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Capítulo 3


Había dejado su montura en los establos de la casa familiar porque prefería caminar hasta el puente viejo. Se dijo a sí mismo que debía estar mal de la cabeza por querer someterse a aquella especie de tortura, pues cada rincón, cada calle, le evocaba recuerdos de su infancia con Sonea.


El puente de piedra de Varislav tenía varios siglos de existencia, desde los primeros pobladores y asentamientos junto a los montes Urales, quienes lo construyeron para atravesar el río Víshera. Con el tiempo, las aldeas a ambos lados de su cuenca se convirtieron en una pequeña villa llamada Varislav. Hacia el siglo XVI, Milos Lundendorf conquistó la ciudad y otras aldeas de alrededor y fundó un principado. Puesto que su apellido significaba «Pueblo de la Luna», le puso por nombre Lundenia, «Tierra de la Luna». Misva, su capital, fue creciendo y desarrollándose con el paso de los años, y Varislav pasó a ser un simple barrio, pero el puente pervivió.


Cuando Sonea tenía ocho años y él doce, Milodrag les había contado la historia de la fundación de Lundenia y explicado que lo que Milos buscaba al conquistar esas tierras eran los diamantes en los que era rica la cuenca del río y que permitieron al principado convertirse en un estado próspero e independiente. Ella decidió que iría a buscar algunos y a él no le quedó más remedio que seguirla para protegerla. No encontraron diamantes junto al puente, pero sí peces, por lo que tomaron la costumbre de ir allí a pescar, sobre todo las tardes de verano.


Salió del callejón a la calle que corría paralela al río y detuvo sus pasos. El corazón comenzó a latirle con fuerza al ver la figura apoyada sobre el barandal de hierro forjado. Sonea se encontraba de espaldas, contemplando el lecho fluvial.


«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó. Estaba seguro de que solo iba a obtener dolor de aquel encuentro y ya llegaba con el ánimo algo maltrecho tras la visita a su casa. Sacudió la cabeza, inspiró una bocanada de aire y continuó su camino. El rumor del agua ocultó el sonido del golpeteo de sus botas contra los adoquines de piedra. El reloj del ayuntamiento dio cinco campanadas justo en el momento en que se detuvo junto a Sonea, que no se movió ni alzó la mirada hacia él.


Permanecieron un rato en silencio, y Misha aprovechó para contemplarla. Parecía más alta de lo que recordaba y su figura había perdido por completo las formas de la niña que fue, sustituidas por suaves curvas que él deseaba recorrer con sus manos para aprenderse el mapa de su cuerpo, cada valle y cada montículo. Su cabello también había crecido, lo llevaba recogido en una trenza que le caía por debajo de la cintura, y tenía una tonalidad más oscura, que contrastaba con las flores blancas y rojas que llevaba entrelazadas. Vestía el traje tradicional: blusa blanca de cuello alto, adornada con bordados intrincados y detalles con perlas; un chaleco negro ajustado, bordado también con hilos de oro y plata; y una falda hasta los tobillos que mostraba los mismos motivos florales que el chaleco. Calzaba sus pies con unas zapatillas negras y no lucía más joyas que unos largos pendientes y brazaletes de oro en las muñecas.


La voz de Sonea lo arrancó de su contemplación.

—¿Recuerdas cuando solíamos venir aquí a pescar juntos?

Misha se apoyó también en el barandal y observó el ligero fluir del río bajo sus pies.

—Fueron los momentos más felices de mi vida —respondió con un tono suave, lleno de nostalgia.

—No es el mismo río que en aquel entonces.

Aquellas palabras provocaron una desagradable opresión dentro de su pecho. Sabía lo que ella quería decir. El paso del tiempo cambiaba inevitablemente las cosas. Los árboles habían crecido y las flores que adornaban la ribera se habían marchitado y vuelto a florecer cada primavera; las piedras del lecho del río estaban desgastadas por el constante roce de unas aguas en continuo movimiento. Tampoco ellos eran los mismos, ni su relación.


—No, no lo es —admitió.


—Y, sin embargo, hay algo familiar en él que nos lo hace cercano, por más que haya cambiado —señaló Sonea. La presencia de Misha le resultaba cálida y reconfortante—. Te he echado de menos.


No supo cuán ciertas eran sus palabras hasta que las pronunció en voz alta. Él había sido su compañero de juegos y aventuras, su confidente y su apoyo constante en todos los momentos de su vida. Sin embargo, cuando más lo había necesitado, ella misma se había encargado de mantenerlo alejado de su lado. Se volvió por fin a mirarlo.


Misha se puso rígido y apretó con fuerza el barandal de hierro. Lo que Sonea contemplaba en ese momento era un entramado de feas cicatrices que surcaba su piel. No había nada hermoso en ese lado de su rostro, solo un recordatorio de que él seguía vivo mientras que Milodrag estaba muerto. Mantuvo el semblante impasible y la mirada al frente. Quería que ella lo viera bien, porque ese era ahora el verdadero Misha, marcado por cicatrices físicas y otras invisibles que atravesaban su alma, donde sentía el peso de la culpabilidad.


Sonea comenzó a ponerse nerviosa ante el silencio tenso que desprendía la figura de Misha. ¿Acaso él no la había echado de menos? ¿Tanto daño le había hecho que era incapaz de perdonarla? Contemplar su perfil desfigurado tampoco la ayudaba demasiado, porque le recordaba que él también había sufrido. Era una víctima, no el culpable de lo sucedido.


Apartó la mirada, llena de dudas y de un dolor que le quemaba en el pecho.

—Lo siento, no...

La interrumpió el suspiro que brotó de los labios masculinos, suavizando el rictus de amargura que los había mantenido fruncidos. El suspiro sonó triste y cargado de mudas palabras que se clavaron en su alma.


—Yo también te he echado de menos, Sonea —respondió. «He pensado en ti cada día desde que nos separamos». No podía decirlo en voz alta, pero se atrevió a preguntar con tono cuidadosamente neutral—: ¿Crees que podemos volver a ser amigos?


«Amigos». Amargo consuelo para él, pero ¿a qué otra cosa podía aspirar tras ver cómo había apartado la mirada de sus cicatrices? Si al menos podía permanecer a su lado, como siempre había estado, se contentaría con ello.


—Creo que nunca dejamos de serlo —admitió ella—, solo lo olvidamos por un tiempo.


—Entonces, recuperemos ese tiempo.


Sonea asintió, más para sí que para él, porque era consciente de que había cometido errores y lo había lastimado. Se fijó en sus manos, que él mantenía apoyadas sobre el barandal de hierro. Eran grandes y fuertes. Ya no eran unos niños, por eso no bastaba simplemente con hacer las paces después de un enfado y todo olvidado. Necesitaba que la perdonara.


—Fui muy injusta contigo, Misha. —Él la miró a los ojos por primera vez, con gesto sorprendido, y ella se removió inquieta al contemplar la profundidad insondable de sus iris ámbar. No recordaba que fueran tan... no sabía bien cómo describirlos, pero verse en ellos le provocó una sensación extraña. Clavó los suyos en el río—. La muerte de mi padre fue un duro golpe, no estaba preparada para que me lo arrebataran tan pronto.


Se detuvo y tragó saliva, intentando contener la emoción que trepó por su garganta.


—Lo siento. Si yo no hubiera...


—No. No fue tu culpa —le aseguró—. Eso es lo que quería decirte, lo que tendría que haberte dicho aquel día. Mi padre tomó la decisión de salvarte porque quiso, creo que habría hecho lo mismo aunque no hubieras sido tú.


Misha asintió, convencido de que así era. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. No deseaba recordar aquella jornada. Algunas noches, aún le parecía sentir el aliento caliente y fétido de los lobos sobre su rostro y el olor en él de su propia sangre, y entre la neblina roja que cubría sus ojos y le impedía la visión, alcanzaba a vislumbrar el cuerpo destrozado de Milodrag. Entonces se despertaba sudoroso, con los músculos agarrotados por el miedo y un grito pugnando por salir de su garganta.


—Era un hombre extraordinario. —Maldijo el temblor que percibió en su propia voz.


—Te culpé porque el odio era más fácil que la aceptación, y yo necesitaba una razón para seguir viviendo —le confesó en voz baja—. Me di cuenta de ello algún tiempo después, pero no quise enfrentarme a mis errores ni al pasado, porque aún me duele que él no esté.


Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla y notó la caricia del pulgar de Misha, que la hizo desaparecer. Alzó la cabeza hacia él y descubrió en sus ojos un brillo húmedo. Un sollozo le arañó la garganta y se cobijó en su pecho. Percibió la fuerza y calidez de los brazos masculinos que la estrecharon contra su cuerpo, y se dejó llevar por el llanto.


—Prometo que no volveré a dejarte ir —susurró Misha, sintiéndola temblar, mientras se permitía, también, lágrimas liberadoras.


No supo cuánto tiempo permanecieron así, pero de pronto el tañido de las campanas que anunciaban el comienzo de la Fiesta de la Primavera llenó el aire. Luego, cuando estas callaron, flotó hasta ellos el suave sonido de la música. Renuente, se separó de Sonea y le ofreció un pañuelo.


—Gracias —le dijo, aceptándolo.


Inspiró hondo para calmarse, aunque se sentía extrañamente relajada, quizá porque se había librado del peso enorme que cargaba en el corazón desde hacía mucho tiempo. Era consciente de que tendrían que volver a reconstruir su relación, conocerse de nuevo, porque ambos habían cambiado, no solo físicamente. Misha ya no era el chico alegre y entusiasta que recordaba. Se había convertido en un hombre serio, algo distante y de pocas palabras; en su rostro se marcaban líneas de tensión y sus labios mostraban un rictus de amargura. Se preguntó cuánto tiempo hacía que no sonreía.


—¿Te encuentras mejor?


Ella asintió. Era en pequeños detalles como darle su pañuelo o preguntarle si estaba bien que aún podía vislumbrar al joven que había sido, amable, dulce y siempre preocupado y pendiente de ella. Un suave calorcillo recorrió sus venas y el corazón le dio un ligero vuelco en el pecho. Se prometió a sí misma que lo traería de vuelta.


—Misha, ¿puedes perdonarme?


—No hay nada que deba perdonarte —le respondió. Y era cierto. Nunca le había reprochado nada.


Desvió la mirada de aquellos preciosos ojos esmeralda y la fijó en el curso del río, que fluía con suavidad bajo sus pies. ¿Cuánto había esperado escuchar esas palabras para que todo volviera a ser como era antes? Sin embargo, ahora que las había oído, se daba cuenta de que el pasado no podía regresar. Aunque podía recordarlo con nostalgia, nadie era capaz de contener el flujo del tiempo que, al igual que el agua del río, continuaba su camino sin detenerse.


—Por favor, necesito oírtelo decir —suplicó con tono suave—, para que no haya nada entre nosotros que pueda separarnos después.


Misha se volvió a mirarla. «Pero siempre habrá algo que se interpondrá entre tú y yo: estas cicatrices», pensó. A pesar de todo, no dudó en aceptar su petición.


—Está bien. Quedas perdonada. ¿Satisfecha? —preguntó, del mismo modo que hacía cuando eran niños.


Sonea sonrió.

—Solo si me das un beso —contestó risueña, siguiendo aquel juego infantil.

Se arrepintió apenas terminó de pronunciar las palabras con las que ella misma solía responderle en aquel entonces. Un silencio tenso se instaló entre ambos, palpable y doloroso. No tenía ni idea de lo que estaba pensando él, pero ella acababa de tomar conciencia de que Misha ya no era aquel niño con el que solía jugar, sino un hombre. Tenía los hombros anchos y un cuerpo atlético, moldeado por horas de entrenamiento. Observó su perfil y sus ojos descendieron hasta los labios plenos, de un suave tono rosado. Tenían una forma tentadora y sensual, y se preguntó qué sentiría si él la besaba. Un aleteo vibró en su estómago ante aquel pensamiento y apartó la mirada mientras intentaba buscar algo que decir.


—Si quieres un beso tendrás que ganártelo —bromeó él para disipar aquel incómodo silencio—. Quizá, al mejor de diez dianas con el arco; aunque te advierto que he mejorado mucho.


Estaba seguro de que ella se había arrepentido de sus impulsivas palabras. ¿Por qué iba a querer besar a alguien desfigurado como él? Entendió que había acertado en sus suposiciones cuando ella exhaló un suspiro de alivio. Sintió un dolor lacerante, como si le hubiesen aplicado un hierro ardiente sobre el corazón, pero los años de lidiar con la ira y la decepción le permitieron mantener el semblante impasible y una sonrisa falsa en los labios.


—Siempre fui mejor que tú con el arco, podría ganarte. —Detuvo sus palabras antes de volver a cometer otro error a causa de su impulsividad. Luego añadió tras un breve silencio—: Estoy inscrita para participar en el torneo por un puesto en la guardia de las Hijas de la Luna.


Misha la miró sorprendido.


—Creí que no deseabas... —No completó la frase. En realidad, había sido Helena quien le había dicho que Sonea había renunciado a empuñar de nuevo una espada, que odiaba al ejército tras lo sucedido con su padre.


Ella apoyó los codos sobre el barandal y puso la barbilla entre las palmas de sus manos, contemplando a un par de cisnes que desplegaban sus alas y arqueaban el cuello mientras se deslizaban sobre el agua con movimientos coordinados y elegantes, casi como si danzaran.


—Fue mi madre quien envió la solicitud —le explicó— y quien me recordó que no debía olvidar mi sueño si no quería arrepentirme más tarde. Además, es lo que mi padre habría querido. Quiero conseguirlo por él, quiero que esté orgulloso de mí.


—Yo creo que puedes lograrlo.

Sonea negó con la cabeza.

—He perdido mucha práctica. Puedo arreglármelas con el arco, pero lo demás... 

—Empuñar una espada es como montar a caballo, una vez que has aprendido, no se olvida —le aseguró.

—Aunque nunca fui buena. —Se enderezó y se volvió a mirarlo, al tiempo que comenzaba a hablar con rapidez a causa del nerviosismo—. Por eso quiero pedirte que me ayudes a entrenar. Sé que quizá estés muy ocupado y no tengas tiempo para dedicarme, pero al menos unos consejos me ayudarían. Necesito... necesito que me ayudes a alcanzar mi sueño.


Una risa amarga burbujeó en la garganta de Misha. «Así que este es el motivo por el que has venido a mí después de cinco años de distancia y silencio entre nosotros», pensó, dolido. Se dio cuenta de que ella aguardaba una respuesta, con la esperanza brillando en sus ojos verdes, y supo que no podía decirle que no. Bien, si así tenía que ser, aprovecharía la situación para sus propios fines. Nunca tendría otra oportunidad como esa para conquistar el corazón de Sonea. Cinco años atrás creyó haberla perdido para siempre, ahora que la había recuperado haría todo lo posible por obtener su amor. Si cuando acabase el torneo ella lo rechazaba, entonces se daría por vencido e intentaría olvidarla.


—Lo haré.


Antes de que pudiera añadir nada más, ella dio un pequeño grito y se arrojó a sus brazos. La sorpresa lo paralizó durante unos segundos, pero enseguida la estrechó contra su pecho, deleitándose con la suavidad flexible de su cuerpo y con el aroma que desprendía, una combinación de rosas blancas y jazmín con un toque dulce a vainilla. Podría haber permanecido así para siempre: con el rostro oculto en el hueco de su cuello, aferrado a su estrecha cintura y sintiendo la suave presión de sus senos contra su pecho mientras ella le murmuraba al oído palabras cuyo sentido no alcanzaba a comprender porque el rugido de la sangre se lo impedía, pero percibió la súbita rigidez de Sonea y abrió los brazos, separándose de ella, para dejarla marchar.


Sonea bajó la mirada, avergonzada por haberse comportado de un modo tan infantil, saltando a sus brazos como si fuera una niña, pero, sobre todo, por la forma en que él la había abrazado. No había nada fraternal en ella. Había percibido la dureza de sus músculos, la calidez de su cuerpo y la tensión contenida que emanaba de él. También la manera sutil en que sus dedos se habían movido en ligeras caricias sobre su espalda. No le había desagradado, aunque la había cogido por sorpresa, provocándole una sensación extraña, una especie de vacío al darse cuenta de que su relación no podía volver a ser la que era. Sin poder evitarlo, entonces, se apartó de él.


—Lo siento. —No supo qué otra cosa decir.


Misha negó con la cabeza. No quería su lástima ni sus disculpas llenas de arrepentimiento y compasión. Su rechazo le había dolido, lo mismo que la forma en que ella evadía su mirada tras haberla abrazado. Apretó los puños y forzó una sonrisa burlona.


—¿Por qué? ¿Por comportarte como una niña entusiasmada?


—¡No soy ninguna niña! —Entrecerró los ojos y lo observó con suspicacia. ¿Así era como él la veía en realidad? ¿Acaso se había equivocado en su percepción? Tal vez solo se había imaginado esas sensaciones cuando él la había abrazado. Resopló, molesta, aunque no sabía bien por qué—. Tengo ya veintitrés años.


—Vaya, ¿tantos? —Sonea le dio un ligero puñetazo en el hombro—. ¡Auch!


—Ni siquiera te ha dolido —lo amonestó—. Puede que tú hayas crecido, pero sigues siendo tan insoportable y arrogante como cuando eras un crío.


Él esbozó una sonrisa dulce que a ella le recordó a la del compañero de juegos que había sido. Sin embargo, el gesto hizo que las cicatrices de su mejilla izquierda se arrugaran y abultaran, formando surcos, como un campo labrado. El sentimiento de culpa por no haber estado a su lado tras el accidente la asaltó de nuevo, y se reprochó por haberse dejado llevar por el orgullo y la cobardía.


Misha percibió de inmediato el cambio en el semblante de Sonea cuando contempló sus cicatrices y maldijo por lo bajo al tiempo que se giraba para que no viese su fealdad. Por un momento, mientras bromeaba con ella, se había olvidado por completo de su rostro desfigurado y había vuelto a ser el joven alegre y despreocupado de antaño. La amargura se derramó sobre su ánimo como un ácido corrosivo.


—Tengo que regresar al palacio —dijo con voz tensa, mirando hacia las montañas que se recortaban en el horizonte detrás de la residencia real.


—¿Tan pronto? Podríamos ir a la plaza para ver los puestos de comida y de juegos.


Él negó con la cabeza. Necesitaba volver a su refugio, al único lugar en el que se sentía seguro y donde nadie lo juzgaba por sus cicatrices.


—En otra ocasión, quizá. —Se separó del barandal y echó a caminar hacia el centro de la ciudad.


Sonea se dio cuenta de la negativa que encerraban sus palabras, pero no quiso insistir en ese momento, ya conseguiría que la acompañase.


—Entonces ¿cuándo comenzarás a entrenarme?


Misha dejó escapar un suspiro de frustración. Había sido mala idea aceptar su propuesta.


—Mañana —respondió, a pesar de todo. La vio sonreír. Una sonrisa que iluminó su rostro y puso un brillo dorado en sus preciosos ojos esmeralda. Solo por verla así una vez más, por poder estar a su lado, le habría gustado decirle: «Mañana, cada día y toda una vida».


—Te esperaré.


Él asintió, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, como si aquella fuese la respuesta a sus propios pensamientos. Quizá era solo un iluso, pero su alma se llenó de esperanza. 

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