Capítulo 14: El Problema Final | -Preludio a la tempestad- |
Una película en blanco y negro de la época de los 40 o 50 estaba siendo reproducida en una sala de proyección privada, propia de una mansión. En la imagen, puede verse a un detective en su despacho privado, de espaldas a su mesa de trabajo, mientras que frente a él, una despampanante mujer sujetaba un cigarrillo con una pose sexy, dejando claro que se trataba de una femme fatale de aquella época, o lo que el canon de aquellos años identificaba como una.
–¿Sabe que podría detenerla? –inquirió el detective, observando a la mujer.
–¿Por qué? –preguntó ella con un tono casi indiferente.
–Por llevar un vestido así. –replicó él, señalándolo.
–¿Quiere que me lo quite? –le preguntó ella de forma seductora.
–Entonces sí tendría que denunciarla. –comentó con una sonrisa el detective.
–Allá usted.
Mycroft por su parte, se encontraba sentado en su silla particular, su rostro apoyado en su mano izquierda, cuyo codo reposaba sobre el reposa-brazos. Con una sonrisa, gesticuló cada una de las líneas del detective, cada vez que este hablaba.
–¿No fue así como empezaron? –dijo la femme fatale.
–¿Quienes?
–Adán y Eva. –recalcó ella.
–Ah, esos.
Mycroft continuó disfrutando de la película con una sonrisa, dando un trago al vaso de wishkey que tenía junto a la silla. La película continuó rodando, pues era de cinta, aunque se presentó un fallo. En ese momento se pudo ver en la pantalla a una familia que consistía de dos adultos y dos niños, sentados en lo que parecía una playa. El vídeo era antiguo, pues estaba ya descolorido y amarillo. El fallo solo duró un segundo, pues volvió a aparecer la imagen de la película. Mycroft frunció el ceño al ver esto, girándose para comprobar si la cinta de vídeo estaba bien. Tras hacerlo, la cinta volvió a fallar, esta vez más tiempo, mostrando en aquella ocasión el mismo vídeo amarillento con la familia, centrándose en un pequeño de once años con algo de sobrepeso. El niño sonrió a la cámara, antes de que el fallo se corrigiese, volviendo a la película. Tras volver a comprobar el proyector, Mycroft encendió un cigarro, ahora nervioso. La imagen volvió a fallar, saltando de un vídeo a otro sin cesar, en el vídeo familiar centrándose sobre un niño de unos cuatro años con el pelo castaño y rizado, quien estaba jugando con una pelota. La madre entonces se levantó y saludó a la cámara. Mycroft reconoció de inmediato el vídeo, no evitando que una sonrisa se formara en su rostro. El padre entonces se acercó al niño de once años, quien tenia en sus manos un plato a rebosar con sandwiches. Éste le dijo algo al pequeño, quien a los pocos segundos lo apartó de forma protectora. Tras unos segundos, el padre hizo un gesto al niño pequeño, quien se acercó corriendo a ellos, de pronto abalanzándose sobre el mayor con una sonrisa. Mycroft no pudo evitar que una sonrisa nostálgica apareciera en su rostro al observar a la familia al completo, pues se trataba de la suya, siendo él el niño regordete, y Sherlock el pequeño de cabello castaño. De pronto, el vídeo falló una vez más, apareciendo un fondo blanco, con las palabras HE VUELTO escritas en rojo. La película continuo fallando antes de mostrar de nuevo el mensaje, disolviéndose la cinta de vídeo. El Hombre de Hielo observó estupefacto la imagen que se había proyectado, ahora no habiendo nada. La cinta incluso se había salido del proyector. Mycroft se levantó con celeridad de su asiento, caminando con presteza hasta la puerta de la estancia, intentando abrirla, sin éxito. Decidió agarrar el manubrio con ambas manos e intentarlo de nuevo, de nuevo fallando en hacerlo.
–Mycroft. –escuchó susurrar a una voz femenina en la sala, detrás suyo, lo que provocó que se girase, revisando la pantalla y la sala en su totalidad.
En ese preciso momento, fuertes y continuas pisadas se pudieron escuchar en el piso de arriba, como si alguien estuviera corriendo. La puerta de la sala de proyección se abrió entonces con un chirrido tenebroso. Mycroft atravesó el umbral con temor, la puerta cerrándose sola tras él, un sonido eléctrico haciéndose presente instantes antes de que las luces del pasillo se apagasen de sopetón. Caminó hasta donde se encontraba su habitual paraguas, apoyado en la pared. Tras cogerlo, lo desencajó en dos partes, revelando que pegado al mango, había el filo de una espada. Tras tomar la espada en su mano derecha, Mycroft encendió la linterna de su teléfono móvil, caminando hacia delante con su respiración pesada y nerviosa. Tras asomarse por una puerta abierta de par en par, una pequeña figura de una niña, con un vestido azul y el pelo negro recogido en dos coletas, pasó corriendo por el pasillo, desapareciendo en la oscuridad. Con el ceño fruncido, sus manos y piernas temblando ligeramente, el reloj de la casa comenzando a sonar, Mycroft caminó hacia el lado opuesto del pasillo, hacia las escaleras que conducían al segundo piso, encontrándose con que la misma niña estaba de pie, quieta como una estatua frente a éstas.
–Mycroft... –lo llamó en una voz infantil. Mycroft se acercó a la niña, revelando que no era tal, solo un maniquí sin rostro con la misma ropa y peluca.
–¿Por qué no sales y te dejas ver? No tengo tiempo pata esto. –sentenció Mycroft con un tono más tranquilo, dándose la vuelta, su mirada fija en el otro extremo del pasillo, por donde había venido.
–Tenemos tiempo, querido hermano. Todo el tiempo del mundo. –dijo una voz, antes de que la niña saliese de la oscuridad, corriendo escaleras arriba. Mycroft se giró y corrió tras ella para alcanzarla, bajando su ritmo a mitad de las escaleras. Tras girarse por un instante, subió el último tramo de escaleras, guardando su teléfono móvil en el bolsillo–. ¡Mycroft! –dijo la misma voz en un tono cantarín mientras el hombre caminaba por el pasillo.
–¿Quién eres? –preguntó el hermano de Sherlock, su tono ahora tenso.
–Ya lo sabes. –replicó la voz aún con un tono melódico.
–Imposible. –replicó Mycroft, negando con la cabeza.
–No hay nada imposible. Precisamente tú deberías saberlo. –dijo la voz, pasando Mycroft un cuadro de considerable tamaño de una casa de campo, llegando a varios cuadros con el retrato de una figura famosa.
El Hombre de Hielo observó los cuadros, sangre de pronto comenzando a salir de sus ojos y su boca. Horrorizado por aquello, caminó más por el pasillo, llegando a otro retrato, éste de una mujer, del que también salía sangre por los ojos y la boca.
–¡Voy a por ti! –dijo la voz, la cabeza de una armadura cayendo al suelo con un gran estrépito, girándose el hombre para observalo–, ¡Sopla el Viento del Este, Mycroft! ¡Voy a por ti!
–¡No puedes haber salido! ¡Es imposible! –exclamó Mycroft con horror, retrocediendo unos pasos, sus ojos abiertos por el pavor.
De una intersección previa a su posición actual, un payaso emergió de las sombras enteramente vestido y maquillado. Mycroft lo observó con incredulidad y algo de nerviosismo, pues aunque no lo admitiera, le aterraban los payasos. El payaso cogió entonces en su mano la espada que la armadura sujetaba anteriormente, apuntando ésta hacia el hermano del sociópata. Intentando aparentar valentía y determinación, Mycroft hizo un gesto de saludo propio del esgrima, colocándose en posición de duelo. Apuntó su espada al payaso, quien hizo un gesto de provocación, claramente no asustado por el Hombre de Hielo. Mycroft dio un paso al frente, sacando un pañuelo y agarrando con él el filo de la espada, desencajándolo y revelando que el mango era también un arma de fuego. Apuntó el arma hacia el payaso y apretó el gatillo, pero el arma estaba descargada.
–Es inútil, Mycroft... –dijo la voz con evidente satisfacción–. No hay defensa posible, ni lugar donde esconderse. –apostilló, el payaso profiriendo un grito que hizo poner pies en polvorosa a Mycroft, quien intentó llegar a la puerta de otra habitación en el piso bajo, tras haber bajado unas escaleras. Intentó abrir las puertas, pero no hubo manera de hacerlo. El payaso se contentó con observarlo desde la balconada del piso superior. Mycroft entonces se giró hacia otra de las escaleras, donde observó una silueta que pasaba por las ventanas superiores, las cortinas de aquella puerta abriéndose, y apareciendo tras ellas nada más y nada menos que Sherlock Holmes, ataviado con sus ropas habituales, incluyendo la gorra de caza. Sherlock entonces observó al payaso.
–¿Sherlock? –dudó Mycroft aún aterrado–. ¡Ayúdame!
Sherlock entonces llevó su dedo pulgar e indice a sus labios, profiriendo un silbido agudo, las luces de la casa ecendiéndose.
–Experimento completado –dijo con una voz triunfal–. Conclusión: tengo una hermana. –comentó, Mycroft observando sus alrededores completamente asustado.
–¿Eras tú? ¿Has sido un montaje tuyo? –inquirió con ira.
–Segunda conclusión: mi hermana--Eurus, por lo visto--fue recluida desde temprana edad en una institución segura, controlada por mi hermano. –continuó con su monólogo sin hacer demasiado caso a las palabras de Mycroft, quien tapó su rostro con sus manos–. ¡Hola, hermano! –saludó con alegría, apareciendo Anthea por allí, vestida con su ropa habitual, acercándose a su marido.
–¿Por qué has hecho esto? ¿Toda esta pantomima... Por qué? –cuestionó Mycroft en un tono cansado.
–Tercera conclusión: ¡le tienes pavor! –dijo una voz femenina que reconoció de inmediato, apareciendo por allí la mujer de su hermano menor, una sonrisa en su rostro y ataviada con un vestido azul, despojándose de la peluca de coletas negras.
–Querido, creo que será mejor decirle la verdad a Sherlock... –intervino Anthea, frotando la espalda de Mycroft con suavidad.
–¿Tú también? –dijo Mycroft–. ¿También estabas metida en esto?
–Oh, no la culpes cuñadito –dijo Cora en un tono burlesco–. Solo la hemos coaccionado para que nos abriera la puerta... ¿Cómo habríamos podido entrar sino?
–¡No tenéis idea de dónde os metéis! –sentenció en un tono severo, observando a la pelirroja de ojos escarlata–, ¡Ni idea!
–Novedades: ha salido. –dijo John, entrando por una de las puertas que llevaban a un pasillo.
–Eso no puede ser... –dijo Mycroft con temor e incredulidad.
–Claro que puede ser. Era la psicóloga de John.
–Me disparó en plena sesión. –comentó el rubio en un tono algo simplista.
–Un dardo tranquilizante. –apostilló Cora tras despojarse de vestido, llevando debajo su clásico traje que consistía en: una camisa blanca abotonada, una chaqueta negra sobre ésta, corbata negra, falda plisada negra corta, medias transparentes de color beige, y tacones negros.
–Mm. Aún nos quedaban diez minutos...
–A ver si te devuelve el dinero. –sonrió el Detective Asesor mientras bajaba las escaleras, John y Cora sonriendo al unísono–. Bueno, oye –llamó al payaso–, Wiggins te pagará en la puerta. No te lo gastes todo en un fumadero de crack. –le dijo, ante lo cual el hombre hizo sonar su nariz roja de payaso, saliendo de allí. Una vez bajó las escaleras, Sherlock encaró a su hermano con una sonrisa satisfecha–. Uy, espero no haberte fastidiado la película. –comentó, caminando hacia una de las puertas que llevaban a la salida.
–¿Ya te marchas? –inquirió Mycroft, aún sin aliento debido a lo sucedido.
–No me voy a quedar aquí. Viene Eurus, y alguien ha inhabilitado tu sistema de seguridad. –replicó su hermano menor–. ¡Que duermas bien! –se despidió, abriendo la puerta y caminando fuera de la casa. Cora y John comenzaron a seguirlo, cuando el Hombre de Hielo les habló.
–John, Cora, ¿por qué me hace esto? ¡Es de locos! –preguntó, claramente confuso. Su mujer decidió responder.
–Es que alguien lo convenció de que jamás dirías la verdad a menos que estuvieras cagado. –apostilló con una leve sonrisa la de cabello moreno, Mycroft alzando una de sus cejas al escucharla.
–¿Alguien? –inquirió, su mirada posándose en John y Cora, la segunda sonriendo.
–Yo, seguramente.
–¿Y ya? ¿Os marcháis?
–Tranquilo –dijo John–. Hay un lugar para la gente como tú--los desesperados, los aterrados--los que no tienen a dónde ir. –comentó con un tono algo inocente.
–¿Qué lugar? –pregunto Mycroft, su tono severo y agrio.
–El 221-B de Baker Street. –replicó Cora con una sonrisa, tras ladear la cabeza con algo de indignación, su cuñado cerrando los ojos con exasperación. La pelirroja de ojos escarlata se giró entonces, comenzando a caminar con John hacia la salida.
–Te veremos por la mañana –se despidió John–. ¡Si hay cola, la haces! –exclamó por encima de su hombro.
–¡Por Dios bendito! ¡No es uno de vuestros dichosos casos! –exclamó Mycroft, su tono colérico, mientras que Cora alzó su dedo índice, como si se le hubiera olvidado decir algo, volviendo sobre sus pasos y encarando a su cuñado.
–Te aconsejo que cierres la ventana –comentó con una sonrisa irónica, señalando a las ventanas del piso superior–. Llega Viento del Este. –concluyó antes de caminar de nuevo con John, saliendo ambos de la casa y dejando a Mycroft asustado, observando sus alrededores, mientras Anthea trataba de calmarlo.
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