| -Culverton Smith- |
Tras un largo viaje a los Estudios Village, donde los detectives y el doctor se habían citado con Culverton Smith, el rubio bajó de la limusina, acercándose a la ambulancia, donde Molly, Sherlock y Cora se encontraban, las dos mujeres con una expresión derrotada y preocupada.
–Bueno, ¿cómo está? –les preguntó John una vez estuvo frente a ellos.
–Bien, en líneas generales. –replicó Sherlock desde el interior de la ambulancia, colocándose su gabardina, apresurándose para salir de ella.
–Yo he visto a gente más sana en la morgue. –recalcó Molly con un tono serio.
–O en la escena de un crimen. –apostilló Cora, ante lo cual Molly le dedicó una sonrisa amable–. Incluso en un colegio.
–Ya, aunque ambas trabajáis con víctimas de asesinatos, y tú, Cora, trabajas con niños. A menudo, en ambos casos, suelen ser muy jóvenes... –rebatió el detective con un tono bromista.
–No tiene gracia. –apuntó Cora con un tono serio, cruzándose de brazos ante la actitud de su marido.
–Un poco sí.
–Como te sigas metiendo lo que te metes, al ritmo que te lo metes, te doy dos semanas. –indicó Molly con un tono enfadado, quien había llegado a aquella conclusión tras haberle realizado un chequeo.
–¡Eso! ¡Semanas! No adelantemos acontecimientos. –decidió comentar el de ojos azules-verdosos, comenzando a caminar lejos de la ambulancia, ante lo cual, se detuvo al escuchar la réplica cortante de la de ojos escarlata.
–¡Por Dios, Sherlock! ¡No es un juego! –exclamó Cora, quien ya estaba desquiciada por su actitud y por no saber en qué desembocaría aquel plan, fuera el que fuese, que tenía su detective de cabello castaño. Éste entonces volvió tras sus pasos, colocándose frente a ella, sus rostros apenas distanciados por unos centímetros.
–Me preocupas, Cora. Te veo estresada. –indicó con un leve tono de mofa en sus palabras, que sin embargo, irradiaban autentica preocupación por ella.
–Yo estresada, y tú te mueres. –dijo ella, su tono casi resquebrajándose, observando con gran dolor de su corazón lo que Sherlock se estaba haciendo. Apenas podía mantener la compostura y sus lágrimas.
–Pues te llevo ventaja: el estrés te fastidia todos los días de tu vida, la muerte solo uno.
–¿Entonces va en serio? ¿Se te ha ido la olla? ¿De verdad estás descontrolado? –cuestionó John de forma rápida, incrédulo ante la situación, y en parte, más preocupado que antes por el estado de la pelirroja, quien parecía que fuera a romperse por la pena en cualquier momento.
–¿Cuándo he estado así? –inquirió Sherlock en un tono serio.
–Desde que te conozco. –replicó el viudo.
–Oh, muy listo. Se te echa de menos dando tumbos por la casa. –murmuró el Detective Asesor.
–Pensé que era una especie de... –comenzó a decir John antes de interrumpirse, ante lo cual, los dos detectives fijaron su vista en él.
–¿Qué? –inquirió Sherlock, sus ojos fijos en el rubio.
–De truco. –finalizó John.
–No es un truco. Es un plan. –apostilló el de cabello castaño, cuando de pronto, una estruendosa voz hizo eco en el lugar.
–¡Sr. Holmes! –se pudo ver a Culverton Smith caminando hacia ellos, flanqueado por multitud de periodistas.
–A 9 metros y acercándose, el asesino más relevante e inadvertido de toda la historia criminal de este país. Ayudadme a encerrarlo. –les dijo a su mujer y al doctor rápidamente, y casi en un susurro.
–¿Qué? –inquirió John.
–Sherlock, ¿qué plan? –cuestionó Cora al mismo tiempo, ahora seriamente preocupada, pues su marido no parecía contar con ella para llevarlo a cabo.
–No te lo digo.
–¿Por qué no? –presionó ella, comenzando a irritarse.
–Porque no te va a gustar. –le dijo, girándose para encarar a Culverton, quien se había acercado a ellos.
–¡Sr. Holmes! No doy la mano, lo siento. Tendrá que ser un abrazo. –dijo el hombre, el cual le provocó náuseas a la pelirroja, acercándose al detective de ojos claros.
–Lo sé. –replicó Sherlock, inclinándose para que Culverton lo abrazase.
–Ay, Sherlock, ay, Sherlock... ¿Qué decir? –comenzó a hablar de nuevo el hombre, rompiendo el abrazo y girándose hacia los periodistas–. Gracias a usted, ¡salimos en todas partes!
–Sr. Holmes, ¿cómo le convenció Culverton? –preguntó uno de los periodistas que ahora los rodeaban.
–Es que, tanto el Sr. Holmes como la Sra. Holmes son detectives... ¡A lo mejor confesé! –se explicó el magnate con una carcajada, contagiando a los periodistas–. Vamos. –indicó con un gesto de su mano para que lo siguieran, Sherlock comenzando a caminar tras él. Cora y John se miraron, antes de seguir al detective, quien se había girado hacia ellos con una mirada de súplica–. Es una marca nueva de cereal...
–Sr. Holmes, ¿puede ponerse la gorra? –preguntó de nuevo el mismo periodista.
–Es que no suele llevarlo. No le gusta. –apostilló Cora en un tono serio, caminando junto a su marido.
–Los niños se habrán tomado dos de las cinco diarias antes de salir de casa. –comentó Culverton tras entrar al edificio, deteniéndose unos segundos para firmar algo.
–Sherlock se ha portado de maravilla, Sra. Holmes. –le dijo la asistente de Culverton a la pelirroja, quien simplemente la observó con una mirada distante, algo intimidante.
–El desayuno tiene que gustar, ¿y sabe cómo hacer que guste más a los niños? –cuestionó Culverton, comenzando a caminar de nuevo.
–¿Cómo? –inquirió Cora.
–¡Con peligro! –replicó él, ante lo cual, todos pasaron a un set de rodaje para un anuncio publicitario. Culverton se colocó frente a un mostrador, con un cuenco de cereales con leche frente a él, mientras que los detectives y John lo observaban detrás de las cámaras.
–¡Y acción! –dijo el director.
–Soy un asesino. Un asesino en serie, pero... ¿Sabíais que, por mis cereales mato? –recitó el magnate con una sonrisa de autosuficiencia, antes de mirar a cámara y coger el cuenco de cereal, metiéndose una cucharada en la boca.
–¡Y, corten! ¡Gracias! –exclamó el director.
Durante todo el tiempo que Culverton había rodado aquel anuncio de cereales, Sherlock se mostraba incrédulo y en su rostro se observaba una sonrisa, mientras negaba con su cabeza en ciertos momentos. Parecía divertirse... Como si se tratara de un gato que acababa de acorralar a su presa. Culverton dio entonces una palmada, acercándose a él una joven que llevaba unos cascos y un cubo. Culverton escupió en su interior el contenido del cuenco de cereales, ante lo cual, Cora tuvo que apartar la vista, pues volvía a sentir náuseas.
–¿Se te ha pasado por la cabeza, por ese cerebro podrido por las drogas, que igual te la están jugando? –le preguntó John a Sherlock, su tono serio, cruzándose de brazos.
–Sí.
–Por una campaña publicitaria. –apostilló Cora, su tono serio, mirando a su marido a los ojos.
–Brillante, ¿verdad?
–¿Brillante? –preguntó John, confuso por las palabras del detective.
–El escondite más seguro. –replicó Sherlock, ante lo cual, Cora comenzó a ver a dónde quería llegar su querido Sherlock, por lo que decidió apostillar.
–A plena vista.
–Sr. Holmes, Culverton quiere saber si le parece bien ir directo al hospital. –dijo la asistente del magnate, caminando hacia ellos. Aquella pregunta hizo fruncir el ceño de John y la mujer del sociópata.
–¿Al hospital? –inquirieron ambos, su tono ahora serio, no andándose con chiquitas respecto a lo que podría ser una amenaza.
–Culverton tiene una visita. A los niños les encantaría conocerles. Creo que se lo prometió. –replicó ella, relajándose el gesto de la pelirroja y el rubio.
–De acuerdo.
–Por aquí, si son tan amables. –les indicó la mujer, acompañándolos hasta la limusina, donde todos entraron, sentándose Cora entre los dos hombres. Por su parte, el detective estaba escribiendo un mensaje de texto.
–¿Y... Qué hacemos aquí? ¿A qué viene esto? –decidió preguntar John, lo que hizo sonreír a Cora, ya que observó que ciertos hábitos no cambiaban, como lo era el echo de que su amigo no llegase a comprender los planes del sociópata. Asimismo, la joven ya se había percatado de que el teléfono móvil en el que Sherlock estaba escribiendo un mensaje de texto, no era el suyo, por lo que no se sorprendió al escuchar sus siguientes palabras.
–Necesitaba un abrazo. –sentenció el joven de ojos azules-verdosos.
Antes siquiera de que John pudiese replicar u cuestionar las palabras del detective, Culverton se acercó al coche, tocando suavemente la ventanilla. Al ver esto, John la bajó con calma, aprovechando el magnate para inclinarse en la ventanilla.
–¿Qué le parece, Sr. Holmes? ¿Por mis cereales mato?
–Es gracioso, porque es cierto. –apostilló Sherlock en un tono serio pero bromista, escribiendo aún en el teléfono móvil.
–Nos veremos en el hospital. –dijo Culverton, girándose y caminando lejos del coche, antes de escuchar el grito de Sherlock.
–¡Ahora se lo devuelvo! –exclamó, dejando al fin de teclear, esperando a que Culverton se girase y caminase de nuevo hacia el coche, cosa que hizo.
–¿El qué?
–Gracias por el abrazo. –sentenció Sherlock, inclinándose hacia la ventanilla de John, entregándole el teléfono móvil a su dueño–. Oh, he enviado y borrado un mensaje. Puede que reciba respuesta, pero lo dudo. –apostilló, guardándose el magnate el teléfono en su chaqueta.
–Tiene contraseña. –dijo Culverton, ante lo cual Sherlock bufó de forma superior.
–¡Por favor...!
–Nos vamos a divertir sin parar, Sr. Holmes, ¿verdad? –se carcajeó Culverton.
–No. Sin parar, no. –replicó el de ojos azules-verdosos, marchándose el magnate de allí, lo que hizo que Cora soltase el aire que había estado conteniendo sin percatarse de ello. En ese momento, su mujer se percató de que el sociópata se encontraba inquieto, por lo que decidió hablar.
–¿Necesitas otro chute, no?
–Puedo esperar hasta el hospital. –replicó su marido.
La pelirroja de ojos escarlata no dudó en asentir de forma un tanto sarcástica, antes de sentirse de nuevo mareada y con náuseas, optando por tapar con una mano su boca, y con la otra sujetar su estómago. Al ver ese gesto por parte de la joven, John se apresuró a preguntar:
–Oye, ¿estás bien? –cuestionó en un tono preocupado, Sherlock posando su mirada en su mujer al mismo tiempo.
–Claro, John. Es solo un leve mareo... Seguro que pronto me encontraré mejor. –replicó ella, no teniendo demasiadas ganas de hablar en aquel momento, notando que la limusina al fin se ponía en marcha, llevándolos hacia el hospital.
Tras llegar al hospital, lo siguiente que recordó la pelirroja fue que se encontraba vomitando en uno de los servicios. Apenas había tenido tiempo de llegar al servicio y sujetarse el pelo con una mano, cuando sintió la necesidad de vaciar todos los contenidos de su estómago. Sherlock por su parte, también había ido al servicio, pero por la necesidad de pincharse otra dosis. Tras unos cuantos minutos de náuseas y vómitos que quemaban su garganta, la joven de orbes escarlata se incorporó, accionando la cadena para limpiar el servicio. Tras bajar la tapa, la joven se sentó en ella, limpiando sus labios y comisuras con papel de baño. Al asegurarse de que ya se encontraba en condiciones de caminar, Cora salió del compartimento individual, acercándose a los lavabos, llenando sus manos de agua, llevando ésta a su boca, para limpiar cualquier rastro de vómito. A los pocos segundos, decidió limpiar también su cara, la cual estaba ahora roja por el esfuerzo que había echo al vomitar. Miró su reflejo en el espejo de forma inquieta.
"¿Cómo voy a decirle esto? ¿Cómo? Si es que no lo ha averiguado ya, claro. Ni siquiera sé qué es lo que está planeando... ¿Cómo voy a ayudarlo?", pensó para si misma la de ojos escarlata, intentando calmarse. Tras recordar que tenía un paquete de chicles de fresa en el bolsillo de la gabardina, la joven metió la mano, notando que a su móvil llegaba un mensaje. Tras coger el teléfono, la joven detective decidió leer el mensaje.
Querida Cora,
Sé que todo esto te parecerá una locura, y que incluso no sabes
qué es lo que estoy planeando, pero te aseguro que esto es lo que
debemos hacer. Esto forma parte del plan, el plan que Mary
nos encomendó a ambos. Por favor, solo te pido que, pase lo que
pase, confíes en mi. Te quiero.
-SH.
Al leer el mensaje, la joven no pudo evitar sonreír para sus adentros, pues en aquellas palabras estaba claro que Sherlock no había perdido la cabeza, que no se había dejado dominar por completo por las drogas, y que aún la seguía queriendo. Tras meterse un chicle en la boca, y usar un spray bucal para disimular aún más el mal aliento, Cora borró el mensaje, para que así, nadie supiera de sus intenciones. Tras aquello, salió del servicio, donde encontró a Sherlock y John charlando con una enfermera.
–¿Usted escribe el blog de Sherlock? –inquirió la enfermera, confusa.
–Así es. –replicó John, claramente ofendido.
–Está un poco de capa caída, ¿no? –cuestionó la mujer, ante lo cual, John le sonrió de forma agria–. ¿Va todo bien, Sra. Holmes? –preguntó al observar que Cora se reunía con ellos en el pasillo.
–Oh, sí. Nada grave. Algo que he comido me ha debido de sentar mal... –replicó la de pelo rojizo, intercambiando una mirada cómplice con su marido, quien supo al instante que ella había leído su mensaje, por lo que le sonrió.
–Acompáñenme. –pidió la enfermera de cabello castaño en ese instante, entrando con ellos a una sala a pocos pasos de allí, donde fueron recibidos por un gran aplauso por parte de multitud de niños y personal del hospital, incluyendo Culverton, quien se encontraba de pie en medio de ellos.
–¡Madre mía, me encanta su blog! –exclamó una de las enfermeras de la sala. Al escuchar esa exclamación, Cora observó a John con una ceja arqueada.
–¡De nada! –exclamó Sherlock, señalándola con una sonrisa.
–¿Qué ocurre, John? –inquirió Cora en un susurro, acercándose al viudo–. Pareces contrariado.
–¡Creen que él escribe el blog, no yo! –replicó él en un susurro, su tono claramente ofendido, lo que provocó que Cora se carcajease ante su reacción.
–Perdona.
–Aquí llegan los técnicos de Internet. –dijo Culverton a los niños–. Todos conocéis a Sherlock y Cora Holmes. –los presentó con una sonrisa, los niños y el personal aplaudiendo a los detectives–. Oh, y al Dr. Watson, cómo no. –apostilló, presentando al rubio, ante lo cual, la reacción fue poco entusiasta, lo que hizo que John mostrase un leve mohín–. Sr. Holmes, Sra. Holmes, me preguntaba...
–¿Sí? –inquirió Sherlock.
–Bueno, igual que todos –se giró hacia los niños, dando una palmada–, ¿podría hablarnos un poco de sus casos?
–No. –replicó Sherlock, ante lo cual, Cora le propinó un suave codazo.
–Sí. –apostilló ella.
–Sí, ¡faltaría más! El aspecto más interesante en el ámbito de la investigación criminal, no es el cariz sensacionalista del delito en si, sino más bien la cadena de razonamiento de la causa al efecto, que va revelando paso a paso la solución. Es lo único destacable de todo el proceso. –comenzó a decir el sociópata tras hacer caso a la réplica de su mujer–. Voy a compartir con vosotros los datos y las pruebas, tal como los fui conociendo, y en esta sala, ¡intentaréis resolver el caso de Blessington el Envenenador! –indicó, caminando por la estancia.
–Creo que has desvelado el final. –apuntó John.
–Había cinco sospechosos...
–Uno de ellos se llamaba Blessington. –apostilló Cora con una sonrisa.
–Pero se trata de cómo lo hizo.
–¿Con veneno? –inquirieron los dos compañeros del detective en un tono de mofa.
–Vale. –replicó Sherlock, ante lo cual, todos los niños se carcajearon–. Drearcliff House, ¿os acordáis de esa, John, Cora? –inquirió, posando su mirada azul-verdosa en su mujer y su amigo–. Uf, un asesinato, diez sospechosos.
–Diez, sí. –replicó John.
–Todos culpables... –apostilló el detective.
–Sherlock... –advirtió Cora con una sonrisa, observando de reojo que John también sonreía de forma leve.
John sonreía sí, pero su vista no pudo evitar quedarse fija en uno de los asientos de la estancia, donde podía ver a Mary carcajeándose ante la situación.
–¿Cómo lo llamaste? Tenía algo que ver con el Zoo...
–Sí. Lo llamé: Crimen en el Zoo. –replicó John con un tono casual, interrumpiendo al sociópata.
–¿O fue el caso del Orangután Asesino? –inquirió con un tono suave el detective, mirándolo. Ante aquella pregunta, la sala quedó en un silencio ansioso, los niños abriendo sus bocas en pasmo.
–Debería ponerse el sombrero, y Cora debería hacer algún truco con sus habilidades. Uno pequeñito. –dijo la imagen de Mary con una sonrisa–. A los niños les encantaría.
–¿Alguna pregunta más? –inquirió Sherlock, ante lo cual los niños negaron con la cabeza–. ¿No? Bien, entonces...
–Sr. Holmes –interrumpió la voz de Culverton Smith, quien se había sentado entre los niños, con una muñeca en sus manos: ¿cómo se coge a un asesino en serie? –inquirió, la atmósfera de la estancia tornándose fría y desagradable en el instante en el que el sociópata decidió responderle.
–Igual que a cualquier otro.
–No. La mayoría matan a alguien a quien conocen. Busca a un asesino en un reducido grupo social. –rebatió Culverton con un tono serio, ante lo cual, Cora comenzó a sentir un aura malévola en su persona.
–Sr. Smith, tal vez no sea un tema muy adecuado para los niños. –se apresuró a decir una enfermera, la misma que había estado hablando con ellos en el pasillo.
–Enfermera Cornish, ¿cuánto tiempo lleva con nosotros?
–Siete años. –repicó ella.
–Siete años. Muy bien. –dijo Culverton, su tono y sus ojos irradiando malicia y una amenaza que Cora no logró captar, aunque sí que logró captar el miedo y la inseguridad que sus palabras habían infundido en el resto del personal del hospital, quienes intercambiaban miradas preocupadas–. Los asesinos en serie escogen a sus victimas al azar. Eso debe de dificultarlo, como es lógico.
–Algunos se anuncian. –apostilló Sherlock con una pulla evidente hacia él.
–¿No me diga? –preguntó Culverton con interés.
–La matanza en serie expresa poder, ego. –intervino Cora, su tono serio, cruzada de brazos, por lo que Culverton se volvió para observarla–. Un distintivo en la destrucción humana. A la postre, para total satisfacción, a de ser a la vista de todos. Además, el perfil de un asesino en serie no varía mucho. Suelen ser marginados sociales, con dificultades para el aprendizaje.
–No, no, no, no, no, no. Se equivoca, Sra. Holmes. Usted habla de los que conocen. De los que han cogido. Pero fíjate tú, solo se coge a los tontos. –apostilló, volviendo su vista a Sherlock–. Bien, imagine, que la Reina quisiera matar a alguien... ¿Qué ocurriría? Tanto poder, tanto dinero, un gobierno bailándole el agua. Todo un país volcado en que no pase frío ni hambre. –continuó, despojando a la muñeca que tenía entre manos de su cabeza, para después volver a colocársela, lo que hizo que una sensación de miedo y tensión se apoderase del cuerpo de la pelirroja–. Todos queremos a la Reina, ¿verdad? ¡Y seguro que ella os adoraría!
–Tranquilos. Os aseguro que Sherlock y Cora Holmes no van a detener a la Reina. –se apresuró a decir John, intentando levantar aquella losa de tensión que se había instalado en la habitación.
–Por supuesto que no. A Su Majestad, no. Dinero, poder, fama... ¡Hay cosas que te hacen intocable! –exclamó con una sonrisa perturbadora dirigida al sociópata–. ¡Dios Salve a la Reina! Podría montar un matadero, y todos pagaríamos la entrada sin pestañear.
–Nadie es intocable. –apostilló John en un tono desafiante, comenzando a entrar al juego de los detectives, por lo que ambos sonrieron al ver que comenzaba a ser él mismo de nuevo, retomando la adrenalina y la emoción de los casos.
–Pero bueno, ¡qué caras más largas! ¡No aguantáis una broma! –exclamó Culverton con una carcajada, levantándose de su asiento–. ¡La Reina...! ¡Si la Reina fuese una asesina en serie, yo sería el primero al que se lo contase! ¡Somos amigos íntimos! –exclamó con una sonrisa, señalando a los detectives–. ¡Un aplauso para Sherlock y Cora Holmes, y el Dr. Watson! –pidió, ante lo cual, la sala estalló en un aplauso algo incómodo, mientras que John y la mujer del detective de cabello castaño intercambiaban una mirada antes de observar a Sherlock, quien no había dejado de observar a Culverton. En ese momento, Culverton se acercó a ellos, llevándolos por un blanco pasillo del hospital.
–¿A dónde vamos ahora? –inquirió Sherlock.
–Quiero enseñarles mi sala favorita. –replicó Smith con un tono suave, ante lo cual, el detective de ojos azules-verdosos abrió una puerta a su izquierda.
–No, vamos a entrar aquí. –indicó, entrando en la sala cuya puerta acababa de abrir, donde se podía ver una mesa con sillas, y a lado de cada una, un gotero–. ¿Ha tenido otra reunión de las suyas?
–Es una actualización mensual. Confesar es bueno para el alma, siempre que se pueda borrar. –replicó Culverton, examinando John y Cora las bolsas de los goteros.
–¿Qué es TD12? –inquirió John.
–Es un inhibidor de memoria. –apostilló Sherlock, su mirada fija en el magnate.
–Así es. Me lo suministra un antiguo amigo mío, que por desgracia, perdió su empleo en cierto lugar llamado Baskerville tras su clausura. Por suerte se llevó consigo varias cajas de TD12. Allí era muy útil al usarse para... Reprimir los recuerdos más dolorosos de algunos... Experimentos. –admitió Culverton con un tono que claramente apuntaba a la pelirroja, ante lo cual, a Cora se le erizaron los pelos de la nuca, tanto por escuchar tras todos aquellos años aquel nombre, como por la mirada y el tono que Culverton dirigía hacia ella–. Es la felicidad.
–¿Felicidad? –cuestionó Cora en un tono serio, apurado.
–Ignorancia optativa. Es lo que mueve el mundo, Sra. Holmes.
–¿Alguien elige alguna vez recordar? –le preguntó Sherlock, caminando hasta estar junto a su mujer, notando su inquietud.
–Algunos se quitan el gotero, sí. Algunos tienen las mismas necesidades. Ahora, vamos. Perdemos el tiempo. –sentenció, caminando hacia la puerta.
–En efecto. Le quedan unos... Veinte minutos, calculo. –apuntó Sherlock, mirando su reloj, y caminando hacia la puerta.
–¿Perdón? –inquirió Culverton?
–Envié un mensaje desde su móvil, ¿se acuerda? Se leyó casi de inmediato, teniendo en cuenta la sorpresa y decisión emocional, y una duración del trayecto basada en la dirección asociada, yo diría que a su vida le quedan unos veinte minutos. Bueno, no, diecisiete y medio, para ser exactos, pero lo he redondeado para darle dramatismo. Por favor, muéstrenos su sala preferida. Le daré la ocasión de... Despedirse. –replicó Sherlock en un tono serio, su voz rápida, ante lo cual, Cora sonrió por un breve instante, pues parecía que Sherlock estaba a punto de desenmascararlo.
–Acompáñenme. –les rogó Culverton, comenzando a caminar de nuevo, abriendo la puerta y pasando a través de su umbral, con Sherlock y Cora siguiéndolo, ésta última de la mano de su marido. John se dispuso a seguirlos, cuando escuchó la inconfundible voz de su difunta esposa.
–¡La partida está en marcha! ¿Aún me echas de menos? –inquirió, ante lo cual, John se giró para verla, pero para su sorpresa, no vio a nadie allí. Caminó hasta reunirse con los demás en el ascensor.
–Hablando de asesinos en serie, ¿sabe cuál es mi favorito? –cuestionó Culverton.
–¿Aparte de usted mismo? –inquirió Sherlock en un tono de broma y sarcasmo, lo que hizo sonreír a Cora.
–H. H. Holmes. –replicó el magnate–. ¿Es pariente suyo?
–No, que yo sepa. –replicó Sherlock, el ascensor deteniéndose, todos caminando por otro pasillo, siendo éste más lúgubre.
–Debería buscarlo. Menudo idiota.
Cora volvió a sentir una sensación de incomodidad y desagrado en su estomago en cuando se percató de que se dirigían a una morgue. Su sensación solo empeoró la ver que Culverton se dirigía a varios patólogos, quienes estaban enfrascados en su trabajo, inspeccionando un cadáver.
–Todos fuera.
–Sr. Smith, estamos a medias. –dijo uno de los patólogos en un tono suave.
–Sahid, ¿verdad? –le preguntó el magnate al patólogo que le había hablado.
–Sahid, sí.
–¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?
–Cuatro años.
–Cuatro años... Eso es mucho tiempo, ¿no crees? ¡Cuatro años! –exclamó Culverton, el miedo apoderándose de los ojos del hombre, quien tragó saliva de forma notoria, antes de dirigirse a sus colegas.
–A ver, descansamos... Cinco minutos. –indicó a sus amigos, tapando el cadáver con una lona de tela.
–Que sean diez. –apuntó Culverton, su tono serio y amenazante una vez más.
A los pocos minutos, la estancia ya se había vaciado por completo, quedando únicamente los detectives, John, el magnate, y todos los cuerpos de aquellas personas ya fallecidas.
–¿Cómo puede hacer esto? –preguntó Cora, quien de pronto se sintió curiosa al ver el poder que comandaba aquel hombre, quien para colmo, se comportaba como si fuera el dueño del lugar.
–¿Cómo le permiten entrar aquí? –inquirió John, quien de pronto también parecía curioso por la actitud de Culverton.
–Ah, puedo ir a donde quiera. Donde me plazca. –replicó Culverton, sacando un manojo de llaves del bolsillo de su chaqueta, haciéndolas sonar.
–¿Le han dado llaves? –cuestionó la de ojos escarlata, sus ojos abriéndose con más pasmo que antes.
–Me las regalaron. Hubo una ceremonia. Puede verla en YouTube, estaba el Ministro del Interior. –contestó en un tono simple, mientras que el sociópata de ojos azules-verdosos abría una de las puertas en la pared, abriéndola y examinando el interior.
–Con que su sala preferida: la morgue. –comentó, antes de girarse para mirarlo.
–¿Qué le parece?
–Un público difícil. –replicó el detective, cerrando la puerta que había abierto.
–Ah, no sé qué decirle. –dijo Culverton, retirando la losa de tela que cubría el cadáver de la mesa, dejando ver su pálido rostro, su expresión sin vida. Una sonrisa adornó su rostro al observar el cadáver, lo que dio escalofríos tanto a John como a Cora–. A mi siempre me han resultado muy agradecidos. –abrió con los dedos la boca del cadáver.
–¡No haga eso! –sentenció John en un tono firme y severo, dejando clara su aversión ante sus acciones.
–No pasa nada. Está muerta. –continuó jugando con la boca de la difunta–. A H. H. Holmes le encantaban los muertos. Los producía a gran escala.
–Un asesino en serie. De la época de la exposición universal de Chicago. –apostilló Sherlock, caminando por la estancia su tono serio, imperceptiblemente disgustado por aquel hombre.
–¿Sabe lo que hizo? –inquirió Culverton con un tono interesado, ante lo cual, Cora no pudo mantenerse callada, pues había leído sobre ello en sus ratos libres de la universidad, junto a su marido.
–Construyó un hotel. Un hotel especial para matar personas. –sentenció en un tono serio la mujer del detective, a quien Culverton sonrió de forma desagradable y perturbadora–. Con su sala de ahorcar, su cámara de gas, su incinerador particular... Toda una cámara de los horrores a gran escala. –concluyó, fijando su vista carmesí en el hombre a quien había decidido su marido encarcelar.
–Veo que ha hecho los deberes, Sra. Holmes. –sonrió Culverton–. Así es. Muy al estilo de Sweeny Todd... –se interrumpió, antes de agudizar su voz y mover la boca del cadáver, como si fuera ella la que hablaba– ...¡pero sin empanadas! –exclamó, su tono por un instante lleno de maldad–. Absurdo... Muy absurdo. –sentenció, alejándose de la mesa de examinación, por lo que John aprovechó para tapar de nuevo el cadáver, su visión recordándole que hacía poco había perdido a su esposa.
–¿Absurdo, por qué? –cuestionó Cora en un tono severo, la ira y el desprecio irradiando de cada una de sus palabras.
–Tanto esfuerzo. –replicó Culverton, comenzando su explicación–. No se construye una playa para esconder un guijarro, se busca una playa. Y si quieres ocultar un crimen, si quieres ocultar montones de crímenes, Sra. Holmes, se busca un... Hospital. –concluyó, por poco provocando que la sangre de la pelirroja se congelara, pues sonaba como si realmente estuviera confesando sus crímenes, lo que hizo que intercambiara una mirada con John, quien también parecía igual de perturbado por sus palabras.
–Hablemos claro: ¿está confesando? –logró preguntarle John a Culverton, quien parecía muy sereno a pesar de la gravedad de sus palabras.
–¿Qué? –inquirió éste, como si no comprendiese a santo de qué venía su pregunta.
–Por su forma de hablar, Sr. Smith... –comenzó a explicarse la de ojos escarlata, quien fue pronto interrumpida por el hombre en cuestión.
–Ahh, perdón. Sí: ¿Quiere decir si soy un asesino en serie, o si solo intento hacerle un lio en esa cabeza tan prodigiosa que tiene? Pues es cierto. Me gusta confundir a la gente. Sí, soy un poco macabro, pero esa es mi faceta comercial. La uso para vender cereales... ¿Pero soy lo que él dice? –inquirió a medida que rodeaba a John y a Cora, señalando al detective con la mano derecha–. ¿Es eso lo que preguntan?
–Sí. –replicaron el doctor y la detective, la última sintiendo cómo a cada segundo la situación parecía torcerse de forma casi imperceptible. Culverton dejó de rodearlos, encarándose con ellos.
–Bueno, respóndame a esto, Dr. Watson: ¿de verdad es usted doctor?
–Sí, claro. –replicó John con rotundidad.
–¿Y usted Sra. Holmes, de verdad es una detective? ¿De verdad que ha estudiado todas esas carreras que menciona el blog?
–Obviamente sí. –replicó Cora, su tono tenso y algo molesto por la duda sobre su persona.
–¿De verdad? No, en serio: ¿lo son? ¿Lo dicen en serio? Esta broma está tan trillada que ya no tiene ni gracia. ¡Mírenlo! –comentó Culverton, su tono de voz de pronto enfadado, señalando a Sherlock, quien respiraba de forma pesada–. ¡Vamos! ¡Mírenlo Dr. Watson y Detective Cora! ¿Ah, no? Yo se lo aclaro. Hay dos explicaciones posibles para lo que está pasando: ¡o bien soy un asesino en serie, o Sherlock Holmes va hasta el culo de drogas! –espetó, lo que hizo que la mujer del aludido cerrase los puños en furia contenida–. ¿Hmm? ¡Paranoia sobre un personaje público, eso no es tan especial, ni siquiera es nuevo! –profirió el hombre, antes de girarse hacia Sherlock–. Creo que tiene que contarle a su querida esposa y a su leal amiguito cómo les está haciendo perder el tiempo, porque está demasiado colocado para saber qué es real a estas alturas. –le espetó, el detective manteniéndose en silencio por unos instantes.
–Le pido disculpas. –dijo Sherlock, ante lo cual, John y Cora lo observaron con los ojos como platos–. He-he calculado mal: ¡olvidé incluir el tráfico! Diecinueve minutos y medio. –aclaró, mirando su reloj, escuchando el claro sonido de un ascensor–. Las pisadas que está a punto de oír le resultarán familiares, no solo porque oirá tres impactos en vez de dos. El tercero cómo no, corresponde a un bastón. El bastón de su hija, Faith.
–¿Y qué hace aquí? –preguntó Culverton.
–La ha invitado usted. Le mandó un mensaje, o más bien se lo mandé yo, pero ella no lo sabe. A ver si me acuerdo: Faith... no lo aguanto más, he confesado... Mis crímenes. ¡Perdóname, por favor! –replicó Sherlock, citando el contenido del mensaje de texto que había enviado anteriormente.
–¿Por qué iba a afectarle? No la conoce. –sentenció Culverton.
–Claro que sí. Pasé una noche entera con ella. –sentenció el sociópata, provocando que Cora lo observase algo incrédula y preocupada–. Tomamos patatas. Le caí bien. –apostilló, ante lo cual Culverton negó con la cabeza.
–Usted no conoce a Faith. Y punto. –sentenció el magnate, claramente contrariado y enfadado.
–Sé que le tiene mucho cariño, y que la invitó a una de sus reuniones especiales de la junta. Le importa su opinión. –indicó el joven de ojos azules-verdosos, antes de comenzar a reír–. ¡Tiene a todos engañados! Pero por poco tiempo: vino a Baker Street.
–¡Que va a ir! –exclamó Culverton.
–Vino a verme, porque le tenía miedo a su padre. –le informó con un tono suave, ante lo cual, Smith alzó los brazos a modo de incredulidad.
–¡Ni de coña! Esa es otra de sus fantasías, alimentadas por las drogas.
–Bueno, vamos allá: ¡Faith, deja de rondar fuera y pasa! ¡Esta es la sala que más le gusta a tu padre! ¡Pasa a conocer a sus mejores amigos! –exclamó, antes de fijar su vista en Culverton con un a sonrisa de oreja a oreja.
En ese momento, una mujer con pelo rubio hasta los hombros, gafas de pasta negras y un bastón entró a la morgue.
–¿Papá? ¿Qué pasa aquí? ¿A qué venía ese mensaje? ¿Es otra de tus bromitas? –inquirió Faith, acercándose a ellos con pasos lentos. Al posar sus ojos sobre ella, la sonrisa de Sherlock se borró de un plumazo, remplazándose por una expresión de shock y nerviosismo, cosa que no pasó inadvertida para su mujer–. ¿Quién es usted? –le preguntó a Sherlock, quien se mantuvo en silencio por unos instantes, aún incrédulo a lo que veían sus ojos.
–¿Quién es usted? –preguntó al fin, su voz llena de confusión.
–Es Sherlock Holmes, seguro que lo reconoces. –le dijo Culverton a su hija, caminando hasta estar a su lado.
–¡Madre mía! ¡Sherlock Holmes! ¡Me encanta su blog!
–Usted no es la mujer que vino a Baker Street. –sentenció Sherlock.
–Oh, pues no. Nunca he estado allí. –comentó ella con una sonrisa amable.
–Lo siento. No sé si lo acabo de entender. –dijo el detective de cabello castaño.
–¿Entender qué? –cuestionó Faith.
–¡Es que creí que erais viejos amigos! –exclamó Culverton, señalando a Holmes y a su hija.
–¡No! No nos conocemos. –replicó Faith–. ¿Verdad? –se cercioró, ante lo cual, Sherlock comenzó a temblar mientras no dejaba de observar a la mujer que tenia frente a él.
–¡Oh, ay madre! –exclamó Culverton, comenzando a carcajearse.
–¿Sherlock? ¿Cariño, estás bien? –inquirió Cora, notando que en efecto, Sherlock temblaba.
–¿Y quién vino a mi piso? –se cuestionó en voz alta el sociópata.
–No fui yo.
–La veo... Distinta.
–No estuve allí.
–¡Vino a mi piso! –exclamó el detective, comenzando a enfadarse, su tono persistente.
–Lo siento, Sr. Holmes, pero creo que nunca he estado ni cerca de su piso.
Sherlock comenzó a temblar cada vez más, sus labios apenas manteniéndose quietos. Se tapó la boca con las manos, las cuales también temblaban, en un claro gesto de confusión y nerviosismo, comenzando a darse la vuelta, fijando su vista en una mesa con instrumental quirúrgico. Aquello preocupó aún más a su mujer, quien incluso había comenzado a dudar de que tuviera siquiera un plan. En ese momento, Sherlock recordó rápidamente lo sucedido hacía una semana, en Baker Street.
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