| -El caso de Lady Carmichael- |
Más tarde, ese mismo día, Cora se encontraba en el piso de la casera, ayudándola a preparar un té para la inminente invitada que llegaría al 221-B. La pelirroja tosía de vez en cuando, lo que provocaba que la Sra. Hudson le dirigiera una mirada algo preocupada.
–Querida, creo que no debería esforzarse tanto... Aún se está recuperando, y no querríamos que de pronto empeorase su estado. –le recordó con una voz ligeramente severa, mientras colocaba las tazas de té encima de unos platos blancos, colocando éstos en una bandeja con una jarra de leche y un pequeño bote de terrones de azúcar.
–No se preocupe por mí, Sra. Hudson. –comentó la joven, sonriendo–. Gracias a la medicina que me ha procurado Watson ya he mejorado considerablemente. Sin embargo, por su bien trataré de cuidarme y manejarme con cautela.
–Gracias querida. –suspiró la mujer antes de observar sus ojos, al escuchar el timbre de la vivienda–. Oh, vaya a ver. Yo subiré la bandeja al 221-B... –indicó mientras salía de su piso para después subir las escaleras, mientras que la joven de ojos carmesí se dirigía a la entrada de la vivienda, abriendo la puerta a los pocos segundos. Frente a ella encontró una mujer elegantemente vestida.
–Oh, lo lamento... ¿Es ésta la residencia del Sr. Sherlock Holmes? –preguntó la mujer con un marcado tono nervioso.
–Así es, milady. Por lo que presumo que usted es Lady Carmichael. –replicó la pelirroja, asintiendo antes de dejar que la mujer pasase al interior del piso–. La hemos estado esperando.
–Oh, ¿entonces el Sr. Holmes está aquí? –inquirió mientras caminaba al interior.
–Eso es correcto. Le ruego me acompañe, la conduciré hasta su piso. –asintió Cora con una voz suave, subiendo con Lady Carmichael las escaleras que conducían al 221-B.
–Discúlpeme si parezco algo entrometida, ¿pero no será usted por casualidad la Srta. Cora Izumi? –preguntó con una mirada temerosa, observándola de reojo–. ¿De los relatos del Dr. Watson? –subieron hasta el final de las escaleras.
–No se disculpe, se lo ruego. –indicó la joven de cabellos cobrizos con una sonrisa suave–. Pero está en lo cierto.
–El Sr. Holmes debe ser un hombre con suerte, entonces... –comentó con un tono amable, lo que hizo que las mejillas de la joven de orbes carmesí se enrojecieran.
–Oh no, no es... Nosotros no tenemos ese tipo de....relación. –se apresuró a defenderse Cora, pues aquella conversación de pronto se había tornado incómoda, ya que el detective se encontraba en la sala contigua y no quería que las escuchase–. Solo somos buenos amigos. –tartamudeó con nerviosismo, lo que provocó que Lady Carmichael entornase los ojos, indicando que no creía una palabra. La pelirroja tragó saliva y tocó la puerta de la sala de estar, antes de abrirla–. Sr. Holmes, Lady Carmichael está aquí.
–Ah, bien... Déjela entrar, Srta. Izumi. –replicó Sherlock, dedicándole una sonrisa a la joven, quien abrió la puerta, dejando pasar a la mujer.
Cora se dirigió entonces a un rincón de la habitación para coger la silla de los clientes, como a Holmes y a Watson les gustaba llamarla, cuando el doctor se le adelantó.
–No se preocupe, ya me encargo yo. –sonrió el rubio–. Usted siéntese junto a Holmes.
–Gracias, John. –susurró la joven de ojos carmesí antes de caminar hasta el sillón que había junto al del detective, sentándose en él y sofocando un leve arranque de tos con un pañuelo blanco. Aquello provocó que Holmes la observase de forma intensa, preocupado por si los síntomas empeoraban. La joven dio una mirada al detective mientras asentía, indicándole que se encontraba bien.
John colocó la silla de los clientes frente a sus respectivos sillones, antes de hacer un gesto a Lady Carmichael para que se sentase, justo después de sentarse él en su sillón. Tras unos segundos, la mujer comenzó a hablar.
–Sr. Holmes, vengo en busca de consejo...
–Eso no cuesta conseguirlo. –la interrumpió rápidamente Sherlock.
–...Y de ayuda.
–Eso ya no tanto. –musitó el detective.
–Ha ocurrido algo, Sr. Holmes--algo inusual y... aterrador. –sentenció Carmichael.
–Pues está de suerte. –dijo Sherlock.
–¿Suerte? –se mofó la mujer.
–Son mis especialidades. –indicó mientras le sonreía, antes de girarse hacia John y Cora–. Esto sí que promete.
–Holmes. –le llamó la atención Watson con un tono severo.
La joven pelirroja suspiró algo cansada por la tos, sin embargó, dejó de lado su malestar para girarse hacia Lady Carmichael.
–Por favor, cuéntenos lo que tanto le angustia.
–Pe-pensé detenidamente sobre qué hacer y... Luego recordé que mi marido conocía al hermano del Sr. Holmes, y que quizá, a través de él... –se interrumpió la mujer, provocando que la pelirroja ladease su cabeza de forma inquisitiva–. El caso es, que no sé si esto entra en sus competencias, Sr. Holmes. –continuó ella, provocando que Holmes ladee también la cabeza.
–¿No? –preguntó el detective, claramente perplejo.
–Dios me ayude, podría ser tarea de un sacerdote. –comentó, antes de comenzar su relato.
Por lo visto, hacía varios días ya, Lady Carmichael, su marido, Sir Eustace Carmichael, y sus dos hijos se encontraban desayunando cuando un sirviente entregó en una bandeja de plata con una carta y un abridor de cartas en ésta. Sir Eustace abrió la carta, y en cuanto su vista se posó en el interior de ésta, palideció y se petrificó debido al terror, el cual se hizo presente en sus ojos. Lady Carmichael preguntó a su esposo qué era lo que sucedía, sin embargo éste no respondió, por lo que la mujer mandó a sus hijos que jugasen en el patio de la casa. Tras hacer esto, se acercó a su marido y preguntó una vez más qué era lo que sucedía, recibiendo de nuevo el silencio como respuesta. Entonces, ella tomó el sobre y dejó caer en su mano lo que había en su interior: cinco pepitas de naranja. Al ver aquello, Lady Carmichael dejó escapar una carcajada, pensando que era una broma, pero Sir Eustace se mostraba perturbado al ver reír a su esposa. Al preguntarle qué significaban las pepitas de naranja, Sir Eustace replicó: "La muerte", las lagrimas brotando en sus ojos, antes de recomponerse y abandonar la estancia a paso vivo.
–¿Conservó el sobre? –inquirió Holmes.
–Mi maridó lo destruyó, pero estaba en blanco. Ni nombre, ni dirección. –replicó ella.
Cora entornó sus ojos de forma casi imperceptible, pues en su trabajo como docente había leído cuantos libros había podido para hacer más eficientes sus clases, y recordaba haber leído algo sobre las pepitas de naranja; algo que las relacionaba con el continente Americano.
–Dígame, ¿ha estado Sir Eustace en Estados Unidos? –le preguntó la pelirroja con una mirada intrigada.
–No. –replicó Carmichael, con un brillo extraño en sus ojos, que no pasó desapercibido para la de orbes rubí.
–¿Ni antes de casarse? –la miró de forma inquisitiva la joven.
–Pues no, que yo sepa. –replicó ella.
Cora asintió al recibir esa respuesta por parte de la mujer, antes de que su mirada se cruzase con la de Holmes, dedicándole éste una sonrisa sabia, pues ambos habían tenido la misma idea relacionada con las pepitas de naranja.
–Hmm... Le ruego que continúe con su fascinante narración. –indicó el detective, colocando sus manos en posición de rezo, frente a sus labios.
–Ese incidente tuvo lugar el lunes pasado, por la mañana. Fue dos días después, el miércoles, cuando mi marido la vio por primera vez. –continuó Lady Carmichael.
–¿A quién? –inquirió John, antes de que la dama continuase su relato.
Esa noche del miércoles, Lady Carmichael se despertó de forma súbita, encontrando que su marido se hallaba de pie junto a la ventana, observando el jardín trasero. Al comenzar a sollozar, Lady Carmichael se apresuró hacia él, preguntándole qué era lo que sucedía. Éste comenzó a desvariar sobre una mujer que había visto en los jardines, por lo que Lady Carmichael se apresuró a averiguar su identidad, recibiendo cómo respuesta: "Era La Novia".
Los ojos de Watson se abrieron con pasmo, al mismo momento en el que intercambió una mirada con la pelirroja y con el detective.
–¿Y usted no vio nada? –inquirió Sherlock.
–Nada. –replicó ella con rapidez.
–¿Describió su marido...? –comenzó la joven de ojos carmesí antes de ser interrumpida por la mujer.
–Nada--hasta ésta mañana.
Les contó que aquella misma mañana se despertó, encontrándose con que la mitad de la cama que debería ocupar su marido, estaba vacía. Se acercó a la ventana, y observó que su marido caminaba en su ropa de cama y su bata hacia el laberinto que había en su jardín trasero. Lady Carmichael se apresuró en seguir a su marido, llamándolo a voz en grito, más sin recibir respuesta alguna, adentrándose éste en el laberinto. Ella también se internó en sus rocambolescos caminos, empeñada en encontrar a su esposo. Caminó por varios minutos, perdiéndose por sus pasillos de hiedra, hasta que al final escuchó una voz femenina que cantaba. Finalmente, siguiendo aquella voz, encontró a Sir Eustace, más este no estaba solo. La Novia se hallaba de pie frente a él. Exigió a La Novia que revelase su identidad, sin embargo ella permaneció silenciosa e inclinó su cabeza. Al preguntar a su marido por la identidad de la mujer frente a él, éste replicó que su nombre era Emelia Ricoletti. En ese momento, La Novia sentenció que Sir Eustace moriría esa misma noche. Sir Eustace se desvaneció en brazos de su esposa, y cuando Lady Carmichael alzó su rostro, la mujer había desaparecido.
–¡Holmes...! –musitó la pelirroja algo nerviosa, pues por propia experiencia, la joven sabía que ciertos eventos sobrenaturales podían hacerse realidad, ya que ella misma era la prueba viviente de ello.
–Silencio, Srta. Izumi. –le pidió Sherlock en un tono calmado.
–¡Pero Emelia Ricoletti, La Novia! –indicó John de forma disimulada.
–¿Conocen el nombre? –se sorprendió Lady Carmichael.
–Debe disculpar a Watson. Su entusiasmo para constatar lo evidente roza la obsesión. –recalcó Holmes con un tono ligeramente condescendiente, lo que provocó que John le dirigiera una mirada llena de reproche.
–¿Puedo preguntarle cómo se encuentra su marido hoy? –inquirió Cora con un tono suave, tras reponerse de un nuevo ataque de tos.
–Se niega a hablar del asunto. Le he instado a salir de la casa, como es lógico. –le respondió Lady Carmichael antes de ser interrumpida por el detective, quien observaba de reojo a su compañera.
–No, no. Debe quedarse donde está.
–¿No cree que corre peligro?
–No. Está claro que quieren matarlo, pero esto nos beneficia. No hay una trampa sin cebo. –replicó Holmes, sonriendo a la dama.
–¡Mi marido no es un cebo, Sr. Holmes! –exclamó ella, horrorizada.
–No. Pero podría serlo si jugamos bien nuestras cartas. –replicó Sherlock mientras sus dos compañeros lo miraban–. Escuche: debe irse a casa. El Dr. Watson, la Srta. Izumi y yo la seguiremos en el siguiente tren. No hay tiempo que perder. Sir Eustace morirá ésta noche. –indicó con un tono elevado de voz.
–¡Sherlock! –exclamó Cora con un tono visible de molestia, tuteándolo por vez primera en frente de otras personas.
El joven de cabellos castaños la observó con una mirada ligeramente nerviosa, percatándose de que la pelirroja había alzado sus cejas. Que ella usase su nombre en aquella ocasión significaba que estaba en problemas, y que de nuevo había hecho gala de su indiferencia, cosa que ella encontraba molesta.
–...Y seguramente....podamos evitarlo. –rectificó el de ojos azules-verdosos.
–Sin duda. –sentenció Cora.
–Sin duda lo evitaremos. –comentó Sherlock rápidamente, antes de observar que Lady Carmichael marchaba del piso tras agradecerles que la hubieran recibido.
La pelirroja la acompañó hasta la puerta antes de volver a sufrir un ataque de tos, encaminándose al 221-C, donde ella tenía sus medicamentos. Tras encontrar el inhalador que John le había procurado para sus ataques de tos, en los cuales le era casi imposible respirar, tomó varias dosis del medicamento.
"Oh, esto me cansa demasiado. Aunque por suerte, el medicamento reduce el dolor e impide que tosa más.", pensó la joven de ojos carmesí antes de sentir que alguien masajeaba su espalda de forma suave, lo que la hizo girarse sobresaltada, dispuesta a defenderse.
–Calma, Cora. –indicó Sherlock, quien la observaba de forma preocupada–. Soy yo.
–Ah, Sherlock... Me has asustado. –admitió ella, bajando el puño que había alzado.
–¿Te encuentras bien? –preguntó, observando el inhalador en su mano derecha–. Has estado tosiendo bastante últimamente. Estaba comenzando a preocuparme, y por eso te he seguido.
–Oh,... No es nada grave, Sherlock. Es solo que aún hay síntomas de la enfermedad en mi cuerpo. –le respondió, desviando la mirada, pues estaba segura de que sus mejillas acababan de enrojecerse, y su corazón latía desbocado–. Pero gracias a la medicina ya me encuentro mucho mejor.
–Me alegra saberlo. –afirmó el detective antes de acomodar un hilo de cabello tras la oreja de ella–. Debes cuidarte. Hazme ese favor. –comentó, colocando su mano derecha en su mejilla.
–S-sí, por supuesto... –sentenció ella–. Si me disculpas, debo prepararme para el viaje a la casa de Lady Carmichael. –se excusó de forma rápida, provocando que Sherlock sonría, abandonando su piso para dejarla prepararse.
Unas horas más tarde, Sherlock, John y Cora compraron un billete de tren hacia la finca de los Carmichael. Los tres se encontraban en ese momento en un compartimento, sentándose John frente a Sherlock y a la pelirroja. El detective de cabellos castaños cerró sus ojos mientras que John miraba por la ventana. Cora por su parte, sacó un libro de su bolsa, con la intención de acabar de leerlo: La máquina del tiempo. A los pocos minutos de comenzar la lectura donde la había dejado, la joven alzó la vista al escuchar la voz de John.
–¿No creerás...?
–No, y vosotros tampoco deberíais. –lo interrumpió el detective de ojos azules-verdosos.
–¡No sabes lo que iba a decir! –exclamó John, molesto.
Cora suspiró con pesadez, marcando la página para después cerrar el libro, pues la discusión de los dos hombres acababa de interrumpir su lectura. Sherlock aún mantenía sus ojos cerrados cuando decidió hablar de nuevo.
–Estabas a punto de insinuar que podría haber algo sobrenatural en todo esto, y yo estaba a punto de reírme en tu cara.
La réplica de Holmes hizo que la joven casi se carcajease, pues debía admitir que Sherlock era muy ingenioso cuando se trataba de dar contestaciones sarcásticas.
–¡Pero La Novia! Holmes, Emelia Ricoletti otra vez: ¡una muerta entre los vivos! –exclamó John, provocando que el detective suspire de forma pesada, abriendo sus ojos.
–Me asombras, Watson. –indicó Sherlock.
–¿Ah, sí? –se sorprendió el doctor.
–¿Desde cuándo tienes imaginación? –inquirió con un tono serio.
–Quizá desde que convenció a los lectores de que un drogadicto sin principios era un héroe caballeroso. –intercedió la de ojos rubí con un tono sereno, tras cruzarse de brazos.
–Bueno, eso, y que de pronto apareciera una joven ante nosotros que resultase ser la milagrosa superviviente de un incidente poco menos fatal. –sentenció John, mirando a la pelirroja, quien de pronto se sonrojó al sentir la mirada de Holmes sobre ella.
–Sí, ahora que lo dices, fue impresionante. –mencionó el detective de forma misteriosa, sonriendo a la joven–. Sin embargo, podéis tener la certeza de que los fantasmas no existen.
John asintió con lentitud, antes de volver su vista a la ventana del tren. La joven de cabellos cobrizos meditó sobre el caso por unos instantes, antes de que la voz de Sherlock la sacase de sus ensoñaciones.
–...Menos los que inventamos para nosotros.
La joven alzó su rostro y observó al hombre que estaba a su lado, quien volvía a tener la espalda apoyada contra el asiento, sus ojos cerrados.
–¿Perdona, cómo dices? –inquirió la joven, de pronto preocupada por el silencio del joven detective, por quien ella sentía tanto cariño–. ¿Fantasmas que inventamos? ¿A qué te refieres? –volvió a preguntar, sin recibir respuesta alguna a cambio.
Cora suspiró, cansada de insistir, pues sabía que si a Sherlock se le metía algo entre ceja y ceja, sería imposible sacarle respuesta alguna. Con calma, tomo el medicamento una vez más, pues estaba a punto de sufrir otro ataque de tos, y se concentró en su libro, quedando absorta en la lectura segundos después.
Al escuchar que la joven volvía a su lectura, Sherlock abrió sus ojos y la observó de reojo. De un tiempo a ésta parte, el joven detective había comenzado a sentir algo muy intenso por Cora. Algo que jamás en su vida había sentido. Cada vez que la de ojos rubí se hallaba a su lado, o inclusive decidía oponerse a Mycroft, defendiéndolo de sus constantes humillaciones, su corazón se llenaría de felicidad y calidez. Cada vez que ella se encontraba triste... Le dolía. Y cuando comprendió lo enferma que se encontraba, aquello lo hizo estremecer. Solo recientemente había logrado comprender qué era exactamente lo que sentía: amor. Sin embargo, se encontraba en conflicto consigo mismo, pues aunque lo que sentía por ella era extremadamente intenso, Mycroft siempre le había asegurado que el amor y cualquier otro tipo de sentimiento era una desventaja, una debilidad. Por ello había intentado ocultar sus sentimientos con todas sus fuerzas, mas se encontraba fallando lentamente. Cuando ella le sonreía, cuando lo ayudaba en los casos, al preocuparse por él... Sherlock no se sentía débil, sino que se sentía fuerte gracias a ella. Cora era una mujer independiente, fuerte, leal, e igual de inteligente que él mismo.
Mientras leía el libro, Cora había dejado apoyada su mano derecha en el pequeño espacio que había entre ella y el detective, sin siquiera percatarse de ello. Sherlock, aún con sus ojos entrecerrados, se aseguró de que John aún estuviera mirando por la ventana, y en efecto, así era. Después, su mirada se posó en la mano de la pelirroja, y tras unos breves instantes, posó su mano sobre la de ella. La docente sintió que algo se posaba sobre su mano, y volvió su rostro, observando que la mano del detective estaba sobre la suya. Cora sonrió y observó el rostro de Sherlock, quien tenía los ojos cerrados, su respiración tranquila. Asumiendo que el joven estaba dormido, la pelirroja volvió su vista a su libro, sin apartar la mano del detective de la suya. El joven abrió sus ojos y observó a la joven que tenía a su lado. Se percató de que no había apartado su mano, lo que no hizo más que confirmar sus sospechas: Cora también estaba enamorada de él. Sonrió y cerró los ojos, volviendo a concentrar sus pensamientos en el caso.
Cuando todo hubiera acabado, Sherlock estaba decidido a hablar con ella sobre sus sentimientos.
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