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Capítulo 49: "Santiago de Chile"


—¡Juan! ¡No tenías que matarlo! —Noah se pasó la mano por la cara, consternado—. ¡Esto provocará un caos en el Cielo!

—¿Peor que el que ya ocasionamos creando marionetas en todas partes del mundo? —sonrió el Cazador.

Noah soltó un largo suspiro.

—Tengo que ir a ver a mi primo. Él no puede sospechar de mí. Encárgate de limpiar el desastre que hiciste.

Cuando se giró para mirar a la Bruja, ella se había girado y había comenzado a marcharse.

—¡Bruja! ¿A dónde vas? ¿Por qué no dejaste que me llevara a la humana? ¡Ese era el plan inicial!

—Los Celestiales son bastante brutos —habló sin girarse—. Yo ya cumplí con mi misión, y Juan con la suya. Ahora alguien está esperándola en Chile.

Y en ese momento, chasqueó los dedos y desapareció.


* * *


El avión despegó cuando ya había anochecido y había dejado de llover.

Ámbar se encontraba con los nervios a flor de piel. La azafata le preguntó si se encontraba bien, y ella dijo que sí, pero era evidente que no. Había perdido su equipaje, incluyendo su teléfono móvil, y apenas cargaba con su cartera que tenía las tarjetas de crédito, las llaves de su casa, un poco de dinero y su pasaporte. Bueno, y la daga, que milagrosamente había evadido el detector de metales del aeropuerto.

No podía creer lo que había visto. No podía creer que había visto morir a un ángel ¿Qué le esperaba a ella si alguien tan fuerte e inmortal había perecido en manos de un Cazador?

Recordó las heridas que tenía Alexander en su cuerpo. Alexander, quien era fuerte y poderoso, un ángel... ¿Cómo haría ella para sobrevivir, entonces? ¿Tendría que huir por el resto de su vida?

Deseaba poder contactarse con Samaras para saber si se encontraba bien, y para hacerle saber que creía que Noah era la persona que lo había estado usando de chivo expiatorio todo este tiempo. Necesitaba hacerle saber que un ángel había muerto, pero ¿Cómo podía contactarse con él? Hasta que no llegara a destino no podría usar un teléfono, y ni siquiera tenía la certeza de que él estuviera a salvo.

Cómo desearía poder hablarle, y asegurarse de que nada le hubiera sucedido. Cómo deseaba poder estar con él en ese momento.

Se tomó frotó las sienes con las yemas de los dedos. Temblaba de pies a cabeza, y los nervios estaban comiéndola por dentro ¿Qué la esperaría cuando llegara a Chile? ¿La torturarían, o tendría una muerte rápida? ¿Le habrían hecho daño a su hermano?

Su hermano, con quien hacía tres años que no tenía relación... ahora que había madurado como persona, le parecía una estupidez haberse distanciado de él sin haberse comunicado antes, sin haber oído lo que él tenía para decir. Y ahora temía que él muriera.

Bebió un poco de agua y cerró los ojos. No quería pensar. Sólo quería sobrevivir.



Al Cazador se le cayó la capucha mientras luchaban en la calle. Habían estado horas peleando. Dimitri vio el tatuaje que tenía en el cuello: "AMON".

—¿Amon es tu nombre? —Elenis se alejó unos pasos. Estaba muy agotado por la pelea—. ¿El señor de las Tinieblas le permite tener identidad a sus súbditos? —lo dijo pensando en las hermanas Samaras, quienes habían sido corrompidas por él.

Al Cazador, que era un joven que lucía de veinte y tantos, se le oscurecieron los ojos.

—¿Los Celestiales tienen la osadía de hablar de identidad, cuando asesinaron a tantos inocentes? Se esconden detrás de la "moralidad divina", pero son peores que Luzbel. Al menos él no es hipócrita.

—¡Silencio!

El Cazador cambió su postura, deseoso de arremeter contra su oponente. Justo cuando iba a atacar a Dimitri, tuvo que cubrirse los oídos rápidamente: un fantasma había chillado justo encima de su oreja.

Samantha. Samantha estaba distrayendo al Cazador, un ser con súper sentidos. Movimiento inteligente, espíritu.

Dimitri aprovechó la breve inatención de su enemigo para enterrar su espada en el corazón de Amon.

Para su sorpresa, no gritó. Sólo abrió los ojos de par en par, sorprendido, y cayó de rodillas, sosteniéndose su herida. La sangre había manchado su pecho y la calzada.

—Chloe...

¿Chloe? ¿Se refería a la hermana de Alexander? ¿Acaso era su novia?

—Chloe... —balbuceó una última vez, y se desplomó, sin vida.

Dimitri no podía creer que, luego de tantas horas luchando, sólo había necesitado de una distracción para acabar con él. Sin embargo, debía admitir que estaba físicamente agotado.

—Samantha, has sido muy valiente —miró a la fantasma, quien tenía un aspecto horrible: hasta le pareció ver ojeras en su rostro—. ¿Qué haces acá? ¿No deberías estar con Alexander y Ámbar?

Ella habló súper rápido:

—Me colé en un vuelo y usé toda mi energía para no traspasar la pared del avión, porque necesitaba comunicarme con vos: Alexander desapareció, y Ámbar va sola rumbo a Chile.

Le explicó brevemente sobre la trampa de los Demoníacos, cómo Boyer la había liberado y que luego se había ido a salvar a su hermano.

De sólo imaginar que Ámbar podía caer en manos de los Demoníacos, se le hizo un nudo en el estómago. Podría ser el fin del Reino de Dios.

—¡Tenemos que ir para Chile! ¡Nos teletransportaremos!

—¿Y qué hay de Alexander? —preguntó la fantasma, consternada.

—Él deberá salvarse a sí mismo.


Eran casi las seis de la tarde cuando Ámbar llegó a Santiago. Sabía dónde vivía su hermano, por lo tanto, llamó a un taxi y fue directamente hasta su casa.

Los nervios estaban comiéndola viva ¿Y si le habían hecho daño? ¿Y si lo usaban para herirla?

Una vez que llegó a destino, golpeó frenéticamente la puerta de la vivienda: una casa blanca de dos pisos, ventanales de madera y rejas negras. No tenía idea si su hermano se encontraba allí o no, quizás estaba trabajando. De ser así, lo esperaría hasta que volviera.

Por suerte, al cabo de un par de minutos, él abrió la puerta. Tenía el cabello negro y corto, lucía unos jeans y una camiseta y su tez trigueña se veía más pálida de lo usual. Tenía la barba sin afeitar y se veía un poco más rellenito de lo que lo recordaba. Aunque él era un par de años mayor que ella, parecía un cuarentón.

—¡LORENZO! —Ámbar se abalanzó contra su hermano y lo abrazó—. Me alegra muchísimo que estés bien ¡Muchísimo!

Él le devolvió el abrazo, confundido.

—¿Qué hacés acá?

—Tenemos que irnos —lo tironeó del brazo—. No hay tiempo. Tengo una deuda y me amenazaron con matarte por no pagarla —sollozó.

Había pensado la mentira mientras estaba en el avión. No sabía si su hermano le creería, pero debía mostrar cuán desesperada se encontraba para que él la siguiera.

—¿De qué estás hablando, Ámbar? ¡No puedo irme! ¡Tengo un trabajo, una pareja, una vida! ¿En dónde carajos te metiste? ¿Qué hiciste?

—No tengo tiempo para explicártelo ahora ¡Tenés que venir conmigo! —le tomó la mano a su hermano, de forma suplicante—. ¡Vámonos!

Él se soltó bruscamente. Se veía enojado.

—No me hablaste en tres años ¿Y ahora aparecés por mi casa diciéndome que pueden matarme por tu culpa? ¿Qué carajos estuviste haciendo este tiempo? ¿Dónde está Matías?

—Me divorcié, por eso estoy endeudada. No sabía que esa gente era mafiosa. No sabía que te investigarían —le asombró la velocidad con la que mintió, pero estaba desesperada por salvarlo—. Perdón que no te hablé en estos años, estuve muy dolida por lo que pasó con papá y mamá... ¡Pero ahora no hay tiempo para rencores! ¡Tenemos que irnos!

Lorenzo se pasó la mano por la frente, consternado. Tomó el abrigo que estaba en el perchero (justo al lado de la entrada), y cerró la puerta.

—Vamos a tomar un café, así te tranquilizas.

Ámbar quería explicarle la gravedad de la situación, pero ¿Cómo podía decirle que ahora veía fantasmas y que Dios y el Diablo estaban a punto de entrar en guerra? ¡La internaría en un hospital psiquiátrico! La mentira de los deudores era mucho más coherente que la verdad.

Se subieron al vehículo de Lorenzo (un auto plateado de marca Citroën, que quizás tenía algunos años ya), y se dirigieron hacia el centro de la capital chilena.

—¿Qué pasó con Matías?

Le molestó que en vez de preguntarle cómo había estado, le saliera con esa pregunta. En su adultez nunca había sido súper cercana con su hermano, pero ahora se sentía como si los separaran un millón de kilómetros.

—Me metió los cuernos y le pedí el divorcio. Le compré la mitad de mi casa y por eso me endeudé. No sabía que los prestamistas eran unos mafiosos, y por cuestiones de seguridad, no te daré información sobre ellos. Sólo quiero que estés a salvo —de sólo recordar la pelea que había atestiguado y lo que podían hacerle a ella y a su hermano, se sintió mareada.

Él se quedó serio unos instantes. Estacionó su vehículo en una calle poco transitada.

—¿Sabés por qué me alejé de vos, Ámbar? Porque siempre me causabas problemas. Cuando de niña te quemaste el codo, me regañaron por no haberte cuidado, cuando no era mi obligación. Cuando éramos adolescentes, tenía que acompañarte para todos lados para "protegerte". Cuando sucedió el accidente estaba súper estresado por el trabajo, y pensé: "no me parece mal que Ámbar se ocupe de algo sola de una buena vez". Aunque, debo reconocer, que no esperaba que mamá muriera...

En pocas palabras, su hermano había dejado de hablarle y no la había ayudado porque le guardaba resentimiento.

Con un nudo en la garganta y las lágrimas quemándole los ojos, balbuceó:

—Me siento una estúpida por haber venido acá a advertirte —se le quebró la voz—. No puedo creer que me consideres una "niña mimada" cuando sabés perfectamente que todo lo que tengo me lo he ganado yo sola. Además, nos dejaste a mamá y a mí por nuestra cuanta cuando ella estaba muriendo ¿Y sos vos el que está resentido?

En el fondo, debía admitir que había creído que, viendo a su hermano, su vínculo se reconstruiría... pero no fue así.

En ese momento, sintiendo un dolor agudo en su pecho, se dio cuenta de algo muy importante: había relaciones que no podían recomponerse y heridas que no sanarían nunca. Ámbar y su hermano eran agua y aceite, veían la vida de una manera muy diferente. Jamás podrían ser amigos.

En ese momento, la escritora decidió abrir la puerta del auto.

—¿A dónde vas?

Se iría. No sabía a dónde, pero se iría. Ella había llegado a Chile para salvarlo, y lo único que había hecho él era echarle cosas en cara. No podía soportarlo.

—Me voy —tenía los ojos llenos de lágrimas y le dolía cada célula del cuerpo a causa de la tristeza—. Es evidente que nuestro vínculo lleva años roto. El hecho de que tengamos la misma sangre no nos obliga a vincularnos. Espero que tengas en cuenta mi advertencia y no confíes en nadie. Cuidate.

—Ámbar, esperá...

La señora Boyer se bajó del auto y cerró la puerta de un portazo. Empezó a caminar sin dirección: necesitaba encontrar un hotel o una cabina telefónica.

Escuchó cómo su hermano arrancó el vehículo, y se alejó. No podía dejar de llorar: había ido allí para salvarlo, y él la había tratado mal.

—Mierda ¡Mierda! —se pasó la mano por la cabeza mientras andaba.

Por otra parte, pensó ¿Por qué los Demoníacos la habían hecho viajar a Chile si no habían atacado a su hermano? ¿Acaso querían que ella se quedara sin la protección de Alexander...?

Su corazón empezó a latir con más violencia aún. Estaba triste y paranoica.

En ese instante, un tipo encapuchado apareció de la nada frente a ella, pillándola por sorpresa a pesar de lo alerta que se encontraba. No lo había visto acercarse. Instintivamente, retrocedió.

—Bien hecho, Ámbar Boyer. Has salvado a tu hermano, pero has firmado tu sentencia de muerte —mostró las uñas filosas que escondía su mano derecha—. Ese anillo no te ocultará de mí. Puedo olerte.

Un Cazador.

En Santiago de Chile la había estado esperando un Cazador.

Olvidó el dolor que sentía y de cuánto temblaba su cuerpo a causa del miedo, y se echó a correr. Como le había dicho Alexander, huir era su mejor opción.



¡Muchas gracias por leer!

Nos vemos mañana :D

Sofi.

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