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| -Efecto Mariposa- |

Fueron pasando los meses lentamente. Era un día soleado aquel 5 de octubre. Sherlock había ido a visitar a Eurus a Sherrinford, como ya era costumbre, mientras que Cora se había quedado con Hamish en Baker Street. La joven estaba sentada en el sofá con su pequeño en brazos, una sonrisa tierna en su rostro. El pequeño, ahora de unos tres meses de edad, aún balbuceaba, en un vano intento por formar sus primeras palabras, cosa que enternecía de sobremanera a sus dos padres y a la casera del 221-B, quien en aquellos meses desde su nacimiento se había encariñado con el infante, como si se tratase de su propio nieto. Claro que, Cora le había asegurado que bien podía ser su nieto político, pues ella misma la consideraba su madre política. En aquel instante, la pelirroja se carcajeó percatándose de que Hamish estiraba su brazos hacia su rostro, tratando de alcanzar los mechones de su pelo que caían sobre su frente. Con una voz aterciopelada, procedió a hablarle:

¿Qué ocurre, Hamish? –le preguntó, el infante carcajeándose al escuchar el sonido de su voz–. Claro, aquí está mamá –le acarició las mejillas con la yema del dedo índice–. Ojalá supiera si estás preparado para decir tu primera palabra... –murmuró, negando con la cabeza–. Obviamente no, Cora. Los bebés no empiezan a hablar hasta los seis meses... –se dijo a si misma, siendo sus reflexiones interrumpidas de pronto por el sonido de pisadas que se dirigían hacia la sala de estar–. Hola, Sra. Hudson –saludó a la casera en cuanto la vio entrar por la puerta.

–Hola Cora –la saludó con una sonrisa la mujer–. ¿Cómo estáis Hamish y tú? –preguntó con una sonrisa, dejando las bolsas de la comida encima de la mesa de la cocina, comenzando a guardar su contenido.

–Estamos bien –replicó la joven con un tono suave, los ojos azules-verdosos de su hijo fijos en ella–. Estoy esperando a que venga Sherlock de Sherrinford –comentó, los ojos del infante automáticamente moviéndose hacia el sillón de su padre–. Hamish echa de menos a su padre con bastante más frecuencia de la que me gustaría admitir –se explicó, besando la frente de su pequeño, quien hizo un gorgorito a modo de respuesta.

–Cuando conocí a Sherlock jamás me lo habría imaginado con un hijo, si te soy sincera, Cora –dijo la Sra. Hudson mientras guardaba la comida en la nevera–. Aunque ahora que lo veo día a día, no me lo imagino de otra forma. Tu has sido quien lo ha cambiado para bien, y creo que todos estamos de acuerdo con eso.

Gracias, Martha –se sinceró la pelirroja de ojos escarlata, posando éstos en ella. Eran pocas las veces en las que usaba el nombre de la casera, pero tampoco se le hacía extraño–. Creo que deberíamos prepararnos... O de lo contrario llegaremos tarde.

–Cierto, ¿hoy es la boda de Hanon y Michael, cierto? –recordó la casera, recibiendo un gesto afirmativo por parte de la joven–. ¡Oh, que bonito! Espero que lo paséis muy bien –le deseó, terminando de colocar los alimentos–. Aunque imagino que volveréis pronto a casa por el bebé.

–Así es –afirmó la joven detective–. No podemos permitir que Hamish rompa su horario de sueño –replicó, levantándose del sofá, dejando al infante en el columpio-hamaca–. Voy a vestirme: ¿podría vigilar al pequeño mientras me preparo?

–¡Por supuesto! –exclamó la casera con una expresión realmente dichosa–. ¡Será un placer pasar tiempo con este rayito de sol...!

Cora sonrió para si misma antes de cerrar la puerta de la habitación, cambiándose la ropa de andar por casa por unos tacones blancos y un vestido largo de color rosa chicle, el cual se ajustaba perfectamente a su silueta, con un único tirante y dejando ver parte de su pierna derecha. Cuando estaba alargando sus manos hacia la cremallera de la parte posterior del vestido, sintió unas manos cálidas que la subieron por ella, reconociéndolas de inmediato. Tras subir su cremallera, la detective de cabello carmesí sintió cómo su cabello era apartado, dejando al descubierto su cuello, donde fueron depositados varios besos afectuosos.

–Has llegado pronto, cariño –murmuró ella, girándose para encararlo y besar los perfectos labios de su Sherlock, quien rodeó su cintura con sus brazos, acercándola a él–. Y ya te has preparado...

–No te gusta llegar tarde, así que... –mencionó el joven de cabello rizado con una sonrisa, besándola de nuevo.

–Será mejor que nos demos prisa entonces, la boda será en una media hora –propuso la joven, caminando hacia la entrada del dormitorio, donde se detuvo, girando su rostro hacia su marido–. Y quizás pueda reservarte un baile –mencionó con cierto toque sensual antes de guiñarle el ojo, saliendo de la estancia y tomando a Hamish en brazos: la Sra. Hudson se había tomado la molestia de vestirlo para la ocasión.

A los pocos minutos de haber salido de Baker Street y tomar un taxi, los Holmes ya habían llegado al lugar de la ceremonia: una pequeña iglesia con una gran explanada de hierba fresca, donde se había colocado el arco nupcial y los asientos. Cora recordó que Hanon le había pedido que fuera su dama de honor por el vinculo que compartían, pero la pelirroja había declinado la oferta, pues prefería ver la boda desarrollarse desde el asiento de los invitados. Apenas hubieron llegado, Michael salió a recibirlos, vestido con un esmoquin negro con una flor blanca.

–Cora, bienvenida –la saludó su amigo, abrazándola–. Sherlock, un placer volver a verte –estrechó su mano derecha con una sonrisa amigable.

–Lo mismo digo, Michael –afirmó el detective asesor, sujetando al infante en sus brazos.

¿Este es vuestro hijo? –preguntó el novio mientras lo observaba con una sonrisa tierna.

–Sí –replicó Cora, una sonrisa de felicidad inconmensurable brotando en su rostro–: Michael, te presento a Hamish. Hamish, este es un amigo de Mamá, Michael –los presentó la pelirroja rápidamente.

–Encantado, pequeño Holmes –lo saludó el moreno con una sonrisa, recibiendo un gorgorito por parte del bebé, quien no dejaba de sonreír en brazos de su padre.

–¿Y Hanon? –preguntó Cora, ansiosa por ver a su mejor amiga.

–Estará preparándose... Si quieres puedes ir a verla –sonrió el novio–. Primera puerta a la derecha.

–Vete, querida –la animó Holmes, besando su mejilla–. Hamish y yo te esperaremos dentro.

La joven docente asintió, caminando al interior de la pequeña iglesia, entrando por la puerta que su amigo le había indicado, encontrando allí a la peliazul con su hermoso vestido de novia blanco, colocándose el velo. En cuanto los ojos azules de la novia se posaron en su espejo, observando a su mejor amiga, corrió hasta ella, ambas fundiéndose en un cariñoso abrazo.

–¡Cora! –exclamó–. ¡Oh, cuánto me alegro de verte! –añadió con una sonrisa, alejándose para observarla mejor–. ¡Vaya...! ¡Estás fantástica!

–Lo mismo podría decir yo de ti, vieja amiga –reciprocó el cumplido.

–Vamos, no exageres –negó la peliazul con la cabeza–. Tú estabas muchísimo más guapa que yo en tu día –la alabó–. Y parece que la maternidad te sienta muy bien.

¿Tu crees? Me paso los días y las noches atendiendo al pequeño –dijo Cora, arqueando una ceja–. El concepto de vida propia ya no existe para mi –bromeó, provocando que ambas comenzasen a carcajearse al unísono–. Sherlock y Hamish me han acompañado, así que al fin podrás conocer a mi hijo.

–¡Madre mía! ¡Que ganas tengo de ver al churumbel! –exclamó, dando pequeños saltos–. ¡Estoy casi segura de que es clavado a su padre!

–No andas desencaminada, no...

En ese instante entró James, de igual forma vestido con un esmoquin negro, con una corbata azul. James era el hermano mayor de la peliazul, quien sonrió al ver a las dos amigas juntas.

–¡James...! ¡Vaya...! –exclamó Cora, observándolo de pies a cabeza–. Estás...

Sí, lo sé –afirmó el joven rubio, abrazando a su amiga pelirroja–. Estoy estupendo.

–Menudo ego que tienes Jimmy –lo reprendió su hermana.

–Lo siento, lo siento –se disculpó con una sonrisa–. Hoy es tu gran día, hermanita.

–Exacto –sentenció la de ojos azules–. A ver cuándo pasáis Amanda y tú por el altar...

–Quizás en algún momento –mencionó el rubio, rascándose la nuca, dando veracidad a la anterior afirmación hacía tiempo de la pelirroja sobre su relación con la mayor de las Stapleton–. Será mejor que nos movamos. Papá está deseando llevarte al altar.

–Nos vemos ahí dentro, chicos –se despidió Cora, abrazando y besando en la mejilla a los dos hermanos, saliendo de la estancia. Apenas había caminado unos pocos metros cuando se encontró a los Hosho: Sophie y Frank–. Hola Sr. Hosho. Sra. Hosho... –los saludó.

¿¡Cora!? ¡Madre mía...! –exclamó la mujer, abrazándola con una sonrisa suave en el rostro–. ¡Hacía tanto que no te veíamos...!

–¿Cómo estás, preciosa? –preguntó Frank, estrechándole la mano.

–Me va muy bien, sinceramente. Estoy felizmente casada y con un hombre maravilloso, debo añadir –replicó–. Y tengo un hijo igualmente adorable.

–Nos alegramos mucho por ti, querida –dijo Sophie–. ¿Y tus padres? Hace mucho que no los he visto...

–Cariño, los padres de Cora fallecieron, ¿recuerdas? –intercedió Frank en un tono bajo–. Y a Cora la vimos hace poco, cuando fue a visitar a Hanon a su casa, ¿recuerdas?

Oh, sí, es cierto –afirmó la mujer–. Discúlpame, Cora. Que poco considerado por mi parte...

–No se preocupe, Sra. Hosho –le restó importancia la detective. “De modo que sufre de un leve Alzheimer... Pobre mujer”, pensó Cora tras deducir rápidamente a la madre de su mejor amiga Si me disculpan, he de reunirme con mi familia.

–Claro, por supuesto –dijo el Sr. Hosho con una sonrisa–. No te entretenemos más –se despidió.

Cora comenzó a caminar, alejándose de ellos, cuando escuchó a la madre de la peliazul preguntar a su marido quién era ella y por qué estaban allí. Pobre Hanon. Debía de ser terrible para ella ver cómo su madre perdía poco a poco los recuerdos de sus seres queridos... Una vez salió al exterior, se sentó junto a su marido en el lado de la novia, sujetando a su hijo en brazos. La ceremonia comenzó poco después, transcurriendo sin mayor pompa ni circunstancia.

–¡Así que este es el pequeño Holmes...! –exclamó Hanon, tomándolo en brazos–. ¡Hola, preciosidad! Soy la tía Hanon, y soy muy amiga de tu mamá –le indicó con una sonrisa la recién casada–. Eres igualito a tu padre, vaya que sí –afirmó, el infante carcajeándose–. Tenéis un hijo estupendo, chicos –les aseguró, devolviéndoselo a su madre.

–Muchas gracias, Hanon –agradeció la joven madre–. ¿O debería llamarte, Sra. Summers?

Los Holmes y los recién casados se carcajearon al unísono, de pronto acercándose a ellos Amanda Stapleton con una sonrisa, junto a sus hermanas, Kirsty y Lily, quienes en cuanto vieron a la pelirroja, corrieron hacia ella, abrazándola cariñosamente. Michael por su parte se excusó, alejándose de ellos para saludar a los invitados.

–¡Nos alegramos mucho de verte! –exclamaron ambas niñas–. ¡Oh! ¡Hola, Sherlock!

–Hola, niñas –las saludó el detective cordialmente, comenzando a percatarse de que mucha gente estaba acercándose a ellos. Aquello lo ponía nervioso: siempre había detestado las multitudes.

–Me alegro de verte, Cora –saludó Amanda con una sonrisa, acariciando la mejilla del bebé–. Es precioso. Enhorabuena –los felicitó con una sonrisa–. Mamá te envía recuerdos, y dice que si necesitáis algo no tenéis más que llamarla.

–Lo sé –afirmó la pelirroja–, gracias, Amanda.

–Eh... ¿Hola? ¿Se me escucha bien? –se escuchó de pronto la voz de Michael por un micrófono que habían instalado al aire libre, su voz escuchándose por los altavoces–. Bien. Quiero hacer un brindis por la mujer más maravillosa que he conocido en mi vida –mencionó, los invitados y la novia tomando en sus manos las copas de champán–, lo siento mucho, Cora –bromeó, provocando que la aludida se carcajease, haciendo un gesto con la mano para indicar que no la había molestado–. Hanon –se dirigió hacia su ahora mujer–, quiero que sepas que jamás pude imaginarme cómo sería la vida sin tu presencia, y creo que jamás podré hacerlo, por lo que prometo cuidar de ti y velar por tus sueños durante el resto de nuestras vidas –le dedicó sus palabras, la peliazul lanzándole un beso con lágrimas en los ojos–. Por mi bella esposa –indicó, alzando su copa y bebiendo de ella. Reciprocando su gesto el resto de asistentes–. Y... Hay alguien más que querría decir unas palabras –comentó, una sonrisa pícara y confiada brotando en su rostro–: cuñado, ven aquí –lo animó, subiendo James al escenario entre aplausos.

¿Cuánto va a que le pide matrimonio a Amanda? –le susurró Cora a Hanon. Su marido la escuchó susurrar y sonrió.

Te doy 20 libras si lo aciertas –murmuró la novia, guiñándole un ojo a su mejor amiga.

Hecho.

–Eh... Bueno –James parecía nervioso–, lo cierto es que no he preparado nada, ni un discurso de padrino –indicó–. Pero sí me gustaría decir algo a una persona muy especial –comenzó–. Esa persona está hoy aquí, y quiero dirigirme a ella con las siguientes palabras–: has iluminado mi vida desde que te conocí. Pensé que jamás volvería a enamorarme de alguien desde... Bueno, desde cierta pelirroja amiga nuestra. Ya sabes quién eres –continuó, Cora sonriendo con ternura, recibiendo una mirada por parte de Sherlock, para quien esa información era desconocida–. Lo que quiero decir es, que tú has sido desde hace mucho mi única razón para continuar adelante cuando los obstáculos parecían ser irrebasables, imposibles diría, de superar. Tú estabas ahí siempre que te necesité –tras aquellas palabras se puso de rodillas, escuchándose entre los invitados ciertos murmullos de sorpresa–. Por esa misma razón... quiero hacerte ésta pregunta –su tono de voz era emotivo, sacando un anillo de compromiso en una pequeña caja aterciopelada–: Amanda Stapleton, ¿quieres casarte conmigo?

La respuesta de la castaña no se hizo esperar, corriendo hacia su novio y lanzándose a sus brazos, ambos cayendo al suelo por la fuerza de su salto. James colocó el anillo a su ahora prometida y tras levantarse, ambos compartieron un tierno beso entre los vítores de sus amigos y familiares. Cora recibió entonces las 20 libras que había apostado de parte de Hanon, quien la abrazó, contenta. A los pocos minutos se iniciaron los bailes de salón, dejando al bebé al cuidado de la peliazul y su marido mientras el matrimonio de detectives bailaba un vals.

–No me habías dicho que James estaba enamorado de ti –mencionó Holmes en un tono bajo mientras bailaban.

–Fue hace mucho tiempo. Lo rechacé... Solo lo veía como un amigo –replicó ella, dando una vuelta–. ¿Celoso? –preguntó con una sonrisa pícara, volviendo a sus brazos.

–Quizás –admitió él, sonriéndole con dulzura–. Pero no demasiado, ya que estoy tranquilo.

–¿Por qué?

–Porque sé que yo fui tu primer amor –contestó su marido, besando su mejilla–. Al igual que tu fuiste el mío.

El matrimonio se sonrió de forma cómplice, cuando de pronto todo fue interrumpido por el grito de Sophie Hosho, quien se acercó rápidamente a la peliazul. La música se detuvo de pronto, al igual que la cháchara y el baile. Todos estaban ahora pendientes de la madre de la novia.

–¿¡Quién eres tú!? ¿¡Dónde está mi Margueritte!? –exclamaba, dando unos pasos hacia la joven de ojos azules.

Madre, soy yo, Hanon –intentó hacerla recordar la peliazul, Michael procediendo a colocarse frente a ella por si la situación se torcía–. Soy tu hija...

¡Mientes! ¡Tú no eres mi hija! –bramó Sophie–. ¿¡Dónde esta Margueritte!? ¿¡Y mi hija!?

Frank llegó en aquel instante, logrando calmarla y que se tomase la medicina para sus ataques. Tras murmurar una disculpa a su hija, se llevó a Sophie de allí. La música y el murmullo de las personas se retomaron de inmediato tras verlos salir de la estancia. Cora se acercó rápidamente a su mejor amiga, tomando Sherlock al bebé en brazos.

–Hanon, ¿estás bien? –le preguntó, consternada–. Estás pálida...

–Estoy bien, tranquila –replicó la novia–. Es... Duro. Escucharla decir esas palabras –admitió en un tono apenado–. Lleva así un tiempo. A veces olvida quién soy y comienza a buscar a su hija.

¿La que murió por Baskerville?

Hanon asintió. La detective asesora abrazó a su mejor amiga con fuerza. Comprendía la tristeza y la decepción que debía sentir en aquel momento, pues ni su propia madre la reconocía. Su madre, quien la había amado desde que la adoptó, de pronto solo pensaba en la hija que había perdido años atrás... No en la hija que había criado desde que tenía ocho años. Era descorazonador. Tras asegurarse de que su amiga estaba bien, Cora y Sherlock comenzaron a despedirse de los invitados y sus amigos, pues tenían que retirarse. Al fin y al cabo, debían acostar a Hamish en Baker Street, sin embargo, pudieron disfrutar en última instancia de una velada fantástica con los recién casados y sus familias, habiendo presenciado tantos momentos de felicidad que compensaron aquellos menos felices.

Esa misma tarde, tras llegar a Baker Street y cambiarse de ropa, Cora acostó a su hijo en la cuna. Quien bostezó con cansancio, durmiéndose a los pocos segundos. Eran ya las 16:41. Llevaban bastante tiempo fuera, y la joven madre comprendía que su bebé estuviera agotado, pues llevaba horas despierto y conociendo a mucha gente. Mientras acariciaba el cabello castaño de su hijo, la pelirroja se percató de que Sherlock se inclinaba sobre el bebé, brindándole un beso en la frente, provocando que el pequeño se moviese ligeramente en su sueño, una sonrisa en sus labios. Tras salir de su habitación, la pareja caminó hasta la sala de estar, donde Sherlock se sentó en su sillón, haciendo sentar a su mujer sobre su regazo, comenzando a besarla cariñosamente. Apenas llevaban unos minutos en aquella postura, disfrutando de aquel momento de intimidad entre ambos, cuando el teléfono del detective asesor comenzó a vibrar. Sherlock rompió el beso con un gesto de desagrado.

–¿Qué pasa, Lestrade? –preguntó, molesto–. Estoy ocupado.

–Cariño, se amable –le recordó su mujer, colocando su cabeza contra su hombro izquierdo. Su marido resopló con pesadez, escuchando al Inspector de Scotland Yard hablar.

–Está bien –afirmó tras unos segundos, sus ojos adquiriendo ese característico brillo que la pelirroja conocía bien: un nuevo caso–. Allí estaré –aseguró, colgando la llamada.

–¿Un nuevo caso? –preguntó su mujer, levantándose de su regazo, replicando él el mismo gesto a los pocos segundos.

–Oh, sí –afirmó con una sonrisa confiada–. Y es uno muy bueno –añadió, tomando su gabardina y bufanda–. ¿Vienes?

–Me temo que no –negó la pelirroja con la cabeza–. Espera, deja que te ayude –comentó, anudando la bufanda a su cuello–. Además, después de la boda estoy algo cansada –intentó explicarse–: por si fuera poco tengo que recoger un pedido que hice a una tienda, guardar la ropa de la colada y dar de comer a Hamish, que si recuerdas, apenas he podido alimentarlo durante la fiesta.

Oh, Cora, la maternidad te ralentiza –le dijo a su mujer con una sonrisa y un tono bromista.

Idiota –replicó ella con una carcajada.

–De acuerdo –dijo el detective asesor en un tono suave, caminando hacia la entrada de la sala de estar–, puede que venga tarde a casa. Te veo esta noche.

Sherlock –lo llamó ella antes de que atravesase el umbral. Éste se giró, observándola–: ¿No te estás olvidando de algo, cariño? –una expresión confusa surcó el rostro del sociópata de ojos azules-verdosos por uno instantes.

–¡Oh! –exclamó, acercándose a ella y estrechándola entre sus brazos para brindarle un beso en los labios.

–Mucho mejor –comentó Cora con una sonrisa–. Te quiero.

–Yo también te quiero –replicó él–. A los dos.

–¡Ten cuidado! –exclamó Cora mientras el amor de su vida bajaba por las escaleras hacia la calle.

Una vez allí, Sherlock comenzó a marcar el número de John para que éste lo asistiera en su caso, mientras paraba un taxi, subiéndose a él, con la pelirroja observándolo marcharse desde la ventana.

Al cabo de unas horas, tras haber guardado la ropa de la colada, la joven madre de ojos carmesí despertó a su bebé, quien balbuceó contento. De pronto, mientras estaba preparando la comida para Hamish, quien aún continuaba en su cuna, Cora escuchó cómo alguien tocaba a la puerta de Baker Street. La Sra. Hudson tenía llaves, por lo que quizás sería un cliente. Tras quitarse el delantal, vestida ahora con una camisa de tirantes, unos vaqueros y unas deportivas blancas, Cora bajó las escaleras, abriendo la puerta. Aquel fue su mayor error: se quedó petrificada al contemplar de quién se trataba.

¿Me echabas de menos... Princesa?

La pelirroja apenas tuvo tiempo de cerrarle la puerta en la cara.

–No deberías haber hecho eso, princesa –lo escuchó hablar desde el otro lado de la puerta.

Era él. ÉL. No podía ser posible... ¿Cómo? Mientras corría escaleras arriba, con el único propósito de poner a salvo a su hijo, Cora tuvo el tiempo suficiente para echar la vista atrás, observando cómo la puerta de Baker Street era forzada, abriéndose de par en par. Los ojos de aquel hombre se posaron entonces en ella. Unos ojos que únicamente brillaban con una locura e ira desmedidas. Corrió tan rápido como le permitieron las piernas, logrando llegar al piso de arriba, sin embargo, él fue más rápido, logrando alcanzarla. Comenzaron entonces a forcejear. Tras intercambiar varios puñetazos y patadas ella acabó siendo lanzada por los aires, estrellándose contra el espejo sobre la chimenea de Baker Street, haciéndolo añicos y lastimándose en el proceso. Tras levantarse evaluó sus posibilidades: estaba claro que era más fuerte que ella. Debía ralentizarlo. Ganar tiempo como fuera. Logró incapacitarlo por unos segundos, volcando el sofá sobre él, dándole el tiempo justo para llegar al cuarto de su hijo, cerrar la puerta y bloquearla con la cómoda. La joven detective temblaba de miedo, intentando calmar al bebé que aún estaba en su cuna, logrando marcar el número de Sherlock en su teléfono móvil.

Vamos, Sherlock, vamos –murmuraba una y otra vez, escuchando cómo aquel hombre, aquel hombre que no pensaba que volvería a ver había aparecido en su vida una vez más–. ¡Coge el maldito teléfono!

Fue en ese instante cuando la joven pelirroja soltó el teléfono al irrumpir él en la habitación. No le quedaba más remedio que defenderse como fuera. Proteger a su familia. Comenzó a pelear de nuevo contra él, pero la sangre que estaba perdiendo por el impacto contra el espejo comenzó a pasarle factura, siendo arrinconada y sujeta contra la pared.

–¡Sherlock! –exclamó, sintiendo que el agarre en su garganta se intensificaba–. ¡Por favor, no!

Sin siquiera responder a los ruegos de la angustiada madre, golpeó su estómago. Cora sintió que le faltaba el aire, y de nueva cuenta fue lanzada contra la pared cercana, perdiendo el sentido, siendo el llanto de su hijo lo último que logró escuchar.

Entretanto, en Scotland Yard, Sherlock se encontraba a punto de interrogar a varios sospechosos en el caso que Lestrade le había dado, cuando de pronto sintió que su teléfono vibraba. Extrañado, lo tomó en sus manos, percatándose de que se trataba de su mujer. Con una sonrisa contestó.

–Hola cariño, he... –comenzó a decir, interrumpiéndose al momento de escuchar el sonido de una pelea, y lo que parecían ser golpes, con dos personas gruñendo al otro lado de la línea.

–¡Sherlock! –escuchó gritar a su mujer–. ¡Por favor, no!

Cora, ¿qué está...? –intentó preguntar, de nuevo interrumpiendo sus palabras al escuchar un gran golpe contra el suelo, al mismo tiempo que escuchaba el llanto de su hijo. Aquello hizo que se le helase la sangre de inmediato–. ¡Cora! –exclamó al escuchar que todo se quedaba silencioso de pronto, únicamente escuchando el llanto de su hijo alejarse más y más. En ese instante se cortó la llamada, o más bien fue colgada. El detective asesor comenzó a correr, saliendo de la oficina de Lestrade, con el susodicho y John siguiéndolo.

¿¡Sherlock!? –lo llamó Lestrade, corriendo tras él.

–¡Sherlock! –John siguió a su amigo hasta salir del edificio–. ¡Sherlock, espera! –exclamó, logrando alcanzar al sociópata, quien en aquel instante estaba parando un taxi.

–¿Qué hay del caso? –preguntó el Inspector de Scotland Yard, confuso.

–¡Algo va mal! –exclamó el detective, entrando al taxi que acababa de estacionar–. ¡Algo va terriblemente mal!

–¿Qué ha pasado? –preguntó el doctor en un tono preocupado, pues nunca había visto a su amigo tan... Desesperado, a excepción de aquella vez en la que Cora pareció morir frente a sus ojos, en Sherrinford.

¡Cora y Hamish están en peligro! –exclamó frenéticamente, incapaz de gobernar sus emociones. John hizo un gesto afirmativo con la cabeza antes de subir al taxi con el detective de ojos azules-verdosos, mientras que Lestrade habló.

–¡Os seguiré con refuerzos! –exclamó, corriendo hacia Scotland Yard con su teléfono móvil en la mano derecha–. ¡Todos los refuerzos disponibles! ¡Baker Street, ahora! –exclamó.

{Reproducid aquí el vídeo y leed la siguiente parte con la música de fondo -CH}

A los pocos minutos, el taxi se estacionó frente a Baker Street, con Sherlock saltando fuera de él aún en marcha, apresurándose a la puerta principal, encontrándola abierta de par en par. Observó la marca de una huella de zapato cerca del manillar: alguien había irrumpido por la fuerza. El detective de cabello castaño entró a su piso como una exhalación.

¡Cora! ¡Cora! –exclamaba una y otra vez sin detenerse, subiendo de dos en dos las escaleras que conducían a la sala de estar, entrando en ella estrepitosamente: no había nadie–. ¿¡Cora...!? ¿¡Hamish...!? –exclamó de nuevo, percatándose del espejo roto y el sofá volcado. Rápidamente se acercó al los trozos del espejo: había sangre en ellos–. No, no, no, no –murmuró para sí, observando que los trazos de la sangre se encaminaban hacia el dormitorio. Corrió con celeridad, el corazón en un puño, observando la puerta que se encontraba rota: la habían derribado con fuerza considerable. Al entrar en la habitación por poco sintió las piernas flaquear: la cuna estaba volcada hacia un lado, la cómoda estaba destrozada, el teléfono de Cora... Estaba roto en pedazos. Observó el rastro de sangre en la pared y después en la moqueta: su mujer había yacido ahí. Era SU sangre. Y su hijo... Sintió su sangre helarse una vez más.

–Sherlock... –escuchó la voz de John, llena de compasión y preocupación. El detective no replicó, sino que continuó observando la cuna y la sangre en la moqueta en un silencio aterrador–. Sherlock –volvió a llamarlo el rubio, preocupado por su estado. De pronto, en un ataque de ira irrefrenable, el sociópata asió la lámpara de noche que Hamish tenía en una mesilla cercana, lanzándola contra la pared, destrozándola–. ¡Sherlock!

Watson no tuvo más remedio que sujetar el brazo de su mejor amigo para evitar que la tomase con más objetos de la habitación y los destrozase. Sherlock se detuvo de pronto, el silencio inundando de nuevo la estancia. John entonces caminó hasta estar frente a su amigo, quedándose sorprendido por lo que contemplaron sus ojos en aquel instante: el detective estaba llorando. Solo lo había visto llorar en dos ocasiones, y aquella era la segunda, si no recordaba mal. No eran lágrimas fingidas... Eran de verdad.

–Les prometí que los protegería –su voz sonaba quebrada, rota. Llevó sus manos a su rostro, sus hombros comenzando a temblar–. Les he fallado, John. Les he fallado.

–Los encontraremos, Sherlock –le aseguró el doctor, posando una mano en su hombro derecho, los ojos rojos de detective osándose en los suyos–. ¿De acuerdo?

–¿Sherlock? ¿John? –se escuchó preguntar a Lestrade desde la sala de estar.

–Te daré unos minutos –comentó el ex-soldado, dando una palmada en el hombro a su mejor amigo, saliendo de la estancia, dejando al sociópata con sus pensamientos.

¿Quién secuestraría a su mujer y a su hijo? Seguramente ella tenía enemigos al ser detective, incluso al ser docente podría haberse agenciado unos cuantos, por pocos que fueran, pero en su mayoría estaban entre rejas o eran tan estúpidos que ni siquiera se lo plantearían. ¿O acaso era para llegar hasta él? Sherlock se había ganado multitud de enemigos a lo largo de los años, enemigos que adorarían hacerle daño y verlo sufrir, pero ni siquiera podía imaginar quién podría hacer algo así. Magnussen estaba muerto, Culverton entre rejas, y Eurus estaba encerrada de nuevo en Sherrinford, pero ella no había vuelto a las andadas desde que iba a visitarla. Por último, Moriarty. Él... De pronto, pareció que una bombilla se le encendiese, por lo que volvió sobre sus pasos para examinar la habitación que Cora y él compartían, su piel ahora pálida.

–¿Sherlock? –escuchó preguntar a Lestrade, quien lo siguió hasta la habitación, donde el detective comenzó a examinar todos los rincones–. ¿Sherlock, qué sucede?

¿A ti qué te parece, Inspector? –le espetó en un tono agresivo, enfadado–. ¡Mi mujer y mi hijo han sido secuestrados!

–Lo siento mucho, Sherlock –se disculpó el hombre, su tono de voz lleno de infinita lástima.

John entró entonces a la habitación.

–¿Qué estas...? ¿Qué estás haciendo, Sherlock?

Cora llevaba días comportándose de forma extraña, John, y cuando la rescatamos aquel día del secuestrador había una nota en sus manos –le comentó rápidamente, revolviendo los cajones y vaciando su contenido–. Decía: «Hasta la próxima partida, Sr. Holmes. -M» –recitó, los ojos de ambos hombres abriéndose con pasmo.

¿M...? ¿¡Moriarty!? –preguntó John, el miedo llenando su cuerpo–. No puede ser, Sherlock, no...

–Exacto. No puede ser: Moriarty está muerto –sentenció el detective, revisando ahora el armario–. Por lo que a la fuerza, tiene que ser otra persona –continuó–. Cora no es estúpida. Sabía que notaría el cambio en su carácter y escogería un lugar para esconder lo que fuera que lo hubiera causado, por lo que tiene que estar aquí, en ésta habitación –revisó bajo la cama–. Alguien quiere hacerme daño a través de Cora, alguien que la conoce lo suficiente como para asustarla y obligarla a actuar diferente... Alguien... –paró en seco sus palabras, observando la foto enmarcada que la pelirroja tenía de sus padres en la mesilla de noche: había algo extraño en ella. Con calma se acercó, sentándose en la cama, tomando el marco entre sus manos.

¿Sherlock?

Silencio, Greg –lo mandó callar–. Necesito concentrarme –indicó, abriendo con sumo cuidado el marco, encontrando en su interior a fotografía, pero además de eso, varias cartas que habían sido abiertas–. Bingo –murmuró, comenzando a leer su contenido, con John y Lestrade acercándose a él, leyendo las palabras escritas en las cartas.

«Me lo arrebatasteis todo», «me debéis dos vidas», «dentro de poco probaréis la desesperación en la que me hicisteis caer» –leyeron John y Lestrade en voz alta–. ¿Qué significa esto, Sherlock? –le preguntó el rubio a su mejor amigo, quien observaba las cartas casi de forma compulsiva.

–No lo sé, yo... –comenzó a decir, de pronto sintiendo que su teléfono móvil vibraba en el bolsillo de su gabardina. Lo tomó y les enseñó la pantalla al inspector y al ex-soldado: era un mensaje de texto de un numero oculto. Con reticencia, el joven abrió el mensaje:

Veo que he captado tu atención...

Sherlock no tardó en responder, sus manos temblorosas.

¿Dónde están mi mujer y mi hijo?

La respuesta no se hizo esperar.

Me debes dos vidas, Holmes...

Y pienso cobrármelas.

Sherlock volvió a sentir por tercera vez aquel día cómo la sangre se le helaba en las venas. Bloqueó el teléfono móvil y guardó las cartas en su gabardina, antes de dirigirse a la cocina, tomando un cuchillo y un pequeño muestrario para pruebas. Tras hacerlo, el joven detective corrió escaleras abajo, comenzando a tomar una muestra de la huella del zapato que había roto la puerta de Baker Street.

–¡Tenemos que ir a Barts! ¡De inmediato! –exclamó una vez obtuvo las muestras y estuvo seguro de tener las cartas en la gabardina, parando un taxi.

John siguió a Sherlock rápidamente, subiendo al taxi con él, mientras que Lestrade se quedaba en el piso, por si hubiera algo más que pudiera servir de ayuda para encontrar a los Holmes. En ese instante, un mensaje llegó al teléfono móvil de John: era Mycroft.

Acaban de notificarme lo sucedido en Baker Street.

Dile a Sherlock que venga a verme tras ir a Barts.

Tal vez tenga algo que pueda servirle de ayuda.

MH

El ex-soldado suspiró con algo de pesadez y alivio a partes iguales, mostrándole el mensaje a su mejor amigo, pero su mirada se encontraba perdida en el horizonte, observando a la nada. Se devanaba los sesos intentando encontrar al culpable de todo... ¿Quién podía ser? ¿Alguien de su pasado, quizás? Estaba claro que aquel era el caso, pues se referían a Cora como Srta. Izumi, llamándola por su anterior apellido. Contadas eran las personas que la conocían por aquel apellido, por lo que la lista quedaba reducida levemente. Mientras el taxi los llevaba a Barts, Sherlock se juró que los encontraría... Debía hacerlo. Y cuando lo hiciera, mataría al responsable. Solo le importaba una cosa ahora: mantener viva a su familia a cualquier precio.

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