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| -Enfrentamiento- |

La lluvia caía de forma incesante, colmando todos los lugares con su frio toque. Los truenos resonaban en el cielo, su resplandor cegando a unos pocos cuando el rayo aparecía. Una figura encapuchada se encaminó hacia una puerta de madera con un cartel de NO PASAR escrito en él. La figura abrió la puerta y entró al lugar, cerrando de nuevo la puerta tras ella. Una vez caminó hacia el interior, se encontró con que el lugar había sido amueblado de forma hogareña, disponiendo de un sofá, unas sillas de plástico, y varias mesas, en una de las cuales había un portátil encendido. Las luces del lugar eran pocas, lo que provocaba que la estancia se mantuviese en una ligera penumbra.

–Soy un idiota. No sé nada. –dijo Sherlock al ver que la figura encapuchada revelaba ser Mary. Su mujer por su parte estaba sentada a su lado.

–Yo llevo siglos diciéndotelo. Menudo mensajito me mandaste –replicó Mary, observando a los dos detectives–: ¿Qué ocurre, Sherlock, Cora?

–Estaba convencido de que era Moriarty. Tanto, que no veíamos lo que teníamos delante de las narices. –le indicó Cora con un tono sereno, lo que hizo que la sonrisa de Mary se borrase de golpe, apareciendo una expresión preocupada en su lugar.

–Esperaba una perla... –comentó Sherlock antes de mirar el pen-drive que sostenía en su mano derecha.

–Dios mío, eso es... –comenzó a decir Mary, en sus ojos una expresión de horror, acercándose rápidamente a los dos detectives.

–Sí. Es un pen-drive de AGRA, como el que le diste a John, solo que este es de otra persona... ¿quién? –la interrumpió Cora de pronto, levantándose del lugar en el que se encontraba sentada.

–No lo sé. Todos teníamos uno, pero otros fueron –comenzó a decir–, ¿ni quiera lo habéis mirado aún?

–Por encima, pero preferimos que nos lo cuentes tú. –sentenció el de ojos azules-verdosos.

–¿Por qué?

Porque sabremos la verdad cuando la oigamos. –contestó la pelirroja con un tono severo. Mary caminó lejos de ellos antes de darse la vuelta y mirarlos.

–Éramos cuatro. Agentes.

–No agentes cualquiera. –apostilló Sherlock, mirándola con una leve sonrisa irónica.

–En término formal. –corrigió la rubia–: Alex, Gabriel, yo, y... Ajay. Entre nosotros había plena confianza. Los pen-drives lo garantizaban. Todos teníamos uno, que contenía seudónimos, antecedentes... Todo. Nunca podríamos traicionarnos, porque teníamos lo necesario para destruir a los otros.

–¿Quién os contrataba? –inquirió la de ojos escarlata, su mirada algo interesada.

–Quien pagara bien. Durante años fuimos los mejores, y luego todo acabó. Hubo un golpe...

–En Georgia. –apuntó Cora–. Recuerdo que tomaron la embajada británica en Tiblisi con muchos rehenes.

–Así es –afirmó Mary, sorprendida porque la pelirroja supiera esa información–: ¿cómo...?

–Ten en cuenta Mary, que estuve mucho tiempo trabajando en Japón. –indicó la mujer del detective, cruzándose de brazos–. No trabajé exactamente de profesora en primera instancia. Por ello Mycroft me pidió ayuda hace un año. Trabajé en una operación que se clasificó como El Dragón del Caos.

–Dadas tus habilidades no es de extrañar que trabajases en ese campo, querida. –apuntó el detective.

–Como tú has dicho, Cora, hubo un golpe en la embajada. Nos encargaron intervenir y liberarlos. Hubo un cambio de planes... Un arreglo de última hora.

–¿De quién? –preguntó el sociópata.

–No lo sé. Otra voz más por teléfono, y una palabra en clave, Ammo. –replicó la mujer del Dr. Watson.

¿Ammo? –cuestionaron los cónyuges.

–Significa munición. –indicó la rubia–. Pero algo se torció. Se torció muchísimo. Fue hace seis años. Parece que haga un siglo... Fui la única que salió con vida.

No. –negó el de cabello castaño y ojos azules-verdosos.

–¿Qué? –inquirió Mary, de pronto nerviosa.

Sherlock caminó entonces hacia la mesa, cogiendo el portátil en sus manos e introdujo la memoria en el puerto USB de éste.

–Hoy hemos conocido a alguien. Alguien que busca la sexta Tatcher. –le indicó, colocando de nuevo el portátil encima de la otra mesa.

El Detective Asesor tecleó de forma breve, apareciendo a los pocos segundos imágenes del intruso de la casa de Snadeford. Mary caminó hacia la mesa, sorprendiéndose al ver las imágenes.

–Dios santo, es Ajay. Es él... ¿Está vivo? –preguntó ella, mirando a los detectives de forma esperanzada, antes de volver su vista a la pantalla del portátil.

–Sí, y coleando. –replicó Cora, masajeando su cuello, Sherlock acariciando su mejilla de forma suave. Después acaricio la pequeña herida bajo su ojo, producto de la pelea.

–¡No doy crédito! ¡Es asombroso! Creía que era la única que había salido... ¿Dónde está? ¡Tengo que verlo ya! –cuestionó, mirando a los detectives y colocándose frente a ellos. Sherlock alzó una mano para detenerla.

–¿Antes de dárselo a John, tenías bien guardado tu pen-drive?

–Sí, claro. Es nuestro seguro. Por encima de todo no debía caer en manos enemigas.

–Osea que Ajay también sobrevivió, y ahora busca el pen-drive que consiguió ocultar, con todos los antiguos seudónimos de AGRA, ¿pero por qué? –reflexionó la mujer del sociópata, sus ojos fijos en Mary.

–¡No lo sé!

–Hace seis años de Tiblisi: ¿dónde ha estado? –interrogó Sherlock, pues sentía la falta de respuestas en aquel caso. Mary agachó el rostro, negando con la cabeza ante esa pregunta.

–Mary, me sabe mal decírtelo, pero quiere verte muerta. –sentenció Cora, su tono apenado y algo grave por la situación.

–Perdona, no –negó Mary tras soltar una carcajada irónica–, no, porque, éramos como familia.

–Las familias se pelean. El pen es la mejor manera de localizarte. Eres la otra superviviente. Es a ti a quien él quiere, y ya ha matado buscando ese busto de Tatcher.

–Me está buscando, sobrevivió, ¡es lo que importa!

–Lo oímos de su boca: dile que es un cadáver andante. –rebatió la de cabello carmesí con un tono serio, Mary frunciendo el ceño ante sus palabras.

–¿Por qué querría matarme? –preguntó, su tono aterrado e inseguro.

–Dijo que le traicionaste. –sentenció el de ojos azules-verdosos.

–Oh, no, no, ¡que disparate!

–Pues es lo que cree. –indicó Cora tras suspirar, preocupada en gran medida por ella y su familia.

–Supongo que siempre tuve miedo de que pudiera pasar esto. Que algo de mi pasado volviera para atormentarme. –se dijo la rubia a si misma en voz alta, sentándose en una de las sillas.

–Pues es un fantasma muy tangible. –apostilló Sherlock colocando una mano en su costado izquierdo, su mujer tomando su mano izquierda por unos instantes en un gesto afectuoso.

–Dios, solo quería un poco de paz... Y creí que la había encontrado.

–No, Mary. La tienes –le aseguró el sociópata, inclinándose hacia ella–, ¿Cora y yo hicimos un voto, te acuerdas? –Mary alzó su rostro, mirando a los dos detectives.

–Cuidar de vosotros tres. –recordó Cora con una sonrisa amable y cariñosa.

Sherlock y Cora, los caza-dragones. –comentó la rubia, sonriendo a los dos detectives.

–No te separes de nosotros, y nosotros te protegeremos de él. Te lo prometemos. –sentenció el detective de ojos azules-verdosos, su tono firme. La mujer de John pareció reflexionar por unos segundos antes de levantarse, colocándose frente a ellos.

–Hay algo que deberíais leer. –dijo la rubia, sacando un papel de su bolsillo, entregándoselo al detective. Cora se acercó a él, intrigada.

–¿Qué? –cuestionó el detective.

–Esperaba no tener que llegar a esto. –dijo ella de forma misteriosa, mientras que el detective desdoblaba el papel. Cora, quien se encontraba algo mareada, comenzó a sentir cómo esa sensación se intensificaba.

–¿Qué vas a...? –comenzó a decir la pelirroja, cayendo de espaldas. Mary la ayudó a tumbarse en el suelo.

–Ya está. Tranquila. Es lo mejor, hazme caso. –le dijo, ayudando después al detective, quien también se tambaleaba, tumbándolo al lado de su mujer.

Mientras el sueño y el mareo invadían cada uno de sus sentidos, la joven de ojos escarlata comenzó a recordar retazos de su pasado:

En la casa familiar, una pequeña Cora se encontraba decorando el árbol de Navidad con su padre, como era costumbre desde que había llegado a la casa. Con una gran felicidad colocó el nacimiento y las luces del árbol, su padre alzándola en sus brazos para colocar la estrella. Era feliz en aquel momento. Genuinamente feliz. La casa era el único lugar en el que podía ser realmente ella misma, puesto que en el colegio todo era tristeza, a pesar de coincidir con Hanon, James y Michael, ya que todos la marginaban y maltrataban verbalmente. Dejó sus pensamientos negativos de lado y se sentó a la mesa, esperando comenzar la cena. Su felicidad pronto se vio turbada al aparecer sus primos y tíos en la puerta de la casa. Estos pronto comenzaron a dejarla de lado en sus conversaciones, siempre teniendo cuidado de que Erik e Isabella no se percataran de ello.

Ese recuerdo pronto pasó a otro más lejano, aún más hondo en su pasado, observando los brillantes ojos verdes de una hermosa mujer de cabellera carmesí, quien le sonreía de forma apenada. Logró observar por el rabillo del ojo cómo un hombre de alta estatura la acompañaba, de amables ojos marrones y oscura cabellera como la noche. De pronto, la mujer tocó la puerta de un lugar que la joven reconoció de inmediato: el orfanato. Allí, una muy joven Srta. Ann, abrió la puerta. Esa mujer, a quien Cora identificó como su madre biológica, besó la frente de su bebé, antes de dejar que el hombre, su padre biológico, la tomase en brazos, besando también su frente, antes de entregársela a la Srta. Ann entre lágrimas saladas.

Pareció que apenas pasaban unos años, encontrándose la pelirroja con unos cinco años, jugando en el patio del orfanato, cuando de pronto escuchó un gran estruendo, decidiendo asomarse a la calle y ver qué había sucedido. Sus ojos se abrieron con horror al comprobar que habían atropellado a dos personas. Dos adultos. La niña no sabía exactamente quienes eran, pero se acercó unos pasos, guiada por su curiosidad. Observó que la mujer, boca-arriba, tenía un cabello carmesí de un hermoso brillo, sus ojos verdes abiertos con pasmo, reflejo de la sorpresa antes del accidente. El hombre por su parte, boca-abajo, tenía sus ojos marrones igualmente abiertos por la sorpresa, su cabello negro cayendo sobre su rostro. No pudo mantener su mirada sobre los adultos mucho más tiempo, pues la Srta. Ann la llevó con ella al interior del orfanato.

Otro recuerdo más pasó ante sus ojos, éste situándose cuando la joven había empezado sus estudios en la universidad. Se encontraba en una clase de Inglés, para la rama de magisterio, cuando observó por la ventana cómo un muchacho se sentaba en la raíz de un árbol, anotando algo en un pequeño cuaderno. Tras terminar la clase y entregar sus tareas, la joven salió con su cartera al patio del lugar, acercándose al árbol, donde solía pasar sus ratos libres, leyendo libros que estimulaban su imaginación. La desdichada joven, no había logrado hacer amigos, aunque tampoco lo extrañaba del todo, ya que en su niñez pasó por la misma experiencia. Echaba de menos a su mejor amiga, y a sus otros dos amigos, quienes habían decidido estudiar en diferentes países: Hanon en Italia, James en América, y Michael en Francia, cerca de Hanon. Cuando se acercó al árbol, la muchacha se sorprendió al ver que el joven que había observado desde la ventana seguía allí. Aprovechó para observar sus rasgos: pelo castaño y rizado, ojos azules-verdosos, tez ligeramente pálida, pómulos prominentes, y un cuerpo no demasiado atlético. El joven desprendía un aura de seguridad, por lo que la joven carraspeó, llamando su atención.

–Veo que estás muy absorto en tus notas de ciencia, pero me preguntaba si podrías compartir este espacio. –dijo ella, mirando su cuaderno–. Este es mi lugar de evasión.

–Deberías buscarte otro sitio, o solucionar los problemas que tienes a la hora de relacionarte.

–Lo mismo podría decirte yo, ya que veo que a causa de tus agudas observaciones, no has logrado hacer amigos. De hecho, la mayoría de los que te conocen te desprecian. –indicó con una sonrisa.

–Hm. No está mal. –aprobó el joven.

–Creo que podríamos llegar a encontrar un punto de entendimiento común. –razonó la de ojos escarlata, los cuales llevaba ocultos bajo unas lentes de contacto marrones–. Ya que, por lo que veo, ambos tenemos ciertos intereses comunes.

–Por una vez, debo rendirme a la evidencia. –indicó el joven con una sonrisa–. Podríamos pasar el tiempo observando a la gente y comentándolo. –hizo un gesto en el césped, a su lado–. Si quieres, claro... –su voz sonó tímida de pronto, su frío exterior derritiéndose por unos instantes.

–Claro que sí. –sonrió la de cabello carmesí, sentándose a su lado–. Y como aliciente, quizás tú podrías contarme datos sobre tus clases de química. Yo a cambio, podría contarte anécdotas sobre la literatura y el violín, el cual toco.

–Me parece un buen acuerdo, puesto que yo también soy virtuoso con el violín.

–Qué modesto...

–Solo digo la verdad. –sentenció el muchacho, escribiendo en su libreta tras darle una mirada de reojo.

–Podríamos componer juntos. –apuntó Cora con un tono algo tímido, no queriendo presionar al nuevo joven que acababa de conocer, a riesgo de perder su compañía.

–Queda claro, pues. –se giró y extendió su mano derecha hacia ella–. Me llamo Sherlock Holmes.

–Cora. –replicó ella, estrechando su mano–. Cora Izumi.

Tras revivir de un golpe todos aquellos recuerdos que ya creía haber olvidado, la mujer de ojos escarlata fue despertada por una voz que la llamaba incesantemente.

–¡Cora! ¡Cora! –exclamó su marido, sujetándola en brazos, su voz realmente preocupada. La joven sacudió su cabeza por unos instantes, su visión luchando por ajustarse y logrando al fin discernir a su marido.

¿Sherlock...? –musitó en una voz cansada, ayudada por su esposo a levantarse del suelo.

–¿Cómo estás? ¿Te duele algo? –inquirió, preocupado, observando su cuerpo en busca de alguna herida.

–La cabeza me da vueltas y tengo náuseas, pero por lo demás estoy bien, virtuoso con el violín. –replicó ella, usando aquella forma para referirse a él con cariño, tras haber recordado que lo conoció mucho tiempo atrás. Ante aquellas palabras, los ojos del detective se abrieron con pasmo, examinando una vez más a la mujer que tenía frente a si.

–Eras tú... ¡Eras tú! –exclamó, abrazándola–. Oh, maldita sea... ¿Cómo he podido olvidarme de ti?

–No te preocupes, cariño. –dijo ella con una sonrisa–. Mis recuerdos también habían sido reprimidos. Tampoco imagino cómo he podido olvidarte... A ti. Precisamente a ti. –comentó, reciprocando el abrazo, antes de que su marido besase su frente, tomando su mano y comenzando a buscar a Mary, quien evidentemente, ya se había marchado, al igual que el pen-drive. Ambos salieron del lugar tras dar un suspiro exasperado.

A las pocas horas, los dos detectives se dirigieron raudos al despacho del mayor de los Holmes, con la joven de cabello carmesí aún algo mareada.

¿AGRA? Una ciudad a orillas del río Yamanaka, en el estado septentrional de Utar-Pradesh, India. A trescientos setenta y ocho kilómetros de la capital, Lucknow... –comenzó a decir el mayor de los Holmes, antes de ser interrumpido por su hermano menor.

–Pareces Wikipedia. –sentenció, sentado junto a su mujer frente a la mesa de Mycroft. Éste les sonrió a los detectives.

–Sí.

AGRA es un acrónimo. –indicó Cora con un tono sereno.

–Bien. Me encantan los acrónimos. Las mejores sociedades secretas los tienen. –replicó su cuñado.

–Un equipo de agentes. Los mejores. Pero eso ya lo sabes. –le indicó el detective.

–Por supuesto. Continúa.

–Uno de ellos, Ajay, busca a Mary, también del equipo. –le informó la docente.

–No me digas. Eso no lo sabía.

¿En serio? –se sorprendió su hermano menor. Mycroft le sonrió, como si le indicase que realmente lo sabía, aunque hubiera decidido no decir nada al respecto.

–Ya ha matado para conseguir ese pen. –comentó Cora, cruzándose de brazos–. AGRA trabajaba para el mejor postor. Pensé que eso te incluiría a ti.

–¿A mi?

–Quiere decir, al Gobierno Británico, o al que apoyes en la actualidad. –salió Sherlock en su defensa.

AGRA eran de fiar. Hasta el incidente de Tiblisi. Se les envió a liberar a los rehenes, pero todo salió fatal, y se acabó. Dejamos de trabajar con externos.

–¿Por iniciativa tuya? –inquirió Cora, arqueando una ceja.

–Así es. Los externos son poco finos. Descuidados. No me gustan los cabos sueltos. –replicó el Hombre de Hielo–. Conmigo es impensable. –comentó, ante lo cual Sherlock se inclinó hacia él, acercando un cuaderno que tenía sobre la mesa, comenzando a escribir.

–Hay otra cosa. Un detalle... Una palabra en clave. –indicó el detective, escribiendo la palabra AMMO en el cuaderno, y entregándoselo a su hermano.

¿AMMO? –inquirió Mycroft, claramente confuso.

–No sabemos más. –comentó la pelirroja.

–No basta.

–Podrías indagar, como favor? –pidió su hermano menor.

No te quedan muchos favores. –advirtió el mayor de los Holmes, una sonrisa maliciosa en su rostro.

–Pues quiero cobrármelos. –sentenció el sociópata.

–¿Y si encontráis a los que la persiguen y los neutralizáis, después qué? ¿Creéis que podréis salvarla para siempre?

–Pues claro. –sentenció Sherlock.

–Te lo hemos dicho, hicimos una promesa, Mycroft. –le recordó su cuñada, un tono severo en sus palabras–. Un voto. Y no rompemos nuestras promesas.

–Muy bien. Veré qué puedo hacer. –afirmó el hombre antes de inclinarse sobre su escritorio, entrelazando sus manos–. Pero recuerda, hermanito: los agentes como Mary no suelen llegar a la jubilación. En general los jubilan, en un sentido más permanente.

Con nosotros es impensable. –replicó el Detective Asesor, su tono serio y determinado.

Unas semanas pasaron, en las cuales Mary estuvo viajando de un país a otro con la esperanza de alejar a Ajay de John y Rosie, pero en especial de Cora y Sherlock, quienes, estaba segura, intentarían impedir su marcha, con la alta probabilidad de que salieran heridos de aquel encuentro, o peor aún, muertos. Aquello no se lo perdonaría, pues apreciaba a ambos cónyuges inmensamente. Odiaba el haber tenido que recurrir al cloroformo para evitar que la siguieran, especialmente con la pelirroja, quien se había convertido en una de sus más cercanas amigas. No podría soportar llevar sobre sus hombros la muerte de dos de sus personas más queridas. Pronto llegó a Marruecos, disfrazada con una peluca negra, una camisa blanca larga, y una bufanda que cubría su cabeza y rostro. Asimismo, llevaba una bolsa colgada del hombro mientras se abría paso por los apabullantes caminos del mercado, hasta llegar a un callejón, donde miró arriba, leyendo un cartel que decía Hotel CECIL en árabe e inglés. Se acercó a la puerta con sigilo, colocando su cabeza cerca de ésta, para discernir algún sonido del interior. A los pocos segundos sacó una pistola, abrió la puerta y caminó hacia el origen de una voz masculina con marcado acento.

–No tienen nada que hacer. Están a mi merced. –se escuchó decir a la voz–. ¡Les tengo donde quería! ¡Ríndanse! ¡Ríndanse! ¡Los destruiré! ¡Dependen totalmente de mi! –exclamó, lo que hizo que Mary frunciera el ceño.

–El Sr. Baker. Este completa la familia. –escuchó una conocida voz barítona. Su ceño desapareció de su rostro, dando paso a una expresión apurada.

–No, ¡qué va!

–¿Y a quién nos hemos dejado? –inquirió otra voz, femenina en aquel caso, también muy conocida para la rubia.

La mujer de Watson bajó la pistola y caminó hacia el interior de la estancia, a la pequeña salita que había allí, donde vio a un muchacho de unos doce años de edad, sentado cruzado de piernas frente a una mesa baja, jugando a las cartas con ni más ni menos que los detectives más famosos de Inglaterra: Sherlock Holmes y Cora Holmes.

–Al Maestro Bun. Sin él no hay familia. –indicó–: ¿cuántas veces, Sr. Sherlock y Srta. Cora?

–Puede que sea por no estar familiarizado con el concepto. –murmuró el detective, antes de alzar el rostro y ver a la mujer de John entrar a la estancia.

–Oh, hola, Mary. –saludó la mujer del detective de forma tranquila.

–¿Qué concepto? –inquirió el chico.

Familias felices. –replicó Sherlock, desviando su mirada hacia Mary–; ¿qué tal el viaje?

¿Cómo coño...?

–Por favor Mary, que hay ropa tendida. –advirtió Cora con una sonrisa.

–¿Cómo habéis llegado aquí? –preguntó Mary, corrigiendo su forma de cuestionar.

Nos ha abierto Karim. –señaló Cora, haciendo un gesto al chico, quien saludó a Mary con la mano.

–Hola.

Mary asintió ante el saludo del joven, antes de despojarse de la bufanda, dejando ver su cabello negro.

–Karim, ¿serías tan amable de traernos té? –le preguntó Sherlock con un tono amable.

–Cómo no. –replicó Karim, levantándose.

–Gracias. –agradeció el de cabello castaño y ojos azules-verdosos.

–Mucho gusto, señora. –saludó Karim antes de salir de la estancia.

–No, digo que ¿cómo me habéis encontrado? –inquirió una vez más Mary, caminando frente a los detectives.

–¿En serio? ¿Te has olvidado de quienes somos, Mary? –espetó la de ojos escarlata con el ceño fruncido, su tono falsamente ofendido.

–Exacto. Somos Sherlock y Cora Holmes. –apuntó Sherlock, sonriendo a su mujer.

–No, en serio: ¿cómo? ¡Todos los pasos que he dado han sido al azar; cada nueva personalidad era aleatoria! –exclamó con un tono ligeramente intrigado a la par que sorprendido y algo molesto.

Ningún acto humano es totalmente aleatorio. Un dominio avanzado de la probabilidad transferido a un entendimiento profundo de la psicóloga humana, y la predisposición de cualquier ser humano, puede reducir el numero de variables. Yo conozco al menos cincuenta y ocho técnicas para filtrar una serie en apariencia infinita de posibilidades generadas al azar, hasta el numero mínimo de variables factibles. –aseguró Sherlock de forma rápida, Mary asintiendo ante sus palabras.

–Pero son muy difíciles, así que... Colocamos un rastreador dentro del pen-drive. –indicó la mujer del sociópata tras sonreír, lo que provocó que Sherlock estallase en una carcajada, la boca de Mary abriéndose con pasmo, antes de carcajearse también.

–¡Seréis cabritos! ¡Capullos! –exclamó la rubia, provocando que los detectives se carcajeasen al unísono una vez más, debido a su reacción.

–¡Ya, pero la cara que has puesto! –exclamó Sherlock entre carcajadas.

–¿¡La probabilidad matemática!? –dijo la ex-espía.

Te lo has creído. –sentenció Cora tras dejar de reír, apoyándose en Sherlock por unos instantes, pues aún parecía encontrarse un poco mal, además de marearse debido al caluroso clima, el cual contrastaba demasiado con el frío clima Londinense. El sociópata la sujetó a su mujer con calma, observando su estado, acariciando su hombro.

–¡Variables factibles! –profirió Mary, alzando las manos al cielo.

–Sí. Es que se me iban agotando. –indicó el detective de ojos azules-verdosos. Mary, aún riéndose y con las manos en el techo, cerró los puños.

–¡En el pen-drive!

–Sí. Fue idea mía. –dijo otra voz conocida para la rubia, quien se giró hacia el origen, encontrando con que John estaba allí.

Esa misma noche, Mary se encontraba hablando con John en la misma sala en la cual se había encontrado con los detectives. Se había despojado de su peluca, observando a John, quien estaba sentado a un lado de la mesa baja. Por su parte, los detectives estaban sentados en un pequeño sofá tras los Watson, el sociópata abrazando a su mujer.

AGRA. –murmuró John, aún sin creer lo que sucedía.

–Sí. –replicó Mary.

–Mm-hm. Dijiste que eran vuestras iniciales.

–En cierto modo es así. –comentó Mary, afirmando con su cabeza, mordiéndose el labio de forma nerviosa.

–¿En cierto modo? –cuestionó John con cierto tono de incredulidad–. Cuantas mentiras... –murmuró.

–Lo siento mucho. –se disculpó la rubia, genuinamente arrepentida de sus acciones.

–Y no me refiero solo a ti.

–¿Qué?

–Alex, Gabriel, Ajay, y... Tú eres R. –dijo, con un tono serio, su rostro esa misma expresión, sin embargo ésta pasó rápidamente al percatarse de algo, lo que hizo que sonriese–: ¿Rosamund?

Rosamund Mary. –suspiró su mujer con un tono suave, John asintiendo a sus palabras–. Siempre me gustó Mary.

–Sí, y a mi. –reciprocó John la sonrisa, aunque ésta se borró a los pocos segundos–. Antes. –apostilló, levantándose.

–No sabía qué más podía hacer...

–Podrías haberte quedado. Hablar conmigo. –le espetó el rubio, su tono severo–. Es lo que suelen hacer las parejas: resolver las problemas. –indicó, su tono cada vez más enfadado. Mary asintió ante sus palabras, su cabeza gacha, pues sabía que su marido tenía razón.

–Sí. Sí, claro. –replicó, su marido acercándose a ella.

–Puede que no sea un hombre excepcional, pero en general soy mejor de lo que quieres reconocer, casi siempre.

–Siempre. Eres buen hombre, John, nunca lo he dudado. Nunca juzgas, nunca te quejas. No te merezco. Lo... –Mary se interrumpió, la emoción de aquellas palabras pesando sobre sus hombros–: Único que quería era protegeros a Rosie y a ti, nada más. –logró decir, John tomando sus manos en un gesto afectuoso.

Entretanto, la pareja de detectives, quien había permanecido silenciosa todo aquel tiempo, se miró, intercambiando una mirada cómplice y cariñosa. Sherlock aún abrazaba a su mujer, mientras que ella acariciaba los brazos que la hacían sentir segura y querida.

Nosotros os protegeremos. –sentenció Sherlock, su voz algo cansada.

–Peor tiene que ser en Londres. Es nuestra ciudad. Conocemos el terreno. –apostilló la de pelo carmesí con un tono suave, los Watson mirándolo. La joven se levantó del sofá con calma, dando un paso hacia los rubios–. Vuelve a casa y todo saldrá bien. Te lo prometo –rogó la mujer del Detective Asesor–: ¡Al suelo! –exclamó al ver el punto rojo del laser de un francotirador apuntando a John.

Mary fue rápida y agarró a John, tirándose con él al suelo, mientras que Cora y Sherlock también se lanzaban al suelo, la habitación comenzando a ser pasto de los tiros. Mary logró escabullirse entre el tiroteo a su bolsa, de donde sacó la pistola que había llevado consigo. Usó la mesa como escudo, levantándose de forma leve, disparando tres veces a Ajay, mientras que éste rompía la puerta, entrando a la estancia, tomando cobertura en la esquina adyacente al lugar en el que John, Sherlock y Cora se encontraban. La mujer de John corrió, colocándose junto a Sherlock y Cora, mientras que John se resguardaba tras la mesa.

–Hola de nuevo. –dijo Ajay.

–Ajay. –lo llamó Mary, su voz temblando por la preocupación.

–¿Oh, te acuerdas de mi? Qué conmovedor. Llevo esperando este momento más de lo que te imaginas.

–Te juro que creí que habías muerto, que era la única superviviente. –aseguró Mary, la pelirroja de rodillas junto a su marido apoyados contra la pared opuesta a la de Ajay. La pelirroja miró a su marido, sacando una pistola de su pantalón, sorprendiendo a éste, aunque le sonrió orgulloso. Mary entregó su pistola sin duda alguna a Sherlock, quien había extendido su mano.

–¿Cómo nos has encontrado? –inquirió Sherlock, alzando su voz por encima de los disparos.

–Siguiéndoos, Sherlock y Cora Holmes. Sois listos--la encontrasteis a ella--pero yo os encontré a vosotros, así que, igual no tanto. Y aquí estamos, por fin. –replicó Ajay, lo que hizo que Cora chasquease la lengua, por unos segundos, meditando qué debía hacer. Cuando posó sus ojos escarlata en la lámpara de la estancia, se levanto y le pegó un tiro, dejando la habitación en penumbra, instantes antes de apuntar el arma a la posición de Ajay–. Touché. –dijo el ex-agente.

–Escuche: lo que crea que sabe podemos hablarlo y solucionarlo. –exclamó John.

–Pensó que estaba muerto. Y pude haberlo estado.

–Éramos los cuatro a muerte, ¿recuerdas? Siempre. –intentó razonar con él Mary.

–Sí, claro.

–¿Por qué quieres matarla? –inquirió Cora, su tono severo y amenazante, preparándose para disparar e inclusive usar sus poderes de ser necesario.

–¿Sabes cuánto estuve prisionero? ¿Lo que me hicieron? Torturaron a Alex hasta matarlo. Todavía oigo el crujido de su espalda partiéndose, pero tú... ¿Dónde estabas tú?

–Aquel día en la embajada, escapé. Pero os perdí de vista, así que explícate: ¿dónde estabais?

–Yo salí un rato. El suficiente como para esconder mi pen-drive. No quería que cayera en sus manos. Era leal, ¿sabes? Leal a mis amigos. Pero me cogieron y me torturaron, no para sacarme información. Únicamente por divertirse. Creyeron que me rendiría, que moriría, pero no fue así. Viví, y al final se olvidaron de que estaba pudriéndome en una celda. Seis años me tuvieron allí, hasta que un día vi mi oportunidad: oh, y les hice pagar. El tiempo que estuve allí no dejé de oír cosas, susurros, risas, chismes,... Cómo habían traicionado a los listísimos agentes. –se sinceró Ajay, contando sus desventuras, mientras que John se fijaba en la bolsa de Mary, tomando la segunda pistola que allí había–: ¡Delatados por ti!

¿Por mi? –inquirió Mary, confusa ante tales palabras.

En ese momento un coche pasó por la estancia, aprovechando Ajay para salir de su cobertura, al mismo tiempo que Mary se colocaba frente a él, apuntándolo con la pistola que Sherlock le había dado. Por otro lado, John se colocó de rodillas, apuntando con el otro revolver a Ajay. Por su parte, Cora se colocó a la derecha de Mary, apuntando con su pistola a la sien de Ajay. Sherlock se levantó, colocándose junto a su mujer.

–Te mataré a ti también. Lo sabes, Ajay. –comentó Mary, su tono de voz severo con la gravedad de su amenaza, expresando no una idea, sino una certeza.

–¿Crees que me preocupa morir? –inquirió su ex-compañero–. Llevo seis años soñando cada noche con matarte. Con notar cómo se te va la vida mientras te estrangulo. –espetó, sus palabras llenas de odio.

–Te lo juro, Ajay. –sentenció Mary.

–¿Qué oíste, Ajay? ¿Cuando estabas preso, qué oíste exactamente? –cuestionó Sherlock, su tono calmado, pero internamente preocupado por la seguridad de sus seres queridos, en especial por su mujer.

–¿Que qué oí? Ammo. Cada día mientras me desgarraban. Ammo. Ammo. Ammo. –contestó, su voz temblando cada vez más. En ese momento, su cuerpo, y por consiguiente las manos que sujetaban la pistola temblando también–: ¡Nos traicionaron!

–¿Y decían que fue ella? –inquirió Cora, su tono contenido, su pulso firme en caso de tener que disparar.

–¡Que tú nos traicionaste!

–¿Decían su nombre? –inquirió Sherlock, intentando razonar con Ajay.

¡Decían que había sido la inglesa! –exclamó, cuando de pronto un oficial de policía apareció tras él, disparando a su espalda, cayendo al suelo.

–¡No! ¡No! –gritó Mary, dejando caer la pistola y corriendo a lado de Ajay, arrodillándose.

John corrió a su lado, arrodillándose también, colocando sus dedos en su cuello para comprobar su pulso. Cora bajó su pistola, observando la escena con una mirada entre apenada y aliviada, su marido tomando su mano en un gesto cariñoso.

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