Capítulo 26
Esa misma tarde me metí en uno de los baños del instituto y me teletransporté al castillo. Como no me habían dicho que debía ir, nadie me estaba esperando en la sala principal.
La luz del exterior me cegó. Entraba con mucha fuerza por los cristales de las ventanas.
Me aterraba tener uno de los sentidos anulados, así que perder la vista, aunque fuera por un instante, me ponía de los nervios.
Me froté los ojos. Agucé el oído y di vueltas en el sitio por miedo a recibir un ataque sorpresa. No escuché nada. Tan solo me calmé cuando pude ver mejor y comprobar que, en efecto, estaba solo.
Fue entonces cuando escuché un par de golpes, lejos. Me acerqué al pasillo y lo atravesé en silencio, con todo el sigilo que pude, sin dejar de prestar atención al ruido. Sabía que Régar aprovechaba mi ausencia para trabajar en todo lo relacionado con Takaishi, por lo que la idea de aparecer sin prevenirles me resultaba casi más tentadora que cualquier tarde tranquila en la falsa seguridad de mi casa.
La luz de alguna ventana atravesaba el hueco de una puerta a mi derecha e iluminaba parte del pasillo. Me asomé con cuidado a la sala: Drac, sentado en una mesa, masticaba sin pudor el pedazo de alguna comida repleta de tropezones grandes y oscuros. La piel aceitunada de sus brazos desnudos recibía el brillo del exterior y lo reflejaba como si se tratara de alguna superficie lisa y embadurnada en lo que supuse que era sudor. No le importó que el cabello crespo y alborotado se le mezclara con parte de la comida, igual que tampoco pareció importarle que se le manchara la barba descuidada. Me aparté y me teletransporté al otro lado de la puerta para continuar atravesando el pasillo sin ser visto.
Los golpes se mezclaron con voces conforme me acercaba a la sala de la droga y, por tanto, también a la misma sala en la que vi a Takaishi por última vez.
—Creo que vamos a necesitar más tiempo.
—¡Joder!
Otro golpe. La segunda había sido la voz de Régar. No necesitaba estar delante para saber que estaba enfadado, aunque no terminé de entender por qué estaban hablando en japonés.
Pegué la oreja izquierda a la puerta de la sala en la que había estado Takaishi poco antes, y concentré toda mi atención en el otro lado.
—Voy a terminar cargándomelo como no me dé lo que quiero —añadió.
—¿Y de qué habrá servido todo esto, señor?
—Joder, Lórman. Joder, Lórman, cállate.
Dos golpes más.
—Razón no le falta.
No reconocí esa tercera voz.
—Me importa una mierda. Necesito que este puto humano esté listo ya. ¡¿Se puede saber qué ha fallado?! ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?
Régar había arrastrado las palabras en su última pregunta. No pude evitar imaginármelo apretando los dientes y moviendo la mandíbula de lado a lado, mientras sus poros rebosaban aún más todo el peligro que su voz, por sí sola, no podía expresar.
Quien fuera que no reconocí, para mi sorpresa, le respondió con un tono casi igual de enturbiado:
—No puedes recriminarme nada, Régar. Son tus hombres los que se han encargado de él la mayor parte del tiempo. Di instrucciones claras pero, si no se acataron como se debía, no es mi problema.
Esperé a que Régar rompiese algo o machacase al dueño o dueña de aquella voz. No lo hizo. En su lugar, guardó silencio como si se hubiese dado cuenta de que llevaba razón y de que no podía recriminarle nada. Fruncí el ceño.
También intenté concentrarme en la persona que podía estar detrás, en esa misma persona que estaba poniendo a Régar a raya sin sufrir consecuencias, sin recibir algún golpe o, siquiera, una amenaza tras hablarle de esa forma. Pero no lo logré. Ni siquiera pude determinar si su timbre se asemejaba más al de un cuerpo femenino o al de uno masculino.
Entorné los ojos como si eso pudiese ayudarme a escuchar mejor.
—¿Y qué quieres que haga? —añadió Régar, más tranquilo—. No podemos darle más fuerte porque no es capaz de soportar una sola paliza. Aparte de repetirle y repetirle la basura que es y de darle menos golpes de los que se merece, ¿qué pretendes que hagamos? No puedo sacar algo útil de una maldita rata sin fuerzas.
—Si hubiérais hecho las cosas tal y como os las pedí, el chico estaría a punto.
—Y está a punto. Hemos hecho todo lo que nos dijiste.
—No lo suficiente. —Hizo una pausa. Dejé caer una rodilla en el suelo de piedra, con suavidad—. O no de la manera apropiada. Me parece que no estás entendiendo lo que tienes entre manos. Escúchame de una vez, ¿quieres? Este chico, si se usa de la manera correcta, tiene el poder necesario como para destruir varios mundos. ¿Es que no lo ves? Es un diamante en bruto. Parece un simple humano, pero fue elegido en 1999 para acompañar el poder de uno de los digimon más poderosos y para representar la esperanza de dos mundos. Dos mundos. No es casualidad. No eligieron a cualquiera. —Otra pausa—. Escucha, Régar, entiendo que tengas tus reticencias, pero entiende tú que todo lo que brilla genera sombra. Y cuanto más brille algo, más oscuro puede ser. En cuanto consigas que esta puta rata sin fuerzas, como lo has llamado, se hunda en la miseria más absoluta, conseguirás una joya capaz de hacerse con el control de más territorio del que jamás llegaste a pensar. Y tú serás uno de los grandes beneficiados. ¿Te imaginas hasta dónde podrías llegar si el elegido de la Esperanza alcanzase su poder máximo como ser oscuro? ¿Cuánto territorio podrías ganar?
Esta vez fue Régar el que tardó en decir algo.
—¿De verdad crees que dentro de este... humano hay algo poderoso? Tiene cara de niño bueno. Piensa como un niño bueno.
—Tu mestizo tiene cara de niño bueno y de niño bonito y, hasta donde sé, estás dispuesto a arrastrarlo contigo a cualquier parte.
—El mestizo es medio sombra y tiene la misma cara que su padre, que fue uno de mis mejores hombres. No es lo mismo. Es... diferente.
—No, desde luego que no es lo mismo. Pero seguro que coincidirás conmigo si te digo que hay potencial incluso donde no parece haberlo. ¿Me equivoco? —Nadie dijo nada—. En ese caso, no te preocupes. Si logras hundir al humano lo suficiente, lograrás un aliado tan oscuro y repulsivo que no tendrá ninguna otra meta más que la de extender ese odio por los mundos que se le presenten. Sin Esperanza no hay Luz, y donde no hay Luz solo queda Oscuridad. Que no se te olvide.
—No se me olvida.
—¿Qué haces?
Me sobresalté. La voz sonó detrás de mí. Cuando me di la vuelta, descubrí a Pyrus con el rostro desencajado y los puños cerrados. Me puse en pie a prisa para rodearle el cuello con una mano.
2022, 28 de julio
Me dejo caer en el respaldo de la silla. Los dedos ya no me responden, así que no soy capaz de continuar transcribiendo lo que Jake me narra.
Hace dieciséis años desde aquello, también desde que me borraron la memoria, y aun así hay sensaciones que me abruman como si me hubieran derramado encima una jarra de agua fría. Mi cerebro no entiende del todo por qué, pero mi cuerpo parece comprender la magnitud de lo que pasó aquellos días como si lo recordara con pelos y señales. Hay algo en la historia de Jake, en nuestra historia, que ha comenzado a resultarme tan familiar que a veces lo confundo con déjà vu. Pero sé que no son déjà vu, sino recuerdos. Recuerdos tan poco nítidos que resulta desesperante.
Analizo las palabras del documento en mi monitor una y otra vez. Con cada relectura, hay una luz que se me viene a la mente. Un grito, una sensación, una herida. Dolor, ira, miedo. Nada claro, pero muy esclarecedor.
Si bien no consigo recordar qué pasó, sí soy capaz de sentirlo. Siento una angustia arremolinándose en mi pecho como si tuviera delante a la gente que me maltrató durante todo un año, como si supiera exactamente lo que me hicieron, inclusive como si pudiese ponerles cara.
Puedo sentir la tensión de los músculos, agarrotados por permanecer mucho tiempo en la misma posición; las muñecas irritadas por el tacto de los grilletes; el miedo por verme solo, por no entender dónde estaba ni con quiénes. Puedo sentir hasta el vértigo de no tener claro quién era, y un profundo dolor convirtiéndose, gota a gota, en algo demasiado oscuro.
El miedo a perder el control y la sensación de un golpe en la cara me devuelven a la realidad, y comprendo enseguida que nadie me golpea. Abro los ojos que no recuerdo haber cerrado. Tengo las manos en sendos puños sobre los brazos de la silla del escritorio. Me estoy haciendo daño en las palmas con las uñas de los dedos.
He vuelto a mi despacho, a mi casa, y Jake está a mi lado, guardando un silencio sepulcral. Respeta mi tiempo como he intentado hacer yo con el suyo durante el último mes.
—Me... —logro decir. Me cuesta articular las palabras—. Me pegaban cada día. Pero no lo entiendo. No tengo ni una sola cicatriz en todo el cuerpo.
—Hay métodos para acelerar y perfeccionar la curación —responde Jake, calmado—. Tal vez te curaban ellos mismos, con sus poderes. Se me ocurre que también podían usar una medicina... el zeriv, bastante efectiva. Pero me parece más probable que te hayan curado con sus propias manos. El zeriv era muy caro y solo unas élites tenían acceso a él. Si Régar consiguió alguna dosis, no creo que la usara contigo.
Trago saliva.
—¿Por qué crees que me curaban?
Tarda en responder. Sé cuál es la respuesta más probable, pero necesito escucharla de sus labios. Aún dudo de mi memoria, incluso de la sensorial, y Jake cada vez me parece una fuente más fiable.
—Supongo que para volver a golpearte cuanto antes —dice con suavidad, confirmando mi teoría—. No querían matarte, así que la única forma de seguir... torturándote era curarte lo antes posible, para que pudieras seguir recibiendo golpes a menudo y sin morir.
Asiento con la cabeza. No lo he mirado porque algo me lo impide. No sé si es por lo abrumado que me encuentro o por otra cosa.
Él vuelve a guardar silencio durante algunos minutos.
—Siento haberte... —comienza, pero enseguida cambia su discurso—. Siento que tuvieras que pasar por algo así. Y siento recordártelo.
Ahora niego con la cabeza.
—Necesito recordarlo —le digo—. Es... Es importante. Y muy extraño.
Ambos sabemos que no puede entenderlo del todo, pero aun así veo por el rabillo del ojo que asiente. Sé que entiende una gran parte.
Apoya una mano en mi hombro, lo miro y me mira, con un gesto comprensivo que me reconforta hasta la médula. No sé por qué. Se lo achaco a sus habilidades.
—Sé que no es fácil —dice—. Si puedo ayudarte en algo, en lo que sea, dímelo. Por favor.
Se siente culpable, en deuda conmigo.
Llevo una mano a la suya, aún sobre mi hombro, y le sonrío.
—Muchas gracias, Jake.
—¿Quieres que lo dejemos por hoy?
Dudo, pero ciertamente necesito parar por hoy.
Me resulta divertido que los papeles se hayan intercambiado y que ahora sea Jake quien me ofrezca tomar un descanso.
Acepto y continuamos mañana.
2006
—No grites —le murmuré a Pyrus.
Me lo llevé a mi casa.
Aquella conversación, aquella otra voz, lo que decían de Takaishi... tan solo me llevaron a pensar que, si no actuaba en ese mismo instante, sería demasiado tarde.
Mi madre tenía turno de tarde esa semana y no volvería hasta la hora de la cena, así que no me preocupó encontrármela allí. Tampoco pasé por las canchas de baloncesto a pesar de que tenía entrenamiento. Estaba bastante convencido de que a nadie le extrañaría mi ausencia.
—¡¿Qué haces?! —inquirió Pyrus.
—Necesito ese aparato.
Me mostró una mueca de desagrado.
—¿Otra vez?
En efecto, estábamos solos. Me acerqué al ordenador de sobremesa que teníamos en el salón y me conecté a Internet en modo incógnito. Entonces agarré el pendrive donde guardaba a Gennai, lo conecté y el ordenador empezó a funcionar solo: apareció un recuadro de mensaje en la pantalla que ponía «Inicializando...». Esperé.
—¿Qué hacías ahí? Tú no puedes estar en esa zona. Estaban hablando de cosas importantes.
—Dame el aparato —insistí.
Me lo dio con cara de pocos amigos. Después apareció en la pantalla un muñequito en forma de anciano, con bigote y una coleta en el centro de la coronilla.
«¡Hola! Soy Gennai, y te ayudaré en lo que necesites. Para instalar mi programa, pulsa "instalar". Para que resuelva tus preguntas sobre mi instalación y mis funciones, escribe tus dudas en el siguiente cuadro de texto:».
Instalé el programa. No sabía si mi ordenador lo soportaría, pero me arriesgué a intentarlo.
En lo que esperaba, amenacé a Pyrus para que no se moviera de ahí y me acerqué al instituto, donde encontré a Ari saliendo hacia su casa. Me metí en su cabeza para que buscara la forma de toparse con alguno de los elegidos, a lo que ella respondió deteniéndose en mitad de la calle como si acabase de recordar algo. Entonces cambió de nuevo el rumbo, de vuelta al instituto.
De esa forma, el mensaje que estaba a punto de enviar a los elegidos les llegaría con Ari presente, y sería mucho más sencillo que la incluyeran en sus planes.
Con ese aparato no tenía que pensar necesariamente en lo que quería que escuchara o pensara. Con pensar en lo que quería que hiciera, era suficiente.
Volví a casa sin comprobar si había funcionado. Vi la barra de instalación terminando de llenarse. Entonces, la voz de un hombre de edad avanzada invadió las paredes del salón. Pyrus había fruncido el ceño con desconfianza, pero no se había ido.
—¡Hola! Soy Gennai. Gracias por instalarme. ¿En qué puedo ayudarte?
Por muy tonto que me sintiera en ese momento, no dudé de que podría escucharme y entenderme. Conecté el micrófono externo y me erguí en el sitio. Aquel anciano y aquella voz no correspondían al joven con el que yo había hablado, pero no me detuve a cuestionarlo.
—¿Gennai? Soy Jake Dagger. ¿Se acuerda de mí?
—Sigues con vida, muchacho. ¿Has logrado ya tu objetivo?
No me sorprendió que eso fuera lo primero en lo que reparara. Noté a Pyrus revolverse a mi lado con nerviosismo.
—No, aún no. Necesito enviarles un mensaje a los niños elegidos para empezar con esto.
—Y no quieres dejar rastro —adivinó.
—¿Cómo puedo hacerlo?
—¿Qué estás tramando? —intervino Pyrus—. ¡Se suponía que estaba muerto!
Gennai también lo ignoró:
—Has hecho bien en avisarme. Mi rastro por las computadoras no deja huella más allá de una pequeña estela de datos en el Digimundo que es difícil de rastrear. Además, estoy seguro de que Izzy podría dar con tu dirección IP en cuestión de un par de minutos.
Apareció un nuevo cuadro de texto en la pantalla.
—Vamos a enviarle un mensaje sin rastro —continuó—. Utilizar cualquier servidor solo logrará que los elegidos te descubran.
—Pensaba insistirles en que debían viajar al Digimundo en un par de días. ¿Les daría tiempo de rastrearme en ese caso?
Los ojos de Pyrus se abrieron de par en par.
—Muy probablemente sí. —El bigote del muñequito se elevó—. ¿Ves el cuadro de texto? Escribe ahí el mensaje que quieras enviarles, y yo se lo haré llegar sin dejar rastro. Asegúrate de no compartirles datos que puedan incriminarte, si no es esa tu intención, y de que el mensaje diga todo lo que quieres transmitirles. Después de esto deberás desinstalarme de tu sistema si quieres que tu ordenador soporte mi visita. ¿Me guardaste en un buen disco externo?
—Eso intenté.
Tragué saliva y comencé a teclear:
«Niños elegidos:
El elegido de la Esperanza está vivo. En peligro, pero vivo. No puedo dar más detalles por ahora, pero les espero en el Mundo Digital, en la Ciudad del Comienzo a las cinco de la tarde en dos días. Traigan sus dispositivos digitales y prepárense. Una nueva batalla se aproxima.
E.D.»
—¿E.D.? —inquirió Pyrus, que era lo único que parecía haber entendido del japonés escrito—. ¿Qué pretendes, mestizo?
—Voy a hacer algo que llevo tiempo planeando hacer. —Llevé una mano hasta la pechera de su capa y lo obligué a inclinarse hacia mí—. Y tú me vas a ayudar, ¿me entiendes?
—No pienso tr...
No le dejé terminar. Me puse en pie y estampé su espalda en la pared.
—Escúchame, Pyrus —dije con calma—: He estado planeando cosas para salvar al humano y tú has estado ayudándome.
—Yo no he hecho nada.
—Tú has estado dejándome usar esto cuando me ha dado la gana. —Alcé el aparato redondeado y se lo metí en el bolsillo del pantalón—. ¿Qué pruebas tienes de que no lo hayas hecho con la intención de ayudarme, si eres igual de traidor que Nedrogo?
Entornó los ojos.
—Eras tú el que merecía morir, no él.
—Aun así me salí con la mía. Incluso conseguí que Régar confiara más en mí que en Nedrogo.
Puede parecer que inculparme a mí mismo a base de mentiras era lo más estúpido que se me podía ocurrir, pero Pyrus empezaba a creerme y a considerarme más peligroso de lo que en realidad era. Eso era justamente lo que quería, que se asustara.
—Régar no te va a creer —dijo. No parecía convencido.
Lo siguiente lo dije en ofiuco:
—¿Crees que no? Seré un mestizo, pero Régar me ha criado y ha sido mi maestro en todos estos años. ¿Por qué crees que me creyó antes que a Nedrogo? No es capaz de matarme, y a vosotros sí. —Aumenté la fuerza sobre su pecho—. Soy su pupilo, y tú no eres más que un empleado a su servicio. Por eso, y porque eres débil, te has quedado en el último lugar. Nadie te creerá si me delatas.
Esperé, pero no respondió. La furia en sus ojos se mezclaba con miedo e impotencia.
—Me vas a ayudar —continué en japonés—, igual que lo has estado haciendo todos estos meses. Vas a obedecer mis órdenes y no vas a decirle nada ni a Régar ni a nadie, porque si lo haces me encargaré de que tengas el mismo destino que Nedrogo. ¿Me explico?
Apretó los dientes. Aunque no respondió, di por hecho que su silencio era una afirmación.
Uno de los inconvenientes que podía encontrarme con los elegidos era el de dar la cara. Si lo hacía, ninguno de ellos confiaría en mí, y yo necesitaba que fueran parte de mi equipo y no de otro.
Solté a Pyrus, revisé el mensaje que había escrito en el programa de Gennai, y lo envié.
—¿Qué significa «E.D.»? —preguntó.
—Esclavo Digital. Vas a ser mi humilde servidor, y vas a responder por mí cuando lo necesite.
Casi podría jurar que había escuchado sus dientes resquebrajarse en su boca tensa.
—¿Y tú? —masculló.
—¿No lo adivinas? El título de esclavo lo llevas a cuestas desde que llegaste con Régar. ¿Qué título me corresponde a mí, entonces?
No respondió. Yo había escalado hasta el puesto de ayudante que, aunque no era especialmente elevado, sí me daba la potestad para darle órdenes a pesar de mis catorce años y mi condición de mestizo.
En ese momento estaba demasiado acelerado, nervioso y decidido como para darme cuenta, pero estaba abusando del poder que me dio Régar para con Pyrus. Y muy pronto me pasaría factura.
Cerré el programa de Gennai, lo desinstalé y recuperé el pendrive después de asegurarme de que todo estuviese en orden y de que no estropeaba el sistema. Luego llevé a Pyrus de vuelta al castillo.
Mi plan era simple, una completa locura que guardaba grandes probabilidades de salir muy mal. Que, de hecho, salió mal.
Pero no podía quedarme quieto después de lo que había oído. Las cosas podían ponerse mucho peores si no me daba prisa, porque les daría tiempo para convertir a Takeru en ese monstruo del que habían hablado. Y, por tanto y hasta donde tenía entendido, no solo lo destrozarían a él, sino que destruirían mundos enteros.
Me dejé llevar por el miedo e hice las cosas con más prisa y con menos templanza de las que debía. Estaba tan ofuscado y aterrado por lo que había escuchado que podían hacerle a Takaishi que incluso pasé por alto el que hubiera una persona, que no conocía, al mismo nivel de poder que Régar.
Puede que más.
¿Quién era? Sigo sin saberlo. En ese entonces ni siquiera lo cuestioné.
Mi plan era el siguiente:
Gennai me había hablado de la Ciudad del Comienzo, en el Digimundo. Primero tenía pensado llevar a los niños elegidos hasta allí para que me esperasen el tiempo necesario. Supuse que aguantarían lo que hiciera falta, teniendo en cuenta que les había prometido información sobre el paradero de Takaishi.
Después me encargaría de hacer desaparecer la droga que Régar guardaba en el cuarto de siempre, y ordenaría a Pyrus que diera aviso a los demás. De esa forma, Régar no dudaría en acudir él mismo a comprobarlo, junto a los hombres que hicieran falta, para matar a quien fuera que estuviese robándole.
Si Régar estaba lo bastante despierto y templado como para pensar con claridad, dejaría a uno o dos hombres al cuidado de Takaishi, y yo tendría que librarme de ellos o sortearlos de alguna forma. La ventaja era que Régar no solía estar muy despierto y templado a partir de media tarde y que, además, tendía a perder los estribos cuando se trataba de la droga. Así los sombra estarían entretenidos y me concederían un tiempo valioso en el que podría llegar hasta Takaishi y llevarlo al Mundo Digital en un instante.
Tanto si Régar estaba despejado como si no, sabía que acabarían encontrando a Takaishi antes de que los elegidos pudieran huir.
Sería entonces cuando entrarían en juego los digimon y los elegidos, que lucharían contra los sombra para proteger a Takaishi.
Bajo esas circunstancias, yo podría ir a Ofiuco, dar aviso a sus autoridades y llevarlas hasta el Digimundo en el momento justo para que nadie resultara más herido de lo que posiblemente ya lo estuviese Takeru.
De esa forma, en apenas unas horas, Takaishi volvería a casa, Régar y sus hombres serían capturados, y yo también.
Era absurdo, pero fue lo único que se me ocurrió.
Si daba aviso a las autoridades de Ofiuco sin mantener a Régar entretenido, le llegarían las noticias antes de que pudieran atraparlo.
Una de las variables a considerar era La Profecía. Pensaba que no lograría nada llevando a Ari como «ser enviado», pero estaba dispuesto a arrastrarla incluso aunque no sirviese de nada. Su intervención en todo mi plan tan solo tenía sentido porque pensaba que Régar no se preocuparía tanto por Takaishi sabiendo que el supuesto ser enviado estaba ahí y que la profecía estaba en marcha.
Si Régar tenía que pensar en la droga y en La Profecía al mismo tiempo, no tendría tiempo para pensar en lo que yo hacía o en si su plan para con Takaishi marchaba bien.
Mi parte más ingenua se preguntaba, en el fondo, si podría darle un uso a lo que Prus se había inventado. Llevando a Ari no solo la estaba acercando a la muerte, sino que estaba insuflando en mí mismo una pequeña esperanza injustificada de que, quizás, ocurriese un milagro que nos ayudase en algún momento difícil si las cosas se complicaban de alguna manera.
Me aferré a la información que tenía ciegamente, como lo estaba haciendo con todo.
La posibilidad de que no solo yo, sino también mi madre, los elegidos, los digimon y Ari muriesen llegaba a marearme en más de una ocasión, y aun así no pude parar.
Mi determinación era tal que solo pensaba en que las posibilidades de acabar con todo aquello se reducían a dos: o terminábamos todos muertos o me salía con la mía.
Solo esperaba que se cumpliera la segunda y que, además, nadie tuviese que morir.
Pero, como dije, mi plan no duró mucho ni acabó exactamente como me hubiera gustado.
Antes de que anocheciera del todo en la Tierra y de que mi madre llegara a casa, Lórman vino a por mí. Me dijo que Régar me buscaba y no dudé en seguirlo de vuelta al castillo.
Allí estaba Régar, a un lado de su trono y de espaldas a mí. Le miré los hombros anchos y fuertes en lo que Lórman se cruzaba de brazos a mi lado y esperábamos. La piel nívea de este último resplandecía incluso más en aquella oscuridad, mientras que la piel tostada de Régar se apagaba como si quisiera difuminarse con el ambiente. Eché un vistazo en derredor, pero no vi a ninguno de los demás entre las paredes gruesas y derruidas.
—¿Qué necesitas? —murmuré.
—¿Empezamos? —preguntó Lórman.
En ese instante supe que algo iba mal.
Tres pares de brazos me agarraron por detrás para inmovilizarme, y uno de ellos me tapó la boca. Lórman, que no estaba incluido entre esos tres hombres, me miró de arriba abajo con repulsa y asco.
En el momento en el que Régar se dio la vuelta, me quedaron dos cosas claras: una de ellas era que estaba a punto de perder el control y que yo era el motivo; la otra, que de alguna forma había descubierto que pensaba traicionarlo.
—¿Crees que soy imbécil? —bramó. El tono de su voz se fue elevando—. ¿Crees que puedes engañarme y salirte con la tuya? ¡Sucia rata repugnante! —Se acercó. Su olor a descontrol hizo que me temblaran las piernas, mientras que el plateado de sus ojos se enturbió como si una maraña de nubes comenzase a congregarse en sus iris en busca de una vía de escape para su cólera—. ¿A qué crees que estás jugando? ¡¿A qué mierda piensas que estás jugando?!
Me quitaron la mano de la boca antes de que su puño impactara en mi pómulo. Me habían apartado la capa y subido la camiseta para dejar mi abdomen y mi pecho al descubierto, por lo que no le fue difícil acceder a ellos inmediatamente después. No sé cuántas veces se desquitó conmigo antes de que me soltaran, pero cuando lo hicieron ya había perdido las fuerzas para mantenerme en pie. Tuve que encogerme con las rodillas apoyadas en el suelo para abrazar mi abdomen. Esa vez no fue muy cuidadoso con mi cara.
El cuerpo entero me dolía como solía hacerlo cuando me daba palizas, así que hasta ese momento pude soportarlo sin demasiadas complicaciones. Pronto me resultaría imposible seguir así.
Lórman me agarró del pelo y escuché las voces de los sombra por debajo de los berridos de Régar.
—Te voy a matar —decía él—. ¡No van a quedar de ti ni los dientes, puto mestizo!
En todo ese rato no había podido hablar para explicarme con alguna excusa. Aunque hubo cortos lapsos de tiempo en los que no me tocaron, no tenía fuerzas ni para hablar ni para pensar en irme antes de que volvieran a tocarme.
—¡¿Dónde mierda está?! —gritaba—. ¡¡Tráemelo de una maldita vez!!
No sabía a lo que se refería. Empecé a entenderlo cuando Pesbas y Drac comenzaron a quitarme la capa y la camiseta; terminé de hacerlo cuando Lórman me arrastró hasta el trono y me ató a unos grilletes que no había visto antes.
Intenté moverme para impedirlo, aterrado, pero el primer latigazo me azotó justo al lado de la columna vertebral. El dolor se extendió por todo mi cuerpo como la pólvora en el aire tras un disparo. Luego llegó el segundo, tan cargado de odio que sentí podría invadir mis nervios y atravesarme como una carga vírica. Después de ese vinieron tantos que perdí la cuenta.
Arqueé la espalda en busca de un alivio que tardaría en llegar. Cada latigazo era incluso peor que el anterior, a pesar de que había creído en algún momento que el primero podía ser el más doloroso.
Grité, lloré e intenté huir. La sangre empezó a derramarse por el dorso de mi espalda, a llegar hasta mi pecho y mi abdomen y a manchar el trono y el suelo bajo mi cuerpo; ese mismo suelo que poco antes había manchado Nedrogo con sus propios fluidos.
Fue entonces cuando llegué a pensar que, en efecto, acabaría matándome.
Volví a desear que lo hiciera.
Se me cayeron las lágrimas, se mezclaron con el sudor y sentí que me ahogaban.
Quise que me ahogaran.
Creí que podría arrancarme la piel a tiras.
Pero, cuando estaba a punto de desmayarme, cesaron los latigazos y comenzó nuevamente a pegarme con sus propios puños. Me dio patadas y puñetazos en la cara, en los brazos, en las piernas, en la espalda y en la cabeza. No pareció importarle mancharse los zapatos, los puños y la ropa de sangre. Tampoco le importaron mis gritos de agonía cuando cualquier parte de su cuerpo rozaba la piel en carne viva de mi espalda.
No estoy seguro de lo que pasó después de eso porque tengo la memoria algo borrosa, pero creo que Pesbas —o quizás fue Lórman— le dijo:
—Lo vas a matar y todavía lo necesitamos con vida.
Entonces se detuvo, tan solo por un instante.
Alguien me quitó los grilletes. Régar me agarró del pelo, me obligó a ponerme en pie, y noté que nos teletransportaba, así que abrí los ojos. Vi el terror en los ojos de mi madre antes de que soltara el cuchillo con el que estaba haciendo la cena. Régar me llevó hasta el fregadero lleno de agua y me hundió la cara ahí.
—Sucio mest... —pude oír.
Quise incorporarme. Lo intenté. Usé la poca fuerza que me quedaba para que su mano cediera, pero tardó en hacerlo. Aspiré una gran bocanada de aire cuando me sacó del agua.
—¡¡Rata!! —gritaba.
Los gritos desesperados de mi madre me estremecieron antes de que volviera a hundirme la cara en el fregadero.
Después de eso repitió el mismo procedimiento una y otra vez, a demasiada velocidad para lo que mis pulmones podían soportar. Tragué agua, jabón y lo que quisiera que hubiese en aquel fregadero. Me mareé tantísimo que casi había olvidado que la espalda me quemaba con cada pequeño movimiento que hacía. Sé que estuve a punto de desmayarme. Sé que intenté resistir porque no sabía lo que le haría a mi madre. También sé que no me hubiera importado morir en ese momento.
La última vez que me sacó del agua me llevó la cabeza hacia detrás y acercó la boca a mi oreja.
—Te recuerdo que sigues trabajando para mí, mestizo —masculló—. Te espero mañana, y ni se te ocurra faltar o te despedazaré lentamente hasta que no quede una maldita gota de agua de cloaca en tus venas.
Como último golpe, me estampó la cara contra el mueble de madera que estaba sobre el fregadero y me dejó caer hacia atrás. Luego desapareció y yo perdí del todo la conciencia.
Sombra&Luz
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