| -Infiltración- |
Más tarde, en la isla de Sherrinford, un operario que monitorizaba un radar, alertando de posibles acercamientos indebidos a la instalación, se percató de que un barco se aproximaba hacia la isla, procediendo a abrir un canal de radio, comunicándose con el vehículo.
–Golf Wishkey X, ésta es una zona restringida, repito, una zona restringida. Se ha desviado, ¿me recibe? –preguntó antes de esperar unos segundos. Al no recibir respuesta, insistió–. Golf Wishkey X, ha perdido el rumbo, ¿me recibe? –cuestionó con algo de severidad, recibiendo a los pocos segundos una respuesta.
–Le recibimos. Es una llamada de auxilio, repito, llamada de auxilio. Estamos en apuros. –replicó la voz de un hombre a través del canal de radio, siendo éste hombre John.
–Golf Wishkey X, ¿qué problema tienen? –preguntó el operario con algo de urgencia al escuchar su réplica. De nuevo, estuvo varios segundos sin recibir repuesta alguna, por lo que reiteró su cuestión–. Golf Wishkey X, ¿cuál es su situación?
–Vamos a chocar contra las rocas. –contestó John con premura.
Al recibir aquella respuesta, el operario tecleó rápidamente en su teclado, iniciándose un bloqueo total del sistema.
–Bloqueo iniciado. Bloqueo iniciado. Por favor, diríjanse a los puestos asignados –se escuchó decir a una voz robótica mientras que centenares de guardias de Sherrinford salían del establecimiento, colocándose en posiciones defensivas–. Por favor diríjanse a los puestos asignados.
Dos de los guardias corrieron hacia la playa de Sherrinford, donde encontraron a Vincent y Ben espalda con espalda y maniatados, incapaces de moverse. Vincent cerró los ojos con exasperación y los uso en blanco por unos instantes antes de que Ben comenzase a gritar, al observar que los guardias iban armados, y ahora les apuntaban.
–¡No, esperad, esperad, esperad! –gritó el joven mientras alzaba las manos, cuyas muñecas tenía atadas.
–¡En la arena! –gritó uno de los guardias que se encontraba en un puesto elevado, observando la lancha ijnflable que había sido dejada cerca de la orilla. Entre el bote y los hombres maniatados había escrito un mensaje:
DECIDLE A MI
HERMANA
QUE ESTOY AQUÍ
Dentro del complejo, el director se encontraba caminando de forma apresurada hacia la Sala de Control, con su teléfono móvil en su mano derecha, colocado al lado de su oreja.
–Tengo que hablar con Mycroft –exigió en un tono airado.
–Está en el hospital. Ha habido una explosión –le respondió Sir Edwin al otro lado de la línea telefónica.
–Póngame con el hospital –sentenció el director de Sherrinford en un tono exasperado.
–No está consciente. Resultó herido –negó Sir Edwin en un tono sereno–. No se sabe si se recuperará.
–¿Dónde está su hermano? ¿Dónde está Sherlock Holmes? –le preguntó el director, subiendo las escaleras hacia una estancia de paredes de cristal, pasando la sala de control, donde se podían observar las cámaras del lugar.
–Desaparecido –sentenció Edwin.
–¿Y qué hay de su mujer? –insistió el director.
–Tampoco hay noticias de ella –dijo Edwin–. Lo último que sabemos es que también se encuentra en el hospital.
–No, que va, están aquí –se obcecó el director, terminando la llamada y caminando hacia uno de los monitores de la sala de control, donde uno de los hombres de vigilancia le señaló uno de los monitores, que enfocaba la playa.
–Señor, hemos encontrado a tres personas más –indicó, observando la pantalla en la que se podía ver a dos hombres y una mujer. El director observó que se trataba de un marinero, John Watson y la esposa del detective, Cora Holmes. Los tres tenían las manos alzadas, amenazados por los rifles de los guardias de seguridad
–¡Nos robaron el barco! ¡Ellos y otro tipo, a punta de pistola! –exclamó el pescador que iba vestido con un peto, de cabello blanco y espesa barba del mismo color.
–¿Dónde estaban? –preguntó el director, contemplando la imagen de la cámara de seguridad de forma severa.
–En la cara norte de la isla, señor –replicó un guardia con un acento irlandés, por un momento los ojos de la pelirroja fijándose en él de forma discreta. El director sonrió complacido, antes de hablar.
–Al calabozo. Ya –sentenció.
–Sí, señor –replicó el guardia, haciendo caminar a las tres personas.
Al cabo de un tiempo, Cora se encontraba sentada a la izquierda del pescador, con John al otro lado, frente a una pequeña mesa, en un cuarto algo claustrofóbico, según ella. En aquel momento, alguien abrió la puerta de la celda entrando el director de Sherrinford por ella, con un guardia de seguridad ya dentro de la celda, con una gorra en la cabeza, su rifle apuntando al suelo.
–Ha sido un error –sentenció el pescador en un tono enfadado–. ¡La víctima soy yo! –exclamó, levantándose del asiento en el que estaba anteriormente–. Estos dos me robaron el barco, ¡son piratas! –gritó en un tono aún más airado que antes, señalando a la pelirroja y a John, la primera posando una mano en su vientre de forma discreta.
–Sí, es verdad –dijo John en un tono divertido.
–Siéntese, por favor –le pidió el director con un tono educado, haciendo un gesto con su mano derecha de forma descendente, el pescador sentándose de nuevo en la silla.
–¡Ni siquiera sé quienes son! –exclamó el pescador mientras se sentaba.
–Es el Dr. John Watson. Estuvo en el quinto regimiento de fusileros de Northumberland –lo presentó, John asintiendo de forma breve–. Y ella es Cora Holmes, detective asesora y docente, esposa de Sherlock Holmes –la presentó, Cora sonriendo con confianza–. ¿Qué hacen aquí?
–Es un hospital –comentó John en un tono simple–. ¿Hay trabajo?
–No es un hospital –dijo el director.
–¿Y qué me dice acerca de la seguridad, o incluso de la educación? Seguro que algunos de sus internos lo agradecerían –comentó la pelirroja de ojos carmesí–. Oh, y por cierto, ya no soy docente, solo detective... No se equivoque.
–Lo recordare, y... No. No creo que necesitemos su ayuda Sra. Holmes –le dijo con una sonrisa y un tono educado, antes de sacar un pase de seguridad, entregándoselo al guardia que estaba presente en la celda–. Quiero que vigilen a Eurus Holmes. Vaya directo al Módulo Especial, despliegue la Unidad Verde y la Amarilla con mi autorización.
–Señor –afirmó el guarida tras coger el pase, Cora esbozando una sonrisa suave por unos instantes, observando cómo el guardia se giraba y enseñaba el pase a la cámara de seguridad, abriéndose la puerta, marchándose de allí. El director se sentó entonces frente a las tres personas restantes de la estancia.
–Le ahorraré la vergüenza porque se supone que estamos en el mismo bando, y francamente, esto es bochornoso –sentenció.
–¿Un registro corporal? –preguntó John en un tono indiferente.
–Eso no me agradaría en mi actual estado... Pero si es necesario... –comentó Cora mientras suspiraba, acariciando su vientre, una sonrisa adornando su rostro.
–El arte del disfraz según su famoso marido, Sra. Holmes, consiste en pasar inadvertido –comentó con una sonrisa dirigida a la detective, antes de fijarse en el pescador–, pero usted llama la atención, ¿verdad, Sr. Holmes?
–Así es –afirmó el pescador en un tono de voz ronco.
–¿Pero de eso se trata, no? –le preguntó John al pescador, quien se levantó de la silla.
–Tendría que haberse fijado en el hombre al que ha despachado –replicó Cora con una sonrisa confiada, observando cómo el pescador se retiraba el gorro y el pelo, así como la nariz falsa, dejando únicamente la barba. Sonriendo con alivio, el hombre inclinó la cabeza, dejando ver el rostro de Mycroft Holmes. La sonrisa triunfal del director de Sherrinford se borró de un plumazo al contemplar la sonrisa de su jefe.
Tras despojarse del disfraz, Mycroft se quedó de pie frente a un gran espejo en la pared, arreglándose el pelo antes de carraspear y observar a la pelirroja.
–¿Todo bien? –le preguntó observando su vientre, el cual ella acariciaba y protegía. Ella asintió–. Es el problema de los uniformes y los identificadores –comentó, tras volver a fijar su vista en el espejo, acicalándose–: que la gente no mira las caras. Iríamos mejor con trajes de payaso. Serían satíricamente relevantes –sentenció, girándose hacia el director.
–Oh, encontrará al verdadero Landers en la orilla norte, atado con otros dos –dijo la pelirroja de piel sonrosada y ojos escarlata.
–¿Otros dos? –preguntó el director, su mirada confusa.
–Hmm-hm –afirmó John–. Es que no encontrábamos a uno de su... Talla.
–¡Qué disparate! ¡Eso es innecesario! –exclamó el director.
–No; se ha puesto en evidencia la seguridad –negó Cora en un tono mordaz, las manos que acariciaban su vientre tensándose–. Y no sabemos en quién confiar.
–¿Y eso justifica los disfraces? –inquirió el hombre de tez oscura.
–¡Sí, por supuesto! –exclamó Mycroft en un tono grave y casi histérico, logrando sobresaltar a la pelirroja, quien en pocas ocasiones lo había visto tan airado–. Justifica disfrazarse o lo que me salga de las narices. Escúcheme: si valora su integridad física, no hable, nada de comunicación no verbal que sugiera una opinión. Si peligra la protección de mi hermana; si peligra la seguridad de mi hermana; si peligra el internamiento de mi hermana--resumiendo--como descubra algún indicio de que mi hermana ha salido de esta isla, ¡le juro que usted no lo hará! –indicó, el cuerpo del director temblando ligeramente ante sus palabras. En ese momento Mycroft suspiró e inclinó su cabeza hacia John y Cora–. De las gracias al Dr. Watson y a mi cuñada.
–¿Por qué? –inquirió.
–Me quitaron la idea de Lady Bracknell. Podría haber sido diferente –replicó en un tono sereno, antes de colocar su mano derecha en su oído–. ¿Estás dentro? –preguntó, la voz de Sherlock escuchándose por los auriculares que llevaban los tres.
–Estoy llegando al Módulo de Seguridad –sentenció–. Explícame.
–Una cárcel dentro de otra. Eurus ha de tener la interacción mínima indispensable con humanos –le contestó su hermano en un tono algo tenso, el cual Cora detectó, pues después de lo ocurrido en Baker Street, era claro de qué sería capaz de hacer esa mujer.
–¿Por qué? –cuestionó Sherlock en un tono bajo.
–Como estás decidido a conocerla, lo vas a averiguar –le dijo, antes de girarse de nuevo hacia el hombre a cargo de aquel horrible lugar–. Responda sí o no. ¿Ha existido--en contra de mis instrucciones explícitas--algún intento de evaluación psiquiátrica de Eurus Holmes?
–Sí –replicó el hombre trajeado de piel oscura.
–Supongo que las grabaciones están en mi despacho –comentó Mycroft, caminando hacia la puerta abierta.
–¿Su despacho? –expresó su confusión el hombre.
–Retroceda mentalmente. Antes era el suyo –le espetó, Cora sonriendo debido a que su actitud y la de Sherlock eran muy parejas.
En el Módulo de Seguridad, Sherlock se quedó quieto sobre una marca en el suelo, a pocos metros de la puerta que daba a la celda, una luz comenzando a escanearlo de arriba-abajo en busca de cualquier tipo de arma u objeto que pudiera dañar a la interna.
–¿No habías bajado nunca, no? –le dijo uno de los guardias allí apostados–. El Silencio de los Corderos, básicamente.
–¿Cómo dices? –preguntó Sherlock, en parte sorprendido por su extraña elección de palabras.
–No te acerques a menos de un metro del cristal, y esas cosas –le dijo el guardia mientras la luz que escaneaba a Sherlock se volvía verde por unos instantes, antes de volverse blanca de nuevo. El Detective Asesor se percató en ese momento de que el otro hombre, quien estaba observando los monitores, llevaba cascos.
–¿Y los auriculares? –preguntó.
–No para de tocar –sentenció el primer guardia, quien estaba cerca de la puerta de entrada–. A veces está semanas.
–Precioso –dijo Sherlock con un tono apreciativo, refiriéndose a la música.
–Te acaba desquiciando...
–Sí, pero aún así es hermoso –admitió Sherlock, abriéndose la puerta frente a él, entrando dentro, al ascensor que lo llevaría con su hermana.
La puerta se cerró tras él, el ascensor comenzando a descender hacia los abismos de Sherrinford. Mientras descendía, Sherlock se irguió, despojándose de su disfraz, comenzando por su chaqueta, dejándola caer al suelo. Finalmente, la puerta del ascensor se abrió de nuevo, contemplando cómo una mujer de cabello negro y vestida de blanco tocaba el violín, aislada por tres cristales en los que había un letrero que decía: MANTENGA LA DISTANCIA DE UN METRO. Sherlock entró a la estancia, observando a la mujer que tenía frente a él, a su hermana. Observó su celda: la pared y el suelo eran de color gris, y solo había una alfombra de color blanco, sobre la que ella estaba de pie. Sobre su cabeza había un cristal por el que entraba una luz verde clara. En ese preciso instante, una luz blanquecina inundó el lugar, Eurus dejando de tocar el violín por un instante, quedándose inmóvil. A los pocos segundos comenzó a tocar de nuevo. Sherlock se mantuvo quieto, observando a Eurus, quien le daba la espalda, cuando de pronto comenzó a parpadear rápidamente, pues le venían recuerdos a la mente. Recuerdos en los que se veía a sí mismo de niño, jugando con Barbarroja. El sociópata de cabello castaño apretó los labios en un gesto algo incómodo, pero no dejó de observar a su hermana tocar el violín.
Entretanto, en la oficina del director de Sherrinford (o como Mycroft la había llamado, ahora su oficina), John y Cora se encontraban sentados en unas sillas alrededor de una mesa de cristal, visionando una grabación en una gran pantalla, la cual mostraba a Eurus desde distintos ángulos, en su celda de aislamiento.
–¿Por qué estoy aquí? –preguntó a alguien fuera de cámara.
–¿Por qué crees? –cuestionó una voz masculina.
–Nunca me lo dicen –replicó Eurus antes de fijar su vista en su interlocutor–. ¿Es un castigo? –preguntó.
–Te has portado mal.
–El mal no existe –rebatió ella en un tono algo cantarín, el cual dio escalofríos a Cora.
–¿Y el bien? –le preguntó la voz.
–El bien y el mal son cuentos. Hemos evolucionado para atribuir significado emocional a lo que no es más que una estrategia de supervivencia del animal gregario. Estamos condicionados a convertir lo práctico en divino. El bien no es tan bueno. El mal no es tan malo. Los culos no son tan bonitos. Usted es presa de su deseo carnal –replicó ella en una voz monótona.
–¿Por qué tu no? –preguntó el hombre.
–Soy muy inteligente –sentenció ella antes de mirar directamente a la cámara.
Aquello provocó una sensación de inseguridad... De incomodidad extrema en la pelirroja, quien apenas resistió el impulso de vomitar, pues había algo en esa mujer... Algo en su voz y su forma de hablar que le hacía revivir sus peores pesadillas. John se acercó a ella.
–¿Estás bien? –le preguntó en un susurro, acariciando su espalda.
–Sí... No es nada –replicó ella, no queriendo preocuparle–. Estamos bien.
Entretanto, en la celda de Eurus, Sherlock decidió dar un paso hacia ella. Eurus comenzó a tocar con el violín una serie de estridentes y frenéticas notas a modo de respuesta, lo que hizo que el sociópata de ojos azules-verdosos retrocediese, retomando Eurus su canción anterior. A los pocos minutos, la mujer de cabello largo y negro dejó de tocar, sin embargo ni siquiera se giró cuando comenzó a hablar.
–¿La has traído? –preguntó, su voz saliendo de los altavoces del lugar.
–¿Perdón? –cuestionó Sherlock mientras alzaba una ceja, confuso por sus palabras.
–Mi diadema. ¿La has traído como te pedí? –insistió una vez más.
–No soy uno de tus... No trabajo aquí –replicó Sherlock dubitativo.
–Mi diadema especial –recalcó ella.
–No soy uno de tus médicos –negó el detective con firmeza.
–La que te hice robarle... A Mamá –se explicó Eurus, su tono ahora exasperado, antes de girarse hacia él–. Fue lo último que te dije, ¿recuerdas? El día que se me llevaron.
–No –negó Sherlock mientras movía su cabeza en un gesto negativo. Su rostro expresaba cierta compasión y curiosidad.
–¿No? –se extrañó ella, su ceja alzándose de forma leve, casi imperceptible.
–No, hemos hablado desde entonces. Viniste a mi casa hace dos semanas. Te hiciste pasar por una mujer llamada Faith Smith. Tomamos patatas fritas –sentenció, intentando explicarle a su hermana que no recordaba nada sobre ella en su pasado.
–¿Entonces no me has traído la diadema? –preguntó de nuevo.
–¿Cómo conseguiste salir de aquí? –cuestionó Sherlock, ignorando su pregunta–. ¿Cómo lo hiciste?
–Fácil. Mírame –le dijo en un tono casi autoritario.
–Te estoy mirando.
–No lo ves, ¿verdad? Te esfuerzas pero no lo ves. No sabes mirar.
–¿Ver qué? –le preguntó el sociópata de cabello castaño y ojos azules-verdosos, su tono algo severo debido a que no parecía darle una respuesta clara.
–¿Tú qué crees? –dijo ella, alzando su brazo izquierdo, donde sujetaba su violín. Su hermano observó el violín por unos breves instantes antes de hablar.
–Preciosa.
–No lo estás mirando –sentenció ella, su tono dotado de un punto de dureza, mientras que Holmes tragaba saliva y cerraba los ojos.
–Me refiero a tu música.
–Ah, la música –dijo ella, bajando el brazo y contemplando el instrumento con sus ojos azules–. Nunca sé si es bonita o no. Solo si está bien.
–A menudo es lo mismo –dijo él con una sonrisa, recordando lo que su mujer solía decir a veces, cuando tocaba su teclado.
–¿Si no siempre es lo mismo qué sentido tiene la belleza? –reflexionó la morena, girando el violín y volviendo a fijar su vista azul en su hermano–. Mira el violín.
–Necesito saber cómo escapaste –sentenció, empeñado en descubrirlo.
–Mira el violín –exigió ella en un tono demandante, pareciendo como si estuviera enfadándose cada vez más. El castaño fijó su vista en él, analizándolo rápidamente.
–Es un Stradivarius –sentenció.
–Es un regalo –recalcó ella.
–¿De quién?
–Mío –respondió, acercándose a una pequeña escotilla en el cristal de la celda que los separaba. Ésta servía para pasar la comida y objetos. Colocó allí el violín y el arco, cerrando su hueco. Tras hacerlo, Eurus volvió a su anterior posición, en el centro de la sala, mientras que Sherlock se acercaba a la escotilla, tomando el instrumento en sus manos. Cuando lo hubo recogido, él también caminó hasta su anterior posición, antes de posar su vista en él.
–¿Por qué? –inquirió.
–Tocas, ¿verdad? –cuestionó, apartándose un poco de él.
–¿Cómo lo sabes?
–¿Que cómo lo sé? –preguntó, volviendo su rostro hacia él–. Te enseñé yo, ¿no te acuerdas? ¿Cómo no te vas a acordar? –se extrañó–. Me percaté del regalo de tu mujer... Muy bonito –comentó en un tono bajo, lo que hizo dar un respingo imperceptible a Sherlock.
–Eurus, no recuerdo nada de ti –sentenció, reponiéndose de las palabras sobre su esposa.
–Interesante –dijo ella con una sonrisa suave–. Mycroft me dijo que habías rescrito tus recuerdos; no que me habías excluido por completo.
–¿Cómo que rescrito? –preguntó Sherlock en un tono extrañado.
–¿Todavía no sabes lo de Barbarroja, no? –preguntó en un tono serio, mirándolo de forma intensa. Sherlock le dio una mirada casi aterrada, lo que provocó que Eurus profiriese una risa divertida–. Oh. Hoy va a ser un buen día.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro