Capítulo 32
Todavía me quedaban algunas horas de margen antes de que se acabara de manera definitiva y, por lo tanto, irrevocable.
Uf-Tá había conseguido reparar el sonido, Régar continuaba igual de ocupado, y yo no tuve ningún otro momento o valor para volver a casa, terminar mi onigiri y comprarme otra botella de agua.
El niño prodigio, Ken Ichijouji, dijo que no podía seguir avanzando, y los elegidos se detuvieron durante otro rato. Uf-Tá aprovechó ese momento para marcharse al castillo y así avisar a Régar de las novedades en su trabajo, por lo que Pyrus y yo hicimos lo propio; aparecimos en aquella segunda playa de arena oscura, junto a los elegidos que quedaban, y volvimos a presionarlos para que continuasen su camino.
Unos segundos después de que regresáramos a la sala de las pantallas, Régar vino también, acompañado por Uf-Tá, Lórman, Pesbas y aquel digimon de cuerpo curvilíneo que poco después descubriría que se llamaba LadyDevimon.
Régar me miró de refilón con lo que detecté como inquina, pero no se detuvo en mí. Atravesó aquella sala inmensa, con sus subordinados pisándole los talones, y llegó hasta una de las paredes del fondo. Después dio un par de vueltas sobre sí mismo mientras revisaba las pantallas en las que estaban los elegidos.
—Ni-mé'a Zí —blasfemó en ofiuco.
Vi el rostro de Uf-Tá desencajarse al escucharlo. Pareció contenerse para no decir nada al respecto. Significaba algo así como que se cagaba en uno de sus dioses, Zí.
—¿Cómo han podido llegar tan rápido? —añadió Régar—. Están muy cerca.
Regresó sobre sus pasos y volvió a dedicarme una mirada de repulsa cuando me rozó. Tenía unos buenos metros de margen, pero aun así no pudo evitar que sus hombros anchos chocasen con los míos. Sabía que aquello, de alguna forma, era una especie de lucha de poder en la que él tan solo quería demostrar que seguía por encima de mí, para recordarme que seguía a su servicio, encerrado en su juego.
Lo que no sabía Régar era que esta vez era yo quien estaba haciendo todo lo que se me ocurría para atraparlo en un callejón sin salida, y que estaba dispuesto a morir si con eso podía arrastrarlo conmigo.
Bajé la cabeza, en gesto sumiso, y él volvió la vista a la pantalla que me quedaba más cerca. Uf-Tá no dejó de frotarse las manos mientras llegaba a su lado, custodiado por Lórman y Pesbas.
—A ver, a ver, yo... No lo sé, no tengo ni idea de cómo han podido llegar tan rápido —dijo, nervioso—. No tengo la más remota idea. Son buenos, sí. Sí, sí, sí.
—¿Buenos? —Régar bufó—. Mierda, Uf-Tá, solo tenías un trabajo. Solo tenías un puto trabajo.
—En realidad tenía varios. Varios, sí: traerles a este mundo, prepararlo, poner las pantallas y conectarlas con los humanos y los digimon, controlar que llegasen tarde, prep...
Régar le rodeó el cuello enclenque con una sola mano. Empezó a hacer movimientos con la mandíbula y a apretar los labios de pura rabia. No dejó que Uf-Tá pronunciase otra palabra.
—Cállate, pedazo de mierda. Joder, estoy rodeado de inútiles.
Bajé la mirada hasta el piso. Sabía que en ese momento podían venirse varias cosas, pero todas ellas incluían violencia y un episodio desafortunado para Uf-Tá. Escuché un golpe, algún hueso partiéndose, otro golpe, el grito de Uf-Tá y un golpe más, esta vez contra el suelo. Su pelo estropajoso entró en mi campo de visión, y me obligué a levantar la cabeza y mirar hacia otro lado. Supe que seguía con vida gracias a sus gimoteos y quejas.
—¿Nos encargamos de él, señor?
La voz de Lórman sonó hasta divertida.
—No, todavía puede servirnos si algo sale mal. Traed unas cadenas y al humano. Mestizo. —Ya lo estaba mirando cuando se dirigió a mí. Señaló a Uf-Tá con la barbilla—. Enciérralo en las celdas. Que no tenga posibilidades de escapar o tú serás quien pague las consecuencias.
Lórman y Pesbas desaparecieron, supuse que para buscar las cadenas y a Takaishi. LadyDevimon y Pyrus estaban tan fuera de mi vista que casi había olvidado que seguían con nosotros.
Me quedé mirando a Régar a los ojos. Sus iris plateados, por algún motivo que aún no entiendo, se habían aclarado tanto en aquella sala de paredes oscuras que casi parecía no tenerlos. El contraste con su piel morena llegó a sorprenderme. Aunque ya me había acostumbrado a su apariencia tosca gobernada por esos ojos ardiendo en frío, volvió a hacerlo. Volvió a dejarme tan ensimismado en lo llamativo de ese contraste que me resultó desconocido por unos instantes.
Pero lo conocía muy bien. Quizás mejor de lo que me conocía él a mí.
Entornó los ojos sin quitarme la vista de encima. Sostuvo mi mirada durante todo ese tiempo y, aunque sabía que eso para él no suponía ningún problema, para mí sí era un sobreesfuerzo. Tragué saliva cuando rodeó a Uf-Tá para acercarse a mí y ponerse a tan solo unos centímetros de mi cara. Desde ahí pude ver sus pupilas negras entre sus iris plateados y, por un momento, me pareció ver también el reflejo oscuro de alguna mancha en movimiento. Alterné la vista entre sus ojos y su barbilla.
—Veo que Tigasde te curó también la cara —dijo—. Mejor. Siempre es buena idea tener al carabonita preparado para todo. —Hizo una pausa. Me agarró de la mandíbula con brusquedad para mover mi cara a su antojo y verme mejor—. Encierra a Uf-Tá.
Me soltó y se apartó. Bajé la mirada, me agaché al lado del cuerpo debilitado de nuestra última incorporación al equipo, y posé una mano en su brazo para llevármelo.
Pocas veces me dejaban ir a las celdas. Normalmente, cuando lo hacían, solía ser acompañado por uno de ellos, así que encontrarme ahí, a solas, llevando a un sombra casi moribundo hasta una de las celdas para dejarlo morir, me revolvió las tripas.
Uf-Tá gimió con más fuerza cuando aparecimos en el suelo de roca del castillo. El pasillo de nuestra prisión era estrecho y oscuro. Estaba iluminado tan solo por pequeñas franjas de la luz del único astro de ese mundo, que se colaban entre los pocos barrotes que daban al exterior. Aunque era una de las zonas que menos destruida estaba de todas las del castillo, algunas partes parecía que se caerían a cachos. La humedad era tan elevada que el frío se me caló hasta los huesos en apenas unos segundos.
Vi una celda abierta y lo arrastré hasta allí. En algún lugar debía de haber un zólov, un báculo activado indefinidamente para que cualquier sombra que pasara por ahí pudiera olvidarse para siempre de la posibilidad de salir por sus propios medios. El interior de las celdas estaba cubierto por aquella capa que nos impedía teletransportarnos y, por tanto, no podría llevar a Uf-Tá hasta el interior de su celda de la manera menos dolorosa para él.
Inspiré hondo antes de elevar uno de sus brazos hasta mis hombros. Él gritó de dolor, destrozándome el oído.
—¡¡Zimme!! ¡Nhem-pá! —gritó—. ¡Nhem-pá, phanilé!
—Tengo que llevarte dentro —intenté explicarle—. No puedo teletransportarnos hasta ahí.
—¡Nipao! ¡Zinné nipao!
No me entendía, pero yo a él sí.
Bastardo.
Suéltame.
Suéltame, mestizo.
Repugnante.
Eres repugnante.
Me enfadé. Agarré su brazo con más fuerza, me lo quité de los hombros y lo apreté sin importarme que la presión pudiera hacer que el dolor llegase hasta su otro brazo, donde debía de tener algún hueso roto. Él gritó con tal desesperación que me ayudó a darme cuenta pronto, para su suerte, y aflojé el agarre. Tragué saliva y me acerqué a su otro brazo para intentar curarlo antes de seguir. Él volvió a menearse, a intentar arrastrarse y a soltar improperios en mi contra.
—Di-ná —mascullé.
Obedeció; se quedó quieto.
Creo que estuve alrededor de quince minutos intentándolo y solo fui capaz de juntar las dos partes del húmero de su brazo izquierdo, pero ni siquiera de soldarlas del todo. No se me da bien curar. Sabía que había hecho un trabajo a medias, pero que serviría para que las partes más afiladas de sus huesos no le hiciesen el mismo daño.
Cuando terminé, intenté cargar con él y llevarlo hasta la celda. En otras ocasiones hubiera optado por la salida fácil; un golpe certero en la nuca o en la cabeza y ya tendría un cuerpo inconsciente o a una criatura tan acojonada que se vería incapaz de volver a quejarse. Pero esa vez no pude.
Lo dejé en la celda, salí y cerré la puerta de barrotes. Desde ahí lo miré y tragué saliva. Él continuó susurrando cosas en voz baja que pude oír a la perfección:
Bastardo.
Mestizo.
Repugnante.
Aberración.
Desecho.
Sucio.
Deberías estar colgando de alguna horca.
Me froté los ojos con las manos. El cansancio y el esfuerzo por tanto teletransporte y por curar a Uf-Tá hicieron que me marease. Sabía que tenía fiebre y que, de no ser porque estaba en una alerta constante, me caería de sueño en ese mismo momento, incluso aunque no dejase de temblar por la humedad y el frío.
Me di la vuelta para observar las celdas. Creía que no teníamos a nadie más encerrado en ese tiempo, así que me sentí tranquilo de atravesarlas sin miedo. Olía a orina, a sudor, a excrementos y a humedad. Algunas rocas y barrotes estaban cubiertos por finas capas verdes de musgo, de las que volví a apartar la vista al recordar que así es como Régar describía el color de mis ojos.
Me detuve frente a una celda en la que una rama de hojas verdes y frescas se había colado por entre los huecos de los barrotes del minúsculo ventanuco que daba al exterior. Por ella, además de la planta de hojas perennes, se colaba la luz plateada de aquel astro que gobernaba en esa zona de ese mundo durante la mayor parte del tiempo.
Entonces bajé la cabeza y lo vi, acurrucado en una esquina del fondo, con las alitas cubriéndole el cuerpo pequeño y blando, y con un tono anaranjado que parecía más apagado de lo que pudo ser en algún otro momento.
Miré en derredor para asegurarme de que no había nadie más, y me acuclillé al otro lado de los barrotes.
La criatura abrió aquellos grandes ojos azules que me costaría olvidar, y me miró como si hubiera pasado el resquicio de alguna esperanza por ellos. Después extendió las alas de murciélago, que parecían corresponder también a sus orejas, y se quedó estático por unos segundos.
Supe enseguida que debía tratarse de un digimon, y mi mente hizo conexión rápido: era el digimon que había traído Pesbas, al que pensaban sacar hasta la última gota de poder. El compañero de Takaishi.
Busqué el zólov por las esquinas. Se encontraba fuera de la celda, en lo alto, pegado a las puntas de los barrotes que se clavaban en el techo. Eso, o quizás un aparato parecido, debía de estar reuniendo el poder de Patamon, el que después pretenderían usar en Takaishi para convertirlo en el monstruo que sería capaz de sembrar el caos en los mundos.
Separé los labios para decir algo, pero no me salieron las palabras.
—Eh, chico.
Me sobresalté. Tigasde se acercaba hacia mí desde el fondo del pasillo. Me puse en pie de golpe.
—Vamos. Régar te está esperando.
Obedecí antes de que pudiera llegar a mi lado.
Sombra&Luz
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