| -¿Compasión?- |
Esa misma noche, Sherlock no tardó en llegar al despacho de Mycroft, entrando en él como una exhalación, casi derribando la puerta en el proceso. Anthea se encontraba también allí, junto a su marido, sorprendiéndose por el estrépito que su cuñado acababa de causar en la estancia. Tanto ella como Mycroft observaron al detective asesor con serenidad e inquietud.
–¿Qué sabes sobre Sebastian Morán? –preguntó el joven de cabello castaño, caminando hasta el escritorio de su hermano mayor, apoyando sus manos en él, inclinándose de forma leve.
–Hola a ti también, querido hermano –comentó el Gobierno Británico en un tono que casi podría ser bromista.
–Mycroft, déjate de bromas –sentenció el sociópata, quien ya tenía poca paciencia. No tenía tiempo para lidiar con el ego de su hermano–. Sé que tienes información sobre Sebastian Morán, ¡y la quiero ahora! –exclamó, sobresaltando a la mujer del Gobierno Británico, quien intercambió una mirada preocupada con él.
–¿Y qué harás una vez la tengas? –preguntó Mycroft, pues observando el estado actual de nerviosismo de Sherlock, éste sería capaz de cualquier cosa.
–¿No está claro? –le espetó–. Encontrar a mi familia –concluyó, intentando ocultar sus otras motivaciones para usar esa información.
–Sherlock –el Hombre de Hielo suspiró–, no pienso darte ninguna información hasta que te calmes –sentenció, averiguando que de encontrar a Morán, lo primero que haría sería matarlo.
El joven de ojos azules-verdosos contempló a su hermano por unos segundos en una calma aterradora, antes de violentamente, sujetarlo por la solapas de la camisa, acercándolo a su rostro.
–¿¡QUE ME CALME!? –exclamó, perdiendo por completo los estribos–. ¿¡HAN SECUESTRADO A MI MUJER Y A MI HIJO, Y QUIERES QUE ME CALME!? –bramó, propinándole un puñetazo en el torso.
–¡Sherlock, basta! –rogó Anthea, alzando su voz, realmente asustada.
–¿¡CÓMO... QUIERES... QUE... ME... CALME!? –gritaba el joven detective de ojos azules-verdosos mientras golpeaba una y otra vez a su hermano en el torso.
–Si hubiera sabido que empezarías con este frenesí de autodestrucción de no encontrarlos, hermanito, te habría notificado las amenazas hacia ya tiempo –le indicó Mycroft, provocando que su hermano palideciese y abriese los ojos con pasmo, deteniendo su puño, el cual iba dirigido a su rostro–. Pero juzgué mal la situación. Ahora lo veo.
–Mike... –su mujer lo miraba, preocupada y sorprendida. Sabía que revelarle a su cuñado que conocían de la existencia de las amenazas que Morán enviaba a la pelirroja era un movimiento poco menos que acertado.
–Un momento, Mycroft –intercedió John, totalmente estupefacto–: ¿me estás diciendo... Que sabíais que Cora estaba siendo amenazada?
–Sí –afirmó Mycroft, asintiendo de forma leve, soltando Sherlock su agarre, dejándolo sentarse de nuevo. Anthea se apresuró a evaluar los daños, posando una de sus manos en el pecho de su marido, palpándolo, en busca de cualquier herida–. Lo lamento. Pensé que se trataba de un incidente aislado y no había habido precedentes de más amenazas, pero por lo que veo, me equivocaba terriblemente –intentó razonar, disculpándose con su hermano por su falta de visión. Su respiración era aún agitada por el estallido de furia del joven de cabello castaño.
Sherlock tuvo que respirar hondo para intentar comprender y racionalizar la situación actual. Cuando al fin lo hubo logrado, posó sus ojos en su hermano una vez más.
–Mycroft, comprendo que hayas analizado erróneamente la situación –logró decir, sorprendiendo a John, quien lo observó, pues esperaba una pelea entre los hermanos–. Créeme, estoy furioso –admitió–, y francamente, me está costando resistir el impulso de partirte la cara –añadió, provocando que el Hombre de Hielo trague saliva de forma incómoda–. Pero lo importante ahora es rescatar a Cora y Hamish. Lo demás es totalmente secundario.
–Me alivia que tengas en cuenta tus prioridades, hermano –sentenció, Mycroft, antes de suspirar–. Dicho lo cual, aquí tengo toda la información relacionada con Sebastian Morán –indicó, entregándole Anthea un fichero que él abrió sobre su escritorio–: todas sus propiedades, sus cuentas bancarias,... Todo lo que te puedas imaginar sobre él, está aquí.
–¿Crees que se habrá ocultado en alguna de sus casas, Sherlock? –preguntó John, observando las hojas de información–. Hay demasiados lugares por los que empezar a buscar... –comentó, sus ojos vagando por todas las propiedades que el francotirador poseía–. ¿No podríamos simplemente buscar en las imágenes de las cámaras de seguridad cerca de la universidad?
–No serviría de nada, John –negó el Gobierno Británico con cierto tono molesto–. Me temo que las cámaras de seguridad de esa zona fueron des-instaladas... Hace relativamente poco, me temo.
–Ha sido Sebastian –sentenció Sherlock, apretando los puños con fuerza.
–Reconozco que me asombra lo rápido que actúa –admitió el mayor de los Holmes, percatándose de que su mujer recibía un mensaje de texto, saliendo de la estancia a los pocos segundos–. Aunque tampoco me extrañaría, dado su historial.
–¿Historial? –cuestionó el doctor de cabello rubio, arqueando una ceja.
–Comenzó trabajando en los bajos fondos como asesino a sueldo –les informó el hermano del detective–. Por lo que se sabe, alguien, un misterioso benefactor, hizo una gran donación a su empresa hará unos años...
–Moriarty.
–Así es, querido hermano –afirmó Mycroft–. Y después de eso, comenzamos a vigilarlo, pues acabó asociándose con él. Sin embargo, después de Reichenbach, le perdimos totalmente la pista. Hasta ahora.
–Será mejor que compartamos con Lestrade la localización de todas sus casas –murmuró John–. Tenemos mucho trabajo por hacer y podría llevarnos tiempo el buscar en todas.
–Estoy de acuerdo contigo –afirmó el detective, antes de prestar atención a su hermano, quien habló.
–En vista de las circunstancias, os apoyaré con todos aquellos bajo mi autoridad en el MI6 –sentenció–. Tenemos que encontrar a Cora y a Hamish antes de que algo les suceda –añadió, lo que hizo sonreír a su hermano menor.
–Gracias, Mycroft –le dijo, sorprendiéndolo por completo, pues no se esperaba una muestra de gratitud sincera por su parte, teniendo en cuenta además, que había sido él en parte responsable de ello.
Tras unos instantes, Sherlock y John salieron del despacho de Mycroft, llevando consigo el fichero sobre Sebastian, dirigiéndose ahora hacia Scotland Yard. Por su parte, el Gobierno Británico contactó con sus hombres y espías, todos aquellos que no estuvieran de servicio en aquel momento, pues necesitarían toda la ayuda posible para localizar a Cora ya al bebé, así como para apresar al ex-soldado. Al cabo de unos minutos, mientras se hallaba sumido en sus pensamientos, Anthea entró en la oficina de nuevo.
–¿Estás seguro de que esto es lo mejor? –preguntó ella–. ¿Seguir manteniéndolo en secreto? –cuestionó, sujetando a un pequeño niño de unos cuatro años en sus brazos–. Sabes perfectamente quién es la persona que envió ese último vídeo a tu hermano, Mike –sentenció, el pequeño comenzando a jugar con su pelo–. ¿Vas a consentir que Irene Adler vague por Londres a sus anchas, sin castigo alguno por lo que hizo?
–Sí –afirmó él–. Ya ha pagado bastante por sus acciones del pasado –añadió–. Y me he comprometido a mantenerla a salvo a ella y a su hijo de las garras de Morán –le informó–. Ella misma me contactó sabiendo los riesgos que eso implicaba. Estoy seguro de que mi cuñada aprobaría mi decisión.
–Si Su Majestad llegase a enterarse... –comenzó ella.
–Mamá –la llamó el infante en sus brazos, interrumpiéndola–, tengo sueño.
–Lo sé, cielo –afirmó ella, acunándolo en sus brazos–. Papá y Mamá tienen que trabajar un poco más y luego iremos a casa –le aseguró con una sonrisa, el pequeño comenzando a cerrar sus párpados por el sueño que lo invadía.
–Si ella llegase a enterarse, tendría ya una explicación preparada –sentenció Mycroft–, como la que acabo de mandarle hace unos segundos.
–Mike... Espero que sepas lo que haces –suspiró Anthea, observándolo.
–Yo también.
Al día siguiente, Cora despertó entumecida, encontrándose con que ahora estaba en una cabaña de madera, y por el olor a pino fresco que llegaba a sus fosas nasales, estaba segura de que encontraban en las montañas, o al menos, cerca de algún bosque. Se levantó de la cama, percatándose de que no se encontraba herida de ningún modo. En cuanto abrió sus ojos, se percató de que Sebastian la estaba observando, sus ojos verdes fijos en ella. La joven de ojos escarlata pudo detectar una emoción escondida tras ellos, una emoción que no logró identificar, pero si sus sospechar eran ciertas, podría usarla a modo de ventaja. Si estaba en lo cierto, no la había lastimado ni a ella ni a su hijo por esa razón.
–¿Dónde estamos?
–No creerás en serio que voy a decírtelo, Cora –sentenció Morán en un tono serio, cruzándose de brazos, apoyada su espalda contra la pared–. Te bastará con saber que, tras tu pequeño y sucio intento por hacer que Sherlock nos localice, has provocado que adelante mis planes. Me has obligado a actuar... –murmuró–. Y pensar que has ayudado a escapar a Irene con mi hijo.
–No mereces nada de ella, Sebastian –sentenció con una lengua viperina la pelirroja–. Ni siquiera a ese bebé que lleva en sus entrañas –indicó–. Apuesto a que ni siquiera te importaban en absoluto. Ni ella ni los niños.
–Ahí te equivocas –negó él, sosteniendo su mirada–. Bien es cierto que no me preocupaba ni preocupa demasiado lo que le ocurra a Adler, pero no pienses ni por un segundo que no me preocupo por esos niños –mencionó–. No soy tan desalmado. No se me ocurriría hacerles ningún daño. Ni siquiera al tuyo... Pero claro, también es hijo de Holmes –mencionó.
–¿Ah, de modo que, como quieres tanto a esos niños, has experimentado con uno de ellos? –le espetó.
–De modo que lo sabes –susurró él–. Sabes que me hice con una muestra de Baskerville.
–En efecto. Irene es mucho más lista de lo que quieres reconocer –sentenció la joven en un tono serio–. ¿Cómo has podido hacerle eso? ¿Tienes idea de a qué lo has expuesto?
–Estará a salvo, por suerte. Y no morirá como su padre –sentenció.
–¿Ah, y quien es su padre? –inquirió ella, comenzando a enfadarse por su aparente falta de empatía y humanidad–. ¿Acaso estabas enamorado de él? ¿Es eso?
–No sigas por ahí, Cora –la advirtió, señalándola.
–¡De modo que es cierto! ¡Estabas enamorado de su padre! –exclamó ella, algo incrédula–. Quién me lo iba a decir a mi... ¿Y quien era? ¿Moriarty? –bromeó, de pronto la mirada intensa de Sebastian posándose en ella, reafirmando sus peores temores–. No... No puede ser.
–Ya tienes tu respuesta. ¿Contenta? –le espetó, molesto.
–De modo que es por eso –murmuró la joven para si–: esa es la segunda muerte que nos achacas.
–Si no fuera porque debo manteneros con vida a ti y a tu hijo, te pegaría un tiro ahora mismo –mencionó casi en un susurro–. Tu cháchara es interminable. Cada vez que hablas me recuerdas a él.
–Ni siquiera tienes el valor de hacerlo –sentenció la pelirroja con una voz desafiante, pues deseaba comprobar su teoría.
–¿Me estás poniendo a prueba, pelirroja? –el ex-soldado se acercó a ella, colocando la pistola en su sien–. Podría volarte la tapa de los sesos ahora mismo.
–No, no puedes –negó ella–: tu pulso se ha incrementado, tus pupilas estás dilatadas, tus manos tiemblan...
–¡No me analices! –exclamó Morán, observándola.
–Conclusión –dijo la detective de cabello carmesí con una sonrisa ganadora–: sigues enamorado de mi, y sigues siendo más humano de lo que quieres reconocer.
Pareció que aquellas palabras hicieron mella en el carácter de Morán, quien apartó el arma de su rostro, marchándose de la habitación dando un portazo, antes de cerrarla con llave. Cora suspiró, aliviada de que su teoría hubiese probado ser cierta: ahora tenía un as en la manga que podía usar en su beneficio, por mucho que aquello la disgustase. Tras ponerse en pie, la joven observó las ventanas: estaban llenas de barrotes. No había escapatoria posible. En este preciso momento, una voz la sacó de sus ensoñaciones.
–Pa... Pa...
Cora abrió sus ojos escarlata como platos, acercándose rápidamente a la cuna que había en la habitación, en la cual se encontraba su hijo, quien ahora se había sentado, observando sus ojos azules-verdosos todo cuanto lo rodeaba. La joven detective se asomó a la cuna, tomando a su pequeño en brazos.
–¿Hamish? –apeló a él–. ¿Qué es lo que has dicho, cariño? Repíteselo a Mamá.
–Pa... Pa –repitió el niño, provocando que a su madre le diese un vuelco el corazón–. ¿Papá?
–¡Eso es, Hamish! –lo alabó ella, besando su cabeza con afecto, provocando que el infante se carcajease contento–. ¡Papá! ¡Bien dicho! –se alegró–. Oh, verás cuando Sherlock... –de pronto se interrumpió de golpe. Cierto... Sherlock no podía escuchar la primera palabra de su hijo.
Aquello la entristeció brevemente. De pronto percatándose de que Hamish comenzaba a mover la boca, como si quisiera masticar algo. La joven sonrió e intentó calmarlo un poco. Estaba claro que se encontraba hambriento, y aunque ella siguiera lactando, las situaciones de estrés bien podrían hacer que se le cortara la leche. En ese preciso instante, Sebastian entró de nuevo a la habitación, cerrando la puerta tras de si. Llevaba un biberón con leche en su mano derecha.
–He pensado que te vendría bien esto. El niño lleva sin comer bastantes horas –sentenció, extendiendo el biberón hacia ella, quien lo observó con desconfianza–. No he envenenado la leche.
–Nos has secuestrado, Sebastian –sentenció la pelirroja–. Creo que tengo mis razones para desconfiar de ti –le espetó–. Si me disculpas, daré de comer a mi hijo yo misma –indicó, dándose la vuelta, sentándose en la cama con el infante en brazos, dándole la espalda al ex-soldado.
–¿Qué son esas... Cicatrices? –el joven de ojos verdes podía ver las innumerables marcas en su espalda, al haberse desabrochado la camisa para dar de mamar al bebé.
–No es asunto tuyo –sentenció ella.
–De modo que son marcas de tortura –mencionó, provocando que Cora se tense imperceptiblemente–. ¿Olvidas que he sido militar? Tengo bastante experiencia en ese campo, y Jim no malgastó recursos a la hora de investigaros.
–Oh, vaya, me conmueve cómo hablas de tu amante fallecido –dijo ella sin pensar demasiado, logrando enfadarlo, provocando que la agarre del pelo, soltando ella al bebé, quien por suerte cayó en la cama, sollozando. Morán la arrastró por el pelo hasta el suelo.
–¿¡Te crees muy graciosa, verdad!? –exclamó, inmovilizándola–. Más te vale parar ahora mismo... –de pronto llevó una de sus manos a los senos de ella, acariciándolos.
–Lo siento, por favor –su voz era suave, casi ininteligible–. Por favor, no me hagas daño –temblaba como una hoja, las vivencias de Japón volviendo a su mente. Aquello la aterraba.
Sebastian la observó, un resquicio de compasión pasando por sus ojos reconociendo aquel TEPT que él mismo sentía en algunas ocasiones, por lo que soltó su agarre sobre ella. La pelirroja casi ni parecía respirar. Tras hacerla levantar del suelo, la ayudó a sentarse en la cama, reprendiéndose en su mente por sus acciones.
“¿¡Pero qué demonios hago!? ¡La odio! ¡No sigo amándola! ¡Tengo que utilizarla, hacerle daño!”, pensó el ex-militar sentándose en una silla, observando de reojo a la muchacha que aún se mantenía estática en aquella posición, sentada en la cama, mientras el bebé sollozaba. Tras exhalar un hondo suspiro, dejó el biberón en la mesilla cercana a la cama.
–Lo siento –se disculpó con ella–. Si llego a saber que tienes TEPT... No habría hecho eso.
–¿Por qué...? –logró preguntar Cora, abotonándose lentamente la camisa–. ¿Por qué te disculpas?
–Porque incluso yo sé evaluar cuan enferma debería estar una persona para aprovecharse de alguien con ese trastorno –sentenció–. No es fácil vivir con ello. Y como ya te he dicho, no soy tan desalmado –le contestó, levantándose de la silla en la que se había sentado para observarla.
–Entonces aún tienes una posibilidad para redimirte –murmuró Cora, antes de que él saliera del cuarto. Ella aún sentía lástima por él. Ella siempre veía el lado bueno en todo el mundo.
–Ya es demasiado tarde –sentenció el francotirador mientras cerraba la puerta.
Cuando la pelirroja al fin logró recuperar el completo control de su cuerpo, Morán ya se había marchado de la habitación y había amanecido. Ya era el 24 de diciembre. Nochebuena. A los pocos segundos escuchó el sonido del motor de un coche alejándose: Sebastian se había marchado de nuevo. Cora estaba consciente de que aún había algo de humanidad en ese joven, algo a lo que aún podía apelar, pero no sabía por cuánto tiempo. Sabía que aprovecharse de esa aparente debilidad por ella podría ser un error que pagaría caro, pero no tenía más alternativa si quería salir viva de aquella situación. Tras calmar a su hijo, la pelirroja comenzó a buscar por la habitación, intentando hallar algún objeto que le permitiese escapar de su confinamiento y contactar con Sherlock de una vez por todas. Por suerte, la joven contaba aún con sus habilidades, decidiendo usar éstas para aflojar un poco la presión del cerrojo de la puerta, logrando abrir la puerta a los pocos segundos.
–Mamá tiene que hacer una cosa. No te preocupes –le indicó a su hijo, quien la observaba desde la cama–. Volveré en seguida –le aseguró, aventurándose fuera de la estancia. Una vez fuera, se encaminó a la sala de estar, donde encontró un teléfono desechable (el cual escondió en el interior de su pantalón), antes de encontrar al fin un teléfono móvil que pudiera usar, pues el desechable no tenía batería–. Bien. Espero que de resultado... –murmuró. Ya eran las 11:45 de la mañana. Con los dedos temblorosos, comenzó a marcar.
Por su parte, en Scotland Yard, Sherlock contemplaba cómo Lestrade daba órdenes a sus compañeros policías, siendo asistidos por los hombres de Mycroft, cuando de pronto escuchó que su teléfono sonaba. Sin siquiera posar sus ojos en la pantalla para leer quién lo llamaba, dando por hecho que se trataba de Morán, el joven contestó con una voz cansada, desgarrada y apenada.
–¿Qué quieres ahora? –preguntó, desganado, de pronto escuchando la dulce voz de su mujer.
–¡Sherlock! –exclamó ella con una sonrisa en el rostro, caminando a la habitación de nuevo, sentándose en la cama junto a Hamish.
–¿¡Cora!? –exclamó, captando la atención de todos los policías, incluyendo a John y Lestrade. Mycroft, quien acababa de personarse allí, también se sorprendió, prestando atención, indicándole a uno de sus hombres que comenzase a rastrear la llamada–. ¿Estáis Hamish y tú bien? –preguntó, su corazón latiendo desbocado.
–Sí, estamos bien. Sebastian no nos ha hecho daño –afirmó ella.
Aquellas palabras lograron que el detective asesor suspirase por unos segundos antes de percatarse del significado de éstas mismas: ¿acaso Morán seguía enamorado de su mujer? Decidió no pensar en ello, pues solo lograría enfadarlo.
–¿Quieres decirle algo a Papá? –preguntó la de ojos escarlata, acercando el teléfono al rostro del bebé, a quien se le iluminaron los ojos al escuchar la palabra. Sherlock, pensando que iba a escuchar los balbuceos de su hijo, no se esperaba lo que escuchó.
–¡Papá! –exclamó el bebé.
–Hamish... –se sorprendió el joven detective, las lágrimas amenazando con brotar de sus ojos–. ¿Es esa su primera palabra? –preguntó, notando que Cora recuperaba el teléfono.
–Así es –dijo ella, llenándolo de dicha.
–¿Dónde estáis? –preguntó su marido, preocupado por su bienestar.
–Parecen unas montañas, o una cabaña perteneciente a un camping –comentó ella, observando por la ventana–. Es una casa pequeña, de madera. Y no veo ninguna otra edificación por aquí... Es todo bosque –añadió.
–¿Sabes cuándo volverá Morán?
–No –negó ella–. Eso me preocupa. No parece que quiera hacerme daño, pero si descubre que me estoy aprovechando de su debilidad por mi... No sé de qué será capaz.
–¿Debilidad? –preguntó su marido, cerrando los puños–. ¿Qué quieres decir?
–Creo que sigue enamorado de mi, al menos de cierta forma... Y aún siente algo de compasión –respondió–. Creo que solo está cegado por la rabia y el dolor.
–¿Cora, te estás escuchando? ¡Es Morán! ¡No siente compasión por nada ni por nadie! –exclamó, incrédulo ante sus palabras.
–Todo el mundo merece una segunda oportunidad, Sherlock.
–Él ha malgastado la suya al secuestraros.
–Sherlock,... –de pronto se interrumpió. Apenas había pasado una media hora desde que su antiguo compañero se había marchado de la casa, pero ya se encontraba de vuelta. Podía escuchar el sonido del motor deteniéndose–. Dios mío –murmuró, aterrada.
–¿Cora? ¿Cora, qué ocurre?
–Ha vuelto, Sherlock –sentenció–. Por favor, dime que es suficiente para localizar la llama...
La pelirroja de ojos escarlata no pudo terminar la frase, pues de pronto sintió cómo una mano férrea le arrebataba el teléfono de las manos. Sebastian la había descubierto, y en sus ojos había un inequívoco brillo asesino.
–¿¡Cora!? –exclamó Sherlock al otro lado de la línea, volviéndose hacia su hermano, quien le indicó que ya habían localizado la llamada–. ¡Aguanta, querida, ya vamos a por...! –el francotirador cortó la llamada de inmediato, guardando el teléfono en su chaqueta.
–¿¡De modo que este era tu plan, eh!? –le espetó, airado, propinándole un puñetazo–. ¡Engatusarme para poder avisar a tu querido Sherlock! –exclamó, tomando un cuchillo afilado de la cocina, comenzando a apretarlo contra uno de los brazos de la joven–. ¿¡Pues sabes qué!? ¡Ya estoy harto! –el cuchillo comenzó entonces a cortar su piel, a desgarrarla, comenzando a perder sangre poco a poco–. Sherlock y tu me arrebatasteis todo... ¡Y ahora te lo haré pagar!
A los pocos minutos de infligirle heridas con el cuchillo, la mujer de cabello carmesí perdió el sentido por la pérdida de sangre. Mientras escuchaba llorar al infante, Sebastian la llevó a su coche, tumbándola en la parte de atrás de éste, para después entrar de nuevo a la casa, llevándose con él al bebé. Para cuando Sherlock llegó a la cabaña con John, Mycroft y Lestrade, ya era demasiado tarde: no había ni rastro de ellos. Morán siempre iba dos pasos por delante... Pero por fortuna para el detective asesor, parecía que en su afán de evitar su captura, había dejado una pista de crucial importancia en la sala de estar: su próximo destino. Rusia.
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