Prólogo
Principado de Lundenia, 1877
El sonido metálico reverberó en el aire tibio de la mañana cuando la punta de su espada golpeó con fuerza contra el empedrado del patio. Jadeaba por el esfuerzo y sentía la quemazón en los músculos de sus brazos, pero a pesar del dolor, volvió a alzar la hoja de acero y, con un potente grito, se lanzó contra su enemigo, hundiendo la punta justo en el centro del corazón. Al punto brotó un chorro de aserrín.
La satisfacción dibujó una sonrisa en su rostro, que mudó de inmediato a un gesto de contrariedad cuando el sonoro tañido de las campanas resonó en el valle. Se dirigió a toda prisa al interior de su casa y colocó la espada sobre la chimenea, de donde la había cogido. Luego subió corriendo las escaleras hasta su habitación para asearse y cambiarse de ropa. No podía acudir al desfile vestida con una camisa sudada y unos viejos pantalones.
A través de la ventana abierta de su dormitorio, la suave brisa que soplaba le trajo el alegre sonido de las voces y risas de los habitantes de la capital de Lundenia, que apresuraban su paso para alcanzar los mejores puestos en las calles por las que pasaría el cortejo real. Seguramente su madre se habría colocado ya en algún lugar junto a la gran plaza donde se celebraba el mercado cada sábado y que ese día, al igual que el resto de los negocios y tiendas, permanecía cerrado. Toda la ciudad se volcaba en los festejos para celebrar el cumpleaños de la princesa.
—¡Maldita sea! Voy a llegar tarde —gimió Sonea cuando se le enredaron las cintas de las enaguas.
Resopló, molesta, y decidió que, entre tanta gente como habría en las calles, nadie se percataría de la ausencia de sus enaguas, así que las hizo a un lado y, vestida tan solo con la amplia falda negra y el chaleco rojo y negro con bordados sobre la camisa blanca —que componía el traje típico de Lundenia—, salió de su casa y echó a correr hacia la plaza del mercado.
Llevaba mucho tiempo anhelando que llegase ese día. No solo por ver a la princesa, que pasearía en su carruaje por las calles de Misva, sino también por tener el privilegio de contemplar a la guardia de palacio, entre cuyos miembros se encontraba su padre y con los que, por primera vez, iba a desfilar Misha, su amigo de la infancia. Algún día, también ella participaría en la formación como parte de las Hijas de la Luna. Vestiría su traje de gala y una preciosa espada colgaría sobre su cadera mientras cabalgaría orgullosa junto al carruaje de la princesa.
Pero, por el momento y ya que solo contaba doce años, aquello no era más que un sueño, que se esfumó con el suspiro que escapó de sus labios cuando salió del callejón que desembocaba en la plaza y vio la multitud de personas que aguardaban la llegada de la carroza real.
Con el primer toque de las campanas, la comitiva habría salido del palacio, situado sobre una pequeña loma que se elevaba sobre las calles de la ciudad, y no tardaría mucho en alcanzar la plaza. «Espero que madre me haya guardado sitio», pensó mientras recorría con la mirada el espacio abarrotado, buscándola. Le había dicho que se situaría cerca de la tienda de Nikolai, el viejo zapatero con el que sus padres mantenían una antigua amistad. El problema era que desde donde ella se encontraba no lograba ver el otro lado de la plaza.
Esta era enorme, circundada de pequeños negocios cuyo origen se remontaba a muchos años atrás —algunos de ellos a más de un siglo—, y tenía en el centro una fuente de piedra que el cortejo real rodearía para volver de nuevo al palacio. Así que, con decisión, comenzó a abrirse paso entre la gente mientras repartía disculpas aquí y allá. Respiró con alivio cuando alcanzó la primera fila.
Enseguida localizó a su madre, casi frente a ella, justo en el extremo opuesto. Echó un vistazo hacia el fondo de la calle y alcanzó a divisar los primeros estandartes. Sobre la tela negra con borde dorado que colgaba del pendón había bordada una guirnalda de flores doradas y, en el centro de esta, una luna plateada en cuarto creciente y una estrella de ocho puntas rematada con hilos de oro.
Se apresuró a atravesar la plaza. Su madre la recibió con un gesto de alivio en el rostro.
—Llegas tarde —la reprendió con suavidad al tiempo que echaba un vistazo a su atuendo.
Cuando vio cómo entornaba los ojos, Sonea supo que su madre se había dado cuenta de que no llevaba puestas las enaguas.
—Lo siento —respondió. Aquella disculpa valía tanto por el retraso como por no vestir adecuadamente.
Helena Volkov dejó escapar un suspiro de resignación.
—Bueno, al menos las Hijas de la Luna no llevan enaguas, por lo que no tendré que preocuparme de que puedan llamarte la atención por ello. —Sonrió y sus ojos, del mismo tono verde esmeralda que los de su hija, se iluminaron con un cálido brillo de diversión—. Aunque estoy segura de que te la llamarán por otras razones.
Sonea escuchó los vítores que se elevaron cuando el inicio de la comitiva real hizo su ingreso en la plaza. Alentados por la emoción, los murmullos a su alrededor se incrementaron, lo mismo que el nudo de tensión que se alojaba en su pecho.
—¿Crees que lo conseguiré? —le preguntó a su madre.
Helena miró a su hija y acarició con ternura su cabeza. Las suaves hebras de su larga melena castaña estaban algo alborotadas a causa de la prisa con la que se había trenzado el cabello. Habría sido demasiado pedir que, por una vez, Sonea luciera como una digna señorita. Si bien se parecía a ella físicamente, el carácter lo había heredado de su padre: era sincera, franca e impulsiva, y prefería ir de caza con su arco a bordar o tomar el té.
—Cariño, creo que puedes lograr todo lo que te propongas —le aseguró, convencida de que era cierto, puesto que siempre luchaba con pasión por aquello que deseaba—. Algún día, yo estaré en este mismo lugar para verte desfilar junto al carruaje de nuestra princesa.
—Y yo te guiñaré un ojo al pasar, igual que lo hace padre —respondió, pletórica de emoción.
—Veremos si hoy sucede. —Le dio unos golpecitos en la punta de la nariz y le indicó que mirase al frente.
El cortejo real comenzaba a rodear la fuente. En primer lugar llegaban los portaestandartes, con el emblema de Lundenia ondeando en los pendones. Tras ellos, los soldados a caballo, divididos en compañías de unos cien hombres, comandadas cada una por un capitán. Su padre iba al frente de la primera de ellas, orgulloso sobre su corcel blanco, y Sonea no apartó la mirada de su rostro hasta que él les guiñó un ojo a modo de saludo.
Se echó a reír, pero de inmediato se centró en la compañía de soldados, buscando a Misha. Lo localizó en la primera fila y reconoció, con cierta envidia, que el traje blanco le sentaba de maravilla. Lucía muy apuesto y tan serio que su semblante parecía esculpido en mármol. Estaba segura de que, aunque no la mirase, él la veía, por lo que no pudo contenerse y le sacó la lengua. Vio cómo sus mejillas se teñían de un tono escarlata y sonrió con satisfacción.
Los vítores se acrecentaron cuando apareció el carruaje real, y ella dejó de prestarle atención a Misha. Aguardó con impaciencia a que pasaran las tres compañías de soldados y sus ojos se aferraron a las cuatro figuras que custodiaban la espléndida carroza, dos a cada lado del coche. Erguidas sobre su montura, vestían el uniforme blanco: chaqueta con alamares dorados en el frente y charreteras de oro en los hombros, ajustada con un cinturón, y pantalones ceñidos, adornados con una cinta dorada y negra en la costura lateral, lo mismo que los puños y el cuello de la casaca.
Un suspiro escapó de sus labios temblorosos y apretó las manos contra su pecho, justo donde su corazón latía con tanta fuerza que tuvo la sensación de que explotaría a causa de la emoción. Con rapidez, antes de que la carroza se alejase, desvió la mirada hacia el interior y contempló a la princesa, Tatiana Lundendorf. Su Alteza Real iba acompañada de su esposo, el príncipe Leopold Mensh, y de su hija Ekaterina, la heredera al trono. La pequeña princesa, de tan solo siete años, saludaba emocionada al pueblo, recibiendo ovaciones por ello.
—Algún día me convertiré en tu guardia personal y te protegeré —murmuró Sonea, mirando a la niña con admiración—. Lo juro.
Cuando la comitiva se alejó, tras el paso de nuevas compañías militares que iban a la retaguardia, la multitud comenzó a dispersarse en la plaza, aunque algunas personas se reunieron en grupos para intercambiar comentarios acerca del desfile y los festejos que tendrían lugar esa misma tarde con motivo de la celebración del cumpleaños de la princesa Tatiana.
Después del desfile, la comida fue opípara en casa de los Volkov. Los soldados habían recibido permiso para pasar esos días de fiesta con sus familias, por lo que Milodrag agradeció poder sentarse en su sillón favorito. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro de satisfacción.
—¿Has visto entrenar alguna vez a las Hijas de la Luna?
Milodrag abrió los ojos y observó el rostro de su hija, que se había acomodado junto a él en el suelo y descansaba la cabeza sobre uno de sus muslos, mirándolo con expectación. Cada vez que regresaba a casa, las conversaciones con Sonea versaban sobre ese mismo tema.
—Una vez. —Sonrió mientras le acariciaba el cabello—. A la capitana de la guardia.
—¿Y...? —lo animó a continuar, tirando de sus pantalones.
—Humm, reconozco que no lo hacía del todo mal. —La decepción se dibujó en el semblante de su hija y él ocultó una sonrisa—. Fue capaz de vencer a cinco de mis mejores hombres en un combate a espada —añadió.
—¿De verdad? ¡Cuéntamelo!
Los ojos de Sonea brillaban como dos esmeraldas, a la espera de conocer todos los detalles de la historia. Milodrag desvió un instante la mirada hacia su esposa, que sacudió la cabeza. «Es igual que tú», leyó en sus labios. Él asintió, orgulloso, y comenzó a narrar el hecho mientras su hija lo observaba conteniendo el aliento.
—Me pregunto si yo podré hacer un día lo mismo —comentó ella al finalizar la historia, dejando escapar un suspiro soñador.
—Podrás, pero aún tienes que progresar en el manejo de la espada. Misha es mejor que tú.
La boca de Sonea se torció en una mueca de fastidio. Su padre los había entrenado a Misha y a ella desde que ambos eran pequeños, y todavía no había logrado vencer a su amigo ni una sola vez con la espada.
—Pero soy mucho mejor que él usando el arco —apuntó con un deje de resquemor en su tono.
—En eso tienes razón —concedió Milodrag, haciéndola sonreír satisfecha.
Unos golpes suaves interrumpieron la conversación. Helena fue a abrir la puerta. —Bienvenido, Misha.
—Hola, señora Volkov. Buenas tardes, capitán.
Sonea entrecerró los ojos, molesta porque a ella no la hubiera saludado. Se había quitado el uniforme y ya no se veía tan imponente, aunque seguía siendo guapo y, sobre todo, más alto que ella y más musculoso, lo cual era lógico, teniendo en cuenta que le llevaba cuatro años. De todas formas, ella podía compensar esas diferencias con su agilidad.
—¿Has venido a entrenar? —le preguntó al ver que traía consigo su espada.
Misha la observó un instante y asintió, desviando de inmediato la mirada. Sus pómulos se habían teñido de un suave tono rojo, y Sonea se preguntó si estaría enfermo.
—Solo si usted puede, capitán Volkov.
Milodrag se levantó y echó una última mirada nostálgica a su sillón antes de dirigirse hacia la puerta que conducía al patio interior.
—Más vale que hagáis que merezca la pena —masculló.
—Esta vez voy a ganarte —le aseguró Sonea a Misha. Había estado practicando todos los días, siguiendo los consejos de su padre, y estaba segura de haber mejorado su defensa, que era su punto más vulnerable debido a que solía mostrarse impulsiva.
—Al menos lo intentarás —repuso Misha, provocándola con una sonrisa burlona.
Ella le sacó la lengua y le dio la espalda, airada. No pudo ver cómo las mejillas de él volvían a teñirse de rubor.
La voz grave de Milodrag se impuso en el patio.
—¡En guardia!
Poco después, solo se escuchaba el acerado tintineo de las espadas.
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