| -El busto de Margaret Tatcher- |
Al cabo de unos días, el Detective Asesor se reunió con su hermano en su despacho particular, pues deseaba avanzar en el caso del busto de Tatcher. Por su parte, la pelirroja estaba en el colegio, dando a sus alumnos unas clases particulares de Inglés y Japonés. Sherlock paseaba de un lado a otro de la estancia, frente al escritorio de Mycroft.
–Yo la conocí. –mencionó Mycroft, observando a su hermano menor.
–¿A Tatcher? –inquirió el joven de ojos azules-verdosos.
–Arrogante, me pareció. –comentó el miembro del Gobierno Británico.
–¿¡A TI te pareció arrogante!? –inquirió Sherlock con un tono extrañado y algo sorprendido.
–¡Lo sé! –exclamó el mayor de los Holmes con una sonrisa, antes de que ésta se borrase, sus ojos fijándose en la pantalla del teléfono móvil de Sherlock, donde había una fotografía de la pelirroja con Rosie en brazos, en su rostro una sonrisa–: ¿Qué hago mirando esto? –le preguntó al de cabello castaño.
–Es ella. La hija de John y Mary. –replicó el detective.
–Oh, entiendo, sí. Con tu mujer... –comenzó a decir su hermano mayor, observando la imagen con una forzada sonrisa–. Se la ve... Plenamente funcional. –comentó, falto de palabras para describir a la bebé.
–¿No se te ocurre nada mejor? –cuestionó Sherlock, dejando de caminar y fijando su vista en su hermano, su mirada extrañada.
–Lo siento. Nunca se me han dado bien...
–¿Los bebés? –inquirió el detective, su hermano sonriéndole con ironía.
–Los humanos. –replicó, Sherlock acercándose a la mesa y cogiendo su teléfono móvil, guardándolo en el bolsillo de su chaqueta.
–Moriarty: ¿tenía algún vínculo con Tatcher? ¿Algún interés en ella?
–¿Por qué lo iba a tener? –cuestionó Mycroft.
–¡No lo sé, dímelo tú!
Mycroft suspiró con pesadez antes de inclinarse sobre su mesa, observando ficheros acerca del difunto Criminal Asesor.
–En su último año de vida, James Moriarty estuvo implicado en cuatro magnicidios, más de setenta robos y atentados terroristas de todo tipo, entre ellos, una fábrica de armamento químico en Corea del Norte. Y había mostrado cierto interés en localizar la famosa Perla Negra de los Borgia, que sigue desaparecida, por cierto. Lo digo por si te apetece dedicarte a algo útil. –le comentó con un tono serio, antes de sonreírle con sarcasmo.
–Es una perla. Que se compren otra. –sentenció Sherlock, lo que hizo a Mycroft poner los ojos en blanco por unos instantes–. Hay algo relevante. Estoy seguro. Puede que sea Moriarty. Puede que no, pero algo se avecina. –reflexionó en voz alta, sus ojos perdidos en la distancia, provocando que Mycroft frunza el ceño.
–¿Tienes premoniciones, hermano mío? –inquirió Mycroft con un tono extrañado, inclinándose en su escritorio.
–El mundo está tejido de millones de vidas. Cada hilo entrelazado con otro. Lo que llamamos premoniciones es un movimiento de la urdimbre. Si pudiéramos separar cada hebra de datos, el futuro sería computable. Tan inevitable como las matemáticas. –se explicó el detective con calma, esperando terminar con aquella tediosa reunión, para poder regresar a casa con su pelirroja.
–Cita en Samarra. –sentenció Mycroft con una sonrisa.
–¿Perdón? –Sherlock miró a su hermano, saliendo del leve trance en el que había entrado.
–El mercader que no pudo evadir a La Muerte. –dijo, lo que provocó que Sherlock frunciese el ceño–. De niño siempre odiaste esa historia. Entonces no te interesaba la predestinación. –comentó, lo que por un momento hizo aparecer un tic en el ojo del detective, quien adoraba a su mujer, llegando a admitir que en cierto modo, ambos habían nacido para conocerse.
–No sé si ahora me gusta. –terminó por decir el Detective Asesor, cogiendo su gabardina y colocándosela.
–Escribiste tu versión, si no recuerdo mal. Cita en Sumatra. El mercader se va a otra ciudad y no le pasa nada. –comentó Mycroft, lo que hizo que Sherlock suspirase de forma pesada.
–Buenas noches, Mycroft. –se despidió el joven de ojos azules-verdosos tras resoplar, comenzando a alejarse del escritorio–. Ahora si me disculpas, debo volver con mi esposa.
–Y luego se hace pirata. A saber por qué...
–Tenme al tanto.
–¿De qué?
–No tengo la menor idea. –replicó el detective, saliendo del lugar y cogiendo un taxi hacia el 221-B.
Cuando el joven de cabello castaño llegó a Baker Street, eran ya poco menos pasadas las cuatro de la mañana. El joven abrió la puerta principal con lentitud, esperando no hacer mucho ruido. Subió con calma las escaleras que conducían a su piso, encontrando la estancia en una total oscuridad, lo que le hizo sospechar que su mujer ya se encontraba acostada en la cama. En su rostro apareció una sonrisa dulce al ver a Cora dormida en su cama, su cabello desparramado por la almohada, su respiración tranquila. Se despojó de su ropa y vistió con el pijama, antes de sentarse en su lado del lecho, acariciando el hombro de su mujer con suavidad, lo que provocó que Cora diera un leve suspiro satisfecho. El Detective Asesor volvió a sonreír al ver esa reacción, inclinándose sobre ella, besando su cuello y después su mejilla, lo que provocó que ella se girase, abriendo sus ojos lentamente para observarlo.
–¿Cariño...? Has tardado mucho. –comentó con una voz somnolienta.
–Lo sé, querida. –replicó, besándola–. Lo siento. Quería volver rápido, pero ya sabes cómo es Mycroft. –continuó besándola, rodeando ella su cuello con los brazos.
–Lo sé... –dijo Cora–: ¿pero no querrías trabajar en el caso de Moriarty? Quiero decir, en vez de...
–Eso ahora da igual. –replicó Sherlock, interrumpiéndola–. Necesito un descanso. –apostilló, besando su cuello, para después capturar sus labios en un beso apasionado.
Ambos sonrieron, y continuaron demostrándose mutuamente todo el amor y respeto que se tenían durante toda la noche.
A la mañana siguiente Cora despertó al sentir los rayos del sol en sus ojos, desperezándose con calma. Escuchó la voz de su marido, que provenía de la sala de estar, por lo que rápidamente dedujo que se encontraba con un cliente. De pronto, se sobresaltó por el estruendoso sonido de una puerta cerrándose de golpe, por lo que se vistió con presteza y de forma cómoda, saliendo de la habitación, encaminándose hacia la sala de estar del 221-B, donde encontró a Sherlock sentado en su sillón, un cliente en la silla, y en el sillón de John... Un globo rojo. Aquello hizo que arquease una ceja antes de ir a la cocina para prepararse un café con leche. Allí se encontró con John, quien la saludó con una sonrisa.
–No siempre ha vendido seguros. Antes trabajaba con las manos... Oh, no se moleste en asombrarse: tiene la mano derecha casi una talla más grande que la izquierda, por el trabajo duro. –le comentó el detective a su cliente, cruzando las piernas.
–Buenos días... –le susurró el doctor a la de ojos escarlata.
–¿A qué viene eso del globo? –inquirió la detective en voz baja, apoyándose en la encimera de la cocina, la taza de café aún en sus manos, dando un sorbo de ésta.
–Es un sustituto mío. –replicó John en voz baja–. Estaba deseando ver cuánto tardaría Sherlock en percatarse de que no soy yo. –comentó, provocando una pequeña carcajada por parte de Cora, quien dio un sorbo más al café.
–Era carpintero. Como mi padre. –le informó el cliente al detective de cabello castaño, quien rápidamente lo interrumpió.
–Intenta dejar de fumar--sin éxito--y tuvo una novia japonesa importante para usted, por la que ahora siente indiferencia.
–¿Cómo puñetas...? Cigarrillo electrónico. –replicó el cliente con una sonrisa nerviosa, agachando el rostro y observando sus bolsillos.
–No solo eso--diez cigarrillos--si quisiera dejar de fumar en interiores, utilizaría una pipa electrónica, pero cree que lo puede dejar, por lo que no quiere comprar... Una pipa, porque significa que no va en serio con lo de dejarlo. Y se compra cigarrillos, convencido de que cada uno será el último –continuó, deduciendo el hábito de su cliente–: ¿Algo que añadir, John? –inquirió, volviendo el rostro hacia el sillón de John, percatándose al fin del globo, lo que provocó que Cora se carcajease al ver la expresión de su marido–, ¿John?
–Eh, sí, sí, te escucho. –replicó el rubio, caminando con la mujer del detective hasta la sala de estar.
–¿Qué es eso? –inquirió Sherlock, sus ojos abiertos como platos.
–Eso soy yo. Bueno, mi... Sustituto. –contestó John.
–No te fustigues. Sabes que valoro tus... Pequeñas contribuciones. –sentenció el detective antes de mirar a su mujer–. Buenos días, querida, ¿has dormido bien? –inquirió con una sonrisa ladeada de carácter pícaro, implícitamente recordando los eventos de la noche anterior.
–Por supuesto que sí, cariño. –replicó Cora con una sonrisa cariñosa, ante lo cual Sherlock le guiñó el ojo, provocando que se sonrojase.
–Bueno, pues lleva ahí desde las nueve de la mañana. –continuó John, dirigiéndose al de ojos azules-verdosos.
–¿Ah, sí? ¿Y dónde estabas? –inquirió Holmes.
–Ayudando a la Sra. H. con un Sudoku.
–¿Y lo de mi novia? –inquirió el cliente, captando la atención de ambos detectives.
–¿Qué? –Sherlock giró su rostro hacia el cliente, la de cabello carmesí deduciendo al hombre, dando un nuevo sorbo al café.
–Ha dicho que tenía una ex.
–Lleva un tatuaje japonés en el codo con el nombre Akako. Ha intentado borrárselo. –apostilló Cora, interviniendo en la conversación por vez primera, sonriendo al ver la mirada confusa del hombre–. Disculpe mis modales: Cora Holmes. La esposa del Sr. Holmes. –se presentó, el hombre observándola de pies a cabeza.
–Oh, pero eso significa que quiero olvidarla, no que sienta indiferencia. –indicó el cliente, ante lo cual Cora negó con la cabeza.
–Si de verdad hubiera herido sus sentimientos habría hecho desaparecer la palabra –continuó deduciendo la de ojos escarlata–, pero el primer intento fue fallido y no ha habido más, luego puede vivir con el recuerdo borroso de Akako. De ahí la indiferencia. –puntualizó, el cliente alzando sus manos con una risa nerviosa.
–Creí que había hecho alguna genialidad. De hecho, usted no parece haberlo notado de inmediato, aunque no me importaría llega a conocerla mejor... Es una belleza. –comentó, lo que hizo que Cora lo observase en un ligero shock por sus palabras, mientras que su marido tenía el ceño fruncido y su rostro expresaba una clara furia, molesto por la forma en la que había insultado a su mujer, así como el descarado flirteo que acababa de suceder ante sus ojos–. Pe-pero ahora que lo ha explicado, es sencillísimo, ¿no? –inquirió de forma nerviosa, presionado por la mirada del detective.
Sherlock dio un largo suspiro debido a que necesitaba calmar su temperamento, por lo que se acomodó en su sillón observando a su cliente.
–Le he ocultado esta información hasta ahora, Sr. Kingsley, pero creo que es hora de que sepa la verdad. –le comentó el de ojos azules-verdosos.
–Cuénteme.
–¿Se ha preguntado si su mujer era demasiado para usted? –inquirió el sociópata.
–Pues-
–Creía que tenía un amante... Me temo que es mucho peor: su mujer es espía. –lo interrumpió Sherlock con rapidez.
–¿¡Qué!? –preguntó Kingsley, sorprendido.
–Así es. Su verdadero nombre es Greta Bengtsdotter. Sueca, y probablemente la espía más peligrosa del mundo. Lleva cuatro años infiltrada haciéndose pasar por su esposa, con un único fin: acercarse a la embajada Americana que está en frente de su casa. Mañana, el presidente de Estados Unidos estará en la embajada en visita oficial. Mientras el mandatario saluda a los empleados, Greta, disfrazada de limpiadora, le inyectará en la nuca, una peligrosa nueva droga que lleva oculta en un compartimento secreto de su protector anti-sudoración axilar. Dicha droga dejará al presidente a merced de la voluntad de su nuevo amo, que no es otro que James Moriarty. –replicó Sherlock a una gran velocidad, haciendo casi imposible que el Sr. Kingsley siguiera la conversación, lo que se evidenció por su expresión confusa.
–¿¡Qué!?
–Moriarty usará después al presidente como peón para desestabilizar la asamblea de las Naciones Unidas, que ha de votar un tratado de no proliferación nuclear, inclinando la balanza hacia un primer golpe contra Rusia. Estos acontecimientos serán imparables, y desencadenarán la IIIª Guerra Mundial. –continuó el Detective Asesor en una rápida sucesión de palabras.
–¿En serio? –inquirió John tras carcajearse junto a la pelirroja, quien acababa de terminarse el café.
–Claro que no. Su mujer le dejó porque le apesta el aliento y usaba su ropa interior. –comentó el detective, levantándose del sillón, pasando al lado de su mujer, brindándole un beso afectuoso. Después se dirigió a la puerta de la sala de estar.
–¡Mentira! –se apresuró a negar el cliente, ante lo cual John y Cora le dirigieron una mirada severa–: Solo los sujetadores.
–¡Fuera! –sentenció Sherlock con un tono malicioso, abriendo la puerta de la sala de estar, el cliente saliendo por ella a los pocos segundos, cerrando el detective la puerta con un leve movimiento molesto.
–¿De qué va todo esto? –inquirió John, confuso por la actitud de su mejor amigo.
–Diversión. –sentenció el de cabello castaño.
–¿Diversión?
–Ese hombre ha insultado a mi mujer. Creo que se lo merece. –apostilló Sherlock, su tono aún molesto–. Se ha atrevido a flirtear con ella en mi presencia, ¡por Dios! –exclamó, llevándose las manos a la cabeza, su mujer acercándose a él tras dejar la taza de café en la cocina, abrazándolo por la espalda.
–Gracias, cariño.
–De nada, querida. –dijo el sociópata, besando sus manos, antes de escuchar unos golpes en la puerta, entrando la Inspectora Hopkins por ella.
–Eh, Sherlock...
–La perla Borgia. Aburrido. Fuera. –sentenció el sociópata, empujándola fuera de la estancia y cerrando la puerta, instantes antes de ser abierta por Lestrade–. Ya puede ser bueno. –le dijo al inspector en cuanto lo vio.
–Hola padre. –lo saludó Cora con una sonrisa, colocándose junto a su marido.
–Hola hija. –bromeó Greg antes de mirar al marido de la detective–. Te va a gustar, Sherlock. –indicó, alzando su mano derecha, una bolsa en su mano. Ésta estaba llena de trozos rotos de escayola, los cuales pertenecían sin duda al busto de Margaret Tatcher. El detective cogió la bolsa, examinándola de cerca.
–¿Es el busto, no? El que se rompió.
–No. Es otro. De otro dueño. De otra zona de la ciudad. Teníais razón: es relevante. Aquí pasa algo. –replicó Lestrade, quien fijó su vista en Sherlock, que tenía una expresión muy intensa en su rostro–: ¿Qué pasa? Creí que te agradaría.
–Me agrada. –afirmó el sociópata.
–Pues no lo parece...
–Ha empezado la partida. –replicó el sociópata de cabello castaño–. Es mi cara de jugador.
Poco después de aquellas palabras, Sherlock se encontraba sentado en la mesa de la cocina, examinando los trozos de escayola bajo la lente de un microscopio. Cora se encontraba a su lado, sus guantes puestos, examinando con sus propios ojos algunos de los pedazos, en busca de pistas. John por su parte se encontraba junto a Lestrade cerca de la puerta de la sala de estar.
–Han roto otros dos desde el de los Welsborough. –les notificó Lestrade–. Uno del Sr. Mohandes Hassan...
–¿Son idénticos? –cuestionó John.
–Sí; y este es de un tal Dr. Barnicot de Holgon. Tres en total. A saber quién será el chalado...
–Hay gente que se obceca, ¿verdad? Con una idea fija –comentó la pelirroja, examinando otro pedazo–; se obsesionan con algo y no pueden dejarlo estar. –apostilló, lo que hizo que John mirase intencionalmente a Sherlock con una sonrisa.
–No, no me vale. Había otros objetos de Margaret... ¿Margaret? –sentenció Sherlock antes de hacer una pausa.
–Ya sabes quién es.
–Donde se cometió el primer robo... ¿Por qué se obsesionaría un monomaniaco con una solo? –inquirió, cuando de pronto su mujer tomó un pequeño trozo y lo interrumpió.
–Sangre. –sentenció Cora, sus ojos brillando ligeramente por unos segundos, antes de entregarle la muestra a Sherlock, quien la cogió con unas pinzas–. Y un montón. –apostilló.
–Perfecto, querida –la alabó su marido–: ¿Hubo heridos en el lugar del delito? –le preguntó al Inspector de Scotland Yard.
–No. –replicó Greg con rapidez, mirando su reloj.
–Pues el sospechoso debió cortarse al romper el busto. –indicó la de cabello carmesí.
–Vamos. –dijo Sherlock, introduciendo la muestra de escayola ensangrentada en una bolsa de pruebas.
–¿A Holborn? –inquirió Lestrade.
–A Lamberth.
–¿Lamberth? ¿Por qué?
–A ver a Toby. –sentenció el detective, guiñándole un ojo a su mujer, quien sonrió divertida.
–De acuerdo: ¿a quién? –inquirió John, de pronto confuso.
–Ya lo verás. –indicó Cora, levantándose de la silla, mirando al rubio.
–Vale –accedió el doctor antes de dirigirse a Lestrade–, ¿vienes?
–No. Ha quedado a comer con una morena de la científica, y no quiere llegar tarde. –intercedió el sociópata, contestando por él, al tiempo que se levantaba de la silla, colocándose la chaqueta.
–¿Cómo lo sabes? –lo cuestionó el Inspector de Scotland Yard.
–La manga derecha de tu chaqueta, más el formaldehído mezclado con la colonia, y tu incapacidad para dejar de mirar el reloj. Pásalo bien. –indicó Sherlock con rapidez, dando a conocer sus deducciones.
–Lo haré.
–Hazme caso: no te conviene. –sentenció el detective.
–Querido... –advirtió Cora.
–¿Qué? –inquirió Lestrade desde el rellano que conducía a la escalera.
–No es la definitiva.
–Pues gracias... ¡Pitoniso! –exclamó Lestrade antes de marcharse del piso de los detectives.
John en ese momento decidió acercarse a su mejor amigo, quien volvía a escribir mensajes de texto en su teléfono móvil.
–¿Por qué le dices eso? –preguntó.
–Tiene tres hijos en Rio de los que no sabe nada.
–¿Te lo estás inventando?
–Puede ser. –respondieron ambos detectives al unísono antes de salir por la puerta.
–¿Quién es Toby? –inquirió John, siguiendo a los dos cónyuges.
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