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| -Debilidad- |

Alternativamente, la joven de cabello pelirrojo que se encontraba postrada en la cama del detective, se había levantado debido al sonido seco de algo golpeando contra el suelo, por lo que hizo un gran esfuerzo por levantarse, caminando a la sala de estar, encontrando al detective inconsciente. Aquella visión hizo que su ya por consiguiente--cansado--cerebro, comenzase a provocarle migrañas y fiebre alta debido a la ira y decepción que comenzaron a apoderarse de ella.

¿Morfina o cocaína? ¿Qué ha sido? –preguntó, su voz rasgada y agotada por la enfermedad, pero en gran medida por la tos sanguinolenta. La joven cerró la puerta de la habitación de Holmes con la mayor fuerza que pudo, observando con cansancio cómo Holmes comenzaba a recuperar la consciencia–. ¡Contéstame, por amor de Dios! –exclamó, su voz casi rompiéndose debido a la fuerza que tuvo que emplear, apoyándose con una mano en la pared.

–Moriarty ha estado aquí. –comentó el detective, despertándose de golpe.

Moriarty está muerto, Holmes. –rebatió ella con un tono enfadado por la actitud del joven de ojos azules-verdosos. La mujer de ojos escarlata caminó como pudo hasta quedar frente a la chimenea, apoyándose en el borde de ésta, mientras que el joven de cabello castaño daba un leve saludo con la mano izquierda, antes de darse la vuelta sobre su espalda.

–Yo iba en un avión. –mencionó, lo que hizo arquear una ceja a la joven.

–¿Un qué? –preguntó Cora, confusa por ese nuevo término.

–Estabais tú, Watson y Mycroft. –replicó, alzando su rostro. A los pocos segundos se apoyó en su codo, mientras que la joven comenzaba a hablar.

–No has salido de este piso, Holmes. No... Te has... Movido. –negó ella, luchando por mantenerse de pie, pues estaba muy débil–. Ahora dime: ¿morfina o cocaína? –preguntó, su respiración comenzando a ser agitada.

Cocaína. –replicó el pasando su mano por su pelo, antes de colocar la jeringa en la caja y levantarse, con ésta en las manos–. Una solución al siete por ciento –comentó, observando a la joven, que de pronto se veía extremadamente pálida–: ¿Quieres probarla? –inquirió, extendiendo sus brazos hacia ella.

–No. Ni hablar. –negó ella, sintiendo que poco a poco sus fuerzas desaparecían–. Pero me encantaría encontrar hasta el último gramo que tienes en tu poder y tirarlo por la ventana. –indicó, logrando encontrar las fuerzas necesarias para emitir un tono airado.

–Mi reacción sería impedírtelo. –replicó él con una sonrisa en sus labios. Cora no pudo contener más su cansancio, por lo que sus piernas fallaron, cayendo al suelo completamente exhausta–. Izumi... –murmuró el joven, percatándose en su estado de juicio nublado por las drogas, del lamentable estado en el que se hallaba ella, el cual él había agravado por su estúpida decisión. Con calma, dejó la caja con la jeringa en la mesa, cogiendo a la joven en brazos y sentándola en su sillón, cerca de la chimenea.

–Holmes... ¿Hay una lista? –preguntó ella, su rostro palideciendo poco a poco. Al no recibir respuesta por parte del detective, quien la observaba con los ojos apenados, volvió a hablar–. Dime dónde están. Dime dónde las has escondido. –pidió, sus ojos abriéndose con un esfuerzo máximo.

–Cora... Yo...

–¿Dónde están, Holmes? –insistió, su tono de voz ahora muy bajo.

–¿Por qué debería decírtelo, Izumi? –su tono se volvió serio–, ¿Para culparte por no habérmelo impedido?

Cora cerró los ojos con lentitud, su respiración pesada y agitada. Por unos segundos a Holmes le pareció que había dejado de respirar, como si se tratase de una muñeca, hasta que volvió a hablar.

–Holmes, sabes perfectamente que podría llamar a Watson y explicarle lo sucedido. Ambos encontraríamos esas malditas cosas y las tiraríamos por la ventana, porque sé que él estaría completamente de acuerdo conmigo. –comentó la mujer de cabello carmesí, masajeándose lentamente el puente de la nariz.

–Y como te he dicho antes, mi reacción sería impedíroslo. –gruñó el detective, en ese momento no discerniendo que sus palabras podían agravar la salud de ella.

–Y... Watson... te recordaría--a la fuerza--quién de los dos es soldado... Y quién un drogadicto. –le rebatió Cora, haciendo pausas al hablar debido a su estado cada vez más agotado.

–Watson no es soldado, Izumi. Es médico. –discutió el de ojos azules-verdosos.

–No, Holmes.. Es médico militar. –rebatió ella con sus manos apoyadas en sus rodillas, observando cómo el detective se arrodillaba junto al sillón–. Podría... Romperte todos los huesos del cuerpo mientras los iba nombrando...

–Mi querida Izumi, las emociones te están nublando el juicio.

–Nunca con un caso. –le recordó, su tono alzándose unos pocos segundos, apuntando con su brazo derecho de forma débil hacia la jeringa–. Me prometiste que nunca con un caso, Sherlock... –lo miró a los ojos, éstos vidriosos. El joven miró los ojos de la mujer que lo hacía estremecer, fijándose rápidamente en que su respiración aumentaba de ritmo, debido a la fiebre y agotamiento total.

–Escúchame –dijo ella, su tono serio a pesar de la fiebre–, me hago pasar por tu protegida por ti, y... Seguro que Watson estará encontrado de hacerse el tonto por ti. Correremos detrás de ti como dos idiotas para que parezcas listo, si es lo que necesitas... Pero POR DIOS BENDITO, ¿estarás a la altura de la circunstancias? –exclamó la joven antes de comenzar a toser de forma violenta, hasta llegar un momento en el que el detective tuvo que sujetarla para evitar que convulsionase demasiado, levantándola del sillón y sujetándola contra él.

–Cora... –musitó el detective tratando de calmar a la joven, al fin disipándose la niebla de su mente, percatándose de todo lo que lo rodeaba, y del estado de su compañera, su tono dulcificándose.

–La gente te necesita... –musitó ella entre ataques de tos, los cuales logró sofocar con un pañuelo.

–¿Qué gente? ¿Por qué? ¿Por las historias tontas de Watson? –preguntó, incluso aunque quería sonar molesto, su tono siendo suave al tenerla cerca.

–Sí, por sus historias tontas... –afirmó ella, haciendo un esfuerzo por hablar, sujetándose a sus hombros–. Pero... Si no puedes hacerlo por eso... –comenzó a decir antes de interrumpirse por otro ataque de tos.

–¿Sí? Continúa. –pidió el joven de cabello castaño, su tono bajando sin perder su suavidad, sus ojos azules-verdosos observando los escarlata de ella.

–Si no puedes hacerlo por eso... O por Watson... –retomó la conversación, su voz frágil, comenzando a temblar por lo que estaba a punto de preguntarle–: ¿Podrías hacerlo por mi? Por favor, no quiero ver cómo te haces esto de nuevo, Sherlock... Hazlo por mi. –rogó, dejando salir los sentimientos que albergaba por el detective por vez primera, el amor que sentía irradiando en sus palabras, aferrándose a él como si se tratase de su tabla de salvación.

Sherlock abrió sus ojos con pasmo durante una fracción de segundo, procesando las palabras de la pelirroja, quien se encontraba sujeta entre sus brazos, y a quien amaba. Al escucharla decir esas palabras, el detective no puso freno a sus impulsos y la aproximó hacia su torso, presionando sus labios contra los de ella, brindándole un beso lento y tierno. Cora apenas tuvo tiempo de registrar en su mente lo que estaba ocurriendo, pues una sensación muy agradable invadió su cuerpo, sintiendo los labios del hombre que amaba en los suyos, correspondiendo el beso sin siquiera ser consciente de ello. Con algo de esfuerzo por su parte, la joven rodeó el cuello de Sherlock con sus brazos, mientras que él la mantenía sujeta, habiendo rodeado su cintura con los brazos. El de cabello castaño acarició su espalda, notando que, efectivamente, se encontraba mucho más débil por la enfermedad. Con suavidad, ladeó el rostro para profundizar el beso lo máximo que le fuera posible, reaccionando Cora de igual manera, intentando intensificar esa sensación de felicidad que invadía todo su ser. Tras unos cuantos minutos--los cuales le parecieron horas a Cora--el joven detective rompió el beso, para después proceder a besar su mejilla y su frente, tomándola entre sus brazos, comenzando a caminar hacia su habitación, pues notaba lo exhausta que se encontraba la joven.

¿Es la cocaína la que habla? –preguntó Cora mientras Holmes la colocaba en la cama–, ¿O eres tú?

La de ojos escarlata alzó su mano hacia el rostro del detective, acariciando su mejilla con suavidad. Éste tomó su mano en la suya, acariciándola con cariño, arropándola.

Descansa por ahora. –le dijo a la pelirroja, quien asintió de forma débil, casi imperceptible–. Más tarde hablaremos. Debes recuperarte.

–¡Sr. Holmes! ¡Sr. Holmes! –se escuchó gritar a Archie, quien acababa de entrar a la sala de estar.

–Promete... Que no volverás a hacerlo... –musitó ella, su voz agotada.

–Te lo prometo. –murmuró él a modo de réplica, pese a saber que ella confiaba ciegamente en él–. No volveré a hacer algo que te provoque dolor... –afirmó, besando su frente, antes de dirigirse hacia Billy, quien acababa de acercarse a ellos.

–¡Un telegrama para usted, Sr. Holmes! –exclamó el niño antes de marcharse de allí. El detective abrió el telegrama con rapidez, comenzando a leer las palabras allí escritas, su tez tornándose pálida a cada palabra.

–¿Sherlock, qué ocurre? –preguntó Cora en un hilo de voz, negándose a sucumbir al cansancio sin saber qué era lo que sucedía.

Es Mary. –replicó él.

–¿Mary? ¿Qué pasa con ella? –inquirió una voz muy conocida, provocando que Holmes se gire, observando que Watson estaba allí.

–Es muy posible que esté en peligro. –replicó el detective, tras haber leído el telegrama, despojándose de su bata.

–¿En peligro? –preguntó Cora desde el lecho.

–¿Qué peligro podría correr Mary? –inquirió John, confuso–. ¿Y qué te ha pasado, Cora? ¡Por amor de Dios!

–No te preocupes por mi, John... Solo estoy tosiendo un poco. –replicó ella–. Ayudad a Mary, por favor.

–Pero Cora... –comenzó a decir John, antes de observar que la pelirroja perdía la consciencia–, ¡Por Dios, Cora! –exclamó el doctor, tomando su pulso, comprobando que era bastante pausado, más de lo que debería–. Está agotada...

–No hay tiempo que perder, Watson. –indicó Holmes, observando a la joven en su cama, poniéndose el abrigo.

–Pe-pero Holmes... ¿qué peligro podría correr Mary? Seguro que está visitando a sus amigas. –comentó John.

–¡Vamos! –exclamó el detective de ojos azules-verdosos, saliendo por la puerta de la habitación, procediendo a salir de la sala de estar. John siguió a su compañero rápidamente, observando cómo se apoyaba en la barandilla de la escalera, pues se tambaleaba. El detective continuó caminando por el pasillo hasta llegar al perchero donde estaban colgados los sombreros.

–¿Qué está pasando? –inquirió John, bajando por las escaleras–, ¿Estás en condiciones, siquiera? ¿Y qué hay de Cora? ¿La vas a dejar así?

–Por Mary, por supuesto. Si fuera Cora también estaría en condiciones. No lo dudes, Watson. Jamás. –replicó Sherlock con vehemencia–. Cora ahora mismo no está lo bastante saludable como para acompañarnos, por lo que la Sra. Hudson se ocupará de ella. –indicó antes de sentirse mareado, apoyándose en la pared, profiriendo un gruñido de molestia.

–¿Holmes? –se apresuró John a acercarse a su amigo.

–¡Estoy bien! ¡Estoy bien! –exclamó el detective, sobresaltando al doctor, quien inmediatamente logró adivinar qué había pasado.

–¿Has vuelto a consumir, cierto? ¡Por eso Cora se encuentra en ese estado!

Sherlock ignoró esa cuestión que Watson le había dirigido, alzando su brazo para coger uno de los sombreros, cuando su amigo retiró su mano.

–Ese no. –indicó, cogiendo la gorra de caza–. Este. –gruñó el doctor.

–¿Por qué? –inquirió el detective ladeando su cabeza, confuso.

Porque eres Sherlock Holmes. Ponte el sombrero. –replicó con ira, entregándole la gorra. Sherlock cogió la gorra con reticencia y se la colocó, instantes antes de gritar.

–¡Sra. Hudson, cuide de Cora hasta que volvamos! –exclamó antes de salir del piso y coger un carruaje.

Más tarde, una vez estuvieron en el carruaje--el cual recorría los campos ingleses--ambos hombres se mantuvieron en silencio durante unos minutos, el sol ya muy bajo en el horizonte.

–Dime, ¿dónde está? –inquirió John observando a Sherlock, quien se masajeó el puente de la nariz–, ¡Tienes que contarme lo que pasa! –exclamó el doctor, notando el nerviosismo del detective, aunque estaba seguro de que se trataba por la pelirroja.

–¡Oh, el bueno de Watson! ¿Cómo llenaríamos el tiempo si no hicieras preguntas?

¡Sherlock, dime dónde está mi mujer, pedante de mierda, o te rompo la crisma! –escuchó exclamar la voz de John, aunque cuando el detective se giró para mirarlo, éste no parecía haber dicho nada–. Holmes, ¿dónde está? –inquirió de forma insistente.

–Una iglesia no consagrada. Cree que ha encontrado la solución, y a falta de una razón mejor, va a correr un riesgo considerable. –replicó Sherlock–. Qué magnífica elección de esposa. –comentó, recordando a Cora.

Al llegar a la iglesia, los dos hombres se internaron en ella, corriendo por los pasillos, hasta que de pronto, Mary apareció de entre las sombras, sobresaltando a su marido.

–¡La madre que me trajo...! –exclamó el doctor, observando que Mary señalaba con su mano izquierda al interior de la iglesia.

–Los he encontrado –les notificó la mujer rubia comenzando a caminar con los dos hombres, adentrándose aún más en el interior de la iglesia, donde se escuchaba un cántico–: ¿qué hay de la Srta. Izumi? ¿Dónde está? –preguntó, notando la ausencia de la joven.

–Se encuentra aún muy enferma. –replicó Sherlock rápidamente–. La hemos dejado en Baker Street al cuidado de la Sra. Hudson. –añadió, descendiendo por unas escaleras hasta llegar a una planta baja, donde varias antorchas estaban encendidas.

–¿Qué es todo esto, Mary? –inquirió John.

–Esto es el corazón de todo, John, el de la conspiración. –replicó ella, mientras los tres continuaban caminando hacia la cripta.

El cántico comenzó a hacerse más fuerte, distinguiéndose las voces femeninas que lo proferían. Los tres llegaron entonces a unas ventanas de piedra en forma de arco, colocándose Mary y Sherlock en una, mientras que Watson se colocaba en la otra, observando una hilera de figuras vestidas con túnicas pasar frente a ellos.

–Dios... ¿Qué es este lugar? –preguntó John, claramente intrigado por todo aquel escenario tétrico–, ¿Y qué puñetas haces aquí?

–He estado indagando. Me lo pidió el Sr. Holmes. –replicó Mary, provocando que John dirigiese su mirada a Sherlock.

–¿¡Holmes, cómo has podido!?

–No, él no. El listo. –replicó Mary–. Me resultaba evidente que esta trama no podía montarse en solitario. Mi teoría es que la Sra. Ricoletti tuvo ayuda--ayuda--de sus amigas.

–Bravo Mary –la felicitó el detective antes de mirarla con una ceja alzada–: ¿el listo? –inquirió, lo que hizo sonreír a la mujer de Watson.

–Creía que te perdía. Que quizá nos estábamos descuidando. –dijo John.

–Fuiste tú el que se fue de casa... –comentó Sherlock tras desviar la mirada hacia él.

–Estoy hablando con Mary. –rebatió el doctor–. Y más te vale tener lista una buena disculpa cuando regresemos, porque Cora no va a aguantar mucho más ésta situación. Su salud es peor de lo que pensaba... –comentó, lo que hizo que Holmes se tensara imperceptiblemente– ¿Trabajas para Mycroft? –le preguntó a su esposa.

–Le gusta tener vigilado a su hermano loco.

–Y tenía una espía a mano –comentó Sherlock, desviando su vista a John–: ¿nunca se te ha ocurrido que tu mujer es demasiado hábil para ser enfermera?

–Claro que no. Porque sabe de lo que es capaz una enfermera –replicó la rubia con una sonrisa–: ¿cuándo se te ocurrió?

–Ahora mismo, me temo. –replicó el detective–. Dime, ¿qué hay de Izumi? ¿Ella...?

–Tan sagaz como siempre. La Srta. Izumi lo sabía ya desde hace mucho tiempo.

–¿¡Qué!? –exclamó John.

–Oh, no se lo tomes en cuenta, John. Yo le pedí expresamente que no dijera nada. –indicó Mary antes de girarse hacia Sherlock–. Tiene que ser difícil, ser el hermano pequeño y torpe.

–Hora de espabilar. Basta de cháchara. A concentrarse. –interrumpió el joven, observando la procesión de túnicas.

–Estoy de acuerdo –dijo Mary–, ¿de qué se trata? ¿Qué es lo que buscan?

–¿Por qué no lo averiguamos? –inquirió Sherlock con un tono de broma, antes de correr, persiguiendo a esas misteriosas figuras.

Eventualmente, y tras correr un gran trecho, los tres compañeros llegaron a una pequeña capilla donde se encontraban todas las figuras encapuchadas, recitando su cántico incesante. Sherlock dio una ligera mirada a su alrededor, observando la estancia, y en cuanto se percató de que había un gong suspendido, no pudo evitarlo y lo golpeó, provocando que todas las figuras se girasen hacia ellos, deteniendo su cántico.

–Lo siento. No puedo resistirme a un gong. –comentó, soltando el mazo que había usado para golpearlo–. Ni a un toque dramático. –añadió, lo que provocó que los Watson sonriesen, mientras el detective caminaba entre las figuras–. Aunque parece que comparten mi entusiasmo en ese sentido. Excelente. –continuó, lanzándole Mary una mirada nerviosa–. Teatro de categoría. Aplaudo el espectáculo. –comentó con una sonrisa, caminando hacia la puerta por la que habían entrado–. Emelia Ricoletti se pegó un tiro. Después regresó de la tumba y mató a su marido. Bien, ¿cómo lo hizo? Ordenemos los hechos. –dijo el detective antes de comenzar su deducción–. La Sra. Ricoletti atrae la atención de todos de una forma muy eficaz. Se coloca un revolver en la boca mientras dispara el otro hacia el suelo. Un cómplice rocía las cortinas de sangre, y así su pregunto suicidio es presenciado por la aterrada multitud que está abajo. Otro cadáver--de gran parecido con la Sra. Ricoletti--ocupa su lugar, y es trasladado a la morgue. Un aparatoso suicido de poco interés para Scotland Yard. Mientras, la verdadera Sra. Ricoletti se escabulle. Ahora llega la parte más inteligente. La Sra. Ricoletti convenció a un cochero--a alguien que la conocía--para interceptar a su marido a la puerta de su fumadero de opio. El perfecto escenario para un drama perfecto. Una identificación perfecta. La difunta Sra. Ricoletti resucitada, un burdo maquillaje, y tenemos a un fantasma colérico y vengativo. Solo quedaba una cosa por hacer... –continuó el detective, escuchando en su mente la voz de la pelirroja–: Debía morir. –el detective asintió antes de continuar hablando–. Solo quedaba sustituir a la autentica Sra. Ricoletti por el cadáver de la morgue. Ésta vez, si alguien intentaba identificarla, sería ella, sin ningún género de duda. –comentó, caminando de un extremo a otro de la sala.

–¿Pero por qué lo haría? ¿Morir... Para demostrar que tenía razón? –inquirió Mary.

–Toda gran causa tiene sus mártires. Toda guerra tiene misiones suicidas, y no te equivoques: ésto es una guerra. La mitad de la humanidad contra la otra mitad. –le respondió el detective con un tono sereno–. El ejército invisible, que siempre nos ronda, que atiende nuestros hogares, cría a nuestros hijos, ignoradas, subestimadas, relegadas, sin siquiera derecho al voto. –concluyó, cuando al mismo tiempo las figuras se despojaban de sus capuchas, revelando que eran todas mujeres–. Pero un ejército, sin embargo, listo para revelarse por la mejor de las causas, para enmendar una injusticia tan antigua como la humanidad. Verás Watson –se giró hacia su amigo–, Mycroft tenía razón: esto es una guerra que debemos perder.

–Se estaba muriendo. –le indicó John.

–¿Quién? –preguntó el detective.

–Emelia Ricoletti. –replicó John–. La Srta. Izumi también lo sabía. Había claros indicios de tuberculosis. Dudo que le quedara mucho tiempo.

–Y decidió dar sentido a su muerte. –apostilló Sherlock–. Estaba familiarizada con las sociedades secretas norteamericanas, y pudo inspirarse en sus métodos de miedo e intimidación para echar en cara--públicamente--mucho a Sir Eustace, los pecados de su pasado. –dijo, cuando de pronto una voz femenina se escuchó claramente.

La conoció en Estados Unidos. Le prometió de todo –apareció Molly allí, provocando que John sonriese, pues estaba seguro de que la pelirroja habría estado encantada de verla–: matrimonio, posición... Y luego se divirtió con ella. La dejó de lado, abandonada y sin un penique.

–¡Hooper! –se sorprendió Sherlock.

–Holmes. –dijo ella de forma serena–. Que conste, que Cora ya lo sabía, al igual que su amigo aquí presente. –mencionó la mujer con una sonrisa suave. A los pocos segundos otra mujer se acercó a ellos, quien se presentó como Jannine.

–Emelia creyó haber encontrado la felicidad con Ricoletti, pero él también era una bestia. –se expresó la morena–. Emelia Ricoletti era nuestra amiga. No se hace ni idea de cómo la trataba ese desgraciado.

–Pero... La Novia, Holmes. La vimos. –le recordó el doctor.

–En efecto, la vimos... ¿El sonido de cristales rotos? No fue una ventana. –replicó Sherlock, girándose hacia John y su esposa–. Solo un viejo truco teatral: se llama Fantasma de Pepper. Un simple reflejo, un simple reflejo en un cristal, de una persona de carne y hueso. –se explicó el detective, deseando tener a la pelirroja de ojos rubí a su lado–. Su único error, fue romper el cristal cuando lo quitaron. –concluyó su razonamiento antes de volver a pasear por la estancia–. Mirad a vuestro alrededor. Esta sala está llena de Novias. Una vez resucitada, cualquiera podría ser ella. El fantasma vengador... Una leyenda para infundir terror a todo hombre con malas intenciones; un espectro que acosa a esos bestias impunes que tendrían que haber pagado hace mucho tiempo. Una alianza de furias desatadas. Las mujeres a las que he--hemos--mentido, traicionado... Las que hemos ignorado, y desacreditado. Una vez existe la idea, no se la puede matar. Ésto es la obra de una única persona. Alguien que conocía de primera mano la crueldad mental de Sir Eustace. El oscuro secreto, ocultado a todos menos a sus amigas íntimas... entre ellas Emelia Ricoletti... La mujer a la que su marido agravió todos esos años. –en ese momento una figura vestida de novia entró a la estancia, caminando hacia él–. Si dejamos de lado el fantasma, solo hay una sospechosa, ¿no es así, Lady Carmichael? –inquirió el joven de cabello castaño, observando el rostro oculto por el velo–. Hay un pequeño detalle que no me acaba de cuadrar, sin embargo: ¿por qué contratarnos, para evitar un crimen, que tenía intención de cometer? ¿Hmm?

–No me cuadra, no me cuadra... Pues claro que no te cuadra, porque no existe. Oh, Sherlock –dijo la voz de un hombre antes de retirar el velo de su rostro, apareciendo Moriarty bajo éste, provocando que Sherlock se sorprendiera–. Cu-cu tras.

–No, no, tú no... No puedes ser tú.

–Pero bueno, un poco de seriedad. –le pidió el criminal–. Los disfraces, el gong... Hablando como una mente criminal, en realidad no tenemos gongs, ni trajes especiales. –se sinceró con un tono bromista, mientras que Sherlock cerró sus ojos, claramente aturdido.

–¿Qué está pasando? –escuchó la voz de la pelirroja de pronto, abriendo los ojos y observando a su peor enemigo.

¿Te parece lo bastante absurdo? ¿Lo bastante gótico? ¿Lo bastante demencial, incluso para ti? –le preguntó el de ojos marrones–. No te cuadra, Sherlock, porque no es real. Nada de nada. Está todo en tu mente. Estás soñando. –le clarificó con una voz serena Moriarty.

–¿Sherlock? –escuchó decir a Cora.

–¿Holmes?

–¿Está soñando?

La visión de Sherlock comenzó a clarearse, encontrándose con que estaba tumbado en la cama de un hospital. John estaba inclinado sobre él, observando su función óptica con una linterna pequeña. La pelirroja se encontraba a su lado, agarrando su mano izquierda.

–Y ahí está. –dijo Mycroft con un tono sarcástico–. Por un momento pensé que te habíamos perdido. –comentó, lo que hizo que la prometida del sociópata lo observase de forma severa–. Por curiosidad: ¿esto es lo que llamas consumo moderado?

–La Sra. Emelia Ricoletti. Tengo que saber dónde la enterraron. –comentó el detective con vehemencia, sentándose en la cama con la ayuda de su prometida.

–¿Qué, hace ciento veinte años? –preguntó Mycroft con sorna.

–Sí. –replicó su hermano menor.

Tardaríamos semanas, si es que consta en algún sitio. Incluso con mis recursos... –comenzó a decir Mycroft, cuando fue interrumpido por Cora, quien ya había buscado lo necesario en su teléfono móvil.

Lo tengo. –informó, provocando que Mycroft frunciese el ceño, claramente molesto de no ser el primero en encontrar lo que necesitaban.

Algún tiempo después Cora bajó de un coche con Sherlock, quien había decidido adelantarse a John, Mary y Mycroft. Una vez se reunieron todos, Sherlock cogió una pala, comenzando a caminar al interior del cementerio seguido por su prometida y sus amigos, incluido Lestrade, quien iba acompañado de varios policías.

–No lo entiendo... ¿Por qué es relevante? –preguntó John.

–Necesito comprobarlo, para asegurarme. –replicó el sociópata, caminando junto a la pelirroja, quien lo observaba atentamente.

–¿Te refieres a cómo lo hizo Moriarty? –le preguntó Mary, mientras pasaban junto a algunas tumbas.

–Sí.

–Pero nada sucedió. Eran imaginaciones tuyas.

–Su investigación era fantasía, John. El crimen ocurrió como lo explicamos. –rebatió la prometida del detective.

–La lápida la colocaron un grupo de amigas. –indicó Mary.

No sé qué crees que vas a encontrar aquí, Sherlock. –comentó Mycroft con un tono molesto.

–¡Tengo que intentarlo! –exclamó el sociópata.

Una vez hubieron llegado a la tumba en cuestión, la joven de ojos escarlata se acercó un poco a ella, observando lo que allí había grabado:

EMELIA RICOLETTI

Amada hermana

Fiel hasta después de la muerte

Muerta el 18 de Diciembre de 1894

Años 26

Sherlock se colocó frente a la lápida, aún con la pala en su mano, observando cómo Cora leía la inscripción de la lápida.

–A la Sra. Ricoletti la enterraron aquí –comentó el detective–, ¿pero qué fue de la otra? ¿El cadáver con el que la sustituyeron antes del presunto suicidio?

–Lo cambiarían, por supuesto. –decidió comentar John.

–¿Pero dónde? –inquirió Sherlock.

–Bueno, está claro que aquí no, cielo. –replicó Cora, su voz suave.

–Pero, querida... Eso es lo que debieron hacer. –rebatió Sherlock–. Los conspiradores tenían a alguien dentro. Buscaron un cadáver, igual que Molly Hooper me busco uno a mi cuando... –el joven de ojos azules-verdosos se interrumpió al observar la expresión seria que John y Cora llevaban en su rostro, así como el arqueo de cejas que Mary no tardó en hacer. El detective no tardó en bajar la mirada a los pocos segundos–. Bueno, no hace falta volver a todo eso, ¿verdad? –dijo, preparándose para excavar en la tierra.

–¿No irás a hacerlo en serio, verdad cielo? –le preguntó su prometida.

–¡Por eso hemos venido! –replicó él–, ¡Tengo que saberlo!

Así habla un adicto. –comentó John, lo que hizo que tanto el aludido como Cora se girasen hacia él, mirándolo a los ojos.

John... –advirtió la joven de cabello cobrizo.

–¡Es importante para mi! –exclamó Sherlock, provocando que John se diera la vuelta, señalándolo.

–No. Eso es que necesitas una dosis.

–John. –volvió a advertir la prometida del joven detective, antes de ser interrumpida por el doctor.

¡Moriarty ha vuelto, Cora! Tenemos un caso –le espetó el rubio–, ¡tenemos un problema real, ahora!

–¡No le grites! –exclamó el detective–, ¡Abordarlo es lo siguiente! ¡Pero déjame hacerlo!

La pelirroja se sobresaltó por unos pocos segundos al escuchar gritar a su prometido, aunque ella podía notar claramente cómo estaba desesperado por saber la verdad oculta tras aquel caso tan antiguo. Sin embargo, y por experiencia propia, la mujer de ojos escarlata sabía que cuando Sherlock no conseguía lo que quería se comportaba como un niño.

–No. Siempre te dejan hacer lo que te da la gana –le espetó John una vez más, claramente contrariado–, ¡así has acabado en este estado!

–John, por favor... –rogó Sherlock de forma suave, aunque John no cedió ni un segundo, dejando clara su postura.

–¡Esta vez no voy a jugar, Sherlock, ya no! –exclamó el rubio, completamente fuera de sus casillas. A los pocos segundos se quedó todo en un incómodo silencio–. Cuando estés en condiciones para trabajar, me llamas. –logró decir tras calmarse del todo, tomando el brazo de su mujer–. Llevaré a Mary a casa.

¿Cómo dices? –preguntó ella de forma irónica.

Mary me va a llevar a casa. –corrigió el doctor.

Mejor. –murmuró ella, caminando lejos de allí junto a su marido.

Mycroft y la joven prometida del detective caminaron hasta el punto en el que los Watson habían estado hacía pocos segundos.

–Tiene razón, ¿sabes? –notificó Mycroft con un tono serio.

–¿Y qué si tiene razón? Siempre la tiene. Es tedioso –replicó Sherlock, su tono de voz alzándose aún más, antes de posar sus ojos en Lestrade, su hermano y Cora–: ¿me ayudáis? –pidió, esta vez habiéndose calmado.

Mycroft y el Inspector Lestrade intercambiaron una mirada dubitativa, sin embargo, la detective que estaba observando a su prometido se acercó a él, colocando su mano derecha en su hombro izquierdo, mientras que su mano izquierda la apoyaba en la mano que el detective tenía sujetando la pala.

Sabes que jamás te abandonaré. –le dijo Cora son una sonrisa–. Te apoyaré en lo que sea. –apostilló, lo que provocó que Sherlock le sonriese, brindándole un beso en la mejilla–. De todas maneras, ya me he manchado las manos antes, pero nunca desenterrando un cadáver... Podría ser divertido. –comentó, lo que hizo reír a ambos.

–¿Qué hay de vosotros? –preguntó Sherlock a su hermano y al inspector de Scotland Yard.

Cherchez la femme. –mencionó Mycroft, lo que significaba literalmente, busca a la mujer, expresión utilizada para indicar que el comportamiento irracional de un hombre, pude deberse a que quiere impresionar o ganar el favor de una mujer, en el caso del detective, Cora. Aquello hizo que la mujer de ojos carmesí alzase una ceja. Sherlock por su parte, alzó la pala y la hundió en la tierra tras escuchar aquellas palabras, comenzando su arduo trabajo.

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