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Dos Hermanos

Cuando Santino Corleone tenía once años era 1927. Y aunque para la mayoría de sus conocidos —principalmente para su familia— no era más que un niño inocente y noble, la verdad es que Sonny había comenzado a cambiar de forma radical. Por supuesto que seguía siendo el mismo muchacho buena gente que siempre había sido. Su corazón era tan grande, que incluso se podría decir que no cabía en su pecho. Ayudaba a los ancianos, socorría a los enfermos y alimentaba a los perros de la calle, pero sobre todo, se preocupaba más que nada, por su familia. El cambio residía en un acontecimiento que lo había pasmado hacía unas cuantas semanas, después de que sintió curiosidad por saber a qué salía su padre tan tarde por las noches. Había comprendido por fin otros pasajes de su vida a los que había estado expuesto y a los que su pequeño cerebro no encontraba explicación alguna.

Ya desde muy niño aquella inquietud le quitaba el sueño. Todo había comenzado cuando vivían en aquel viejo barrio italiano. Una tarde siguió a su padre luego de que sus tíos Tessio y Clemenza se reunieron para hablar sobre negocios con un tal Fanucci, de quién su nombre no paraba de repetirse una y otra vez. Santino tomó la iniciativa de seguir a Vito Corleone muy de lejos pero sin perderlo de vista. Lo observó adentrarse a un edificio de departamentos y luego un estruendo se escuchó. Seguido de eso, Vito regresó a casa por encima de los tejados.

Eso se volvió a repetir varios años después, sin embargo, ahora quedó más que claro. Sonny volvió a seguir a su padre y luego vio cómo se adentro a una taberna irlandesa de mala muerte. El hombre caminó hasta llegar a la parte trasera del negocio, en la bodega. El tío Tessio y el tío Clemenza estaban en torno a un viejo gordo y ensangrentado que permanecía amarrado a una silla. Frente a este, su padre hablaba de la forma más tranquila, anunciando que ya había soportado mucho y que en ésta ocasión le había faltado al respeto. Vito Corleone intentaba razonar con el irlandés, pero este se mostraba irritado y nada sensato. En un punto incluso hasta le escupió a Vito, y saliva con sangre salpicó la camisa del padre de Sonny.

—Es imposible hablar civilizadamente con este hombre—dijo Vito encogiéndose de hombros—. No puedo razonar con él.

Seguido de ello, le hizo un gesto con la cabeza a Clemenza, y este tomó dos garrotes. Le alcanzó uno a Tessio y luego de que Vito salió de la habitación, comenzaron a golpear repetidas veces al irlandés hasta dejarlo irreconocible. No hace falta decir que aquello impactó tanto a Sonny que no habló por dos días. Comprendió entonces que Vito no se dedicaba solamente a la venta de aceite de oliva con el tío Genco. Había algo más, que tal vez, con el tiempo, entendería por completo. Solo una cosa estaba clara: su padre ordenaba matar gente.

Una fría mañana de invierno, Sonny decidió que no quería ir a la escuela. Junto con su hermano Fredo entró al colegio y luego de que se despidieron para tomar sus respectivas clases, Santino corrió al patio trasero y se brincó la barda. Aquel día tenía un examen de matemáticas importante. Si lo reprobaba, era seguro que repetiría el año. Pero lo tenía sin cuidado. Ansiaba estar solo y pensar en su familia. Sobre todo en papá. Estaba convencido de que había algo más de lo que no estaba enterado. Quizá esa era la razón por la que siempre su casa estaba llena de gente que llegaba a pedirle favores. La misma situación se repetía en la oficina de Aceite de Oliva Genco Pura. Vito y el tío Genco Abbadando se encerraban junto a otro montón de señores que llegaban en coches lujosos y vestidos de manera elegante. Alguna vez, recordaba Sonny, le había preguntado a su madre sobre papá. Sin embargo, Mamá Corleone no dijo nada, salvo que los negocios de Vito no eran de su incumbencia.

Sonny no era el mejor de su clase. Podría decirse incluso que era la oveja negra del salón. Era un chiquillo travieso que se saltaba las clases o se la pasaba jugando con los perros de la calle que, de alguna forma, lograban entrar al recinto. Pero eso no era motivo para no ver que Sonny era un gran muchacho. Cuando otros niños molestaban a sus compañeras él ponía la mejilla para recibir los golpes. Se había ganado la reputación de un bravucón a muy corta edad, aunque la verdad es que muchos lo estimaban por ser más bien, una especie de protector. Y aunque varios de sus profesores lo tenían en un pésimo concepto, a la mayoría de las personas Sonny les resultaba dar la impresión de ser un ángel. O más bien, esa era la impresión que daba a la gente de la calle, con quién más buenas migas había hecho.

Aquella mañana tuvo la suerte de toparse a un grupo de adolescentes que estaban atormentando a un chico en un callejón. Por cómo hablaban, se notaba que eran italianos. El otro chico, que tendría más o menos su edad, era irlandés. Los bravucones, de entre quince y dieciséis años, tenían tumbando al otro niño en el suelo y lo pateaban repetidas veces.

—¡Dime qué se siente esto, puto huérfano!—decía uno de ellos—¡Asqueroso irlandés olor a mierda!

—¡Oigan!—gritó Santino a lo lejos—¡Imbéciles! ¡Será mejor que dejen a ese chico en paz si no quieren vérselas conmigo!

El grupo de adolescentes se detuvo. Miraron a Sonny y se echaron a reír. El otro niño daba tanto lastima como ternura. Santino era alto y rubio. Su delgadez dejaba claro que era un debilucho, pero a decir verdad, le sobraba fuerza. Su rostro de facciones finas y afilado también era motivo de burla. Uno de los adolescentes lo llamó:

—¡Oye, maricón! ¡Mira lo que le hago a tu novio!

El chico tomó al niño irlandés por el cuello y lo alzó. Lo recostó contra la pared y seguido de ello, comenzó a golpearlo repetidas veces en el estómago hasta que hizo que perdiera el aire. Cuando lo soltó, el chico apenas y podía respirar. Sonny sin embargo, no se lo pensó dos veces. Miró rápidamente en torno a él y agarró lo primero que vio: una piedra lisa y pesada en el suelo. La tomó y entonces la arrojó con fuerza hacia el muchacho italiano, dándole directamente en la mandíbula.

Escupió un par de dientes. Su boca se había llenado de sangre y su rostro de cólera. El chico se abalanzó contra Sonny, pero éste resultaba ser más ágil. Logró esquivarlo y tras esto, le propinó una patada en el culo. El italiano cayó de bruces en un charco. Sonny aprovechó la ventaja que tenía, así que lo sujetó del pelo y luego de eso, empezó a restregar el rostro del otro chico en la tierra hasta hacerlo sangrar de la nariz y la frente.

—¡A ver si te metes con alguien de tu tamaño, hijo de puta!

Los otros chicos de la banda se limitaban a ver cómo Santino, de apenas once años, le daba la paliza de su vida a su compañero, un tipo relativamente mayor. Presenciaron la escena con gracia, burlándose y dejando en evidencia el poco respeto por el que supuestamente era su líder.

Una vez que Sonny terminó con él, le propinó un par de patadas en el estómago. Estaba acabado. Su cabeza reposaba sobre un charco de sangre. Santino apenas y se puso a pensar en cuál era el resultado de aquello. Considerando lo que el otro había hecho, lo tenía sin cuidado. Poco le importaba si solo se había desmayado o si estaba muerto.

Así pues, se acercó al muchacho irlandés que, con dificultad, se puso de pie.

—Ya no te va a molestar—lo tranquilizó Santino, puesto que aún estaba llorando. Lo abrazó y seguido de ello, lo miró directo al rostro. El pobre chico tenía una infección en los ojos que hacía que los tuviera rojos; había costras alrededor de estos y también se podía oler en él un mal aroma—. ¿Dónde están tus padres?—le preguntó.

—Muertos—contestó el niño irlandés mientras se secaba las lágrimas y sorbía por la nariz.

—Entonces ¿Dónde vives?

—En la calle.

Santino sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta. Miró al chico y sintió hacía él una pena terrible. El pobre, solo y posiblemente sin comer, era presa fácil en la calle. Se notaba que hacía no mucho que había quedado en la orfandad, y apenas era cuestión de tiempo para que encontrara su muerte.

—Toma—dijo Sonny sacando de su mochila un bocadillo que había preparado su madre. El chico se apresuró a devorarlo y Santino lo miró con curiosidad—. ¿Cómo te llamas?—preguntó.

—Me llamo Tom Hagen.

Sonrío. Se le notaba calmado por primera vez.

—Yo soy Santino Corleone. Pero puedes decirme Sonny.

Tom se enjuagó los ojos mientras masticaba.

—Gracias, Sonny. Nunca voy a olvidarte.

La helada ventisca de aquella mañana hizo que Sonny temblará de frío. Miró pues a Tom, y pensó que aquella noche la iba a pasar mal. Con suerte y pescaba algún refriado o peor: lo iba a llevar directo a la tumba. O para ser más prácticos, a terminar muerto en la calle y con su cuerpo depositado en la fosa común o a donde sea que se llevaran los cadáveres de los vagabundos.

Entonces Santino pensó en una solución. Si tanta gente le pedía favores a su padre y éste se las ingeniaba para ayudar a todos, pero sobre todo a los más necesitados, entonces la respuesta era llevar a Tom Hagen con él a su casa. Solamente Vito Corleone podría hacer que al menos Tom tuviera un techo dónde dormir quizá por una noche más.

La sorpresa para Sonny fue que su padre realmente se sintió conmovido por la historia de Tom Hagen. Su padre era un alcohólico que lo había abandonado y que ahora seguramente había muerto en alguna riña de uno de esos pubs de mala muerte, y su madre por otro lado, era una mujer que hacía apenas unos meses había pasado a mejor vida. La pobre señora Hagen tenía una especie de retraso mental y una infección en los ojos que le había pasado a su hijo. Un día simplemente, no despertó. Y como Tom era un chico pobre, poco pudo hacer para despedir adecuadamente a su madre, quien se quedó en el piso donde vivía hasta que comenzó a apestar, razón por la que Tom tuvo que huir a la calle y quedar a su suerte.

Así pues, Vito Corleone le prometió a Tom que podría quedarse con ellos; no tenía el corazón para entregarlo a una institución que posiblemente lo dejaría morir. Aquello le recordó a él mismo cuando tenía esa edad. Se había visto obligado a huir de Sicilia dónde su cabeza tenía un precio y dónde sus padres habían muerto. Pero Tom no se convirtió en un Corleone. Vito decidió que debía conservar el apellido de sus padres por respeto a ellos, y aún así, no dejó de tratarlo como a un hijo.

Aquel día Sonny no solo salvó a un chico de la calle. También se ganó a un nuevo hermano. Y así, hasta el día de su muerte, ambos se amaron como si la misma sangre corriera por sus venas.

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