| -No es una tortura, es una vivisección- |
Tras unos largos minutos, el ataúd había quedado ahora reducido a meros trozos de madera, el interior siendo desparramado por el suelo. El detective de cabello castaño ahora se encontraba sentado con la espalda apoyada contra la pared y sus piernas pegadas al cuerpo, con sus muñecas sobre las rodillas. Acababa de perderlo todo. Todo. Ya jamás volvería a escuchar las tiernas y hermosas melodías que ella cantaba mientras cocinaba o se relajaba, no volvería a oler su perfume, no podría volver a estrecharla entre sus brazos... Y ya nunca podría saber qué era lo que se sentía al ser padre. Las dos únicas personas que daban luz a su vida se habían esfumado de pronto... No había consuelo posible. Nada podría arrancarle jamás esa necesidad. La necesidad de reunirse con ellos, de volver a estar a su lado. Nunca jamás. Todo se reducía ahora a esas dos palabras.
Mycroft por su parte se esforzaba por ahogar las lágrimas que intentaban caer de sus ojos, pues aunque no quisiera admitirlo ni demostrarlo, había llegado a encariñarse profundamente con la pelirroja, y sabía que su hermano menor tendría todo el derecho del mundo para culparlo por sus muertes. Esperaba que Sherlock se levantase de un momento a otro del suelo, se acercara a él y comenzase a increparle que todo era culpa suya... Que incluso lo mataría por haber provocado aquella situación. Pero no lo hizo. Se quedó allí, sentado, sin mover un músculo, con la cabeza gacha. John secó las pocas lágrimas que ahora le quedaban por derramar, pues las anteriores ya se habían desvanecido mientras presenciaba la desgarradora despedida de los dos detectives. Sabía que nada, nada en el mundo, ni él mismo, podría decir o hacer algo para arrancarle del pecho al joven de ojos azules-verdosos aquel sentimiento de culpa y desesperación. Sin embargo, si querían vengar a Cora... Si querían que su muerte no fuera en vano... Debían continuar. Por muy doloroso que esto resultase. El doctor de cabello rubio se acercó a su amigo, recogiendo la pistola del suelo, con el cuidado de esquivar los trozos de madera. Carraspeó en un tono de voz bajo, sus ojos azules observando a su mejor amigo con una profunda tristeza.
–Sherlock... Sé que es difícil, imposible, superar esto –comenzó a decir tras tomar aliento–, y sé que te están torturando... Pero no debes perder la cabeza.
–No es una tortura, es una vivisección –corrigió el detective de cabello castaño en un tono apenado, desganado–. Es ver la ciencia desde el punto de vista de ratas de laboratorio –se explicó, suspirando con pesadez, enjugando las lágrimas que aún caían de sus ojos, recordando ahora con gran pesar lo que su mujer debió haber sentido en Baskerville. Observó a su hermano mayor de reojo, una mirada llena de odio inundando sus pupilas, antes de volver su vista hacia John, quien aún estaba de pie, frente a él–. ¿Soldados? –le preguntó, haciendo referencia a la frase que él había dicho anteriormente, intentando concentrarse en el problema que tenían entre manos. Sabía que la muerte era irreversible... Que no podría recuperarlos. Lo menos que podía hacer ahora era postergar su luto, resolver el caso en su memoria. Intentar vivir... Por ellos.
–Soldados –afirmó John, extendiendo su mano derecha hacia su mejor amigo, ayudándolo a levantarse del suelo, entregándole el arma y caminando con él hacia la puerta abierta en la estancia, donde Mycroft los esperaba con una mirada llena de lástima.
–Tic-toc, ¡billetes, por favor! –se escuchó la voz de Moriarty, lo que hizo que de nuevo una daga se clavase en el corazón del detective, pues había logrado proteger a Cora de él... Pero no de su hermana. Caminó junto a su hermano y su amigo, entrando a una habitación gris sin ningún tipo de mobiliario.
–Eh, hermanita, no es por quejarme, pero esta habitación está vacía –comentó en un tono algo grave tras carraspear, intentando disimular el dolor latente en sus palabras y su conciencia–. ¿Qué pasa? ¿Te has quedado sin ideas? –preguntó con un rostro demacrado, de pronto el rostro de su hermana apareciendo en las pantallas del lugar.
–No está vacía, Sherlock –sentenció ella con una sonrisa–. Todavía tienes la pistola, ¿no? –inquirió, el rostro de Mycroft tornándose realmente compungido, sin siquiera ocultar lo culpable que se sentía en aquel momento–. Te dije que la necesitarías, porque el siguiente juego es solo para dos. A partir de aquí solo seguís dos –indicó–. Tú eliges –lo animó–. Es el momento de tomar una decisión: ¿quién pude ayudarte más? ¿John o Mycroft? Es una pena que la encantadora Cora ya no esté, pero es una eliminatoria –se burló en un tono que claramente indicaba su disfrute–. Elige a uno y mata al otro –sentenció en un tono serio–. Ya has matado a tu mujer y tu hijo, ¿qué importa mancharte las manos de nuevo? –cuestionó, el rostro de Sherlock de nuevo siendo la viva imagen de la desesperación al escucharla–. Has de escoger. ¿Familiar o amigo? ¿Mycroft o John Watson? –preguntó de nuevo, apareciendo a los pocos segundos la imagen de Jim Moriarty en las pantallas, imitando el tic-tac de un reloj, las luces de la estancia tornándose rojas.
–¡Eurus, basta! –exclamó Mycroft tras volverse blancas las luces, recuperando su fachada de hielo.
–Aún no. Creo –negó ella, apareciendo de nuevo en la pantalla–. Pero casi. Recuerda que hay un avión en el aire y no va a aterrizar –les indicó–. ¿Qué haría tu querida pelirroja en tu situación, Sherlock? Vamos, elige.
En ese instante, Mycroft, quien se había llevado las manos a la cabeza, suspiró y las dejó caer a ambos lados de su cuerpo. Caminó unos pocos pasos hacia su hermano menor, quedándose a unos pocos metros de él.
–¿Y bien? –cuestionó el Hombre de Hielo, sorprendiendo a su hermano menor, quien asió con más fuerza el arma, recordando la ira que lo invadía, la culpa que le achacaba a su hermano por la muerte de sus seres queridos.
–¿Y bien, qué?
–No tendremos ni que pensarlo, ¿no? –le preguntó Mycroft en un tono indiferente antes de girarse hacia el ex-soldado–. Lo siento, John, eres un buen hombre en muchos aspectos. Despídete y pégale un tiro –sentenció, señalando al rubio en un gesto de poca importancia–. Dispara.
–¿Qué? –se ofendió John, dando un paso hacia Mycroft, quedándose a su lado, ahora ambos frente a Sherlock.
–Dispara a Watson. No hay duda de quién debe seguir –continuó hablando el Gobierno Británico–. Somos nosotros. Tú y yo. Lo que nos espere requiere inteligencia, Sherlock, no sentimiento. No prolongues su agonía –le dijo, el rostro de Sherlock adquiriendo una expresión algo molesta pero indecisa–. Dispárale.
–¿Puedo opinar? –intercedió John, dispuesto a dejarle claro a Mycroft de quién era la culpa de que todo aquello hubiera desembocado en aquella situación.
–Hoy somos soldados –sentenció Mycroft mientras miraba al rubio–. Los que mueren por su país. Lo lamento, John. Ese privilegio no te corresponde.
–Mierda... Es verdad –sentenció John en un tono sereno–. Creo que tiene razón –le dijo a su mejor amigo, quien lo miró con afecto.
–Date prisa –lo exhortó Mycroft en un tono gélido–. No hace falta alargar su agonía. Termina con esto y nos ponemos a trabajar –sentenció, John preparándose para el inevitable disparo. Sin embargo, Sherlock agachó el rostro, negándose a continuar. Al ver aquello, Mycroft soltó una carcajada sarcástica–. ¡Madre...! Se veía venir. Lamentable. Siempre fuiste el lento, el idiota –comenzó a insultarlo, Sherlock respirando con tranquilidad–. Por eso te he despreciado siempre. Nos avergüenzas. Eres la deshonra de la familia. Por una vez en tu vida, haz lo que debes. Acaba con la desdicha de este pobre hombrecillo. Dispárale –continuó, su tono lleno de veneno y un frío exterior, John mordiéndose el labio en tensión–. ¿Sabes? Casi me alegro de que Cora ya no se encuentre aquí –mencionó, lo que hizo que John abriese los ojos con pasmo, mientras que la mandíbula del joven de ojos azules-verdosos se tensaba–. Solo era una distracción. Pura vulgaridad para que impresionases y deslumbrases con tus deducciones. Era un experimento. Una carcasa vacía sin nada de provecho. Nada más. Y el bebé que llevaba en su vientre habría sido también una desgracia para la familia... Mejor que hayan muerto.
–¡Hazme el favor, déjalo ya! –exclamó Sherlock, cerrando sus ojos con pesadez–. ¡Para!
–¿Por qué? –cuestionó su hermano con una sonrisa.
–Porque si comparo, hasta tu Lady Bracknell era más convincente –replicó su hermano menor en un tono serio, volviéndose hacia él. Mycroft desvió la vista, claramente decepcionado. Sherlock entonces se volvió hacia su mejor amigo–. No le hagas caso. Es cierto que nada de lo que diga podrá hacerme cambiar de opinión sobre su culpa en la muerte de Cora... Pero está siendo amable para que me sea más fácil matarlo –comentó, el dolor empañando sus palabras. John dirigió una mirada apenada a Mycroft, quien sonreía con amargura–. Y por eso va a ser mucho más difícil –concluyó, apuntando con la pistola a su hermano mayor.
–Has dicho que te gustó mi Lady Bracknell –comentó Mycroft en un tono suave.
–Sherlock. No –dijo John en un tono desconcertado, pues aunque claramente veía la ira que Sherlock dirigía a su hermano, también se encontraba apenado por su decisión.
–No te corresponde decidir –le recordó Mycroft al soldado de cabello rubio con un tono casi amable–. Pero en la cara no, por favor. Le prometí mi cerebro a la Royal Society.
–¿Y dónde sugieres? –preguntó Sherlock tras suspirar con amargura.
–Bueno... –comenzó a decir, abotonando el botón de su camisa y colocándose bien la corbata–. Digo yo que tendré el corazón por algún sitio. Me figuro que no será muy buen objetivo pero,... –continuó, el fantasma de una sonrisa apareciendo en el rostro del detective–. ¿Por qué no lo probamos? –cuestionó, John de pronto interfiriendo, extendiendo un brazo hacia Sherlock, no deseando que continuase.
–No lo permitiré.
–Es culpa mía –admitió Mycroft, posando sus ojos en John–. La muerte de Cora... La del pequeño... Todo –dijo posando su mirada en su hermano pequeño. Sherlock observó entonces a su hermano con profunda lástima, pues notaba que se estaba disculpando de verdad–. Moriarty.
–¿Moriarty? –cuestionó Sherlock, el agarre que ejercía sobre el arma aumentando gradualmente.
–Su regalo de Navidad: cinco minutos de conversación con Jim Moriarty hace cinco años.
–¿De qué hablaron? –preguntó el sociópata.
–Cinco minutos de conversación... Sin vigilancia –sentenció el Hombre de Hielo, John retrocediendo por la magnitud de sus palabras, pues de ser ciertas, aquella era la razón de todo. La razón por la cual habían sufrido tanto, y la que había terminado con la vida de Cora. Sherlock suspiró con pesadez, de nuevo la ira haciendo presa en él por unos instantes, alzando el arma de nuevo, apuntando contra su familia–. Adiós, hermano mío. Sin flores... Por favor –se despidió el mayor de los Holmes antes de erguirse, preparándose para el disparo, con sus manos tras la espalda.
–Jim Moriarty pensó que tomarías esta decisión –dijo Eurus casi sin aliento, sus ojos brillando por la emoción–. Estaba entusiasmado –apostilló, la imagen de Moriarty apareciendo en las pantallas.
–Y aquí estamos. Al final del camino. Un Holmes matando a otro. Yo ahora me bajo aquí –sentenció, las pantallas cambiando de nuevo a Eurus, quien estaba observando la escena con gran emoción contenida. Sherlock observó a su hermano con una mirada realmente enfadada, casi agonizante.
–Cinco minutos. Le han bastado cinco minutos para hacernos todo esto –murmuró el sociópata entre dientes. El joven de ojos azules-verdosos posó sus ojos por un instante en su mejor amigo, John Watson. Ambos se miraron por un minuto, antes de que Sherlock volviese su vista hacia su hermano mayor. Tras romper el contacto visual, Sherlock alzó las cejas y negó con la cabeza, presionando sus labios con fuerza en una línea suave–. No lo verán mis ojos –sentenció, bajando el arma y girándose, dando la espalda a su hermano mayor, quien lo observó con una mirada extrañada, su ceño fruncido.
–¿Qué haces? –preguntó Eurus, claramente enfadada. Mycroft observó a su hermano menor con una mirada alarmada.
–Hace un momento, lo he perdido todo –replicó Sherlock en un tono derrotado, lo que provocó que los ojos de John y Mycroft se abran con tensión–. Estoy recordando a Cora –sentenció, colocando ambas manos en la pistola, quitando el seguro y el cañón de ésta apoyándose bajo su barbilla–. No tengo nada que perder. Ya no –comentó–. Diez... –comenzó la cuenta atrás.
–¡No, no, Sherlock! –exclamó Eurus frunciendo el ceño. John miró a Mycroft, incrédulo ante lo que sucedía, antes de posar su vista en su mejor amigo.
–Nueve... Ocho...
–¡No puedes! –exclamó Eurus, observando impotente cómo la muerte de Cora había provocado un quiebre en su estabilidad mental.
–Siete... –continuó Sherlock, su voz sin flaquear.
–¡Todavía no sabes lo de Barbarroja! –exclamó Eurus en un tono urgente.
John y Mycroft contemplaron con horror cómo Sherlock sujetaba ahora la pistola con su mano derecha sin dejar de apretar el cañón del arma contra su barbilla. Como él había dicho, ya no tenía nada que perder. Ya se lo habían arrebatado todo.
–Seis...
–¡Sherlock! –exclamó Eurus de forma ansiosa, en parte preocupara por la aparente indiferencia que sentía su hermano por su propia vida.
–Cinco...
–¡Sherlock, para ahora mismo! –gritó en un tono desesperado la morena.
Al mismo tiempo en el que gritaba aquellas palabras, Eurus activó un botón de su mando a distancia, un pequeño dardo tranquilizante siendo disparado desde un hueco en la pared, el cual impactó contra la nuca del sociópata. Sherlock alzó su mano izquierda para tocar el lugar en el que había sentido el impacto.
–Cuatro...
Otros dos dardos fueron disparados en ese instante, los cuales impactaron contra las nucas de Mycroft y John, quienes también tocaron su nuca al sentir el pinchazo. Sherlock por su parte logró coger el pequeño dardo con las yemas de sus dedos, observándolo con sus ojos azules-verdosos.
–Tres... Dos... –logró decir Sherlock en un tono débil antes de caer de espaldas al suelo, la pistola cayendo de sus manos.
Sherlock pronto fue engullido por la oscuridad, su mente desconectando de todo lo que lo rodeaba en aquel momento. En ese instante, se vio de nuevo en Baker Street. En aquella ocasión se encontraba en la habitación que Cora había preparado para el bebé. Se acercó a la cuna y de pronto escuchó una voz a su espalda.
–Mira, aquí está papi –Sherlock se giró y observó con los ojos llenos de lágrimas a su mujer, quien llevaba un pequeño bulto en sus brazos. La sonrisa que adornaba sus labios era enternecedora. Ella se acercó a él, depositando el pequeño en sus brazos–. No dejaba de llorar. Creo que echa de menos a su papá.
El sociópata observó a la pequeña criatura que ahora tenía en sus brazos, observando un redondo y pequeño rostro sonrosado. Sus ojos y su pelo eran iguales a los suyos, pero la nariz era sin duda de la pelirroja, y la forma en la que el bebé lo observaba también. Sherlock sintió cómo las lágrimas empañaban su visión, parpadeando para intentar no llorar, cuando de pronto, se percató de que estaba sentado en su sillón habitual. En ese preciso momento, unas manos tomaron las suyas, encontrándose a la pelirroja frente a él, arrodillada en el suelo. Cora le sonreía con ternura, sus ojos llenos de amor. El joven intentó decir algo pero no le salían las palabras. En ese instante, su mujer se levantó y caminó hasta la puerta del 221-B. Sherlock intentó seguirla, pero no le fue posible. Era como si estuviera pegado al sillón.
–No te preocupes. Siempre estaremos contigo –dijo ella–. No llores más, ¿de acuerdo? –aquello hizo que Sherlock tragase saliva, las emociones de tristeza provocando un nudo en su garganta–. Te queremos. Los dos –se despidió antes de cruzar la puerta, desapareciendo tras una luz blanca.
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