| -El Caso Familiar- |
Los meses habían continuado pasando desde aquella confrontación en Rusia, siendo ahora mediados de Marzo. La vida había vuelto a su habitual normalidad en Baker Street, todo lo normal que podía ser, al menos. Irene se había asegurado de contactar con Cora, tal y como le prometió que lo haría, mediante algunos mensajes que ambas intercambiaron. En ellos, Irene le contó que su hija había nacido, es decir, su hija y la de Sebastian. La dominatrix admitió que, tal y como Cora había deducido, en un inicio el propósito de Morán (cuyo juicio se había prorrogado) era el criar al hijo de Jim con ella, habiéndose enamorado mutuamente. Aunque cuando Irene fue forzada a quedarse encinta la primera vez tras su enamoramiento lo resintió, la morena confesó que en el fondo, pese a todo lo que había hecho, ella aún lo amaba profundamente, y le informó de que aquella misma tarde iría a visitarlo a la cárcel para hablar con él, como ya llevaba haciendo un tiempo desde su encarcelamiento. Cora siempre le deseó a Irene la mejor de las suertes con sus dos pequeños, al igual que una pacífica y feliz vida. Tras transcurrir unas semanas, Cora y Sherlock ya se encontraban decididos a retomar los casos, cuando aquella mañana del 1 de abril, se les presentó uno que bien pondría su vida patas arriba una vez más. Sherlock se encontraba en la sala de estar, sentado en su habitual sillón, cuando la Sra. Hudson entró a la estancia.
–Sherlock, tienes unos clientes en la planta baja –le dijo al detective, quien alzó su rostro al escucharla, posando sus manos sobre el reposa-brazos, pues las tenía en posición de rezo–. ¿Les hago pasar? –cuestionó.
–Claro, que pasen –afirmó el detective en un tono sereno, haciendo un leve gesto con su mano izquierda.
La Sra. Hudson desapareció de la estancia rápidamente, entrando por ella poco después un matrimonio de ancianos con aspecto amable, que sin embargo, parecían no haber podido dormir por años. Indicándoles que se sentaran en el sofá, Sherlock estuvo a punto de hablar para preguntarles acerca de su caso, cuando la mujer se le adelantó.
–No sabe cuánto me alivia el haber logrado al fin contactar con usted, Sr. Holmes –sentenció en una voz que denotaba tal alivio–. Mi nombre es Edith Williams, y él es mi marido, Thomas –se presentó–. Parece que por fin podremos dar descanso a nuestra querida hija...
–Perdone, ¿su hija? –cuestionó el detective, arqueando una ceja.
–Sí... Es una larga historia –le indicó el anciano–: nuestra hija menor, Adelaida, murió hace ya varios años en un terrible accidente junto a su esposo, Richard. Ninguno de nosotros pensamos que se tratase de un simple accidente, incluso el informe de la policía dictaminó que se trataba de un siniestro que había sido provocado por una manipulación en el chasis del coche, por lo que la hipótesis es el asesinato –resumió con rapidez–. Hemos buscado sin descanso al asesino, pero infructuosamente, Sr. Holmes. Recurrimos a otros detectives, pero ninguno supo ayudarnos –se explicó el hombre, provocando que el joven de ojos azules-verdosos sonriese con sarcasmo–. Por eso recurrimos a usted ahora. Necesitamos dar descanso a Adelaida y Richard cuanto antes...
–Dejando de lado si sus almas descansarán –comenzó a decir el detective asesor–, ¿por qué retomar ahora el caso de su hija tras tantos años? ¿Tiene algo que ver con su testamento, no es así, Sra. Williams?
–¿Cómo ha podido...?
–Elemental –sentenció el detective, suspirando–. ¿Y bien? ¿Qué es lo que ha ocurrido con el testamento dejado a sus nietas?
–Verá, Sr. Holmes, este caso de hecho es más complejo de lo que pueda parecer –sentenció Thomas–. Una de nuestras nietas fue abandonada cuando era muy pequeña. Lucara, se llamaba.
–¿Abandonada? Por una disputa familiar, imagino –aventuró el detective asesor.
–Así es. Nosotros no... No aceptábamos el matrimonio de Adelaida con Richard, debido a su estatus social y al hecho de que nuestra hija se quedó encinta antes de casarse con él –indicó Edith, su voz llena de pena–. Entonces Adelaida se fugó con Richard y esa bebé – añadió, sus ojos llenándose de lágrimas poco a poco–. Nunca supimos qué pasó con nuestra nieta...
–Adelaida regresó poco tiempo después de que aceptáramos su relación con Richard –continuó Thomas Williams–. Luego de unos años, tras el accidente de nuestra hija menor, solo entonces supimos que había sido llevada a un orfanato, pero jamás logramos encontrar su rastro –concluyó la historia de su hija y su nieta–. Hace unos meses, mi mujer redactó su testamento para nuestra nieta Susan, nuestra hija mayor, Linda y su hija, Nieves –comentó.
–Sin embargo, dado que nuestra querida Lucara podría seguir con vida, decidí cambiar mi testamento, para dejar como herederas de mis bienes a mis tres nietas –habló Edith de nuevo–. Pero éste fue... Quemado.
–¿Quemado? –frunció el ceño del detective–. Interesante –afirmo el detective, de pronto, los lentos y algo torpes pasos de su hijo escuchándose en el piso. El infante apareció a los pocos segundos en la sala de estar, apoyándose en el sillón de su padre para mantener el equilibrio–. ¿Qué haces aquí, Hamish? –inquirió el detective, sonriéndole al comprobar que ya comenzaba a caminar él solo. Tras tomarlo en brazos besó su frente.
–¡Papá! ¡Abrazo! –exclamó el pequeño, recibiendo un abrazo por parte de su padre, quien lo contemplaba con una gran ternura en sus ojos.
–Vaya, no sabíamos que estaba usted ocupado, Sr. Holmes –se sorprendió Edith–. Quizás deberíamos volver más tarde...
–No, por favor, no se preocupen –se excusó el sociópata–. Discúlpenme. Este es mi hijo, Hamish.
–¡Hamish! ¿Dónde estás, briboncete? –se escuchó la clara voz de la pelirroja, quien apareció en la sala de estar a los pocos segundos, sorprendiéndose al ver al matrimonio–. Oh, vaya, deberías haberme dicho que teníamos clientes.
–Lo siento, querida –se disculpó su marido, sujetando a su hijo en brazos, quien se carcajeó, observando a su madre acercarse. Cora le besó una de las mejillas, antes de dirigirse a los clientes.
–Lamento la intrusión –se disculpó la pelirroja, haciendo una leve reverencia al matrimonio, quienes la observaban con consternación–. Mi nombre es Cora Holmes. Un placer –les sonrió, sentándose en el sillón adyacente al de su marido–. Por lo que he podido escuchar, su testamento fue quemado, ¿no es así?
–Así es, Sra. Holmes –afirmó Edith, quien apenas parecía respirar. Aquello no pasó desapercibido para el detective, quien la observó con los ojos entrecerrados por unos instantes–. Yo había dejado unas reproducciones de varios cuadros como herencia en mi caja fuerte, cuyo código dejé en el testamento, pero... De la noche a la mañana han desaparecido en el incinerador.
–Comprendo... –asimiló la pelirroja, colocando una mano en su mentón–. Creo que deberíamos reunirnos con ustedes y aquellos a quienes atañía la herencia en su casa, ¿les parece bien?
–Por supuesto –afirmó el matrimonio.
–Entonces queda acordado –sentenció el detective con un tono sereno–. Vayan ustedes primero. Será mejor que organicen todo para asegurar que estarán todos presentes –les indicó, dejando Edith una pequeña tarjeta con su dirección escrita en ella, encima de la mesa de la sala de estar.
Al día siguiente Sherlock y Cora decidieron dejar a Hamish a cargo de la Sra. Hudson, mientras ellos decidían resolver el caso. Ambos detectives se encontraban ahora frente a una gran mansión de mármol blanco que rezumaba elegancia por sus cuatro costados. En cuanto tocaron el timbre, una mujer, unos años quizás más joven que Cora, abrió la puerta. La joven poseía unos vibrantes ojos de color azul, mientras que su cabello era algo pelirrojo, aunque no tanto como el de la detective asesora.
–Buenas tardes, ¿en qué pudo ayudarlos? –preguntó con educación, asomándose a la puerta entreabierta.
–Buenas, venimos a petición del Sr y la Sra. Williams –sentenció Sherlock en un tono sereno, inspeccionando a la joven frente a él–. ¿Podemos entrar?
–¡Oh, sí! –exclamó la muchacha, sorprendiéndose por una milésima de segundo, abriéndoles paso–. Por favor, pasen. Mi abuelo los está esperando en la sala de estar junto a mi tía y mi prima.
–¿Tu abuelo? –se extrañó la pelirroja de ojos escarlata–. ¿Qué hay de tu abuela?
–Ella... –comenzó a decir. Parecía tener un nudo en la garganta–. Ella ha... Fallecido.
–¿Cómo? ¿Cuándo? –inquirieron los detectives, deteniéndose en hall de la mansión. Aquella noticia solo confirmaba que aquel caso era endemoniadamente complicado, y que alguien estaba empeñado en que no desentrañasen la verdad.
–Fue anoche... Salió a hacer unas compras y... Alguien la arrolló –sentenció Susan.
“Coincidencias... Demasiadas coincidencias empiezo a ver en este caso”, pensó Cora, intercambiando una mirada preocupada con su marido, quien asintió con lentitud, pues pensaba exactamente lo mismo que ella.
Susan caminó con ellos por el extenso pasillo interior de baldosas blancas y negras, entrando a una fina y exquisitamente decorada sala de estar, en cuyo sofá se encontraba el Sr. Thomas Williams. Por su parte, la prima de Susan, Nieves, y su madre, Linda, estaban de pie, junto a la ventana. Otro sofá estaba dispuesto frente al que ocupaba el anciano.
–Buenas tardes, Sr. Williams –lo saludó la pelirroja de ojos escarlata en un tono suave–. Tanto mi marido como yo lamentamos mucho su pérdida... –expresó con una voz apenada, pues comprendía el dolor que debía estar soportando aquel pobre hombre.
–Gracias, Sra. Holmes –los saludó Thomas en un tono de voz melancólico–. Por favor, siéntanse como en su casa –les indicó, sentándose ambos en el sofá tras despojarse de los abrigos–. ¿Quieren tomar algo?
–No, gracias –negaron ambos al unísono, pues no era una visita de cortesía.
–Ya conocen a nuestra... Quiero decir, a mi nieta, Susan –indicó Thomas, haciendo un gesto hacia la muchacha, quien se sentó con sus abuelo en el sofá frente a los detectives. La aludida les sonrió con cierta apatía–. Y ellas son Linda y Nieves –las presentó, gesticulando hacia las otras dos mujeres que se encontraban en la estancia.
–Encantada de conocerlos –sentenció Linda con una sonrisa suave, pero que inequívocamente era falsa. Estaba claro que no le alegraba su visita. Su cabello era negro como el carbón, y sus ojos eran azules, su piel era sonrosada y vestía de negro, al igual que todos en la estancia.
–Un gusto poder conocerlos –indicó Nieves con una leve reverencia. Su cabello era rubio, mientras que sus ojos eran azules. Llevaba un lazo negro en la parte posterior de su cabeza, el cual hacía juego con el vestido de volantes que llevaba puesto.
–Lo mismo digo –reciprocó Sherlock sus saludos–. Mi nombre es Sherlock Holmes, y esta encantadora mujer, es mi esposa, Cora Holmes.
–Encantada –afirmó la joven pelirroja con una sonrisa–. Como seguro ya saben, nos encontramos aquí para esclarecer el misterio que rodea el testamento desaparecido de la Sra. Williams, así como su herencia. De igual forma, y con total seguridad, puedo afirmar que su reciente fallecimiento tiene una relación con este mismo caso que venimos a resolver –se apresuró a clarificar la detective, su tono de pronto serio–. Y me temo que, las únicas personas que pudieron haberlo hecho, son las mismas que están aquí congregadas. Por eso mismo les pedimos a los señores Williams que se reuniesen aquí a todos.
–¿¡Cómo se atreve a hacer semejante acusación!? –se ofendieron Linda y Nieves al mismo tiempo, lo que les valió una mirada reprochante por parte de Thomas, haciéndolas callar.
–Calmaros. Las dos –sentenció en un tono férreo el anciano–. Estos detectives están aquí por petición expresa de mi querida Edith, por lo que, más os valdrá cerrar el pico –les advirtió, frunciendo el ceño, antes de dirigirse al matrimonio de detectives–. Por favor, discúlpenlas... ¿Hay algo que podamos hacer para ayudarlos a resolver el caso?
–De hecho –comenzó a decir Sherlock, posando su mirada azul-verdosa por todos los presentes–: ya tengo una idea de quién lo hizo, y por tanto, quién es el asesino de la Sra. Williams –concluyó, provocando que sus clientes se sorprendan, pero no su mujer, quien parecía también haber atado algunos cabos.
–¿En serio, Sr. Holmes? –preguntó Thomas con esperanza.
–Pero antes, y dado que aún no tengo pruebas, me gustaría hablar con cada uno de ustedes –sentenció el detective asesor–. Y ya que este caso tiene una fuerte conexión con el pasado, me temo que he de preguntárselo, Sr. Williams: ¿está seguro de querer destapar la verdad de todo este incidente? ¿Estará preparado para las consecuencias?
–Sí –afirmó el abuelo con un tono de voz rotundo–. Estoy listo.
–Empezaré por ti, Susan –sentenció Cora con una sonrisa.
–Sí –afirmó ella, reciprocando su sonrisa.
–¿Puedes hablarme de la reproducción que te legó tu abuela?
–Por supuesto –dijo Susan, rememorando con calma–: si no recuerdo mal se trataba de un hombre anciano, con un mar embravecido de fondo –replicó, la detective apresurándose en teclear en su smartphone.
–¿Era este tu cuadro? –preguntó, enseñándole la pantalla a la joven–: «El viejo pescador», de Tivadar Kosztka Csontváry.
–Así es –se sorprendió la muchacha.
–¿Qué hay de ti, Nieves? –Cora se dirigió entonces hacia la muchacha de cabello rubio–. La misma pregunta.
–Mi reproducción... –la muchacha comenzó a hacer memoria–. Creo recordar, era una mujer recostada en una cama. Un serafín sujetaba un espejo frente a ella.
–Ya veo –asintió la detective, observando a su marido, quien también había comenzado a teclear en su teléfono móvil.
–¿Era este cuadro? –le preguntó Sherlock a la mujer de cabello rubio–: «La Venus del espejo», por Diego Velázquez.
–¡Increíble! ¡Está en lo cierto! –se sorprendió Nieves, de igual manera que su prima.
–Creo que será mejor que antes de continuar con la investigación os explique lo que vuestra abuela quería legaros con esos cuadros. Su significado oculto –dijo Cora antes de suspirar, posando su mirada escarlata en Nieves–. Nieves, tu abuela Edith quería que te percatases de que no debes mantenerte absorta en ti misma. Debes dejar de preocuparte por las apariencias y el qué dirán, empezar así a vivir por ti misma, según tus propios gustos y normas. Quería que comprendieses que la individualidad es lo que te hace única. Debes aceptarte como eres en realidad, no conformarte con que otros dirijan tu vida –le explicó con calma, haciendo hincapié en cada una de las palabras–. Eso es exactamente lo que representa la imagen de Venus en el espejo... Ese rostro difuminado de lo que a primera vista debería ser la diosa de la belleza. No todo es lo que parece.
–Abuela Edith... –los ojos de la muchacha rubia poco a poco se llenaron de lágrimas, las cuales secó con un pequeño pañuelo que tenía en sus manos.
–En cuanto a ti, Susan –Sherlock habló en aquella ocasión, dirigiéndose a la menor de las nietas del Sr. Williams–: tu abuela deseaba que te percatases de que tienes mucho potencial. Eres una joven realmente talentosa con todo lo que haces y siempre pones mucho empeño, pero Edith quería que siempre mantuvieras los pies en la tierra. Quería que recordases que todos los seres humanos son capaces de hacer el bien, pero también tienen la capacidad de hacer el mal. Sin embargo, tu eres quien debe decidir cómo usar tu talento y para qué –le indicó con un tono de voz suave a pesar de que se encontraba ansioso por comenzar de una vez por todas la autentica investigación–. Este cuadro tiene la peculiaridad de que si se usa un espejo para reflejar ambos lados del rostro del hombre, se verá la interpretación de Dios y el Diablo, por tanto, una representación de la capacidad del ser humano para el bien y el mal, de lo moral e inmoral.
Susan no comentó nada, pero mantuvo la cabeza gacha tras escuchar el análisis y e significado que había tras la herencia que su abuela le había legado, ahora siendo más importante que antes por su repentina y dolorosa muerte la noche anterior. Ambos detectives se mantuvieron en silencio por unos instantes, antes de intercambiar una mirada. No pasó desapercibido para ellos el anillo con un ópalo en la mano de Linda, quien en todo momento en sus explicaciones se había mantenido silenciosa con una expresión indiferente en el rostro. Tras unos segundos, los detectives se dirigieron a las tres mujeres de la estancia.
–Bien, ahora nos gustaría hablar con cada una de vosotros por separado –indicó Sherlock, cruzándose de brazos.
Las tres mujeres y Thomas accedieron a tal extraña petición por parte de los detectives. Sin embargo, antes de hacerlo, se les ordenó a los testigos permanecer en la sala de estar mientras la pelirroja investigaba la casa. El detective asesor de ojos azules-verdosos se quedaría con ellos para vigilar que nadie interfiriese. Cora se encaminó a los cuartos de ambas jóvenes. La habitación de Nieves era tal y como la habría esperado de alguien que intenta siempre cumplir las altas expectativas de su madre: poca ostentación, todo impoluto, sin ningún tipo de aparato electrónico como un ordenador o una consola de videojuegos.
–Linda está asegurándose de aislar a su hija lo máximo posible... Quiere que sea como ella en todos los sentidos: la hija perfecta –murmuró Cora, cerrando la puerta de la habitación–. Irónico, puesto que según lo que he deducido sobre ella, aparte de ser fumadora, snob y el hecho de que tiene una ambición de cuidado, nunca fue la favorita de sus padres, sino que lo era Adelaida –se dijo, caminando hacia la habitación de Susan.
La habitación de Susan parecía la de una princesa: llena de muñecos, vestidos preciosos en el vestidor, un tocador, un reproductor mp3, una televisión... Tenía todo lo que Nieves podría echar en falta. Estaba claro que era el ojito derecho de sus abuelos. De igual forma, la habitación estaba impoluta, sin ningún tipo de rastro sospechoso.
–Imagino que Edith y Thomas han mimado mucho a Susan por el hecho de ser la única hija viva (que sepamos) de Adelaida y Richard –reflexionó, saliendo de la estancia con calma tras cerrar la puerta–. Creo que es evidente que hay cierto favoritismo aquí, incluso con las nietas. Eso explicaría el rechazo de Nieves y Linda por que conduzcamos una investigación sobre la desaparición del testamento. Por los datos que Thomas nos envió anoche, Edith pensaba dejar una cuantiosa suma de dinero a sus dos nietas y a su hija, pero al considerar la posibilidad de que Lucara aún continuase con vida, había decidido excluir a Linda del testamento –la pelirroja negó con la cabeza–. Desde luego eso sería un buen móvil para el asesinato –concluyó, abriendo la puerta a la habitación de Linda.
La habitación de Linda era singular: demasiado simple incluso para la casa, siendo algo inusual pues ella era una snob, no una hippie. Comenzó revisando los armarios, encontrando poca ropa. Asimismo, la joven se percató de que ella poseía un portátil, el cual se había dejado encendido. Comprobó que tenía contraseña, aunque no le bastaron más de dos intentos para adivinarla. En cuanto lo hubo logrado, se percató de que había un fútil intento de borrar varias páginas del historial de Google Chrome, por lo que con una sonrisa confiada, abrió aquellos enlaces que la mujer había intentado borrar. Todos se referían al siniestro de Adelaida y Richard, pero se centraban más en el joven, quien en unos pocos años había logrado alzarse en la industria automovilística. De igual forma, encontró que Linda parecía haber contactado con... En cuanto observó el nombre que había escrito en un post-it en la pantalla del ordenador, Cora por poco sufrió un paro cardíaco en aquel instante: Linda había contactado con Ann. ¡Ann, quien hubiera sido su profesora en el orfanato donde se crio! Con las manos temblorosas, marcó el teléfono que había escrito en el post-it.
–¿Diga? St. Christopher's Hospice –escuchó una voz, una voz que reconoció la momento: era Ann. Parecía que aún trabajaba en el orfanato.
–Soy Natalie, una amiga de Linda Williams –se presentó, tratando de que no le temblase la voz–. Me ha pedido que le recuerde los datos por los que se interesó en su centro, sin embargo no me dijo qué era exactamente lo que había consultado con usted. ¿Podría facilitármelos para así apuntarlos y entregárselos? –preguntó. Negó con la cabeza a los pocos segundos. Seguramente Ann sospecharía de una llamada así.
–Por supuesto –afirmó Ann al otro lado de la línea–. Estuvo consultando acerca de una niña que nació a finales de mayo en 1980, la cual fue admitida en nuestro centro.
Su respuesta heló la sangre a la pelirroja: si eso era cierto, ella misma había coincidido con Lucara en el orfanato, pues ella había nacido en aquel año. Sin embargo, si aquello era cierto... Esa niña hacía años que había muerto en Baskerville, pues nadie salvo ella, Hanon, James y Michael habían sobrevivido a aquel horroroso lugar.
–¿Hola? –excuchó la voz de Ann por el auricular del teléfono, haciéndola volver a la realidad.
–Eh, sí –se repuso la pelirroja–. Gracias por su tiempo –indicó antes de colgar la llamada.
Cora revisó de nueva cuenta algunos de los documentos más antiguos, percatándose de que algunos de ellos trataban sobre la mecánica, específicamente, la mecánica de los automóviles. De igual manera, la detective encontró registros de que Linda había abierto una cuenta bancaria nueva en la que planeaba depositar la desorbitante cantidad de 300,000,000£. Tras dejar el ordenador como lo había encontrado, la joven madre salió de la estancia, cerrando la puerta tras de si.
Cuando Cora regresó a la sala de estar comenzaron a entrevistar a cada uno de los sospechosos. Las dos nietas de Edith y Thomas Williams fueron categóricas en sus palabras, no dando en ningún momento una respuesta que las colocase como potenciales perpetradoras. De hecho, ninguna de ellas tenía conocimiento de que su abuela hubiera cambiado su testamento, algo que, únicamente el autor del crimen podría reconocer a excepción del esposo de la fallecida, claro está. Preguntaron a las jóvenes acerca de la relación con Adelaida y Richard. Susan admitió que no recordaba mucho sobre sus padres, únicamente lo que había visto en fotografías, pues fallecieron cuando era muy niña. Ella parecía desconocer por completo las circunstancias de su muerte. Por otra parte, Nieves, quien era algo mayor que Susan, afirmó que recordaba mínimamente a sus tíos maternos, indicando que eran muy cálidos y amables con ella. Cuando las interrogaron acerca de su paradero la pasada noche, tanto ella como Susan afirmaron sin ninguna duda que se encontraban presentes en la casa, en la cena familiar, junto a su abuelo. Inclusive, Nieves juró que su madre no dejó de charlar con el abuelo Thomas durante toda la cena que se organizó, cuando ella siempre se mantenía callada. Llegó el turno del Sr. Williams, a quien interrogaron en relación al accidente de coche de su hija junto a su yerno así como el accidente de Edith. Su coartada era sólida para ambos eventos, y declaró que su propia hija, Linda, podía atestiguar que estuvo en la casa cuando fallecieron los padres de Susan. Sin embargo, Thomas no podía atestiguar que Linda se encontrase en la casa con ellos cuando sucedió el accidente de su esposa. De hecho, recordó que la morena se había excusado de la cena familiar con el pretexto de una jaqueca después de que su mujer saliera a hacer las compras. En palabras del Sr. Williams, jamás se le había achacado ninguna migraña. Ni siquiera había antecedentes en la familia. Aquello era una flagrante contradicción entre el testimonio de Thomas y el de su nieta Nieves. Preguntaron entonces al Sr. Williams si su esposa había comentado con alguien su intención de cambiar el testamento a excepción de él mismo, inclusive si le habían comunicado a alguien que su nieta mayor, Lucara, podía seguir viva, siendo la razón principal para alterar el testamento. Recibieron una rotunda negativa por su parte. Con aquella respuesta algo muy terrible acababa de revelarse, pero solo era necesario un único testimonio para comprobar la veracidad de la hipótesis que los dos detectives manejaban: el de Linda.
–¿Qué es lo que quieren saber? –preguntó linda una vez se hubo sentado en el sofá frente a los detectives.
–¿Dónde estaba la noche en la que falleció su madre? –le preguntó la pelirroja, observando con sus ojos escarlata a la mujer, percatándose de que ella no le sostenía la mirada, como si algo en la pelirroja la hiciese estremecer.
–Estaba en la comida familiar –replicó ella, encendiendo un cigarrillo con cierto aire de soberbia.
–Ah, estuvo charlando con su padre, ¿no es así? –preguntó Sherlock, quien se encontraba cruzado de brazos, su mirada penetrante sobre la morena.
–Exacto –afirmó Linda–. Papá se pasó horas y horas charlando sin parar –comentó–, y eso que es muy callado...
Sherlock intercambió de nueva cuenta una mirada con su mujer: Nieves y Linda acababan de dar dos versiones distintas de los supuestos mismos hechos. Evidentemente, una de ellas estaba coaccionando a la otra para que cooperase con la mentira... ¿Pero quién? Ahora era el momento de hacerle una única pregunta a la mujer que tenían frente a ellos. Si la respuesta resultaba ser la que ellos sospechaban, logrando hacerla caer en la trampa, el caso habría finalizado.
–¿Se encuentra usted conforme con su parte de la herencia? –preguntó Sherlock en un tono suave.
–Oh, ¿sinceramente? –inquirió la morena–. Para nada –replicó–: yo he sido retirada del testamento –se cruzó de brazos–. ¿Saben? Mi madre me lo comentó hacía un tiempo –sus ojos se desviaron hacia la derecha, detectando Cora que estaba mintiendo–. Por lo visto quería que sus nietas heredasen la mayoría de los bienes... Lo cual es justo, supongo –les contó, provocando que Sherlock y Cora sonriesen por dentro, pues estaba cavando ella misma su propia tumba.
–Muchas gracias por sus palabras –dijo el detective asesor de cabello castaño–. Por favor, indique a su padre, hija y sobrina que pueden volver a entrar.
Linda asintió, y caminó fuera de la sala de estar. Cuando lo hizo, Cora y Sherlock aprovecharon el momento para intercambiar la información que habían reunido y así elaborar la conclusión. Había llegado el momento de desenmascarar al autor de la quema del testamento, y por tanto, de la muerte de Edith Williams.
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