| -Enfermedad- |
En cuanto el carruaje llegó al 221-B de Baker Street, Holmes giró su rostro hacia la joven que aún seguía apoyada en su hombro, durmiendo, comenzando a zarandearla de forma suave para despertarla.
–Despierte –le instó con calma–: ya hemos llegado a casa.
La pelirroja abrió sus ojos lentamente, encontrándose con el rostro del detective, quien la observaba de forma concienzuda. Tras sentarse de forma apropiada, la mujer se dirigió a su acompañante.
–Gracias por dejarme descansar... Sherlock. –agradeció ella con una voz suave y algo ronca, pues tras toser en tantas ocasiones, se había dañado algo la garganta. Al darse cuenta de que acababa de usar el nombre del detective sin pensar, la joven se apresuró a enmendarlo–. Oh, lo siento mucho, yo... –comenzó, sin embargo fue detenida por la voz barítona de Holmes, quien salió del carruaje y extendió su mano derecha hacia ella.
–No debe disculpase, Cora. –sentenció con una voz suave, mientras que la aludida tomaba su mano para descender del vehículo–. No me ha importunado en absoluto que se dirija a mi por mi nombre.
John, quien había bajado del carruaje antes que los dos jóvenes, se aproximó hasta la pelirroja con la intención de ayudarla a entrar en el piso, mientras que el detective de cabellos castaños pagaba al cochero.
–Dígame Cora –solicitó John mientras subía con ella hasta el 221-B, puesto que allí era donde tenía su bolsa médica–, ¿cuánto hace que tose de esa forma?
–Hará por lo menos tres meses si no estoy errada, John. –respondió ella mientras subía con notable dificultad los escalones, aún sintiéndose muy débil.
–Así que tres meses –consideró el doctor antes de entrar a la que antaño fuese su habitación de Baker Street–: dígame entonces... ¿cuánto hace que tose sangre? –indagó, cerrando la puerta de la estancia, con el firme propósito de iniciar el chequeo que le había prometido en el carruaje. Ante esa pregunta por parte de Watson, los ojos carmesí de la pelirroja se abrieron con pasmo, lo que provocó que John le dedicase una sonrisa amable–. No se sorprenda, Cora. No ha sido demasiado difícil para mi el percatarme de ello –comentó–: el pañuelo con restos de sangre que tiene en su bolsillo, el cual sobresale, no ha sido lo que me ha llevado a esa conclusión, sino el hecho de que mientras hablábamos, he podido vislumbrar que en el interior de su boca había restos de sangre, así como en sus blancos dientes. –se explicó con brevedad–. Si lleva un pañuelo para los ataques de tos, y sabiendo que es usted muy previsora, además de por la coloración de la sangre, diría que lleva tosiendo sangre por lo menos desde hace dos meses. –sentenció con un aire profesional, preparándose para atenderla.
–Ya veo... –musitó la muchacha, sentándose en la cama con la ayuda del doctor–. Lamento de veras no haber dicho nada al respecto, John. Como bien dice he estado tosiendo sangre desde hace un tiempo, y casi no puedo comer nada. Me siento débil... Y muy cansada. –admitió mientras se desabrochaba el abrigo y se despojaba del vestido que había usado, quedando únicamente ataviada con el vestido interior de color blanco. Observó a John comenzar a evaluar su estado, colocando su estetoscopio en su pecho.
–Ahora quiero que respire. –le indicó con calma, iniciando la auscultación–. Tome aire de forma lenta, manténgalo unos segundos y después expire de forma lenta.
Cora hizo lo que el hombre de cabello rubio le pedía, tomando aire y soltándolo de forma lenta y algo dificultosa, pues ahora se percataba de que también le resultaba complicado respirar. Al acabar de auscultarla, Watson apuntó en su libreta lo que había percibido, procediendo a la siguiente prueba. Ambos estuvieron aproximadamente una hora y cuarto hasta que John decidió que ya contaba con bastantes síntomas como para dar un diagnóstico a la joven pelirroja, quien parecía a cada segundo más enferma.
–Veamos, por lo que he podido averiguar sufre de una debilidad severa, se marea en ciertas ocasiones, su ritmo cardíaco es muy elevado, casi taquicárdico, tiene problemas respiratorios, y tose grandes cantidades de sangre. Asimismo, le duele el pecho, sufre de fiebre, ha perdido peso por la falta de apetito, y sus síntomas parecen empeorar con el frío, pudiendo desarrollar hipotermia. –enumeró los síntomas–. Sufre usted de neumonía adquirida en la comunidad (NAC), más concretamente de una neumonía bacteriana. –concluyó con una voz preocupada.
–¿Me curaré? –fue lo primero que inquirió la joven de cabello pelirrojo–. ¿Hay una cura?
–Tengo una noticia buena y otra mala, Cora... –esquivó John la pregunta con nerviosismo–. ¿Cuál quiere que le de primero?
–La mala. –sentenció ella sin dudar–. Prefiero pasar por todo el dolor de golpe, John. –tosió de nuevo, tapando su boca con el pañuelo.
–Me temo que ésta enfermedad tiene un gran porcentaje de mortalidad, sin embargo, al haberla diagnosticado con tiempo, es muy probable que pueda reponerse, mas será necesario que se medique y guarde reposo absoluto. –informó John mientras guardaba sus enseres médicos–. Me encargaré personalmente de solicitar el antibiótico para la enfermedad, no se preocupe.
–Gracias, muchas gracias. –dijo ella con una voz suave, cansada–. ¿Cómo cree que me he enfermado?
–Hmm, diría que el 221-C no es precisamente un lugar demasiado confortable, al fin y al cabo es un sótano, y se filtra mucha humedad y frío por sus paredes, sin mencionar que se encuentra justo debajo de la cocina de Holmes, donde él experimenta, y-
–¿Está diciendo que mi enfermedad puede haber sido causada no solo por factores externos, sino también por los experimentos de Holmes? –lo interrumpió Cora con un tono de voz sorprendido.
–Eso me temo, sí. –respondió el doctor tras cerrar su bolsa, mirándola de reojo.
La joven enferma simplemente asimiló con calma todo lo que John había dicho, antes de mirarlo a los ojos con una expresión preocupada.
–John –lo llamó–. Por favor, le pido que no le diga nada a Sherlock. –rogó con una voz triste y preocupada al mismo tiempo–. No deseo ser una distracción para él en estos momentos.
–Está bien, creo que-
–No hará falta que se ande con secretos, Srta. Izumi. –se escuchó una voz barítona que ambos conocían bien, volviendo sus rostros a la puerta de la antigua habitación de John, encontrando allí de pie al detective, quien estaba de brazos cruzados y con una expresión algo molesta pero a la par algo preocupada, ésta última siendo solo visible para la joven–. Lo he escuchado todo.
–¡Holmes! –exclamó John con sorpresa–. ¿Qué haces ahí?
–Como es obvio, he terminado por impacientarme, John. –replicó con una voz seria–. Llevabais una hora y media metidos aquí, y ni siquiera has tenido la decencia de informarme de que estabas realizando un chequeo médico, cuando tengo perfecto derecho a saber qué es lo que le ocurre. –espetó con molestia antes de dirigirse a la joven, que temblaba no solo por el frío, sino por el aura de enfado que rodeaba al joven–. También me encuentro algo dolido, Srta. Izumi. No pensé que me tendría en tan poca consideración, tratando de encubrir su diagnóstico...
–¡Holmes, ella tiene el derecho de querer mantener su privacidad...! –exclamó John, observando que la actitud de Holmes empeoraba a cada segundo, cohibiendo a Cora, quien ahora tenía la mirada gacha debido a sus reproches.
–Cállate, Watson. –comentó el detective con rapidez–. Debería saber a estas alturas que nada me impediría averiguar la causa de su enfermedad, y sin embargo, sabiendo ésto ha decidido intentar ocultármelo. –volvió a espetar a la joven, cuya respiración se iba volviendo más errática–. ¿¡Por qué ha hecho algo tan egoísta!?
–¡Holmes, basta! ¡Su condición...!
–¡Porque no quería preocuparle! –exclamó la mujer, callando a los dos hombres, pues eran contadas las ocasiones en las que ella alzaba la voz–. Siempre que enfermo usted desvía parte de su atención hacia mi, independientemente del caso que tiene entre manos, y no quería que volviese a suceder. –se explicó mientras su respiración seguía errática–. Porque es alguien a quien aprecio no quería causarle molestias innecesarias, y-
La pelirroja no pudo acabar su frase, pues sin previo aviso comenzó otra etapa de tos sanguinolenta hasta el punto en el que incluso acabó por vomitar sangre de forma breve, ensuciando sus ropas, pañuelo y manos. Al ver ésto Sherlock rápidamente corrió junto a la joven, colocando su mano en su espalda, dándole un masaje para aliviar el dolor, notando que en efecto, la respiración de la joven docente era muy errática. Sin perder un segundo, y tras esperar a que dejara de toser, Holmes la cogió en brazos y la llevó a su habitación, la cual disponía de una cama lo suficientemente grande para dos personas, así como una chimenea para caldear el ambiente.
–Watson, llame a la Sra. Hudson y dígale que prepare ropa de cama para Cora. –ordenó con una voz autoritaria al doctor, quien lo miraba sorprendido por sus acciones–. ¡Dese prisa! ¡Traiga mantas, agua caliente y paños! –exclamó al ver que no se movía, tras dejar sentada en su cama a Cora, procediendo a encender la chimenea.
Al recibir el grito de su compañero, John, que se encontraba en la sala de estar, bajó corriendo al piso de la casera para informarle de todo lo que sucedía. Una vez la Sra. Hudson le entregó la ropa de cama al detective, éste cerró la puerta de su cuarto, dejando que la joven se cambiase. Cuando lo hubo hecho, la muchacha abrió la puerta con dificultad y le entregó el vestido manchado con sangre, que éste entregó a la casera para que lo lavase. Tras deshacerse del pañuelo manchado de sangre, Sherlock ayudó a Cora a lavar sus manos y boca, recostándola en su cama con cuidado, arropándola con suavidad con las mantas.
–Sherlock... Yo... –musitó ella en una voz queda, muy frágil, observando que el aludido se sentaba en la cama, a su lado.
–Shh... Ahora descansa. –le dijo el joven de ojos azules-verdosos con una sonrisa de disculpa, colocando su dedo índice en los labios de la joven, tuteándola por vez primera–. Lamento mi comportamiento hace unos minutos. Sé que solo querías evitarme distracciones, pero es imposible que no me preocupe por ti sabiendo que estás enferma. Al fin y al cabo, tu eres... –comenzó a decir antes de suspirar, interrumpiéndose–. No, no importa. –musitó antes de mirarla a los ojos–. Duerme.
La joven no podía debatir con él en ese estado, y aunque consideraba algo horrible el despojarlo de su lugar de descanso, estaba agradecida de que cuidase de ella. Con pesadez sus párpados se cerraron, no sin antes sentir una agradable sensación en su frente febril.
A la mañana siguiente Cora abrió sus ojos por un ataque incontrolable de tos, el cual duró unos largos minutos, en los que ella no advirtió que algo, o más bien alguien, la tenía sujeta. Cuando su acceso de tos finalizó, la pelirroja al fin se percató de que unos fuertes brazos la rodeaban, encontrando su mirada con el rostro dormido del detective, quien abrió sus ojos a los pocos segundos, observándola.
–¿Otro ataque de tos? –preguntó con una mirada cansada, ante lo cual ella asintió–. No he podido pegar ojo en toda la noche... Tu tos se escuchaba incluso desde la sala de estar, así que vine aquí. Cuando traté de despertarte me percaté de que estabas sufriendo de hipotermia, por lo que... –se interrumpió antes de que un ligero rubor asomase a sus mejillas–. Lo único que se me ocurrió fue meterme en la cama e intentar traspasarte algo de calor corporal.
–Siento muchísimo haberte desvelado. –se disculpó ella mientras un intenso rubor cubría su rostro, percatándose de que ambos se estaban tuteando aprovechando la intimidad.
–No es nada alarmante. Estoy acostumbrado a dormir poco por los casos. –comentó antes de observarla–. Dejando eso de lado... ¿has logrado dormir algo?
–Solo un poco... La tos ha sido horrible y aún me duele mucho el pecho. –le indicó ella con una voz algo ronca.
–Espera aquí. –dijo el joven antes de levantarse de la cama, colocándose una bata y saliendo a la sala de estar.
Cora escuchó voces en la habitación adyacente, y aunque no podía entrever las palabras, eran sin duda las voces de John y Sherlock. A los pocos minutos el detective entró al cuarto seguido de John, quien le sonrió a la enferma.
–Buenos días, Cora. –la saludó–. Espero que haya dormido bien, aunque aún me intriga y sorprende que Holmes haya decidido dormir a su lado... –comentó mirando a su amigo de reojo, quien chasqueó la lengua de forma molesta.
–Cállate. –ordenó–. Watson ha traído las medicinas pertinentes para la enfermedad, y nos va a explicar cómo administrártelas.
–¿"Nos"? –inquirió John, confuso.
–Obviamente tu estarás muy ocupado ahora que te has casado, Watson, como para venir todos los días a supervisar su estado. –explicó Holmes con calma, sus brazos cruzados–. Por lo que yo me encargaré de cuidar de ella.
–¿Estás seguro?
–Por supuesto. –sentenció con confianza antes de mirar a la mujer de reojo–. Además tengo algo de culpa de que esté así... Lo justo sería que me hiciera cargo de ella.
–Bien, el medicamento deberás administrárselo de la siguiente forma... –comenzó a explicar John con calma, el detective muy atento a cada una de sus palabras, mientras que la pelirroja los miraba con una sonrisa en el rostro.
Ya habiendo pasado unos meses, la joven se encontraba recuperada casi por completo de su enfermedad, aunque tanto John como Sherlock la habían instado a que continuase con el tratamiento hasta que dejase de toser sangre. Ya no se encontraba mareada ni fatigada, y la fiebre había desaparecido. La única secuela visible eran los ataques de tos con algo de sangre, la cual iba disminuyendo conforme pasaban los días. Aquel día en concreto, la joven se levantó y vistió, saliendo del cuarto de Holmes (pues éste aún insistía en que durmiese allí, habiéndole propuesto el ocupar el antiguo cuarto de John). En cuanto llegó a la cocina observó que allí se encontraba el Inspector Lestrade quien hablaba con Sherlock, mientras que éste se encontraba absorto en un libro, paseando lentamente.
–Ya van cinco. Todos iguales, todos y cada uno. –comentó el Inspector–. Oh, buenos días Srta. Izumi.
–Buenos días. –la saludó el joven de ojos azules-verdosos, alzando la vista de su libro.
–Buenos días. –saludó ella–. ¿Cinco? ¿A qué se refiere? –inquirió, sentándose en una silla que el detective colocó para ella–. Gracias.
–No es nada importante, y ahora silencio, es una cuestión de suma importancia. –replicó con celeridad el de cabellos castaños mientras volvía su mirada al libro que tenía en sus manos.
–¿El qué? –inquirió Cora con curiosidad, tomando el medicamento con una taza de té que había preparada para ella. "Cómo no, él debe de haber sabido que me levantaría ahora...", pensó con una sonrisa mientras daba un sorbo para quitarse el mal sabor de la medicina.
–La oblicuidad de la eclíptica, tengo que entenderlo. –replicó éste.
–¿Y eso qué es? –indagó el Inspector de Scotland Yard algo molesto por su actitud.
–No lo sé, aún intento entenderlo.
–Creía que lo entendía todo...
–No, sería un abrumador desperdicio de espacio cerebral. Priorizo. –replicó con una voz seria el joven.
–¿Y qué importancia tiene eso? –inquirió Lestrade.
–¿Qué importancia tienen cinco tediosos asesinatos? –rebatió el sociópata.
–Holmes... –advirtió la pelirroja mientras tomaba el té con calma.
–¡No son tediosos! ¡Cinco hombres muertos! –exclamó Lestrade visiblemente enfadado por sus palabras–. ¡Asesinados en sus casas, arroz por el suelo como en una boda, y la palabra TÚ escrita con sangre en la pared! –exclamó con nerviosismo–. E-es ella, es La Novia, no sé cómo ha vuelto a resucitar...
–Resuelto. –sentenció Sherlock sin dejar de leer el libro.
–¿¡Cómo lo va a haber resuelto!?
–Claro que lo he resuelto. Es facilísimo. –replicó Holmes con un tono molesto, alzando su rostro para mirar al Inspector, al tiempo que detenía su caminar–. El Incidente de la Misteriosa Sra. Ricoletti, La Asesina de Ultratumba, ha tenido mucho seguimiento en la prensa popular. Ahora la gente disfraza sus torpes crímenes como la obra de un fantasma, para confundir a los ineptos en grado sumo de Scotland Yard. Ya está: Resuelto. –dijo antes de cerrar el libro y dejarlo caer con brusquedad en la mesa, lo que hizo dar un respingo a la pelirroja, que había escuchado su conversación muy atenta mientras terminaba su desayuno–. Pase a ver a la Sra. Hudson según sale, le gusta sentirse integrada.
–¿Seguro? –inquirió Lestrade.
–Segurísimo. Márchese. –sentenció con una voz seria antes de volverse hacia la joven, su tono de voz suavizándose–. Srta. Izumi, coja su abrigo y sus guantes. –le indicó, ante lo cual ella asintió, levantándose del asiento–. ¡Watson! Estoy listo. Tu sombrero y tus botas. Tenemos una cita importante.
–Um... Holmes, Watson se mudó hace unos meses. –le comentó la joven al detective tras coger su abrigo y sus guantes nuevos, obsequio del detective, quien no quería que enfermase de nuevo ni que su estado se agravase. Ante las palabras de ella, Sherlock alzó su rostro y observó el sillón de John, en la sala de estar.
–¿Sí, verdad? Sí que lo hizo...
Cora asintió con calma mientras se colocaba el abrigo y los guantes, observando a Lestrade marcharse del piso. La muchacha fijó su vista en el sillón de John, a quien echaba de menos tras tanto tiempo habiendo sido vecinos, mas ya había aceptado que su amigo ahora estaba casado y vivía feliz.
–¿Quieres que le envíe un telegrama? –inquirió la joven, tuteándolo al estar a solas o en presencia de John, costumbre que habían adquirido en los meses en los que ella había estado convaleciente.
–Si no es mucha molestia. –replicó él.
Al cabo de un tiempo ya se encontraban los tres amigos en un carruaje.
–¿La qué de la qué? –inquirió John una vez estuvieron juntos.
–La oblicuidad de la eclíptica. –replicó Sherlock.
–Ven de inmediato decía. Supuse que era importante. –indicó John tras suspirar–. ¿Cómo te encuentras, Cora?
–Mucho mejor, John. Gracias por tu consideración. –replicó ella con una sonrisa, sentada al lado del joven de cabellos castaños, tuteando a John, puesto que al haber sido su doctor en aquellos meses, su lazo de amistad se había estrechado, optando por tutearse.
–La oblicuidad de la ecliptica es la inclinación del ecuador de la Tierra hacia la trayectoria del Sol en el plano celestial. –se explicó el sociópata, lo que hizo dar una leve carcajada a la pelirroja por las palabras de John.
–¿Te lo has empollado?
–¿Por qué iba a hacerlo?
–Para parecer inteligente. –replicó John.
–Ya lo soy. –rebatió el detective.
–Oh, ya veo. –intercedió la pelirroja con una sonrisa dirigida al detective a su izquierda.
–¿Que ves qué? –inquirió Holmes, observándola.
–Deduzco que vamos a ver a alguien más inteligente que tú. –replicó ella con sarcasmo, lo que provocó que el de ojos azules-verdosos la mire con severidad.
–Cállate.
Tras unos minutos el carruaje se detuvo en la puerta del Club Diógenes. En cuanto entraron, la muchacha pudo ver con sus ojos rubí un cartel en la recepción que decía: SILENCIO ABSOLUTO. Los tres compañeros se acercaron a la mesa, donde un hombre algo anciano y trajeado se encontraba. Sherlock sonrió al hombre, quien alzó un dedo para indicar que había notado su presencia. Tras guardar sus guantes, el detective procedió a utilizar el lenguaje de signos para comunicarse:
"Buenos días, Wilder.
¿Está mi hermano?"
Wilder asintió antes de responder:
"Naturalmente, señor.
Es la hora del desayuno"
Sherlock gesticuló:
"¿La Sala del Extraño?"
Wilder asintió y el detective hizo un gesto a sus acompañantes:
"Este caballero y esta dama son invitados míos."
Wilder observó a las dos personas que acompañaban al detective y gesticuló:
"¡Ah, sí!
Srta. Izumi, ¿cómo se encuentra?"
Cora se sorprendió de que el hombre se dirigiera a ella en primer lugar, pero sin demasiadas dudas decidió responder con el lenguaje de signos, pues Sherlock se lo había ayudado a perfeccionar hacía tiempo:
"Estoy bien, muchas gracias por preguntar."
La pelirroja dio una breve mirada hacia Sherlock tras gesticular aquellas palabras en busca de una opinión, encontrándose con que éste la miraba de forma orgullosa, asintiendo con la cabeza al mismo tiempo que le sonreía. En ese momento, Wilder se dirigió hacia John:
"Doctor Watson, me encantó El Carbunclo azul, señor."
Tras unos segundos, y tras comprobar que John no respondía, Sherlock decidió propinarle un codazo algo brusco al mismo tiempo que la joven de ojos rubí lo observaba. En cuanto se dio cuenta de la situación, Watson comenzó a gesticular:
"Gracias. Me alegro...
de que... le gustara.
Es usted muy... feo."
Sherlock volvió su rostro hacia John en apenas dos segundos tras observar lo que éste acababa de gesticular, en su rostro una expresión molesta a la par que incrédula, al mismo tiempo que Cora se tapaba la boca asombrada. Wilder frunció el ceño antes de gesticular:
"Cómo dice?"
John observó que Wilder hacía una pregunta, ante lo cual, se apresuró a responder:
"Feo. Lo que ha dicho de El Pescadero Azul.
Muy feo.
Me alegra que le gustara mi patata."
Mientras que John gesticulaba esas palabras, la joven de cabellos pelirrojos se llevó una mano a la frente al mismo tiempo que negaba con la cabeza. En ese momento sintió la mano de Holmes en su hombro, lo que hizo que lo mirase. Éste parecía estar preguntándole con la mirada si se encontraba bien, ante lo cual ella asintió antes de mirarlo con una cara de "¿de verdad acaba de decir eso? Si hizo el servicio militar debió haber estudiado el código braille, ¿¡cómo no puede recordar el lenguaje de señas!?". Sherlock casi soltó una carcajada ante esa pregunta implícita por parte de su compañera antes de asentir de forma discreta, percatándose de que Wilder los observaba de forma nerviosa, por lo que decidió intervenir. Tras sonreír a John de forma ligeramente sarcástica, Sherlock se dirigió a él con el lenguaje de signos:
"Sí. Hay que trabajarlo, Watson.
Demasiado tiempo invertido
en clases de baile."
–¿Perdona, qué? –inquirió John en voz alta, provocando que Holmes pusiera los ojos en blanco, marchándose de allí junto a Cora, a quien tenía agarrada de la mano.
John tardó apenas unos segundos en alcanzar a sus compañeros, quienes entraron a La Sala del Extraño. Allí, en un gran sillon, rodeado de toneladas de comida, se encontraba sentado Mycroft Holmes, frotando sus dedos tras masticar e ingerir la última comida que acababa de llevarse a la boca.
–Para quien desee estudiar la humanidad este es el lugar perfecto. –sentenció Mycroft tras ver aparecer allí a Sherlock, John y Cora.
–Menos mal, ya que tus cada vez mayores posaderas no se despegan de ahí. Buenos días hermano mío. –replicó Sherlock con una voz seria, colocando sus manos tras su espalda.
–Sherlok. Dr. Watson. –los saludó Mycrocft antes de que la pelirroja, quien acababa de cerrar la puerta, caminase hasta estar al lado del detective–. Srta. Izumi, es un placer verla. Espero que ya se haya recuperado de su enfermedad.
–Así es, señor, ya estoy casi recuperada. –afirmó Cora con una sonrisa–. Le veo bien.
–¿Ah sí? Yo creía que estaba inmenso. –cogió una copa de vino y tomó un trago.
–Bueno, ahora que lo dice, ese nivel de ingesta es de lo más perjudicial para su salud. Su corazón...–comenzó a decir John antes de ser interrumpido por Sherlock.
–Por eso no te preocupes, Watson.
–¿No?
–Hay un gran hueco vacío donde debería estar ése órgano. –replicó el detective con evidente molestia y resentimiento.
–Es de familia. –comentó Mycroft.
–Oh, no lo estaba criticando. –defendió Cora a Holmes con un tono ligeramente humorístico y sarcástico.
–Si sigue así señor, le doy cinco años como mucho. –sentenció John, claramente preocupado por la salud de Mycroft.
–¿Cinco? –inquirió Mycroft tras alzar las cejas con sorpresa evidente–. Creíamos que tres, ¿verdad, Sherlock y Cora? –les preguntó a ambos, fijando su vista en ellos.
–Yo sigo decantándome por dos... –comentó la joven de ojos rubí con una sonrisa sarcástica.
–Como siempre, miras pero no observas. Fíjate en la decoloración de mis escleróticas, los visibles anillos de grasa alrededor de las córneas... –comenzó a deducir el mayor de los Holmes.
–Cierto. Cambiamos nuestra apuesta a tres años, cuatro meses y once días. –sentenció Sherlock con rapidez–. ¿Estás de acuerdo, Izumi? –le preguntó a su compañera, evitando usar su nombre en presencia de su hermano, pues no quería hacerse ver débil. Ésta asintió tras escuchar sus palabras.
–¿¡Una apuesta!? –exclamó John.
–Entendemos tu rechazo, Watson, pero dado lo competitivo que es lo veo muy capaz de morirse antes de tiempo. –le comentó Sherlock a John, quien parecía sorprendido por aquello.
–Es un riesgo que tendrás que asumir. –sentenció Mycroft.
–¿Apuesta sobre su propia vida? –inquirió John.
–¿Por qué no? Es más emocionante que apostar sobre la de otros. –replicó con una sonrisa que dirigió hacia la pelirroja, dando a entender que había apostado sobre si sobreviviría a la enfermedad o no, ante lo cual, Sherlock se apresuró a colocarse de forma discreta frente a ella, como si la protegiera de la mirada de su hermano. Cuando habló su voz era casi viperina, molesta por esa insinuación.
–Tres años justos si te comes ese pudding. –sentenció antes de observar a la pelirroja, quien asintió, y como respuesta, el detective le guiñó un ojo de forma disimulada.
–¡Hecho! –exclamó Mycroft antes de coger el gran pudding de carne y comérselo como si hiciera días que no probaba bocado, a pesar de que la pelirroja se había percatado de que ya había ingerido uno cuando ellos habían llegado.
A los pocos minutos de aquello, Wilder había entrado a la estancia para traer sillas para los invitados, y antes de marcharse había inquirido si alguno de ellos deseaba tomar algo. Sherlock pidió un café solo con dos terrones de azúcar, Cora un té Earl Grey y John indicó que no quería tomar nada. En cuanto estuvieron sentados y servidos, Mycroft comenzó a hablar, dirigiéndose a su hermano menor.
–Esperaba verte hace varios días por el caso de Manor House. Pensé que podrías estar fuera de tu elemento. –comentó, mientras el detective dejaba su taza en la mesa de su derecha.
–No. Lo resolví. –replicó el aludido.
–Fue Adams, por supuesto. –sentenció Mycroft.
–Sí. Fue Adams.
–Celos asesinos. –se explicó el mayor de los Holmes a Watson–. Escribió un artículo para la Royal Astronomical Society sobre la oblicuidad de la eclíptica, y luego leyó otro que parecía superarlo.
–Lo he leído. –indicó Sherlock.
–¿Y lo entiendes?
–Por supuesto que lo entiendo. Es muy sencillo. –replicó Sherlock tras mirar de reojo a la joven a su izquierda.
–No--que si entiendes los celos asesinos. Para una gran mente, no es fácil reconocer que hay otra mejor. –corrigió su hermano con rapidez, su voz con un tono de superioridad, lo que molestó a la joven de ojos rubí, puesto que odiaba cuando humillaba de esa forma a Sherlock... Siempre insultándolo.
–¿Nos ha hecho venir para humillarlo? –inquirió la joven con los puños cerrados en un gesto enfadado, lo que no pasó desapercibido por ninguno de los Holmes.
–Sí. –replicó Mycroft, provocando que Sherlock se levantase de su asiento con una expresión molesta en su rostro, mientras que Cora lo miraba de forma amenazante–. Claro que no, pero es mi mayor placer.
–¿Te importa explicarme pues, por qué nos has...? –comenzó a preguntar Sherlock antes de ser interrumpido por su hermano mayor.
–Un enemigo invisible amenaza nuestro estilo de vida. Uno que nos ronda a diario. Esos enemigos están por todas partes... inadvertidos e imparables.
–¿Los socialistas? –inquirió John, intrigado pero a la vez confuso.
–Los socialistas no, Doctor, no. –replicó Mycroft.
–¿Lo anarquistas?
–No.
–¿Los Franceses? ¿Los sufragistas? –siguió preguntando John, tratando de adivinarlo.
–¿Hay algún otro colectivo que no le preocupe?
–El Dr. Watson está en constante alerta. –replicó Sherlock antes de mirar a Mycroft–. Explícate.
–No. Investiga. –negó Mycroft con la cabeza–. Se trata de una conjetura mía, necesito que la confirmes. Voy a mandarte un caso.
–¡Los Escoceses! –exclamó John tras pensarlo por unos largos instantes.
–¿¡Los Escoceses!? –exclamaron Sherlock y Cora con incredulidad.
–¿Está al tanto de las recientes teorías sobre lo que se conoce como "paranoia"? –indagó Mycroft.
–Ooh, parece Serbio. –dijo John, ante lo cual Sherlock puso de nuevo los ojos en blanco, mientras que la pelirroja musitó en voz baja.
–Por Dios Bendito...
–Te llamará una mujer--Lady Carmichael. Quiero que aceptes su caso. –indicó Mycroft.
–Pero esos enemigos... ¿Cómo los vamos a vencer si no nos dice quienes son?
–No los venceremos. Perderemos sin duda.
–¿Por qué? –inquirió John.
–Porque tienen razón, y nosotros no.
–¿El caso de Lady Carmichael--de qué se trata? –inquirió Cora con una nota de interés en el asunto. Mycroft los observó a Sherlock y a ella antes de responder.
–Huelga decir que tiene aspectos de interés.
–¡Yo nunca digo eso!
–En realidad, Holmes, si que lo haces. –sentenció la de cabellos cobrizos.
–¿Y tú lo has resuelto, me figuro? –le preguntó el sociópata a su hermano, tras rodar los ojos por el comentario de su compañera.
–Solo en mi mente. Te necesito para el... trabajo de campo.
–¿Por qué no nos dice la solución? –preguntó John.
–¿Y dónde estaría la gracia? ¿Lo harás, Sherlock? ¿Cora? Os prometo diversión de la buena. –replicó Mycroft mientras observaba a los dos jóvenes, habiéndose percatado de su lenguaje corporal desde que habían cruzado la puerta.
–Con una condición: tómate otro pudding. –replicó su hermano menor mientras se abotonaba la chaqueta.
–Ya lo he pedido.
–Dos años, once meses y cuatro días. –sentenció Cora con una sonrisa antes de levantarse de su asiento con la ayuda del detective, alisando la falda de su vestido. Ambos hermanos Holmes sonrieron al escucharla.
–¡Esto se pone interesante! –exclamó Mycroft mientras su hermano menor salía de la estancia junto a su compañera, y sin advertirlo, la tenía sujeta de la mano. Watson siguió a sus compañeros tras observar que se marchaban–. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. –musitó Mycroft tras escuchar el sonido de la puerta cerrándose.
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