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24

Más engañoso que todo, es el corazón, y sin remedio; ¿quién lo comprenderá?
Jeremías 17:9


Caminaba junto a Samael, intentando no pensar demasiado en el olor acre y penetrante del desierto de tierra negra que nos rodeaba. Había cubierto mi nariz con un pañuelo, pero eso apenas mitigaba el hedor insoportable que parecía impregnarse en cada fibra de mi ser. Sentía como si cada molécula de aire que inhalaba estuviera contaminada, cargada de una oscuridad que no lograba entender completamente. Samael en cambio, parecía inmune a todo aquello. Caminaba a mi lado con una serenidad inquietante, como si el desierto no fuera más que un paseo por el parque.

Mientras avanzábamos, mi mente vagaba entre pensamientos dispersos, tratando de aferrarse a algún resquicio de esperanza. Las palabras de Samael resonaban en mi cabeza: "Sí, podemos salir de aquí." Pero, ¿Eran verdad?, ¿Podíamos realmente escapar de este lugar lúgubre y opresivo? Cada vez que la duda asomaba, trataba de recordar la firmeza en la voz de Samael, la seguridad con la que había pronunciado esas palabras. Me aferraba a esa certeza como a un salvavidas en medio de un mar tormentoso.

A lo lejos el horizonte parecía difuminarse en una neblina oscura, casi como si el desierto se extendiera infinitamente. Pero Samael seguía avanzando con paso decidido, y no podía permitirme quedarme atrás. Me obligué a seguir adelante, esperando que cada paso nos acercara un poco más a la salida, a la salvación. La presencia de Samael a mi lado, a pesar de todo, me daba una extraña sensación de calma. Quizás, solo quizás, sus palabras eran verdad y sí podríamos salir de allí algún día.

El cansancio y el mareo me envolvían como una nube oscura mientras avanzábamos por ese lugar. El aire estaba cargado de un olor penetrante que se me clavaba en las fosas nasales, haciéndome difícil respirar. Mis piernas temblaban y sin poder evitarlo, caí de rodillas en el suelo polvoriento. Samael que caminaba unos pasos delante de mí, se detuvo abruptamente y se giró para mirarme.

— No hay tiempo para descansar — dijo con su voz firme y autoritaria.

Intenté levantarme, pero el mareo era demasiado fuerte. El olor me estaba superando, nublando mis sentidos y robándome la fuerza. Solo pude mirarlo con ojos suplicantes, incapaz de articular palabra alguna. Samael frunció el ceño, notando mi malestar evidente. Después de un momento de silencio, suspiró.

— Bueno, sube a mi espalda

Me quedé mirándolo, incrédula. No podía creer que me ofreciera su ayuda de esa manera, pero en ese instante, no tenía otra opción.

Con esfuerzo me puse de pie y me acerqué a él. Samael se agachó un poco para facilitarme la tarea. Con las manos temblorosas, me aferré a sus hombros y subí a su espalda. Sentí cómo sus fuertes brazos me sostenían con firmeza y seguridad. Mientras comenzaba a caminar de nuevo, el ritmo constante de sus pasos y su presencia sólida me dieron una extraña sensación de alivio. Aunque el olor seguía siendo abrumador, la carga en mis pulmones se aligeró un poco con cada paso que avanzábamos juntos.

Sentada en la espalda de Samael, me sentía como si el mundo a nuestro alrededor se desvaneciera. El olor a azufre y desolación que antes impregnaba el aire había desaparecido, reemplazado por una sensación de vacío inquietante. Miraba su cabello dorado ondear con el viento, un contraste sorprendente con el paisaje lúgubre que nos rodeaba. La tierra negra se extendía hasta donde alcanzaba la vista, un desierto interminable de tristeza y desolación. Parecía como si el tiempo estuviera congelado en un perpetuo atardecer gris, sin esperanza de un nuevo amanecer.

Cada paso que daba Samael resonaba en el silencio absoluto, haciendo eco en la vastedad del lugar. Me aferraba a él, buscando consuelo en su presencia, aunque sabía que él también compartía mi desasosiego. No había vida, ni color, ni indicio de que alguna vez hubiera existido otra cosa que no fuera esta penumbra eterna. El cielo cubierto de nubes grises y pesadas, no prometía más que una perpetua melancolía. Era un sitio sacado de las pesadillas más oscuras, un lugar donde los sueños venían a morir.

En un intento de encontrar algo de consuelo, apoyé mi cabeza contra la suya, sintiendo el calor de su piel y el latido constante de su corazón. A pesar de la desesperanza del entorno, esa simple conexión humana me proporcionó un destello de calidez en medio del frío abismo. Cerré los ojos por un momento, deseando que esta travesía tuviera un fin, que encontráramos la salida de esta oscuridad.

No sé en qué momento me quedé dormida, pero cuando abrí los ojos, el mundo que me rodeaba ya no era el mismo. Recuerdo haberme acurrucado en la espalda de Samael, confiando en su calidez y seguridad. Sin embargo, al despertar, el suelo bajo mis pies ya no era tierra; parecía un lugar completamente diferente, casi irreal. Me sentí desorientada y el miedo comenzó a invadir cada rincón de mi ser. Mi corazón latía con rapidez, y una voz interna me decía que debía correr, que este no era un lugar seguro.

Samael sintiendo mi inquietud, me bajó suavemente de su espalda. Observé cómo su expresión cambiaba, mostrándose sereno pero con una determinación que no había visto antes. Me tomó de la mano y caminamos hacia una gran puerta dorada que se alzaba majestuosa frente a nosotros. Era tan brillante y detallada que me pareció sacada de un sueño, o quizás de una pesadilla. Antes de que pudiera preguntar dónde estábamos, Samael habló en voz alta, casi como si estuviera anunciando nuestra llegada a alguien o algo más allá de esa puerta.

— Traje a Hazel — dijo, y sus palabras resonaron en el aire, llenando el ambiente con una energía palpable.

Mi nombre en sus labios me hizo sentir una mezcla de alivio y temor. Estaba claro que había llegado a un lugar significativo, aunque no sabía si eso era algo bueno o malo. Miré a Samael buscando respuestas, pero su rostro permanecía enigmático. Todo lo que sabía era que, a partir de ese momento, nada volvería a ser igual.

Delante de mí una puerta dorada empezó a abrirse lentamente. Mi corazón se aceleró y mis ojos se abrieron de par en par al ver lo que había detrás. Hombres con alas, resplandecientes bajo la luz del atardecer, se giraron y fijaron su mirada en mí. Una mezcla de asombro y miedo se apoderó de mí, y sin pensarlo dos veces, mis piernas actuaron por sí solas. Corrí lo más rápido que pude, con el sonido de mis pasos resonando en el camino.

No había logrado avanzar mucho cuando sentí una presión repentina en mi espalda, como si algo me hubiera golpeado. Perdí el equilibrio y caí al suelo, el impacto me dejó sin aliento y mi mente se llenó de pánico. Intenté levantarme, pero mis extremidades no me respondían. Entonces, escuché una voz grave y serena que resonó en el aire.

— Buen trabajo, Samael — La atmósfera se cargó de una energía densa, y supe que estaba en problemas.

Con cada intento de moverme, sentía una fuerza invisible que me mantenía aprisionada. La realidad comenzó a desvanecerse, y lo último que vi antes de perder la consciencia fueron esas alas majestuosas extendiéndose hacia el cielo. Mi destino estaba ahora en manos de aquellos enigmáticos hombres alados, y solo el tiempo revelaría lo que me esperaba.

En el momento en que la conciencia regresa, me encuentro en un mar de desconcierto. Despertar para encontrar mis extremidades atadas fue solo el inicio de una serie de eventos desconcertantes. La fría realidad de mi situación comenzaba a asentarse mientras intentaba moverme, sentía cada atadura arder con un dolor que parecía consumirme desde dentro. La habitación bañada en una blancura inmaculada, no ofrecía ningún consuelo ni escapatoria. La soledad de esa estancia me susurraba un temor que iba creciendo con cada intento vano por liberarme.

La atmósfera de la habitación blanca se tornaba cada vez más asfixiante. Con cada grito de ayuda que lanzaba, un eco solitario era la única respuesta. La ansiedad inundaba mi ser, alimentando mi miedo a lo desconocido. Aquella desesperación por el contacto humano, por una señal de que no estaba sola en mi tormento, se volvía más intensa. Pero el silencio que seguía a mis gritos era un recordatorio cruel de mi aislamiento.

La tensión alcanzó su punto máximo cuando, de repente, el presagio de algo inminente se materializaba ante mis ojos. Una puerta que no estaba ahí antes, emergía en una de las paredes blancas, como si albergara las respuestas a mis incógnitas o, tal vez, mayores horrores. La aparición de ese umbral desconocido y la entrada del hombre de traje blanco no hacían más que añadir capas a mi ya profundo terror. Su andar tranquilo y apariencia serena contrastaban alarmantemente con la atmósfera cargada de malos presagios, casi como si él fuera el emisario de mi desgracia.

La confrontación con este hombre de traje blanco no se hizo esperar. Aunque no se intercambiaron palabras, algo en su mirada serena pero perturbadora insinuaba que su presencia no era una señal de rescate, sino más bien un augurio de calamidades por venir. No pude evitar analizar cada detalle de su figura impecable, esperando encontrar una pista de sus intenciones. Pero más allá de su apariencia inmaculada, había una aura de maldad pura que se podía sentir, pero no describir.

Atada, con cada movimiento enviando ondas de dolor a través de mi ser, no podía sino fruncir el ceño al ver la figura de un hombre que, con una sonrisa tranquila, hizo aparecer una silla de la nada y se sentó frente a mí. Su presencia era inusualmente calma, contrastando con mi estado de confusión y miedo.

Ante mi pregunta temerosa sobre su identidad y el motivo de mi cautiverio, su respuesta fue tan sorprendente como su llegada.

— Soy el Arcángel Gabriel — declaró — y estoy aquí para analizar tu caso — Su mirada penetrante parecía buscar en lo más profundo de mi alma, añadiendo un peso adicional a la ya pesada atmósfera.

— Oh, si sientes dolor, eso es muy malo — continuó Gabriel, observando cómo me movía inquietantemente.
— Estas sogas son benditas, y si sientes dolor, seguramente es porque has cometido algunos pecados — Sus palabras no solo incrementaron el dolor físico que sentía, sino que también despertaron un torbellino de pensamientos sobre mis acciones pasadas y su moralidad.

La posibilidad de que mis pecados estuvieran siendo juzgados por un ser de otro mundo me obligó a reflexionar intensamente sobre mi vida. Las palabras del Arcángel Gabriel resonaban en mi mente, sugiriendo que, a pesar de mi situación desafortunada, todavía había lugar para la redención.

— Todos tenemos la oportunidad de enmendar nuestros errores — dijo con una voz que emanaba un especie de esperanza divina.

— ¿Qué debo hacer entonces? — pregunté, la curiosidad y la desesperación entrelazadas en mi voz. Gabriel se levantó de su silla, que desapareció tan mágicamente como había aparecido, y me miró con seriedad.

— El primer paso es reconocer esos pecados y arrepentirte sinceramente —  explicó — Luego, te guiaré a través de los pasos hacia la redención.

Enfrente de mí estaba el arcángel Gabriel, una figura que contrastaba con todo lo que este lugar representaba. Su presencia en el infierno era tan absurda como la mía, y cuando comenzó a hablar, no pude más que soltar una carcajada.

— Redención. Vaya, yo no pensaba que fuera tan absurdo lo que me pasa ahora — Fueron las palabras que escaparon de mis labios.

La sorpresa y el escepticismo se entrelazaban dentro de mí al escuchar a Gabriel. ¿Cómo era posible que este ser celestial estuviera aquí, frente a mí, hablando de salvación? Mi incredulidad solo creció cuando propuso un camino hacia la redención. Gabriel me miró con esos ojos penetrantes, como si pudiera ver cada rincón de mi alma, y entonces lo dijo.

— ¿No quieres seguir los pasos para salvarte? —  Sus palabras cayeron en mi mente como una bomba, pero mi respuesta fue rápida y teñida de escepticismo.

— No — dije, elevando una ceja desafiante. A lo que él simplemente respondió con una sonrisa de lado, esa sonrisa que solo quienes tienen la certeza de algo pueden esbozar.

Esa sonrisa de Gabriel encerraba más significado del que yo quería admitir. Era una mezcla de comprensión, paciencia y una certeza inquebrantable de que el camino que me proponía era el correcto. Sin embargo, dentro de mí surgía un dilema interno inmenso. Seguir a Gabriel significaba aventurarme hacia lo desconocido, aceptar su propuesta de salvación y abandonar este lugar de penumbras. Por otro lado, permanecer en mi estado actual era una opción más cómoda, conocida, aunque infinitamente más triste y desoladora. La sonrisa de Gabriel, aunque tranquilizadora, me confrontaba con una decisión que jamás pensé que tendría que tomar.

El encuentro inicial con el arcángel Gabriel en el infierno se ha convertido en un punto de inflexión en mi existencia. A pesar de mis risas y mi escepticismo inicial, no puedo obviar la profundidad de su propuesta. La reluctancia inicial que sentí al escuchar sus palabras ahora da paso a una profunda reflexión sobre lo que realmente quiero para mi ser. ¿Es posible que en la sonrisa de Gabriel resida la clave de mi salvación?, ¿Será acaso que el dilema interno que enfrento no es más que el miedo a aceptar que tal vez haya una salida, una luz al final de este oscuro sendero?


F. P. 🦋

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