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| -Un Caso de Identidad Engañosa- |

Cora llegó junto a Sherlock y su pequeño Hamish a la ubicación en la cual se encontraba su amigo. Una vez estuvieron allí, observaron cómo John se apresuraba a reunirse con ellos.

–¿Cómo se os ocurre traer a Hamish? –preguntó en un tono preocupado, observando al infante.

Pensábamos que sería un caso rápido, pero aparentemente... –Sherlock no continuó, posando su mirada hacia el punto detrás de John, donde se había sucedido el tiroteo. El doctor de ojos azules dio una leve mirada a su espalda antes de dirigirse hacia la pelirroja, a quien notaba nerviosa.

–Deberíais entrar vosotros –sugirió–. Yo me encargo de Hamish –le indicó en un tono suave, la mujer de Holmes asintiendo lentamente.

–Muchas gracias, John –le dijo, sacando a Hamish del porta-bebés, entregándoselo a su padrino, quien lo tomó en brazos con una sonrisa suave. Tras hacerlo, la detective se desabrochó el porta-bebés, entregándoselo también al doctor rubio.

El detective asesor de cabello castaño tomó entonces a su mujer de la mano, entrando con ella al edificio en el que habían determinado se encontraba el secuestrador. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del lugar, Cora se percató de que había un único cuerpo: era una mujer de edad avanzada a juzgar por su aspecto, aún se encontraba atada a la silla, y yacía de costado en un charco de sangre. La pelirroja tuvo el impulso de vomitar, pues aunque estuviera acostumbrada por los casos y su propio pasado a escenas tan grotescas como aquella, no dejaba de ser difícil para ella soportarlo. Tras dar un leve suspiro pesado, sintiendo la mano de su marido ahora en su espalda, acariciándola con suavidad y cariño, la Sra. Holmes se acercó al cuerpo, arrodillándose cerca de ella, al igual que lo hiciera el sociópata.

–Le han disparado a través de una ventana –sentenció Sherlock mientras observaba el agujero de bala en su espalda–. Ni siquiera necesitaba estar presente en el edificio para actuar –comentó con rabia, observando a la mujer. Cora por su parte fijó sus ojos en el rostro de la mujer, percatándose de un detalle.

–Ten cuidado, Sherlock –lo advirtió–. No toques su piel alrededor de la mandíbula –le indicó, el aludido posando sus ojos en aquel lugar–: se está pelando.

En ese preciso instante, el cerebro de la pelirroja de ojos escarlata pareció hacer click al recordar la indumentaria con la que había despedido a la casera del 221-B, justo antes de su desaparición. Pareció que comenzaba a temblar, observando las ropas de aquel cadáver que ahora tenían frente a ellos: eran sus mismas ropas. Era la ropa de la Sra. Hudson. Tras lograr deshacer el nudo que oprimía su garganta, la joven madre pudo al fin hablar.

–Ese es su vestido, Sherlock –sentenció con un hilo de voz, levantándose del suelo, mientras que su marido continuaba observando su cuerpo. Tras inclinarse sin mediar palabra sobre el cuerpo, el detective de ojos azules-verdosos se percató de algo en su brazo.

–Desagradables manchas rojas en algunos lugares –comentó el detective–. Nunca me di cuenta de que los hubiera tenido antes.

Esta no puede ser ella, cariño –negó la detective con la cabeza, su respiración ahora más calmada–. La Sra. Hudson nunca ha tenido manchas en ella –sentenció, dándose cuenta del hecho de que sus manos eran ásperas y astilladas.

–Por lo que parece, hay más de lo que parece a simple vista –dijo Holmes, antes de girarse hacia uno de los policías, al cual reconoció como uno de los que trabajaba con Lestrade–. Esta mujer tiene que ser trasladada a Barts para practicarle una autopsia.

–Sí, señor –afirmó el joven policía.

A los pocos minutos, John, Sherlock, Cora y Hamish se encontraban ahora en Barts, esperando pacientemente a Molly con el resultado de la autopsia. Cora sujetaba a Hamish en sus brazos, acariciando su pelo: se encontraba nerviosa. No podía ser ella... No podía ser la Sra. Hudson. Era imposible. La pelirroja se negaba a perder de nuevo a alguien que consideraba su familia. No pudo hacer nada por sus padres... Y no se permitiría dejar que algo le ocurriese a su madrina, a la que consideraba su segunda madre. En ese instante Molly apareció allí, percatándose Cora del anillo de compromiso que la joven llevaba en su mano derecha.

"De modo que Greg ya se le ha declarado... Me alegro por ellos. Siempre han estado muy unidos, incluso en la boda de John y Mary. Espero que los vaya muy bien juntos", pensó la detective asesora, levantándose del banco en el que se encontraba, siguiendo a Molly hacia un despacho, en la parte trasera de la morgue, para así hablar con tranquilidad.

Es una mujer de cerca de unos 70 años, de constitución delgada... –comenzó a explicarles la forense–. Sus pulmones sugieren que era fumadora. En sus años jóvenes era una bebedora compulsiva. Los únicos restos de su dentadura son ahora cavidades vacías. La constitución de sus brazos y piernas me hace pensar rápidamente en que sufría de psoriasis. Si nos guiamos por eso junto a los restos de suciedad bajo sus ropas, diría que esta mujer llevaba años viviendo en la calle.

–No es la Sra. Hudson –logró decir Holmes tras exhalar un hondo suspiro, la mirada de Sherlock posándose en ella.

Hooper negó con la cabeza, provocando que Cora comenzase a sollozar de forma leve. El sociópata de cabello castaño rápidamente se acercó a ella, abrazándola, y de esa forma, abrazando también al pequeño Hamish, quien también abrazaba a su madre. John por su parte, colocó una mano sobre el hombro derecho de su amiga, una vez se hubo roto el abrazo y ella hubo secado sus lágrimas.

–No sé qué decir, en serio –comentó John, su tono apenado–. Quiero decir, gracias a Dios que no es ella, pero... ¿Qué tenía esta pobre mujer que ver con nada? –se preguntó–. Si no hubiera intentado... No puedo evitar sentirme un poco responsable –admitió, siendo él ahora consolado por sus dos amigos–. Quienquiera que fuera ella, no podemos dejarla tendida sobre una camilla en la morgue y sin un nombre. Debería tener eso, por lo menos –concluyó el doctor en un tono decidido. Sherlock esbozó una leve sonrisa antes de sacar su teléfono y comenzar a teclear.

–Voy a alertar a la Red de Vagabundos. Mandaré una descripción de la mujer, y así veremos si alguien sabía quién es... Era, realmente –se corrigió con rapidez, sus ojos de pronto posándose en su mujer, quien ahora estaba más relajada, dejando a Hamish jugar con su pelo–. También es he dado tu número, querida, en caso de que yo no esté disponible –apostilló. Cora asintió con lentitud, pero una leve sonrisa cruzó su rostro: la Sra. Hudson aún continuaba viva... ¡Aún tenían la posibilidad de salvarla!

Al día siguiente, la pelirroja había salido a dar un paseo a casa de su amiga Hanon, quien apenas tuvo tiempo de contarle acerca de lo bonita que sería su ceremonia y de cómo la estrangularía si no se dignaba a aparecer allí. Tras pasar una divertida mañana con su mejor amiga, Cora ahora se encontraba de camino a Baker Street, cuando de pronto su teléfono vibró: era un mensaje de texto de un remitente anónimo. Con las manos temblando al pensar que de nuevo se trataba de una amenaza, la joven detective y madre abrió el mensaje:

Me han dicho que quieres información. Podemos verlos, pero tengo que ser cuidadoso.

Nada de cámaras, nada de policías. Reúnete conmigo en el Puente de la Torre.

W

Cora observó el mensaje de texto, releyendo las palabras que habían llegado a su celular. Suspiró aliviada tras unos segundos al percatarse de que no se trataba del anónimo que la amenazaba a ella y su familia, sino que probablemente debía ser una e las personas que pertenecía a la Red de Vagabundos de Sherlock. Tras asegurarse de que tenía su pistola escondida bajo la chaqueta en caso de que se torciera la situación (Sherlock había insistido que la llevase para así no usar sus habilidades y mantenerse a salvo), la detective asesora subió a un taxi, encaminándose al Puente de la Torre. En cuanto llegó, la joven comenzó a observar sus alrededores, en caso de que tuviera que defenderse. En ese instante, sintió cómo alguien le tocaba suavemente el hombro, por lo que se giró, encontrándose cara a cara con una figura encapuchada.

¿Sra. Holmes? –preguntó el extraño. Su voz era clara, de un tono barítono, aunque no tan grave como la de su amado marido. Cora sentía cierta familiaridad en aquella voz, pero descartó aquellos pensamientos de inmediato: estaba ahí por una razón, y esa era el recabar información.

–Así es –afirmó, su tono de voz firme.

–Soy W –se presentó, ni siquiera estrechándole la mano–. Escucha, la gente desaparece de las calles todo el tiempo, como esa anciana mujer que habéis encontrado. Un caso típico.

–Sí, ya lo veo –afirmó la pelirroja, cruzándose de brazos, esperando la información que debía proporcionarle.

–El mejor lugar para empezar es el Refugio de San Mungo, en High Holborn –le aconsejó en un tono sereno–. Haba con la chef de la sopa, Delia. Ella recuerda a todos los que han comido allí –concluyó, antes de dar media vuelta y comenzar a correr. La madre de Hamish sintió de nuevo aquella sensación familiar, por lo que gritó:

–¡Espera! ¡Para! ¿Quién eres? –ya era demasiado tarde. Ese hombre había desaparecido ya. La joven detective suspiró con pesadez, antes de llamar a un taxi, subiéndose a él–. Al Refugio de San Mungo, por favor –indicó al taxista, quien obedeció al momento.

–¿Cómo puedo ayudarla, Sra? –le preguntó una mujer de largo cabello negro, vestida con una camisa azul oscura, instantes después de que la pelirroja entrase al refugio. Cora le sonrió amablemente.

–Soy Cora Holmes, detective –se presentó, los ojos de la mujer de pronto llenándose de un ligero nerviosismo–. No se preocupe, solo estoy buscando a alguien. Necesito hacer unas preguntas.

–Oh, pues... Dígame a quién busca y quizás pueda ayudarla –se ofreció la morena.

–Gracias –agradeció la detective–: busco a Delia.

Esa soy yo –replicó Delia, presentándose–. ¿Qué necesita de mi, detective?

–Nada grave, no se alarme –la tranquilizó–: ¿recuerda a una mujer que sufriera de psoriasis y con una dentadura terrible? ¿Alguna vez vino por aquí? –ante sus preguntas, pareció que a Delia se le encendía una bombilla.

–Oh sí, la recuerdo –afirmó–. Era muy elegante. Una dama decente –comenzó a describirla con cierto tono amable, incluso afectuoso–. También sabía cómo tratar con los caballeros, si sabe usted lo que quiero decir –insinuó, Cora asintiendo de forma leve–. Uno de ellos, el viejo Reg, siempre besaba su mano y decía que ella era su estrella de Hollywood –rememoró con una sonrisa en le rostro–. ¿Pero cómo se llamaba...? No estoy segura de haberlo sabido alguna vez. Sin embargo –continuó–, podrías preguntarle a Reg. A esta hora suele estar bajo el Puente de Blackfriars.

–Muchas gracias –dijo la pelirroja con una sonrisa, despidiéndose de la mujer morena, saliendo del refugio y caminando hasta el Puente de Blackfriars. Una vez allí encontró a varias personas sin techo reunidas. Tras suspirar, caminó hacia uno de ellos–. Disculpa, ¿sabes dónde está el viejo Reg? ¿Está aquí? ¿Dónde puedo hablar con él?

–Nah, Reg no está por aquí, Srta –replicó el hombre con cortesía.

–Gracias –le dijo, antes de volverse hacia el grupo–. Bueno, ¿alguno de vosotros conoce a una mujer sin techo que poseía muy mala dentadura y tenía una piel áspera? –preguntó en voz alta, esperando que alguno le diera alguna respuesta.

–¡Yo la recuerdo! –dijo una mujer cercana a ella–. Reg le dio ese apodo desagradable. La llamaba "the Seven Year Itch", o "la Picazón del Séptimo Año"; probablemente por su erupción cutánea o algo así –le comunicó. Cora asintió, dejándola continuar, satisfecha por su cooperación–. Cuando no estaba con Reg, estaba en la Estación Victoria con... ¿Cómo se llamaba? –la mujer se giró entonces hacia uno de sus amigos.

Mabel –replicó uno de ellos.

¡Mabel! ¡Eso es! –exclamó la mujer con una sonrisa–. Intenta hablar con ella. Pero cuidado –la advirtió–: no le gusta hablar con desconocidos.

Cora agradeció su ayuda, incluso dejándoles algo de dinero suelto que llevaba a modo de gratitud, antes de encaminarse hacia la Estación Victoria.

Una vez llegó a la Estación Victoria, la pelirroja se tomó un tiempo para descansar, pues no había parado a tomar aliento desde aquella mañana. Tras sentarse en una mesa cercana a la estación con una café que había pedido en un puesto cercano, la detective asesora comenzó a observar a los transeúntes. Imagino lo felices y tranquilos que debían estar con sus vidas, mientras que la de ella parecía no tener ni un segundo de tranquilidad. Suspiró: parecía que todo estaba en su contra siempre, y sus seres queridos pagaban casi siempre las consecuencias. De pronto alguien llamó su atención: una mujer anciana de cabello canoso y expresión malhumorada. Se encontraba sentada con otra mujer de menor edad, pero anciana al fin de cuentas. Cora tuvo la corazonada de que esa mujer era a quien buscaba. Con calma, terminó su café antes de acercarse a ellas.

–Disculpe, ¿es usted Mabel por un casual? –preguntó con una voz suave y una sonrisa.

–¡Lárgate! –exclamó, logrando pillar desprevenida a Cora, quien no se esperaba esa reacción.

–Pero necesito hablar con usted sobre una mujer de piel áspera. Un hombre llamado Reg... –comenzó, antes de ser interrumpida de nueva cuenta por la mujer, quien gritó más fuerte en aquella ocasión.

¿¡No me has oído!? ¡LÁRGATE! –exclamó.

La joven de ojos escarlata se encogió de hombros antes de dar media vuelta y volver por donde había venido. Sin embargo, antes de eso dejó su teléfono oculto a la vista de ambas mujeres, con la grabadora activada para así averiguar si Mabel podía darle más pistas. Después de unos minutos observando a Mabel charlar con la otra anciana, ambas se marcharon de la estación, levantándose Cora de su lugar, recuperando su teléfono móvil. Tras suspirar con pesadez, la pelirroja colocó unos auriculares, comenzando a escuchar lo que había grabado:

"¿De qué iba todo eso?" –preguntó la otra mujer.

"Ni idea, pero parecía de la policía" –replicó Mabel.

"Podría ser un familiar".

"No. La única familia que tenía era su padre, y está en el Cementerio de Brompton".

"¿Crees que le ha podido ocurrir algo?"

"Espero que no. Me caía bien".

"Vamos. Tengo suficiente cambio para un café. Arriba".

En el audio se escuchaban entonces las pisadas de ambas mujeres alejándose, seguidas por unas que se acercaban al teléfono, las suyas propias.

–Esto parece ser una pista de vital importancia –murmuró para si la pelirroja, comenzando a caminar, alejándose de la estación–. Parece que he de dirigirme al Cementerio de Brompton –comentó caminando hasta allí. Una vez llegó al lugar, la joven madre comenzó a caminar entre las lápidas–. Bien, el padre de la victima está enterrado aquí, por lo que probablemente comparten un apellido. Tengo que buscar hombres que hayan nacido entre 1890-1930 –se dijo a si misma, segundos antes de continuar caminando por el cementerio.

Al cabo de unos minutos, la joven pelirroja ya tenía una lista de nombres entre todos aquellos que había encontrado tras una selección minuciosa.

George Holden

Brian Ferris

Peter Smith

Wilson Duke

George Monroe

Roger Marden

Esos eran los únicos nombres que había podido encontrar en aquella área y con esas especificaciones. Cora volvió a repasar los nombres en su cabeza, antes de que pareciera que los engranajes de su cerebro encajasen de pronto, pues el nombre de George Monroe hizo que todo cobrase sentido. Con rapidez, la docente mandó un mensaje de texto a John, Molly y Sherlock para que se reuniesen con ella en Barts: el caso había finalizado.

En cuanto estuvieron todos reunidos en el despacho de Molly, la pelirroja rápidamente comenzó a explicar la solución a la misteriosa identidad de esa mujer que habían encontrado.

–Así que, cuando el viejo Reg la llamaba «The Seven Year Itch» o «La Picazón del Séptimo Año», no se estaba refiriendo a su psoriasis. Él pensaba que ella era una Estrella de Hollywood. Y por la limitada selección de apellidos en el cementerio, es comprensible que el suyo fuese Monroe, ¡al igual que Marilyn Monroe, quien era la protagonista de la película «The Seven Year Itch»! –exclamó con alegría, dando a conocer al fin los frutos de su investigación, disfrutando de las sonrisas de Sherlock, Molly y John, con ambos hombres sujetando a sus hijos en brazos–. He investigado un poco mientras venía hacia aquí, y de hecho hay un certificado de nacimiento Londinense perteneciente a una Marilyn Monroe, fechado en 1944. Tiene la firma de su padre en él –añadió, dando carpetazo final al caso de la identidad engañosa.

–¡Eso es fantástico, Cora! –se alegró Molly, brindándole un abrazo cariñoso–. Quizás podamos encontrar un espacio junto a él en el Cementerio de Brompton.

–Me parece una gran idea, Molly –le dijo la pelirroja, antes de añadir en un susurro–: felicidades por tu compromiso con Greg, por cierto.

–Gracias –susurró Hooper con una sonrisa, antes de marcharse de la estancia.

–Bueno –John suspiró aliviado–, es genial que tenga un nombre y no sea solo un pedazo de carne en un saco –comentó mientras Rosie jugaba con su pelo–. Podría ser la madre de alguien... –continuó, antes de posar sus ojos azules en los escarlata de la pelirroja–. ¿Sabes una cosa? Pensaba que era la Sra. Hudson. Pensaba que eso era todo. Que habíamos fallado.

–Por un segundo yo también lo pensé –admitió Cora, intercambiando una sonrisa tirante con el doctor. Un silencio incómodo siguió a sus palabras. Un silencio en el cual solo se escuchaban los balbuceos de ambos infantes.

–No debería haber involucrado a la policía.

No te culpes, John. Pensabas que estabas haciendo lo correcto –intervino Sherlock, su voz grave resonando en toda la estancia, calmando a Hamish de inmediato, quien parecía deseoso de estar en brazos de su madre. El rubio miró a su mejor amigo antes de asentir con lágrimas en los ojos.

–Espero que esté bien.

–Y yo –afirmó Cora, antes de acercarse a su amigo y abrazarlo, para así intentar asegurarle que no había sido culpa suya.

Tras romper el abrazo, Cora besó la frente de Rosie antes de acercarse a su marido y tomar en sus brazos a Hamish, quien le dio una de esas sonrisas que había heredado de su padre, las cuales automáticamente la hacían sonreír a ella también. Sherlock por su parte tomó de la cadera a su esposa, besando sus labios, antes de salir de Barts junto a sus seres queridos en dirección a su casa.

Al día siguiente, casi anocheciendo, la joven madre había salido a las calles de Londres para comprar algunos ingredientes que necesitaba para hacer la cena, pues como de costumbre, parecía que Sherlock olvidaba "convenientemente" que la nevera estaba vacía, logrando así tener espacio para sus experimentos. Claro que, en cuanto recibía una regañina por parte de la pelirroja, el detective asesor rápidamente se deshacía de ellos y dejaba que ella la abasteciera como considerase conveniente. Una vez hechas las compras, Cora estaba caminando de regreso a Baker Street, cuando escuchó una voz a su espalda.

–Hola... Srta. Izumi –dijo la voz. Una voz que le parecía familiar. Sin embargo, aquello no hizo que se le helase la sangre, no. Lo que sí lo hizo, fue sentir la punta del cañón de una pistola presionarse en la parte posterior de su espalda, justo tras el corazón.

–¿Qu-quién eres? –preguntó, intentando dominar el temblor de su voz, fracasando en el intento: tenía miedo.

Cora sabía que de hacer un movimiento en falso o incluso de hablar más de la cuenta podría costarle la vida, y jamás volvería a ver a su pequeño ni a su amado Sherlock. Su sudor de pronto se tornó gélido ante aquella posibilidad. Ni siquiera podía usar sus habilidades, pues estaban en un lugar público y podrían haber daños colaterales. La situación estaba completamente fuera de su control, y solo podía esperar.

Ya te dije... –comenzó la voz–, que pronto te haría una visita, ¿recuerdas? –finalizó, su tono sereno, como si nada le importase. El cañón de la pistola se presionó con más fuerza contra su espalda.

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