Capítulo 64
—¿Puedo pasar?— asiento, y me hago a un lado de la puerta para permitirle entrar.
—¿Qué haces aquí Zed?— trato que mi tono sea de lo más normal, pero la sorpresa de tenerlo en casa, no me permite hacerlo. De hecho, me siento avergonzada por mi comportamiento de anoche. Recogió mi cabello mientras vomitaba, y eso no hace más que aumentar mi miseria en este momento.
—Te busque por toda la fiesta anoche. Cuando he preguntado por ti, me han dicho que te vieron andando sola.
—Si... quería despejarme— miento. Niega con la cabeza a la vez que se sienta en el sofá doble de cuero color marrón. Da unas palmaditas a su lado, indicándome que me siente. Dudo unos segundos, pero luego monótonamente camino y me siento junto, pero con dos palmas de distancia. Tenerlo cerca ya no es tan cómodo como anoche, en especial cuando estamos solos.
—Te ha vuelto a dejar tirada ¿no?
—¿Qué? No, no me ha dejado tirada, ya te dije que quería despejarme— continúo mintiéndole descaradamente. Desvío la mirada hasta un arreglo florar que reposa en la sala, y evito cualquier contacto visual directo con sus ojos castaños.
—Deja de defenderlo Noah— su tono destila enfado e irritación.
—Es solo que...— la voz me falla. Cierro la boca y evito decir cualquier palabra para que mi voz no termine de romperse. Zed parece ablandarse cuando una lágrima rueda por mi mejilla.
—No todo tiene que ser tan difícil ¿sabes?— farfulla mientras me rodea la cintura con su brazo derecho. Apoyo la cabeza contra su camiseta gris, y su pecho sofoca mis sollozos. Lo sé, no todo tiene que ser tan complicado. Hace cinco meses todo tenía sentido para mí. Sabía que vendría a estudiar a St. Marie; me propuse graduarme con honores para que mi promedio me favorezca al ingresar a la universidad de mis sueños en Washington. No tenemos recursos suficientes como para pagar todo, así que mi meta era obtener una beca completa. Lo menos que quería hacer era acudir a mi padre para que costee mis estudios. Estaba muy unida a mi madre y tenía una idea clara de cómo iba a ser mi vida. Y ahora no tengo nada. Nada en absoluto.
Sus brazos alrededor de mi cuerpo me reconfortan de una manera incomprensible para mí. Cierro las manos alrededor del sofá de cuero, y aflojo el agarre cuando me doy cuenta que probablemente, voy a dejar marcas, y si mi madre las ve, me regañara.
El perfume de Zed alcanza mi nariz, y su aroma por un momento me hace vacilar sobre qué habría pasado si de quien estuviera enamorada fuera de Zed, y no de Logan. Las cosas serían más que fáciles. El pelinegro no tiene problema con hablar, y contarme sobre su vida. Al contrario de logan, que prácticamente tengo que obligarlo hasta para que me diga cuál es su segundo nombre.
Haciendo parte de toda mi fuerza de voluntad me separo de su pecho, y me seco las mejillas con el puño de mi sudadera.
—Lo siento— menciono cuando veo que he manchado su camiseta con rímel.
—No pasa nada— musita amablemente atrapando una lagrima rebelde que resbala por mi mejilla izquierda.
Sus dedos no son tan callosos como los de Logan, y su tacto es tibio y no hace que mi piel arda con la magnitud que Logan logra hacerlo, pero si me deja cierto ardor junto a una leve calidez. Me doy una bofetada interna por compararlos, y me repito una y otra vez que Zed es Zed, y no Logan.
En un intento por suavizar el ambiente, o no torturarme más con el tema, cosa que le agradezco infinitamente, toma un álbum de fotos que reposa sobre una mesita de centro, y empieza a ojearlo.
—¿Eres tú?— dice mordiéndose el labio para disimular una sonrisa. Asiento y el recuerdo me taladra la cabeza. Tenía cerca de seis años, mi padre me había llevado al parque, y me había comprado un helado de chocolate que tenía embarrado hasta los talones. Mis dos coletas estaban más que templadas, y hacían que mis ojos se rasguen, y sonreía sin los dientes delanteros.
—Si— afirmo con vergüenza. Zed se pone hacer bromas a medida que ojea de foto en foto. Se burla sobre mis perfectos peinados, y trenzas que me hacia mi madre. Muero de vergüenza cuando encuentra una foto en la que estoy corriendo en pañales por mi antiguo hogar, y le arrancho el álbum antes que siga avergonzándome.
Mi humor ha cambiado con su presencia, y ahora me encuentro más tranquila. Estoy riéndome sin esforzarme o verme obligada a hacerlo. Mis carcajadas son sinceras, y reales. Y ya casi no recuerdo el dolor que se ha plantado en mi pecho.
Me mira fijamente mientras yo intento calmar mis carcajadas.
—¿Quieres algo de beber?— le pregunto cuando siento la boca seca. Asiente, y yo me dirijo a la cocina. A medida que abro la refrigeradora se me escapan algunas risitas cuando recuerdo sus bromas. Sé que lo hizo a propósito para hacerme sentir mejor, y no puedo agradecerle más. Si no fuera por él en este momento me encontraría llorando en mi pequeña cama, y arrojando el móvil fuera de mi alcance para no llamarlo. Probablemente terminaría llamándolo, y él me diría cosas hirientes, que me dolerían aún más. Saco de la refrigeradora el envase de zumo de naranja, y mientras sirvo en dos vasos, se escuchan fuerte golpes contra la puerta de entrada.
—¿Puedes abrir? — le grito desde la cocina, escucho como respuesta un vale.
Cuando acabo de servir en el segundo vaso, escucho un fuerte golpe de la puerta cerrándose. Sin tomar mucha importancia, camino por las baldosas de la cocina despreocupadamente y vuelvo a colocar el envase de zumo en la refrigeradora. Tomo los dos vasos de la mesa, y empiezo a caminar hasta la sala. A medida que más me acerco, escucho voces. La voz de Zed suena estrangulada, mientras la otra furiosa. Mi primer pensamiento es tomar cualquier cosa con la que pueda defenderme, pero mis pies continúan caminando a través de la cocina.
Mis piernas están más que temblorosas a medida que me acerco a la sala. Una vez que llego, y admiro el panorama que tengo frente, los vasos de jugo se me resbalan de las manos, haciendo un enorme estruendo al chocar contra el suelo de hormigón. El contenido naranja se riega por todo el suelo, y los cristales salpican por todos lados.
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