincuente!? –interrogó Sherlock a la directora del centro, mientras su voz se elevaba mucho de tono, llegando a uno enfadado, entretanto, había despojado a la sollozante mujer de la manta para el shock con brusquedad–. ¡Dígamelo!

–Todas las puertas y ventanas estaban bien cerradas. Nadie--ni siquiera yo--entré en su cuarto anoche... ¡Tiene que creerme! –le respondió la mujer entre lagrimas y completamente aterrada. Ante esta respuesta, Sherlock cambió su comportamiento por completo, sonriendo a la mujer de forma amable.

–La creo. Solo quería que hablase rápido. –le comentó a la directora–. La señorita Mackenzie tendrá que soplar en una bolsa. –añadió, antes de internarse en el edificio, hacia los dormitorios, seguido de cerca por Lestrade, Donovan, John y Cora, ésta última se acercó a consolar a la mujer durante unos segundos, antes de seguir a su novio.

–Por seis mil el curso, cabría esperar que protegieran a los niños... –comentó John mientras Sherlock y Cora inspeccionaban el lugar. Ante este comentario, Cora alzó su rostro.

–No todos tienen el mismo sentido de la responsabilidad, John. –comentó la joven de ojos carmesí con un tono muy duro de voz–. Para la mayoría de las personas, un niño es algo no deseado. Una carga que prefieren endilgar al primero de turno, que en este caso, son los profesores y encargados del internado. La mayoría de las personas ni siquiera desean un hijo, y de hecho, los abandonan a la primera ocasión que se les presenta, dejándolos desamparados en los orfanatos. –añadió mientras por su mente pasaban imágenes y vivencias de su estancia en el orfanato y Baskerville–. Así que te agradecería mucho que obviaras ese tipo de comentarios. –concluyó Cora, para después continuar con su investigación.

Todo e mundo se había quedado en silencio tras las palabras de la pelirroja, pues nadie se esperaba una reacción como aquella. Sin embargo, John y Sherlock miraban a la joven de ojos carmesí con compasión, pues sabían de buena tinta lo mucho que debía de estar afectándole el caso, ya que era obvio que la hacía recordar ese truculento pasado.

–Ejem... Greg, has dicho que los demás niños se habían ido de vacaciones... –comentó John tras carraspear, para intentar aliviar la tensión del ambiente que habían dejado las palabras de la profesora de primaria de cabellos carmesí.

–Eran los únicos que dormían aquí. No hay indicios de una entrada forzada... –replicó Lestrade mientras Sherlock cogía en sus manos un palo de lacrosse que estaba en el suelo, junto a la cama de Claudette. Se levantó del suelo y lo observó con detalle, para después dejarlo caer de forma pesada al suelo.

Cora por su parte, fue hacia una pequeña arca de madera que había en el cuarto. Abrió la tapa y se encontró con un sobre de color amarillento con un sello de cera roja en la parte posterior, que ya se había roto, como si alguien lo hubiera abierto antes. Dentro del sobre había un gran libro de tapa dura. Tras comprobar el sobre, la pelirroja sacó el libro para poder ver la portada: Los Cuentos de los Hermanos Grimm. Sherlock observó a su novia, quien estaba de cuclillas frente al arca. Se agachó a su lado y miró el libro. Tras cogerlo de las manos de Cora de forma rápida pero delicada, pasó con rapidez las páginas.

–¿Dónde dormía el hermano? –inquirió Sherlock, más como una orden que una pregunta, cerrando el libro de golpe, para después levantarse del suelo junto a su pareja.

Tras unos pocos segundos, todos se dirigen hacia otro pequeño cuarto, donde Sherlock comienza a observar la estancia.

–El niño duerme ahí cada noche. Mirando a la única fuente de luz exterior, en el pasillo. Reconocería cada forma, cada perfil. La silueta de todos los que se acercaran a la puerta. –indicó el Detective Asesor, haciendo un gesto con su brazo desde la cama hasta la puerta de la habitación.

–¿Bien? ¿Y...-?

–Que si se acercara a la puerta alguien a quien reconociera, un intruso, puede que hasta viera la silueta de un arma. –sentenció la pelirroja con un tono serio, haciendo que Sherlock sonría y asienta, encaminándose hacia la puerta, colocándose tras ella después de haberla cerrado de forma leve, para instantes después, alzar su mano derecha simulando una pistola, dejando claro cómo se habría visto la silueta tras e cristal esmerilado. A los pocos segundos, empujó la puerta con su mano derecha, abriéndola de nuevo y entrando en el cuarto una vez más.

–¿Qué haría? Esos preciosos cinco segundos antes de que entrara... ¿Cómo los usó si no fue gritando? –se preguntó Sherlock en voz alta mientras caminaba cerca de la cama del niño, observando sus pertenencias–. Este niño. Este niño en concreto, que lee todas esas novelas de espías... ¿Qué haría?

Dejaría una pista. –sentenció la Cora mientras observaba a su novio oler de forma notable un bate de cricket, para después olisquear cerca de la cama, cogiendo de debajo de ésta, una botella vacía de aceite de linaza a los pocos segundos.

–Avisad a Anderson. –pidió de forma seria.

Al poco rato la estancia se había oscurecido lo máximo posible, inclusive tapando las ventanas con grandes láminas de madera. Gracias a esto, Sherlock podría ahora acercarse a a pared cercana a la cama, y con la luz ultravioleta pudo observar con claridad el mensaje escrito con el aceite:

AYUDADNOS

–Aceite de linaza... –comentó Cora con un tono de aprobación, pues el niño había sido lo suficientemente listo como para pensar una manera de dejar un mensaje gracias a todo lo que había leído.

–No sirve de mucho. No nos lleva hasta el secuestrador. –indicó Anderson, a lo que la pelirroja entornó los ojos.

Brillante Anderson. –comentó Sherlock.

–¿En serio?

–Sí, brillante impresión de un idiota. Suelo. –indicó Sherlock mientras iluminaba con la luz ultravioleta el piso y caminaba. Había varios conjuntos de huellas de diferentes tamaños que estaban siendo iluminadas, las cuales conducían a la puerta. El Detective Asesor las siguió lentamente.

–¡Nos dejó un rastro! –exclamó la pelirroja con alegría, pues esto sería sin duda de gran ayuda.

–Hizo al niño caminar delante de él. –comentó Sherlock mientras seguía las huellas.

–¿De... puntillas? –inquirió John.

–Indica ansiedad; le apuntaban con una pistola. A la niña la arrastró junto a él, de lado. Con el brazo alrededor del cuello. –indicó el detective con seriedad mientras seguía las huellas hasta el pasillo, donde de pronto, se desvanecían por completo.

–Aquí terminan. No sabemos a dónde fueron desde aquí. Así que no nos dice nada. –comentó Anderson mientras que Sherlock se detenía y se giraba para mirarlo.

–Tienes razón Anderson--nada. Excepto su número de pie, su estatura, su forma de andar y su ritmo. –comentó tras una breve pausa, arrancando de forma brusca el papel de la ventana que se había usado para oscurecer el pasillo.

La luz natural inunda de nuevo el corredor y, después de poner la luz ultravioleta sobre el alféizar de la ventana, Sherlock se arrodilla y toma su cartera de herramientas y un pequeño contenedor de muestras de su bolsillo interior. Pone el contenedor en el suelo, abre la billetera y sonríe de forma satisfecha, a lo que John y Cora se arrodillan junto a él.

–¿Te diviertes, cariño? –preguntó la pelirroja de ojos carmesí.

–Estoy empezando. –afirmó el sociópata.

–Casi mejor no sonrías. Son niños. –dijo John, a lo que el detective alzó su rostro ante esto, solo para volver a bajarlo unos segundos más tarde, concentrándose en raspar algo del aceite de linaza seco y de la cera del piso, ayudándose de un pequeño escalpelo, para después tomar con unas pinzas los trozos sueltos, para, a continuación, ponerlos en el contenedor.


Al rato, Sherlock, John y Cora estaban en un taxi, dirigiéndose a St Barts.

–¿Cómo pudo sortear las cámaras de seguridad? –inquirió John con algo de duda–. Las puertas estaban cerradas...

–Entró cuando no estaban cerradas. –sentenció la pelirroja.

–Pero un desconocido no puede entrar en un colegio... –comentó John.

Cualquiera puede entrar en cualquier sitio si elige el momento. Ayer--final del curso, padres, chóferes, personal... ¿Qué es un extraño más entre el grupo?

Los estaba esperando. –indicó la pelirroja mientras cerraba los ojos y apretaba los puños con fuerza, a lo que Sherlock posó su mano derecha en la izquierda de la joven, para intentar calmarla un poco–. Solo tuvo que buscar un escondite...

A los pocos minutos, Cora y los chicos estaban ya en el Hospital de Bats, caminando por uno de los pasillos, cuando se toparon con Molly.

¡Molly! –exclamó la pelirroja con una sonrisa mientras se daba una corta carrera hasta ella para abrazarla con cariño.

–Oh, ¡hola Cora! –dijo Molly, correspondiendo al abrazo–. Um, lo cierto es que voy a salir...

–Ni hablar. –sentenció Sherlock mientras la obligaba a girarse y caminar con ellos por donde había venido.

–¡He quedado para comer! –exclamó ella algo contrariada.

–Cancélalo. Hoy comes con nosotros. –comentó Sherlock, para después sacar unas bolsas de aperitivos de su chaqueta.

¿Qué?

–Necesito tu ayuda. Es uno de tus ex-novios--intentamos localizarlo. Se ha portado mal. –le informó Holmes con un tono indiferente mientras se acercaba a la puerta del laboratorio y la abría, para después girarse hacia John y Cora con una sonrisa.

–¿Es Moriarty? –inquirió John.

–Claro que es Moriarty. –sentenció Cora con un tono serio.

–Um, en realidad Jim ni siquiera fue novio mio. Salimos tres veces. –comentó Molly con cierto tono de confianza–. Lo dejé yo...

Cora observaba a la joven con una sonrisa sincera y amable, pues Molly era una de sus mejores amigas aparte de Hanon, y la apreciaba en gran manera.

Robo las Joyas de la Corona, se coló en el Banco de Inglaterra y organizó una fuga de Pentonville. –enumeró Sherlock con un tono indiferente y serio, aún con la puerta abierta y mirando a la joven–. Por el bien del orden público, te sugiero que evites cualquier intento de relación, Molly. –añadió antes de entrar al laboratorio junto a John, dejando a Molly estupefacta.

–No te preocupes Molly. Sherlock es así, ya lo sabes. –comentó la pelirroja mientras tomaba de la mano a Hooper–. El no lo admitirá, pero eres una gran amiga para nosotros, y te apreciamos.

Ante este comentario, Molly le sonrió a Cora.

–Gracias...

–Alegra esa cara: no todas las chicas tienen las narices de cortar con un Criminal Asesor extremadamente peligroso... –se mofó la pelirroja con una sonrisa antes de entrar al laboratorio.

¡Cora! ¡No lo digas de esa manera! ¡No es lo que pretendía decir! –exclamó Molly mientras sus mejillas enrojecían de vergüenza y salía corriendo tras la pelirroja, quien no paraba de reírse, provocando que al final, Molly también acabara riendo.

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