| -Mi hilo rojo del destino (Epílogo)- |
Una semana más tarde, Sherlock se encontraba junto a sus padres y su mujer en el despacho de su hermano Mycroft. La pelirroja y él estaban de pie, con él abrazándola desde atrás, su espalda apoyada en la pared. Ambos observaban en silencio cómo la Sra. Holmes le gritaba al mayor de sus hijos.
–¿¡Viva todos estos años!? –cuestionó la madre de Sherlock en un tono contenido–. ¿¡Cómo es posible!?–le espetó, de pie frente al escritorio de Mycroft, con las manos apoyadas sobre éste. El Sr. Holmes por su parte, estaba sentado en una silla, frente al escritorio, a la derecha de su mujer.
–Me pareció lo mejor –intentó defenderse Mycroft–. Continuar con el sistema del tío Rudi.
–¡No te pregunto cómo lo hiciste, idiota! ¿¡Sino cómo pudiste!? –gritó su madre en un tono enfadado, Cora suspirando de forma leve al escucharla, pues sabía que sus suegros reaccionarían así. Sherlock notó su leve incomodidad y acarició su vientre, besando su mejilla en el proceso.
–Intentaba portarme bien –dijo Mycroft en un tono suave.
–¿¡Bien!? ¿¡Bien!? ¡Nos dijiste que nuestra hija había muerto! –le recordó en una voz entrecortada por las lágrimas que comenzaban a aparecer en sus ojos azules.
–Mejor eso, que deciros en qué se había convertido... Lo siento –se disculpó por enésima vez Mycroft en ese día.
–Sea lo que sea, sea quien sea ahora, Mycroft –comenzó a decir el padre de los Holmes, levantándose de la silla–, sigue siendo nuestra hija.
–Y mi hermana –le indicó Mycroft.
–Pues debiste portarte mejor –lo sermoneó su madre.
–Hizo lo que pudo –intercedió Sherlock en un tono suave, apenas alzando la vista.
–Entonces es muy cortito –replicó la Sra. Holmes.
–¿Dónde está? –preguntó su padre.
–De nuevo en Sherrinford; esta vez, segura. Ha muerto gente. Sin duda volverá a matar si ve la oportunidad. No hay posibilidad de que salga nunca –replicó el Hombre de Hielo.
–¿Cuándo podremos verla? –preguntó el Sr. Holmes en un tono esperanzado.
–Es inútil –sentenció su hijo mayor.
–¿¡Cómo te atreves a decir eso!? –exclamó su madre, de nuevo molesta con él por su actitud.
–No habla. No se comunica con nadie de ninguna forma. Ya no... Tiene remedio –se sinceró el mayor de los Holmes–. No hay palabras que puedan hacerle mella –concluyó, la Sra. Holmes volviéndose hacia su hijo mediano, su rostro esperanzado.
–Sherlock –lo llamó, éste alzando el rostro al igual que su mujer, quien se encontraba en silencio–. ¿Y bien? Tú siempre fuiste el adulto. ¿Qué hacemos ahora? –preguntó.
Cora y su marido intercambiaron una mirada antes de agachar el rostro de nuevo, perdidos en sus pensamientos.
Los días se convirtieron en semanas y las semanas se convirtieron en meses. Cora y Sherlock regresaron a Baker Street, donde, con ayuda de John y unos cuantos trabajadores dispuestos a ayudar, comenzaron a arreglar su piso. Era ya mayo, y la pelirroja se encontraba embarazada de siete meses, y todo iba perfectamente. Incluso ya sabían el género del bebé, lo que los llenó a ella y a Sherlock de felicidad, pues se trataba de un niño. El sociópata apenas podía disimular la alegría cada día que pasaba, pues estaba impaciente por conocer a su pequeño y enseñarle el mundo. Claro que, Cora ya le advirtió que no lo dejaría llevarlo a la escena de un crimen, aunque el detective se aseguró de que ya se las arreglaría para hacerlo. Una vez el 221-B de Baker Street comenzó a mejorar su aspecto, ya con el papel pintado, Cora dibujó una cara sonriente en la pared, tal y como la que había antes de la granada. Tras pintarla con el spray amarillo, la joven retrocedió, contemplando cómo su marido cogía su pistola en sus manos, antes de entregársela a ella, colocando su mano sobre la suya. Ambos dispararon dos tiros, Cora soplando el cañón del arma con una sonrisa una vez lo hubieron hecho. Sherlock abrazó a su mujer y le brindó un beso en la mejilla y en el vientre.
¿Y qué era de la menor de los Holmes? En lo que a Eurus concernía, Sherlock fue a visitarla en varias ocasiones, aunque como le decía a su mujer, ella no reaccionaba. Se quedaba allí en su celda, de espaldas a él, escuchándolo tocar el violín. Un día, el detective convenció a su mujer para acompañarlo, por lo que fueron a visitarla unos pocos días después de que Baker Street comenzara a quedar más arreglada. Sherlock llevó su violín, mientras que la pelirroja llevó su propio violín. En cuanto entraron a su celda, la encontraron tal y como Sherlock la describió: sentada en su cama, de espaldas al cristal. Tras suspirar, Cora colocó su violín en su clavícula y tocó un par de notas, con Sherlock acompañando su melodía. Tocaron por unos minutos hasta que de pronto Eurus reaccionó, levantándose de la cama, girándose para observarlos. El detective de cabello castaño dejó de tocar, al igual que su mujer, procediendo a observar a la morena un instante. Tras hacerlo, Sherlock comenzó a tocar de nuevo, esta vez con Cora escuchándolo también. Eurus observó a su hermano con interés, antes de posar sus ojos en su cuñada, a quien dio una sonrisa tímida, como si se disculpase. Cora reciprocó la sonrisa, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza, ante lo cual, Eurus cogió su violín. Sherlock detuvo su melodía, observando en silencio cómo su hermana colocaba su instrumento sobre su clavícula, tocando la misma melodía que él había entonado. Sherlock intercambió una mirada con su mujer, procediendo a tocar con su hermana un hermoso dúo.
Claro que, cuando los dos detectives no se dedicaban a visitar a Eurus, éstos decidían resolver crímenes juntos. Sin embargo, y dado el estado tan avanzado de embarazo que Cora ya tenía, Sherlock no dejaba de insistir para que ella se quedase en casa, cuidando en ocasiones de la pequeña Rosie, acompañada por Molly, con quien se habían reconciliado al tiempo de volver de Sherrinford, aprovechando el tiempo para explicarle a la castaña todo lo sucedido, logrando que ésta no le guardase rencor al detective de ojos azules-verdosos. De vez en cuando, el corazón de Sherlock casi saldría de su pecho, pues Cora, a pesar de haber prometido que se quedaría en casa y no haría esfuerzos, a veces se ausentaba del 221-B, apareciendo a las pocas horas allí, con Sherlock en pleno zafarrancho de combate para encontrarla, lo que le valdría una regañina de al menos una hora, la cual ella aceptaría, pues sabía lo preocupado que su marido debía estar. Sin embargo, Sherlock no podía estar demasiado tiempo enfadado con ella, por lo que su molestia se disiparía a los pocos minutos, observando que se encontraba bien y a salvo. Aquello haría recordar al sociópata los eventos de Sherrinford, lo que en consecuencia provocaría que aquella noche Cora debiera dormir con su marido abrazándola dulcemente, de vez en cuando no teniendo más remedio que despertarlo de una horrible pesadilla, en la cual el volvía a recordar cómo casi los había perdido a ella y al bebé. A medida que fueron sucediéndose los meses, llegando en poco tiempo junio, y con la fecha aproximada para el parto realmente cerca, Cora y Sherlock habían re-decorado el antiguo cuarto de como ya hicieran anteriormente, preparándolo para la inminente llegada del nuevo miembro de la familia. Incluso montaron una fiesta para el bebé, con todos sus amigos y familiares invitados (a pesar de que esto a Sherlock le pareciese una tontería, aunque terminó cediendo por hacer feliz a su mujer). Recibieron muchos regalos, como ropa, toneladas de pañales (que no venían mal, según la pelirroja), chupetes, un carrito de bebé (cortesía de los padres de Sherlock), e inclusive un pequeño cuadro hecho a punto por parte de Eurus donde había tejido el nombre del pequeño (siendo la única que lo conocía antes de su nacimiento). Esto último sorprendió a Sherlock, pero como Cora le explicó, mientras estaba en Sherrinford para visitarla, Eurus había decidido hacerle un cuadro tejido a mano a su sobrino.
Apenas había pasado un mes desde que Cora preparase el cuarto para el pequeño. La pelirroja sabía que ahora era cuestión de días o incluso horas hasta que pudiera conocer a su hijo. Estaba sentada en el sofá de Baker Street tejiendo una pequeña manta, la cual casi había terminado, cuando sintió una sensación punzante y extremadamente dolorosa en el abdomen, lo que la hizo dar un leve grito de dolor, observando que un líquido manchaba su ropa. Seguidamente sintió dolores más intensos, por lo que, sabiendo que la Sra. Hudson, su madrina, estaba en su piso, cogió todo el aire que le permitieron sus pulmones, antes de gritar.
–¡SRA. HUDSON! –escuchó cómo la amable mujer subía las escaleras rápidamente al escucharla, y casi pudo jurar que pensó que se tropezaría de lo rápido que subía, pero llegó a su lado en unos pocos segundos.
–¿Ay, va todo bien, querida? Menudo grito has pegado... –comentó en un tono de voz suave antes de observar la expresión dolorida de la joven.
–Sra. Hudson... Creo que es la hora –sentenció Cora mientras respiraba de forma pausada, intentando controlar el dolor–. ¡El bebé está en camino! –sonrió antes de sufrir otra oleada de dolor–. Llame a Sherlock, por favor... Llámelo –le rogó mientras se levantaba y caminaba con la ayuda de la casera hacia las escaleras, sujetándose con la barandilla. La Sra. Hudson cogió el teléfono móvil de Cora de la habitación de los detectives, marcando el número de Sherlock a toda prisa. Sonó un tono, luego otro... Y al final, el buzón de voz.
–¡Ay querida, no sé qué estará haciendo ese marido tuyo, pero no contesta! –exclamó la casera, caminando hacia la joven, quien ahora se agarraba el vientre con una mano mientras se poyaba con la otra en la barandilla.
–¡Maldita sea, Sherlock! –exclamó la pelirroja–. ¿¡En serio tenía que aceptar ese caso tan complejo hoy!? –se molestó, antes de coger el teléfono y marcar otro número, colocándose el teléfono móvil en la oreja–. ¿Mycroft? ¡Cállate y escucha! –demandó al escuchar que su cuñado contestaba la llamada–. ¡Ya viene el bebé y no sé dónde puñetas está el idiota de tu hermano, así que, hazme un favor: localízalo y dile que lleve su trasero hasta el hospital de Barts cagando leches! –exclamó antes de colgar la llamada, girándose para mirar a la Sra. Hudson–. Por favor, lléveme al hospital –le pidió, descendiendo las escaleras con la ayuda de la amable mujer, quien la acompañó con una sonrisa.
La Sra. Hudson ayudó a la pelirroja a subir al asiento del pasajero de su Aston Martin, conduciendo como alma que lleva el diablo hasta el hospital de Barts, donde se encontraron con John y Sherlock en urgencias, el último con la cara más pálida con la que jamás lo había visto la de ojos escarlata. En cuanto las vio entrar, el sociópata corrió hacia su mujer, agarrando su mano después de que un enfermero la recostase en una camilla para llevarla a una habitación para determinar si debían llevarla o no a la sala de partos.
–¿¡Donde cojones estabas!? ¡Joder! ¿¡Sabes lo doloroso que es esto!? –se quejó la pelirroja a voz en grito mientras la llevaban a la habitación, lo que hizo palidecer aún más a su marido, quien se mantenía en silencio, temeroso de decir algo que la enfureciese aún más. John no pudo evitar ahogar una carcajada, lo que hizo apostillar a Cora–. ¡Borra esa sonrisa de tu cara, John Watson! ¡Más te vale no reír, o te juro que te moleré a palos y te hago tragar el jersey! –lo amenazó, la sonrisa de John borrándose de un plumazo.
En cuanto la dejaron en la habitación una amable enfermera la ayudó a colocarse el camisón del hospital, conectándola a un pequeño aparato para controlar las pulsaciones del bebé y las suyas. Sherlock se sentó en una silla junto a la camilla una vez les permitieron entrar en la habitación, tomando la mano derecha de la pelirroja acariciándola con dulzura.
–Bueno, ha llegado el momento... –comentó Sherlock en un tono bajo.
–¡La próxima vez, pasas tú por esto! –dijo ella mientras apretaba su mano, pues sufría una fuerte contracción.
–Eso sería divertido, ¿eh? –comentó el sociópata intentando hacerla reír, lo que consiguió, antes de sentir que ella volvía a apretar su mano, las contracciones siendo ahora muy seguidas–. Shh... Ya pasó, ya pasó –intentó calmarla una vez observó en el aparato que la contracción pasaba.
Al cabo de una hora aproximadamente, y tras varias revisiones del cuello uterino por parte de la doctora que la atendería, varias enfermeras entraron en tropel a la habitación. Se observaba en sus rostros una gran urgencia tras haberle colocado una mascarilla de oxígeno a Cora, pues algo claramente no iba del todo bien. Sin siquiera responder a las preguntas de Sherlock acerca de qué pasaba, sacaron la camilla de la pelirroja de la habitación y la llevaron a toda velocidad a la sala de partos. Una vez allí, no permitieron la entrada a nadie, ni siquiera al marido de la joven de ojos escarlata, quien tuvo que sentarse en una silla en el pasillo adyacente, ahora no teniendo más remedio que esperar a que alguien le diera noticias. John se quedó a su lado, al igual que la Sra. Hudson. Al cabo de cuatro horas aproximadamente, Mycroft llegó al hospital acompañado por sus padres, quienes preguntaron al detective acerca del parto, no recibiendo respuesta, pues nadie les había comunicado nada. Pasaron horas y horas, en las cuales Sherlock no dejó de pasear de un lado a otro del pasillo, ni siquiera molestándose en comer algo, realmente preocupado, pues no hacía más que ver cómo enfermeras y médicos entraban a la sala de partos... Pero nadie salía.
El día 7 de julio, y tras casi veinticuatro horas de parto, en las cuales Sherlock parecía que iba a terminar por volverse loco en aquel pasillo, la doctora que había atendido a la pelirroja salió de la estancia. Ésta les comunicó que el parto había tenido algunas complicaciones, pero que por fortuna, tanto la madre como el hijo estaban perfectamente. Los habían llevado al área de maternidad por otra puerta de la sala de partos, por lo que les indicó a dónde debían dirigirse a continuación. Sherlock fue el primero en entrar a la habitación, donde observó la escena más tierna que hubiera podido imaginar: Cora estaba recostada en la cama con una sonrisa llena de ternura pese a que todo su cuerpo expresaba un gran agotamiento. En sus brazos sujetaba a un pequeño bulto en unas mantas azules. En cuanto escuchó que la puerta se abría, alzó su rostro y sonrió a su marido, indicándole que se acercase. Sherlock se acercó con el corazón en un puño, sus ojos al fin contemplando a su hijo: era realmente parecido a él, con la misma mata de pelo rizado de color castaño, y sus ojos azules-verdosos. Sin embargo la forma de la cara y la nariz eran de su madre sin duda alguna. Tras darle un beso a su mujer, Sherlock dio un beso a su pequeño en la frente, depositándolo Cora en sus brazos. A los pocos segundos, John tocó la puerta, entrando con el resto de la familia y la Sra. Hudson.
–¡Oh, al fin! ¡Soy abuela! –exclamó la Sra. Holmes con una sonrisa mientras daba una palmada emocionada, lo que hizo reír a Cora. La mujer se acercó a su hijo para posar sus ojos en su nieto, las lágrimas inundando sus ojos a los pocos segundos–. Oh, es tan parecido a ti, Sherlock...
–¿Y qué nombre le habéis puesto? –preguntó el Sr. Holmes. Cora y Sherlock se miraron y asintieron al mismo tiempo.
–Hamish. Hamish Holmes –sentenció Cora, lo que inmediatamente hizo que aparecieran lágrimas en los ojos de John.
–¿De... De verdad? ¿Le... Le habéis puesto...? –comenzó a preguntar, casi incrédulo, recibiendo un gesto afirmativo por parte de Sherlock.
–No se me ocurre un nombre mejor que este –comentó el sociópata antes de dejar que John cogiese al bebé en brazos–. En honor al mejor amigo que tendremos jamás.
A los pocos días, después de que Cora fuera dada de alta en el hospital, Sherlock y ella regresaron al 221-B con Hamish. La pelirroja se sentía realmente dichosa, disfrutando de cada momento con su pequeño. Aquella misma noche, debido a que se encontraba agotada, Cora se durmió en la cama y Sherlock, quien estaba resolviendo uno de sus casos, entró a la habitación al ver que la luz de la lámpara de noche estaba apagada. Tras posar sus ojos en la foto que les había sacado John aquel día en el hospital, observó a Hamish, quien estaba en la cuna que habían colocado junto a su cama, con los ojos abiertos y observando todo a su alrededor. Sherlock sonrió y tomó a su hijo en brazos, el bebé emitiendo un pequeño gorgorito de felicidad al estar en brazos de su padre. El joven de ojos azules-verdosos se acercó a la ventana, contemplando el horizonte.
–Te voy a hacer la misma promesa que le hice a tu madre, Hamish –le dijo en un susurro, los ojos de la pelirroja abriéndose al escuchar su voz barítona–: pase lo que pase, no importa lo que sea, nunca me apartaré de ti. Te protegeré, incluso con mi propia vida –indicó, Hamish reciprocando el sonido de su voz con una sonrisa. Sherlock colocó su dedo índice en la pequeña mano de su hijo, quien lo agarró inmediatamente. Padre e hijo intercambiaron una mirada, percatándose Sherlock de que Hamish lo observaba de la misma manera que él cuando tenía delante la escena de un crimen–. Sip. Definitivamente vas a ser yo cuando crezcas –comentó antes de recostarlo de nuevo en la cuna–. Buenas noches, hijo –le deseó, antes de girarse hacia la cama, encontrándose con los ojos dulces de su mujer, quien ahora lo contemplaba con una sonrisa suave–. Gracias, querida –le dijo, recostándose con ella en la cama.
–¿Por qué, cielo? –preguntó ella en una voz adormilada.
–Por aparecer en mi vida cuando lo hiciste. Por nunca darte por vencida. Por permanecer siempre conmigo... –comenzó a decir, su tono dulcificándose–. Por darme una familia y ser mi hilo rojo del destino.
Unos días más tarde, John llamó a los detectives para que fuesen a su casa, pues había encontrado un DVD en cuya superficie había escritas las palabras: TE HECHO DE MENOS. Tras dejar a Hamish con la Sra. Hudson y Molly en Baker Street, Cora y Sherlock se encaminaron hacia allí. En cuanto llegaron, John introdujo el DVD en el reproductor junto a la televisión, sentándose en el sofá con la pelirroja a su derecha, mientras que Sherlock se mantenía de pie, al lado del sofá, junto a su mujer. John pulsó el botón de play del mando a distancia, comenzando a reproducirse el DVD, y apareciendo el rostro de Mary en la pantalla, para sorpresa de todos.
–P.S –comenzó Mary con una sonrisa–: Os conozco a los tres, y si yo falto sé cómo podríais acabar. Porque sé quienes sois en realidad –continuó, lo que hizo que Sherlock intercambiase una mirada con John y Cora, el segundo reprimiendo unas lágrimas mientras sonreía–: Un yonky que resuelve delitos para colocarse –Sherlock se mordió el labio inferior al escuchar esto–, la detective con el corazón más amable del mundo, que arrastra el peso de su pasado sobre sus hombros –Cora sonrió y enjugó sus lágrimas, Sherlock posando una mano en su hombro izquierdo, la cual ella tomó–, y el médico que nunca volvió de la guerra –John secó sus lágrimas mientras escuchó a Mary continuar–. ¿Me habéis escuchado describiros? Da igual... Lo importante son las leyendas, los relatos, las aventuras. Hay un último refugio para los desesperados, los rechazados, los perseguidos... Hay un último tribunal de apelación para todos –sentenció–. Cuando la vida se enrarece demasiado, se hace imposible, aterradora. Siempre queda una última esperanza –continuó Mary, su tono adquiriendo una gran ternura–. Cuando todo lo demás fracasa, hay dos hombres y una mujer que discuten en un piso desordenado. Como si siempre hubieran estado ahí, y fueran a estar para siempre. Las mejores y las más sesudas personas que he conocido. Mis chicos de Baker Street: Sherlock Holmes, Cora Izumi, y el Dr. Watson.
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