
5
No te pido qué los quites del mundo, sino que nos protejas del maligno.
Juan 17 :15
Sentía mi corazón latir con fuerza en mi pecho; cada paso que daba, resonaba en la vacuidad de aquel lugar. El guardián, una figura imponente y tenebrosa, me guiaba sin pronunciar palabra alguna —su presencia era tan imponente que apenas me atrevía a levantar la vista para observarlo—. A lo lejos, pude distinguir la silueta de un castillo que parecía sacado de las páginas de un libro de historias antiguas, un diseño gótico que, pese a su evidente deterioro, conservaba una majestuosidad que desafiaba el paso del tiempo.
El aire cargado de azufre que había caracterizado nuestro camino comenzó a disiparse, dando paso a una fragancia inesperadamente dulce, un olor a lirios que se intensificaba con cada paso que dábamos. Era una contradicción, un oasis de dulzura en medio de un paisaje que prometía todo menos amabilidad. De repente, el guardián se detuvo tan abruptamente que no pude evitar tropezar y caer al suelo, un suelo de tierra negra que manchó mis manos al intentar amortiguar mi caída. Mi primer instinto fue reclamar, expresar mi frustración hacia la criatura que me había llevado hasta allí, pero mis palabras parecían perderse en el vacío; él simplemente se alejó, dejándome sola frente a la imponente estructura.
Ahí estaba yo, frente a ese castillo que parecía esperar por mí, rodeada de un paisaje que contradecía todo sentido de lógica. La mezcla de emociones que me embargaba era indescriptible: miedo, curiosidad, una extraña sensación de pertenencia. No sabía qué me esperaba dentro de aquel lugar, pero algo en mi interior me instaba a avanzar, a descubrir los secretos que se ocultaban tras esas antiguas paredes. Con un suspiro me levanté, sacudiendo la tierra de mis ropas, y con paso decidido, me dirigí hacia el castillo, hacia lo desconocido.
Con cada paso que daba, el olor a lirios intentaban disuadirme, pero había algo extrañamente atractivo en aquel lugar prohibido que me llamaba. A medida que me acercaba, noté una anomalía en el paisaje infernal: un jardín. Aunque seco y carente de la alegría que dan las flores, había en él una delicadeza inesperada, un oasis de calma en medio de la desolación. Era como si aquel jardín retuviera los últimos vestigios de belleza en un reino de desesperanza.
Finalmente, me encontré frente a la entrada del castillo una puerta imponente de madera con incrustaciones de metal que parecía guardar los secretos más oscuros. Mi corazón latía con fuerza, dividido entre el deseo de descubrir lo que se ocultaba tras ella y el instinto de huir de un peligro inminente. La decisión se me fue arrebatada cuando, sin previo aviso, la puerta se abrió lentamente con un chirrido que resonó en el silencio. En el umbral, apareció una figura que me resultaba familiar, aunque no podía recordar dónde la había visto antes. Era un hombre alto cuyo rostro estaba oculto tras un velo manchado que le confería un aire de misterio impenetrable. Con un gesto de su mano me invitó a entrar.
A pesar de la multitud de advertencias que gritaban en mi mente, algo en la manera en que aquel hombre se movía, tranquilo y seguro, me calmó. Sentí que, a pesar de la apariencia temible del lugar y sus habitantes, había una historia que necesitaba ser descubierta, secretos que clamaban por ser revelados. Así, con una mezcla de temor y fascinación, crucé el umbral del castillo, adentrándome en un mundo desconocido. Cada paso que daba, me alejaba más de la realidad que conocía, pero en lugar de miedo, una extraña sensación de expectativa comenzaba a crecer en mi interior. ¿Qué misterios encontraría en aquel castillo en el infierno y qué historias esperaban ser contadas? Solo el tiempo lo revelaría.
La atmósfera cargada de un calor sofocante y el aire impregnado de un aroma a lirios y misterio me envolvían mientras avanzaba por los largos y oscuros corredores de este reino infernal. A mi lado, un sirviente del lugar cuya presencia era tan enigmática como el propio castillo, me guiaba a través de sus pasillos. Su figura alta y esbelta se movía con una gracia que contradecía la naturaleza de este sitio. Cubierto con un velo que parecía estar hecho de sombras más que de tela, despertó en mí una curiosidad insaciable.
No pude evitar observarlo de reojo mientras caminábamos. A través de su velo casi traslúcido, intentaba descifrar los rasgos de su rostro, preguntándome si detrás de esa cortina se ocultaba la faz de uno de esos seres demoníacos de los que tanto había escuchado. ¿Serían sus ojos dos brasas ardientes?, ¿sus facciones, tan temibles como las historias sugerían? Mi mente divagaba, tejiendo historias y posibilidades, pero la realidad era que no tenía ni la más remota idea de con quién o qué estaba tratando. Sin embargo, una extraña sensación de calma me invadía, como si, a pesar de estar en el corazón del infierno, me encontrara protegida.
De pronto, mi acompañante se detuvo frente a una puerta que parecía tallada en las mismísimas sombras, adornada con grabados que contaban historias de antiguos pactos y batallas olvidadas. Con un movimiento suave pero firme, la abrió, revelando una estancia que aguardaba mi presencia. Antes de que pudiera procesar lo que estaba sucediendo, el sirviente me empujó delicadamente hacia el interior, cerrando la puerta detrás de mí. La habitación, iluminada tenuemente por velas que parecían bailar al ritmo de una melodía inaudible, me acogió en su seno. En ese momento, comprendí que mi destino estaba intrínsecamente ligado a este lugar. Aunque el miedo rozaba los bordes de mi conciencia, una parte de mí sabía que esta era solo la cúspide de una aventura que apenas comenzaba.
Un silencio sepulcral reinaba, solo interrumpido por el eco de mis propios pasos. Mis ojos curiosos y temerosos a la vez se posaron sobre los estantes repletos de libros cuyas portadas nunca había visto en la Tierra. Eran objetos de conocimiento prohibido, encuadernados en materiales que no podía reconocer y adornados con símbolos cuyo significado se me escapaba. Con cada paso que daba hacia uno de los estantes, una mezcla de fascinación y miedo me embargaba. Intentaba descifrar los títulos de aquellos volúmenes en un idioma desconocido, sintiendo una frustración creciente al no poder comprender ni una sola palabra.
De repente, un escalofrío recorrió mi espina dorsal. No estaba sola. Aunque no había escuchado a nadie aproximarse, sentí la presencia de alguien más en la habitación. Mis ojos buscaron frenéticamente la fuente de mi inquietud, hasta que finalmente lo vi. Un hombre, si es que se le podía llamar así, estaba de pie en una esquina, observándome con intensidad. Lo más perturbador era la máscara que cubría su rostro, una representación grotesca de un demonio con cuernos retorcidos y una sonrisa malévola. Sus brazos estaban cruzados sobre su pecho y aunque su postura era relajada, había algo en su presencia que me hacía temer por mi vida.
No sabía si estaba allí para ayudarme o para hacerme daño, pero la intensidad de su mirada era insoportable. Quería preguntarle qué quería de mí, pero las palabras se quedaron atoradas en mi garganta. La habitación, antes simplemente misteriosa, ahora se sentía amenazante, como si los secretos que albergaban esos libros fueran demasiado peligrosos para ser descubiertos. En ese momento, comprendí que había cruzado una línea invisible al entrar aquí y que mi curiosidad podría tener un precio demasiado alto. La figura con máscara de demonio no había hecho aún ningún movimiento hacia mí, pero su sola presencia era un recordatorio de que no todos los secretos están destinados a ser revelados.
Allí estaba yo, paralizada de miedo, frente a un hombre cuya máscara de demonio parecía consumir la poca luz que quedaba en la habitación. De repente, con movimientos que desafiaban la lógica, se desplazó hacia un asiento frente a mí. Su voz, una mezcla de tentación y calidez, me envolvía, provocando un miedo que calaba hasta los huesos.
— Siéntate — dijo, y aunque cada fibra de mi ser quería huir, mis piernas me traicionaron llevándome hacia el asiento opuesto.
El hombre detrás de la máscara comenzó a hablar nuevamente, "su voz era como una melodía oscura que no podías dejar de escuchar". Me pidió que le contara cómo había llegado al infierno, que enumerara mis pecados sin omitir detalle alguno. Aseguraba con una confianza escalofriante que podía detectar la mentira. En ese momento, las palabras se atoraron en mi garganta. ¿Cómo explicarle que yo no debería estar allí? La verdadera historia era más extraña que la ficción; mi mejor amiga, en un acto de amor y desesperación, había entregado mi alma y cuerpo al infierno para proteger a su padre de sus propios pecados.
Intenté articular las palabras, explicarle la nobleza y el sacrificio que hizo mi amiga. La idea de que ella, la persona más pura y valiente que conocía, hubiera tomado tal decisión me llenaba de una mezcla de tristeza y desolación. Pero ahí estaba yo, enfrentándome a las consecuencias de un acto que desbordaba amor y desesperanza. A medida que las palabras salían de mi boca, el hombre detrás de la máscara me escuchaba con una atención que parecía devorar cada detalle, cada emoción. En ese instante tan surreal, me di cuenta de que esta confesión era, quizás, mi única salvación o mi condena final.
Su máscara, que ilustraba la faz de un demonio, parecía juzgarme con sus ojos vacíos, aunque detrás, intuía yo, había una mirada igual de perdida que la mía. No creía ni una sola palabra de lo que le contaba, de cómo había terminado allí, en ese inframundo, sentada frente a él, intentando explicar situaciones que ni yo misma entendía del todo. Hablaba de mi amiga, aquella que me traicionó, y de su padre, el verdadero destinatario de este castigo infernal. Pero, a pesar de todo, mi corazón aún albergaba pena por ella, mi amiga, y no podía atreverme a mencionar su nombre.
Él, impaciente, insistía. Su voz, aunque distorsionada por la máscara, denotaba un creciente cansancio, una amenaza velada que se escapaba entre sus palabras.
— No salgas del castillo hasta que yo resuelva lo que pasó — dictó con una autoridad que no parecía propia, sino prestada.
Aunque se presentaba como el amo y señor de aquel lugar, sus palabras y su tono delataban una verdad diferente: él también era un sirviente, quizás el más alto en la jerarquía en ese momento, pero bajo el yugo de una entidad mucho más poderosa. La dinámica de nuestro encuentro, cargada de un aire de desesperación y resignación, me hacía preguntarme sobre las historias no contadas de este inframundo, sobre los hilos invisibles que movían a seres como él.
— No le hagas daño — supliqué una vez más; mi voz era apenas un susurro que se perdía en la vastedad del castillo.
Sabía que mis palabras tenían poco peso, que la decisión final no descansaba en él ni en mí, pero no podía evitar intentarlo. La idea de que mi amiga, a pesar de su traición, pudiera sufrir por mi causa me atormentaba. Así, entre súplicas y advertencias, nuestro diálogo tejía una red de emociones contradictorias: miedo, lealtad, traición y una extraña forma de camaradería forjada en el entendimiento tácito de nuestra impotencia. Todo mientras el reloj de arena de su paciencia se vaciaba, dejando paso a la incertidumbre de lo que vendría después en este reino de sombras y penumbras.
F. P. 🦋
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro