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| -Primera prueba: Mata al director- |

Cuando el doctor abrió los ojos se encontró recostado en una cama dentro de una celda, levantándose rápidamente del lugar, escaneando con sus ojos el entorno, encontrándose con Sherlock, Mycroft y el director de Sherrinford... Pero no con Cora, quien no estaba allí.

¿Cómo estás? –le preguntó el sociópata, acercándose a él tras dejar de pasear por la celda.

–Aturdido –replicó John tras masajearse la nuca.

–Cierto, pero eres útil –comentó Sherlock, antes de que su voz se tornase preocupada–. John –lo llamó–, John, concéntrate: ¿dónde está Cora? –lo cuestionó rápidamente, su voz tornándose aterrada a cada palabra.

–¿Qué? –se sorprendió John–. ¿Tú tampoco lo sabes? Cuando nos noquearon estaba con ella... Pero si ella no está aquí...

¡Maldita sea! –exclamó Sherlock llevándose las manos a la cabeza, un gruñido exasperado y desesperado a partes iguales saliendo de su boca.

–Sherlock, deberías...

Cállate, Mycroft –le ordenó en una voz enfadada–. Esto ha sido culpa tuya. No habría pasado nada de esto, y Cora estaría conmigo si hubieras hecho bien las cosas, para empezar –le espetó, cerrando Mycroft la boca al escucharlo increparlo.

–¿Has visto a tu hermana? –le preguntó el rubio, intentando desviar el tema de conversación, y así intentar que Sherlock no se preocupase tanto–. No te preocupes. Seguro que estará bien. Es muy fuerte.

–Gracias, John –le dijo tras suspirar de forma pesada para intentar relajar su ira–. Respecto a tu pregunta, sí, he visto a mi hermana.

–¿Y cómo ha sido? –le preguntó tras ponerse en pie.

La familia siempre es difícil.

–¿Es momento para la guasa? –le increpó Mycroft en un tono sarcástico.

Un claro ejemplo –comentó el de cabello castaño, haciendo un gesto hacia su hermano, de pronto escuchándose el característico sonido de un teléfono.

–¿Estamos llamando a alguien? –se extrañó John.

–Por lo visto –afirmó el sociópata de ojos azules-verdosos. John en ese momento fijó sus ojos en el director del lugar, quien estaba sentado con la espalda contra la pared, las rodillas pegadas al cuerpo.

–¿Qué hace él aquí? –preguntó el doctor.

–Lo que le han dicho –replicó Sherlock–. Eurus está al mando –concluyó antes de observar la mirada llena de ira que el doctor le dirigía al hombre–. No gastes energías, John. Ya le he preguntado, pero no sabe nada acerca del paradero de Cora... –apostilló, su mirada preocupada regresando de nuevo–. Solo espero que los dos estén bien –musitó, antes de que el teléfono conectase, escuchándose la voz histérica de una pequeña niña por los altavoces.

–¡Ayúdeme! ¡Por favor, voy en un avión y todos están dormidos! ¡Ayúdeme! –gritó entre sollozos, la mirada de Sherlock dulcificándose y apenándose al escucharla. En ese preciso momento, las luces de la estancia se volvieron de color rojo, algo que Sherlock pensó era adecuado, recordándole a su mujer.

–Hola. Me llamo Jim Moriarty –se escuchó la voz del Criminal Asesor por los altavoces–. Bienvenida... Al problema final –concluyó, las luces tornándose blancas de nuevo, la mirada de John ahora aterrada.

–Tranquilo. Está muerto –le dijo a su amigo en el tono lo más calmado que pudo.

–Pues no lo parece... –mencionó Watson tras suspirar, las luces de la celda volviéndose rojas de nuevo.

–Esto es un mensaje grabado. Saluda a unos viejos amigos míos –le dijo a la niña, las luces volviendo a su color original.

–¿Hola? Les oigo hablar, ¡ayúdenme, por favor! ¡Voy en un avión y se va a estrellar! –exclamó la pequeña de nuevo entre sollozos.

–¿De qué va? ¡No estamos para esto! –se quejó Mycroft.

Cállate, anda –le dijo su hermano en un tono algo severo tras mirarlo por unos instantes.

–¿Hay alguien ahí? –preguntó la niña por los altavoces.

–¿Se supone que es un juego?

–Silencio –calló el sociópata de cabello castaño a su hermano mayor, ya comenzando a hartarse de su actitud.

–¡Por favor, ayúdenme! –exigió la pequeña, tomándose Sherlock un segundo para suspirar, procediendo a hablar en un tono suave, como Cora hiciera con sus alumnos, pensando también en cómo habría de hablarle a su bebé.

–Hola, eh... Procura mantener la calma y... Dime cómo te llamas.

–No debo decir mi nombre a desconocidos.

–Claro que no, muy bien –le dijo Sherlock en un tono suave, la mirada de Mycroft endureciéndose por unos instantes al observar lo mucho que su hermano había cambiado–. Pero te voy a decir yo el mío. Me llamo... –comenzó a decir antes de que la conexión de la llamada se interrumpiese, escuchándose ahora una estática en los altavoces–. ¿Hola? –preguntó, apareciendo en ese instante la imagen de Eurus en la pantalla de la habitación.

–Vaya por Dios. Parece que se ha perdido la comunicación –comentó con una sonrisa, el rostro de Sherlock desencajándose por unos breves instantes.

–¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo es posible? –le preguntó Mycroft, acercándose al cristal de la celda. Eurus borró su sonrisa por un instante, antes de responderle.

–Tú me metiste aquí, Mycroft. Me trajiste regalos.

–¿Qué regalos? –preguntó John, mientras observaba a Mycroft al igual que Sherlock, quien juntó los labios y agachó el rostro de forma avergonzada, sin atreverse a mirar al sociópata y al doctor.

Sentada tras un escritorio en la oficina del director, donde antes habían estado, John, Mycroft y la pelirroja, Eurus alzó su brazo, en su mano un mando de control remoto. Tras apuntarlo hacia unos monitores cercanos a la cámara que la grababa, pulsó un botón, las luces de la estancia tornándose rojas, apareciendo un primer plano de la cara de Moriarty en la pantalla de la celda.

–¡Muy lista Eurus! ¡Bien hecho, chata! –dijo en un tono casi bromista, antes de que las luces volvieran a ser blancas.

–¿Cómo puede ser Moriarty? –cuestionó John, volviéndose hacia su mejor amigo.

–Grabó montones de mensajitos para mi antes de morir –replicó Eurus, apareciendo de nuevo en la pantalla–. Le encantaba. ¿Sabíais que su hermano era jefe de estación? Siempre le tuvo envidia.

¿Mi mujer, donde está? –preguntó Sherlock con un tono tenso, su mirada ahora fija en la pantalla–. Eurus, ¿qué le has hecho a Cora?

–Oh, tranquilo Sherlock –replicó ella con una sonrisa satisfecha al observar su estado emocional–. Si quieres saberlo puedo darte una pista... Es lo menos que puedo hacer. Y la pobre niña... Sola en pleno vuelo en un avión enorme y sin sitio donde aterrizar. También puedo dejarte hablar con ella... –dijo–. ¿Pero dónde están ambas? Tu mujer y la niña... Es un enigma ingenioso. Si quieres resolverlo puedo volver a conectarte –apostilló–. Pero antes... –comentó, girándose en la silla, apareciendo a lo lejos, en el balcón exterior una mujer sentada y amordazada a una silla.

¡Es mi mujer! –exclamó el director, sus ojos abriéndose con pasmo–. ¡Dios mío, es mi mujer! –exclamó, poniéndose en pie.

–Voy a matar a la mujer del director –sentenció, Mycroft girándose para no ver la pantalla, colocando una mano en su boca.

–¡Por favor, no...! Por favor, ¡ayúdela! –le rogó el hombre de piel oscura al detective, quien ahora observaba la pantalla realmente tenso.

–En un minuto o así... ¡Bang! ¡Muerta! –explicó Eurus.

–No lo hagas, por favor –le pidió su hermano, su tono preocupado, deseoso de saber qué le había pasado a Cora, logrando empatizar con el director, pues de ser su mujer la que estuviera ahí, él también querría salvarla.

–Tú puedes impedirlo –le dijo la morena con un tono suave.

–¿Cómo?

–Hay un arma en el torno –sentenció–. Cógela.

Sherlock caminó con calma hacia el torno, el cual ahora estaba abierto, dejando ver un revolver. Tras cogerlo en sus manos, su hermana habló de nuevo.

–Si quieres salvarla, elige al Dr. Watson o bien a Mycroft para que maten al director –sentenció, revelando parte de su macabro plan, provocando que John sonría con amargura, mientras que los ojos de Mycroft se abrieron con pasmo. Sherlock en ese momento dio un paso hacia el director, a su espalda–. No puedes hacerlo tu. Si lo haces no servirá –le dijo de forma cortante–. La mataré. Tiene que ser tu hermano, o tu amigo –le indicó, antes de desaparecer de la pantalla.

Era todo oscuro. Ni siquiera podía ver lo que había a su alrededor, y la cabeza le dolía horrores. Cora se sentó en lo que parecía una superficie blanda, rápidamente llevando sus manos a su vientre, comprobando que el pequeño estuviera bien. Recibió un pequeño golpe a modo de respuesta, lo que la hizo suspirar de forma aliviada. En ese instante las luces de la estancia se encendieron, la luz cegándola por unos instantes. Cuando logró adaptarse a la luz, la pelirroja se percató de que sus manos y sus piernas estaban encadenadas a un poste de una cama, en donde estaba sentada. Cora escaneó con sus ojos la habitación: no había puerta ni ventanas, pero sí una trampilla superior, por lo que dedujo que la habían hecho entrar por ahí. Se percató de la presencia de una cámara de seguridad en una esquina de la habitación, la cual de pronto se encendió, una luz roja en su parte superior. En ese instante, la imagen de Eurus apareció en la pantalla plana que había frente a ella.

–Buenos días bella durmiente –la saludó con una sonrisa–. Espero que estés lo suficientemente cómoda para observar el espectáculo.

¿Qué espectáculo? –preguntó en un tono molesto–. ¿Crees que voy a poder disfrutar algo, cuando no sé qué diantres les has hecho a mi marido y mi amigo? –le espetó, recibiendo una carcajada por parte de la morena.

–Oh, no te preocupes, tú también serás testigo de ello... Aunque claro, no podrás intervenir y yo misma decidiré qué será lo que oigas y veas –se explicó, lo que hizo recorrer un escalofrío por la espina dorsal a la pelirroja–. Esto va a ser muy divertido.

–Genial, tengo a una psicópata de manual como cuñada... Menuda suerte la mía –murmuró en un tono bajo.

De pronto, la imagen de Eurus desapareció tras proferir ésta una carcajada. En su lugar apareció la imagen de una celda, y en su interior: Mycroft, John, el director y... Sherlock. La joven tuvo que reprimir un grito de alegría y alivio al verlo sano y salvo, pero de pronto, los altavoces del lugar conectaron, logrando escuchar y ver lo que sucedía allí.

–Empieza la cuenta atrás –se escuchó decir a Eurus por los altavoces de la celda, Sherlock acercándose a su hermano, extendiendo su brazo derecho, donde sujetaba la pistola.

–¿Cuánto? –preguntó Mycroft, sosteniendo la mirada de su hermano.

–No, no, no. La cuenta atrás para mi –recalcó ella en un tono molesto–. Al no saber el plazo exacto la presión emocional es más uniforme. En la medida de lo posible, Sherlock, quiero indicaciones verbales explícitas de tu nivel de ansiedad. No siempre puedo deducirlo de tu conducta –comentó, el sociópata ladeando la cabeza, no fijando su vista en la pantalla. John por su parte mantenía los ojos cerrados con fuerza.

–No puedo hacerlo –dijo Mycroft apenas sin aliento–. No. Es homicidio.

–No es homicidio –rebatió el director–. Es salvar a mi esposa.

–Me interesan en concreto los conflictos internos. Cuando crear estrategias en torno a un código ético básicamente lógico, parece dar un resultado ilógico... –comentó Eurus mientras Mycroft observaba el mango de la pistola que Sherlock tendía hacia él.

–No mataré. No me mancharé las manos de sangre.

–Sí, muy bien. Gracias –se burló de él su hermana menor.

–Lo que está haciendo es matar a mi esposa –sentenció el director.

–No –se negó Mycroft, retrocediendo hacia la pared de la habitación.

Cómo no, esto es imposible para Mycroft, incluso pensándolo con lógica. Va en contra de todas las reglas y convicciones en las que cree con fervor. Entonces solo queda... ¡Oh, no! No, por favor, no, pensó Cora mientras observaba la pantalla de la habitación, agarrando ahora las cadenas con fuerza, su corazón latiendo rápidamente por la precaria situación de su familia y su amigo. Observó con impotencia cómo su marido se giraba hacia su mejor amigo.

–Está bien –dijo en un tono suave, resignado–. John –apeló a él, mirándolo con compasión, extendiendo el arma hacia él.

En ese instante, la comunicación con la celda se cortó, lo que la hizo dar un leve grito de desesperación. Estuvo esperando minutos en un silencio sepulcral hasta escuchar un fuerte disparo, lo que la hizo dar un respingo. Estuvo temblando como una hoja al pensar en las múltiples respuestas ante aquel sonido, deseando con todas sus fuerzas que nada les hubiera ocurrido a John, Mycroft y su amado Sherlock. Cuando la imagen volvió a la pantalla, tuvo que intentar no vomitar, pues una gran cantidad de sangre había manchado el cristal de la celda. Tras toser para intentar ahogar su impulso de vomitar, respirando pausadamente para relajarse, observó a John con una mirada aterrada, a su marido con el cuerpo tenso, y a Mycroft horrorizado. No tuvo siquiera que juntar dos más dos para saber que el propio director se había suicidado, ya que además el arma estaba cerca de su cuerpo.

–Interesante –dijo Eurus.

–Ala, ya está. Ya tienes lo que querías –sentenció Sherlock tras acercarse al cristal–. Está muerto.

–Vivo o muerto no tenía mucho interés... Pero vosotros tres... Vosotros tres sí os habéis portado –los alabó con una sonrisa maníaca–. Gracias por lo que ha hecho, Dr. Watson. Por su código ético, por no querer mancharse las manos de sangre, han muerto dos personas en lugar de una.

¿Dos personas? –cuestionó John, de pronto atemorizado por la idea de que la otra se tratase de Cora, suplicando, rezando en su fuero interno por que no fuera así.

–Sí –afirmó–. Lo siento. Esperad –se disculpó antes de girarse 180º, la silla ocultando el campo de visión de la cámara, antes de escucharse otro disparo. John se llevó las manos a la cabeza al observar que había disparado a la mujer del director–. ¿Qué ventaja le concedía su código moral? ¿No es el el fondo egoísta tener las manos limpias a coste de la vida de otros?

–¡No tenías por qué matarla! –exclamó John, lo que hizo que Cora secase unas lágrimas que habían comenzado a salir de sus ojos. Eurus se carcajeó.

–La condición para que viviese, era que usted o Mycroft mataran a su marido. Esto es un experimento –indicó con una voz aterciopelada, en absoluto afectada por sus acciones–. El rigor es necesario. Sherlock, coge la pistola. Ahora te toca a ti. Cuando te diga que la uses--que lo haré--recuerda lo que acaba de pasar –le indicó, el sociópata agachándose para coger el arma en sus manos, algo que no hizo en última instancia, observándola de reojo.

–¿Y si no quiero la pistola? –preguntó el marido de Cora, quien observaba al castaño con lástima, pues él no sabía que ella se encontraba viva.

–La pistola es por hacer un favor –sentenció Eurus en un tono enigmático.

–¿A quién?

A ti –replicó ella–. Antes me has preguntado por tu mujer...

¿Qué quieres decir? ¿Qué le vas a hacer? –preguntó, su tono de voz ahora férreo y preocupado.

–Oh, mírate, tantas emociones al mencionarla... Debería haberte puesto un cardiógrafo –se mofó ella.

¡Eurus! –exclamó Sherlock con ira, apretando los puños, indicando que no estaba de broma.

–Está bien, te lo diré: ¿si hubiera que matar a alguien, preferirías hacerlo con tus manos? Perderías un tiempo valioso... –comentó con una sonrisa, el rostro de John y Sherlock desencajándose con sus siguientes palabras–. Solo hay una bala en el cargador, sí, pero hoy solo dos personas morirán por tu mano, Sherlock. Tenlo muy presente –sentenció, disfrutando de la mirada horrorizada del ex-soldado y el detective.

Dios mío... Cora... –murmuró John en voz baja, mientras que Sherlock tragaba saliva–. Será mejor que la cojas –indicó en un tono mortificado, su amigo haciendo caso a sus palabras y comprobando que, en efecto, solo había una bala, pero la advertencia de Eurus prevalecía.

–Cómo ya te he dicho, te hará falta –mencionó Eurus al observar que comprobaba la recámara del arma, abriéndose un pasadizo a su izquierda a los pocos segundos, revelando un estrecho pasillo–. Pasa. Por favor, tienes varias tareas pendientes, y una niña en un avión se está asustando muchísimo –les exhortó, antes de que la pantalla de la pelirroja se apagase de nuevo, comenzando ella a llorar, tapando su rostro con sus manos temblorosas.

Sherlock observó cómo se abría aquel pasillo a su izquierda antes de volver su vista hacia su hermano, intentando no pensar en que su mujer y su bebé se encontraban en peligro.

–¿Regalos? –cuestionó en un tono serio.

–Sí –afirmó el Hombre de Hielo–. Ya sabes: un violín.

–¿A cambio de...? –presionó su hermano.

Es muy inteligente –replicó éste, por lo que Sherlock puso los ojos en blanco por unos instantes.

–Empiezo a pensar que tú no –sentenció en un tono decepcionado, que ponto se volvió asesino–. Pero te lo advierto –amenazó, dando un paso hacia su hermano mayor–: como algo les suceda a Cora y a mi bebé, te juro que no habrá lugar ni yerma en la que puedas esconderte porque te encontraré, y cuando lo haga, te mataré. No importa lo que me cueste –indicó, sus ojos brillando de furia, lo que hizo que Mycroft tragase saliva de forma imperceptible, sabiendo de buena tinta que su hermano sería capaz de cumplir su amenaza.

En ese instante, y como si fuera para reafirmar las palabras de su hermano, la estancia volvió a teñirse de rojo por las luces, la voz de Moriarty sonando alegre por los altavoces.

–¡Vamos! ¡Todos a bordo! ¡Chuu-chuu! ¡Chuu-chuu! –exclamó, Sherlock y John comenzando a caminar por el pasillo, con el rubio dirigiéndole una mirada preocupada a su amigo, pues jamás lo había visto de aquella forma: tan desesperado hasta el punto en el que estaba dispuesto a todo.

Tras una mirada apenada al cuerpo de David, el ahora ex-director de Sherrinford, Mycroft siguió a su hermano y al ex-soldado.

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