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Capítulo 8: El Coche Fúnebre Vacío | -Dos años después- |

Ya habían pasado 2 años desde el trágico incidente en el Hospital de Barts. Nadie había mantenido en todo ese tiempo ningún tipo de contacto con Cora, a excepción de la señora Hudson. La joven se había encerrado en si misma, aún si continuaba con el negocio de Holmes, usando sus habilidades deductivas para resolver casos. De esa manera, la joven podía tratar de ahogar sus penas con su trabajo, pero sabía que eso no la ayudaría, así que optó por dejarlo. Dejó de trabajar como profesora y detective, solo aceptando casos en ciertos momentos puntuales, cuando no se encontraba demasiado deprimida. Esa mañana se despertó y salió de su cuarto, deteniéndose frente al que antaño fuera el de John, observándolo con infinita tristeza, alargando su mano al manubrio de la puerta con la intención de abrirla, sin embargo, paró su mano en seco antes de llegar a tocarlo siquiera. Se abrazó el vientre con un nudo en la garganta y tras suspirar, la joven se dirigió al aseo y se observó en el espejo: vio un rostro pálido y demacrado, su cabello y ojos habían pasado del color carmesí al negro sin que ella se diera cuenta, en sus brazos había profundos cortes, provocados por la cuchilla que usaba para autolesionarse.

"Otro día más... Otro día más en este infierno.", pensó la joven antes de sonreír de forma sarcástica a su reflejo.

Cora salió del aseo, se vistió con una sudadera y unos vaqueros, sentándose en el sofá y encendiendo la televisión. Pudo observar como los periodistas daban la noticia de aquel día, lo que la hizo reír de forma irónica y al mismo tiempo resentida:

"Tras exhaustivas investigaciones policiales, se demostró que, en efecto, Richard Brook era creación de James Moriarty." –dijo el reportero, mientras miraba hacia la cámara que lo estaba grabando.

"Por desgracia todo esto llega tarde para el detective, que murió hace dos años..."

"Sherlock Holmes murió al caer desde lo alto del Hospital Barts, de Londres. Aunque no dejó ninguna nota, sus amigos dicen que es probable que se viera incapaz de soportar la presión, debido a los numerosos casos que investigaba."

La joven que antaño fuera pelirroja apagó la televisión tras dar un profundo suspiro de resignación.

"¿Que todo esto llega tarde? ¡Pues claro que llega tarde! ¡Si no lo hubieran acusado de todo esto, y si hubiera estado con él, ahora no estaría muerto!", pensó Cora mientras bajaba las escaleras que conducían a la entrada, deteniéndose frente a la puerta que conducía al piso de la señora Hudson. Tras unos segundos de duda, la joven morena tocó la puerta, abriéndose esta a los pocos segundos.

–Cora, querida... –dijo la casera mientras la abrazaba–. ¿Te encuentras bien? ¿Necesitas algo?

–No es nada importante señora Hudson, solo que... necesito hablar con alguien. –replicó Cora con un tono triste mientras esquivaba su mirada–. ¿Puedo pasar?

–Pues claro querida, pasa. –respondió la amable mujer mientras la hacía entrar a su piso, cerrando la puerta detrás de si.

Un hombre con el pelo largo y desordenado se encontraba corriendo a través de un bosque. Por encima de él, un helicóptero daba vueltas alrededor, con su foco brillando entre los árboles, sondeando el lugar en busca del hombre. Los tripulantes del helicóptero lo observaban a través de sus cámaras de infrarrojos, dando las instrucciones de radio en serbio a la tripulación de tierra. Uno de ellos envió una ráfaga de disparos automáticos hacia los pies del hombre, que no tuvo más remedio que detenerse. Los soldados procedieron a rodearlo y a apuntar sus rifles hacia él, que se desplomó en el suelo, agotado.

Algún tiempo después, el hombre se encontraba desnudo de la cintura para arriba y sus brazos encadenados a las paredes opuestas de la pequeña sala de interrogatorios. Gritó de dolor al sentir como un soldado lo golpeaba y gritaba. El hombre se desplomó hacia adelante en la medida de lo posible, agotado por los repetitivos golpes y sin poder soportar su propio peso.

En un rincón oscuro de la habitación otro soldado, bien abrigado contra el frío y con un sombrero peludo en la cabeza, sentado con los pies en una pequeña mesa observaba en silencio mientras el torturador paseaba a través de la habitación.

–Has entrado aquí por una razón. Solo dinos por qué y podrás dormir. –dijo el soldado mientras lo observaba–. ¿Recuerdas lo que es dormir? –preguntó en serbio, mientras recogía una gran tubería metálica y caminaba hacia el hombre encadenado.

El torturador alzó la tubería por encima de su hombro preparándose para golpear al hombre, pero éste susurró algo. El torturador se detuvo, bajó la tubería y se inclinó hacia adelante.

–¿Qué? –le preguntó al hombre, tirando de la cabeza de éste hacia atrás por el pelo, inclinándose más a medida que el hombre continuaba susurrando.

–¿Y bien? ¿Qué ha dicho? –preguntó el otro soldado en serbio.

El torturador se irguió, soltando la cabeza del hombre encadenado en el proceso.

–Ha dicho que solía trabajar en la armada, donde tuve una desafortunada aventura amorosa.

–¿Qué? –preguntó el hombre sentado en la silla.

El hombre encadenado volvió a susurrar, a lo que el torturador traspasó sus palabras al otro soldado en la estancia.

–...Que no me funciona la electricidad en el baño; y que mi mujer se acuesta con nuestro vecino! –dijo el soldado mientras alzaba de nuevo la cabeza del hombre.

–¿Y?

–¡El que fabrica ataúdes! ¿Y? ¿Y? ¡Si me voy a casa ahora los pillaré in fraganti! ¡Lo sabía! ¡Sabía que pasaba algo! –exclamo el torturador mientras salía a trompicones de la habitación, dejando al hombre encadenado allí, junto con el otro soldado serbio.

–Así que, amigo mío. Ahora solo estamos tu y yo. No sabes lo que nos ha costado encontrarte. –dijo el soldado mientras se levantaba y caminaba hacia el hombre encadenado.

El soldado asió fuertemente al hombre encadenado por el pelo, alzando su rostro y acercándose al oído de éste, procediendo a hablar en Inglés.

–Escúchame: hay una célula terrorista activa en Londres, y un atentado a gran escala es inminente. Lo siento, pero se acabaron las vacaciones, querido hermano. –dijo Mycroft Holmes mientras soltaba al hombre y se apartaba de él, irguiéndose–. ¿Vuelves a Baker Street, Sherlock Holmes? –inquirió Mycroft con una pequeña sonrisa, mientras que Sherlock sonreía con alivio por primera vez en dos años.

En Baker Street, Cora se encontraba charlando con la señora Hudson, cuando ambas mujeres escucharon el inconfundible sonido de la puerta principal abriéndose y cerrándose. Las dos se levantaron con celeridad y salieron del piso de la casera, encontrándose a John en la entrada. Tras observarse en silencio unos cuantos segundos, John hizo un leve gesto con el brazo derecho en señal de saludo, antes de carraspear y entrar con ellas al piso.

Entretanto, Sherlock se encontraba en la oficina de Mycroft leyendo un periódico, reclinado en un asiento mientras un hombre lo afeitaba y cortaba su cabello a su longitud original.

¿Has estado ocupado, no es así? La abejita laboriosa... –comentó Mycroft con una leve carcajada, mientras observaba a su hermano.

La red de Moriarty--he tardado dos años en desmantelarla. –replicó Sherlock mientras se deshacía del periódico.

–¿Y estás seguro de haberlo hecho?

–La rama Serbia era la última pieza del puzzle. –replicó el detective.

–Si. Te metiste hasta el cuello con el Baron Maupertius. Menuda trama. –comentó Mycroft.

–Colosal.

–En fin, estás a salvo... Un gracias no estaría de más. –indicó Mycroft.

¿Por qué?

–Por intervenir. –replicó el hermano mayor, provocando que Sherlock hiciera un gesto al barbero para que se detuviera–. Por si se te ha olvidado, el trabajo de campo no es mi medio habitual. –dijo Mycroft, a lo que Sherlock se levantó del asiento con un gruñido de dolor mientras observaba a su hermano con furia.

¿Intervenir? ¡No moviste un dedo mientras me molían a golpes! –gritó Sherlock.

–Te saqué de allí.

No--salí yo. –replicó Sherlock–. ¿Por qué no actuaste antes?

–No podía delatarme, ¿no crees? Eso lo habría estropeado todo. –replicó Mycroft.

Estabas disfrutando.

–Tonterías...

–Por supuesto que lo hacías. –sentenció Sherlock con un tono severo antes de recostarse de nuevo en el asiento, con una mueca de dolor–. No sabía que hablaras serbio...

–No lo hablo. Pero tiene raíz eslava, muchos giros del turco y el alemán... Tardé un par de horas. –replicó el hermano mayor del detective.

–Hmm—te estás descuidando.

–La madurez, hermano mío. A todos nos llega. –le comentó Mycroft mientras su asistenta, Anthea, entraba sujetando un perchero con el característico traje negro del detective.

En la cocina de la señora Hudson se respiraba un ambiente de tensión mientras la casera colocaba un recipiente con dos tazas, dos azucareros y una jarra de leche en la mesa, dando un fuerte golpe con cada uno. A los pocos segundo también colocó un plato con galletas de la misma forma, dando un fuerte golpe contra la superficie de la mesa.

Cora simplemente observaba a la casera con una mirada entre aprobación y reprobación, pues comprendía lo que debía de estar sintiendo la amable mujer, aunque de la misma forma, no apreciaba los fuertes golpes que se estaban sucediendo.

–Oh, lo siento. Tu no tomas azúcar... –indicó la señora Hudson mientras observaba a John, quien se encontraba en silencio.

–No.

–Estas cosas se te olvidan. –comentó la señora Hudson, lanzando una leve pulla en dirección al ex-soldado.

–Si... –comentó John con una mirada que comenzaba a irradiar culpabilidad.

Se te olvidan muchas cosillas, parece. –dijo la casera, a lo que John asintió.

–Tu nuevo aspecto... –indicó Cora con una voz casi ronca, mientras hacía un leve gesto entre su nariz y su boca, fijándose en el bigote que tenía Watson–. Te hace mayor.

–Es por probar... –comentó John tras tocar su bigote.

–Pues te hace mayor. –comentó la señora Hudson mientras observaba a Cora, quien parecía ausente de pronto. Ante este comentario, John alzó su rostro y fue a decir algo, cuando la casera lo interrumpió–. No soy tu madre. No tengo derecho a esperar... pero una llamada John, con un telefonazo habría bastado. –exclamó la mujer con un tono dolido y apenado–. Con lo que hemos pasado... –indicó la mujer, mientras tomaba la mano de la antaño pelirroja.

–Lo fui dejando. Lo fui dejando todo. Y cada vez se me hacía más difícil coger el teléfono. –replicó John mientras observaba a Cora, en cierto modo avergonzado por sus acciones.

Cora suspiró y observó a John a los ojos.

–Aún así deberías habernos llamado, John. –comentó con dureza–. No creas que eres el único que lo ha estado pasando mal estos últimos dos años. Yo también. Si crees que no me martirizo cada día que vivo, te equivocas.

Cora... –dijo John, dándose perfecta cuenta de los numerosos cortes que adornaban sus pálidos brazos–. ¿Por qué...? ¿Por qué te has hecho esto? –preguntó el doctor, levantándose de su asiento y acercándose a la joven, antes de tocar sus brazos y abrazarla.

–Porque ya no lo soporto más John. No puedo vivir sin él. No puedo... –replicó Cora, mientras reciprocaba el abrazo y estallaba en un leve llanto.

Sherlock se encontraba ahora frente a un espejo, metiendo su camisa blanca dentro de sus pantalones negros.

–Necesito que centres toda tu atención en este asunto. –indicó Mycroft–. ¿Queda claro?

–¿Qué te parece ésta camisa? –preguntó Sherlock de forma irónica, ganándose un suspiro exasperado por parte de su hermano mayor.

¡Sherlock!

–Encontraré tu célula terrorista, Mycroft. –replicó el detective mientras miraba a su hermano–. Tu llévame a Londres. Necesito familiarizarme con la ciudad, respirarla--sentir cada latido de su corazón. –dijo Sherlock.

–Uno de nuestros hombre murió para conseguir esta información. Todas las filtraciones coinciden: va a haber un atentado terrorista en Londres--uno gordo. –dijo Anthea.

–¿Y qué pasa con John Watson y... Cora Izumi? –inquirió el detective mientras se colocaba su chaqueta negra.

¿John y Cora? –le preguntó Mycroft a Sherlock.

–Mmm. ¿Los has visto? –preguntó el sociópata mientras giraba su rostro para observar a su hermano.

–Oh sí, ¡quedamos los viernes a comer fish and chips! –exclamó Mycroft con sarcasmo.

Sherlock miró a su hermano, éste hizo un gesto a Anthea, quien le dio un fichero al detective.

–Estoy pendiente de ellos, por supuesto. –repicó Mycroft mientras observaba a Sherlock abrir el fichero.

Dentro del fichero, se encontraban dos fotos en blanco y negro de Watson, junto con un detallado informe justo debajo. El joven detective posó su mirada entonces en la foto de John, en la que éste aparecía con su bigote.

–Tendremos que deshacernos de eso. –dijo Sherlock tras observar la foto.

¿Tendremos? –inquirió Mycroft.

–Parece un anciano. No se me puede ver por ahí con un viejo. –indicó Sherlock antes de cerrar el fichero y dejarlo encima de la mesa. A los pocos segundos se giró hacia su hermano y estiró su brazo. Mycroft observó a su hermano y el detective rodó los ojos–. ¿Dónde está su fichero?

Mycroft miró a Anthea, quien tras suspirar, sacó otro fichero y se lo dejó al sociópata.

Antes de que lo abras, querido hermano, déjame darte una advertencia: puede que no veas a quien tu recuerdas. –le indicó Mycroft.

Sherlock lo observó con una mirada extrañada y procedió a abrir el fichero. Su corazón dio un vuelco al observar la única imagen que había allí: se veía a Cora con su característico cabello rojo, pero éste no era ya del mismo color brillante que antaño, sino que había comenzado a desvanecerse. Sus ojos estaban tristes, y las ojeras que poseía eran profundas, indicando que no era feliz, y que no dormía nada. Su sonrisa había desaparecido, y había sido reemplazada por una expresión seria e indiferente.

–¿No hay más fotos? Debes tener alguna más de ella. –comentó Sherlock mientras alzaba su vista del fichero, observando a Mycroft.

–No. No tengo más fotos de ella. –sentenció Mycroft con un tono serio–. No se ha comunicado conmigo desde apenas un mes después de tu muerte. Y nadie ha podido contactar con ella desde ese día. Ni siquiera John Watson.

–¿Ni siquiera John? –preguntó Sherlock algo incrédulo.

–Así es. Se encerró en si misma, y ya no sé en qué estado podrás encontrarla.

Sherlock asimiló la información que su hermano le había proporcionado y volvió su vista a la foto que había en el fichero, pasando uno de sus dedos por ella. La observó con una mirada de infinito cariño: su adorada Cora... La amaba demasiado. Pero la había dejado atrás, sola y desamparada... Y eso lo estaba comiendo vivo. De todos a los que había tenido que abandonar aquel día, Sherlock echaba de menos a su novia. Añoraba su sonrisa, su voz, su risa, el sabor de sus labios... El detective metió su mano en el bolsillo de su chaqueta, sacando el colgante que Cora había dejado en la lápida, acariciándolo por unos instantes antes de colocárselo al cuello una vez más.

–Te diré esto sin embargo, y creo que estarías orgulloso de ella, puesto que lo último que sé es que dejó su puesto como docente y siguió trabajando como detective asesor. –dijo Mycroft observando a su hermano menor.

¿Por qué diantres haría algo así? –inquirió el detective mientras alzaba una de sus cejas, observando a su hermano.

–Tiene algo que ver con honrar tu memoria... Aunque debo decir que tuvo muchos clientes, y resolvió los casos bastante rápido. –comentó el mayor de los Holmes–. Debo decir claro está, que no sé en qué andará metida ahora...

Sherlock volvió su vista al fichero, leyendo todos los casos que había resuelto su querida novia, lo que lo hizo sonreír, acariciando la foto una vez más, grabando cada detalle de la mujer en su mente.

–¿Ni siquiera has mantenido contacto con ellos para prepararlos? –inquirió Mycroft.

No. –replicó de forma distraída mientras seguía observando la foto.

Cora condujo a John hacia el 221-B, y éste se percató de que el piso se encontraba perfectamente limpio, sin una mota de polvo.

–Veo que has limpiado todo esto... –comentó John mientras observaba la estancia.

–Así es. Como ya dije, no tengo ningún sitio al que ir. Ahora vivo aquí. –indicó la joven de cabello negro mientras abría la ventana y las cortinas, antes de girarse hacia John–. ¿Por qué ahora? ¿Qué te ha hecho cambiar de idea?

–Bueno, es que tengo noticias... –replicó John tras carraspear.

–¿Ah, sí? –preguntó la joven con una ceja levantada, mientras se cruzaba de brazos.

–Hace tiempo... poco antes de perder contacto, ¿recuerdas que te hablé de Mary?

Sí. Lo recuerdo perfectamente. –indicó la joven mientras asentía.

–Le voy a pedir que se case conmigo.

–Eso... Eso es fantástico John. Me alegro mucho por ti. –replicó la joven con una sonrisa forzada pero con un tinte sincero.

No sonarías más alegre si estuvieras en un funeral... –indicó John con una leve sonrisa sarcástica.

Lo siento, yo... –se excusó Cora–. Aún me va a costar un tiempo el adaptarme de nuevo. –comentó con un tono algo apenado–. Pero... ¡espero que seas muy feliz! –le dijo la joven con una sonrisa sincera antes de abrazarlo.

–¿Que hay de ti? Y siento preguntarlo pero ¿has... encontrado a alguien? –inquirió mientras correspondía el abrazo.

–No. De hecho... llevo sin salir y socializar con alguien desde hace dos años. –replicó la joven mientras le sonreía con ironía–. De todas formas, sería demasiado aburrido.

Ante este último comentario por parte de Cora, John sonrió, lo que provocó que ella alzara una ceja.

¿Qué?

–Es solo que... me has recordado a él justo ahora. –indicó John con una sonrisa, mientras ambos se sentaban en el sofá.

Sherlock estaba alisando su chaqueta con una sonrisa mientras observaba a su hermano y a Anthea.

–Voy a darles una sorpresa, ¡les encantará!

–¿Tu crees? –preguntó Mycroft, sonriendo de forma cínica.

–Hmm. Apareceré en Baker Street. Quien sabe--quizás salga de una tarta. –dijo Sherlock con una sonrisa.

–¿Baker Street? John ya no vive ahí. Han pasado dos años. Aunque sé que Cora sí que vive allí. –replicó Mycroft, a lo que Sherlock lo observó–. Han seguido con su vida.

–¿Qué vida? Si no estaba yo. –dijo Sherlock con ironía–. ¿Dónde va a estar John esta noche?

–¿Cómo quieres que lo sepa? –inquirió Mycroft.

–Tu lo sabes todo.

–Tiene una reserva para cenar en Marylebone Road, un local muy coqueto. –replicó Mycroft–. Tienen varias botellas de Saint-Emilion del 2000... aunque yo prefiero el del 2001.

–A lo mejor me paso por allí. Luego iré a Baker Street para verla. –indicó Sherlock.

–¿Sabes? Quizás no seas bien recibido...

–Que va. –replicó Holmes con una sonrisa–. ¿Y dónde está?

–¿Dónde está qué?

–Ya lo sabes. –replicó Sherlock mientras Anthea entraba de nuevo a la estancia y traía su gabardina. El detective sonrió y con una gran calma se colocó la gabardina.

–Bienvenido, señor Holmes. –dijo Anthea ayudándolo a ponerse la gabardina.

–Gracias, hermano. –replicó Sherlock de forma sarcástica mientras observaba a su hermano.

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