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Capítulo 3: "Un hombre peculiar".


Él la contempló con una expresión extraña antes de decir:

—Mi nombre es Alexander Samaras, no sabía que usted era la esposa de Matías. La casa huele muy bien ¿Puso sahumerios?

Él vestía una camisa, un pantalón de vestir y un reloj de plata en su muñeca, el cual no dejaba de toquetear. Olía a bosque.

Qué tipo hermoso, por el amor de Dios.

¿Qué hacía un hombre así trabajando en esa empresa? ¡Tendría que ser modelo o actor de televisión!

—Sí, aunque ya se están apagando. Prenderé más —replicó, tratando de no tartamudear—. Pase. Por cierto, soy Ámbar Boyer.

—Un gusto conocerla, señora. Con permiso.

Sus compañeros de trabajo comenzaron a regañarlo por haber llegado tarde.

—¡Llevás ese reloj de plata todo el tiempo y no sos capaz de llegar a tiempo! —exclamó uno de sus colegas.

Ella se sentó con los compañeros de su esposo para el brindis, y luego se levantó, con la excusa de juntar los trastos.

Le molestaba tener que fingir que todo estaba bien, cuando claramente no era así.

Mientras llevaba algunos platos a la cocina para ponerlos en el lavavajillas que había comprado Matías, miró hacia afuera. Creyó ver una ráfaga de fuego atravesar el tapial que daba a la casa vecina.

Casi se le cayeron todos los platos. Se apresuró para depositarlos sobre la lavadora, y corrió hacia el patio para ver qué había sucedido... no fuera a ser que su casa se incendiara. Ella le tenía pavor al fuego, por eso evitaba usar la cocina. No había superado el incidente que había vivido cuando niña. Aún tenía las cicatrices en el codo como recordatorio.

En ese momento, se llevó una nueva sorpresa: una figura atlética y esbelta se encontraba en el patio. Se relajó al darse cuenta de su identidad.

Alexander Samaras estaba de pie, escaneando con la vista su jardín. Se veía preocupado.

—¿Qué hace usted aquí afuera? —O, mejor dicho: ¿Cómo había llegado al patio antes que ella? ¡Ni siquiera lo había oído llegar! Además ¿No debería estar celebrando con sus compañeros?

—Creí ver fuego —la miró fijamente.

Una vez más, notó que él hacía una expresión extraña ¿Acaso era una mueca de dolor?

—¿Cómo lo vio? —preguntó, acariciándose el brazo con incomodidad. La mirada de ese hombre era muy intensa.

—Estaba yendo al baño, miré por la ventana y lo vi. Fue extraño ¿No cree? Aunque ya no hay nada. Espero que no desconfíe de mí.

Ámbar asintió, aún sin estar convencida de lo que él decía. Nunca se había metido un ladrón en su casa porque había vigilancia. Y aunque creía en los espíritus y en la vida después de la muerte, jamás había visto nada sobrenatural.

Se limitó a soltar un suspiro.

—Sé que vivir en Buenos Aires la obliga a ser desconfiada, señora Greco, pero...

—No hace falta que me llame así. Además ¿Quién habla de ese modo hoy en día? Está pasado de moda.

Él esbozó una sonrisa torcida ¿En qué estaba pensando?

—Dígame Ámbar, por favor. Me gusta mi nombre —agregó la mujer, con orgullo.

—Ámbar —repitió él—. Como la piedra semipreciosa.

—¿Semipreciosa? —toda su vida había creído que el ámbar era una piedra preciosa.

—Sí, porque en realidad no es una piedra, sino resina fosilizada de coníferas.

—¿En serio? ¡Qué desilusión!

Conversaron sobre piedras y minerales, hasta que Ámbar cambió de tema:

—Por cierto, gracias por salvar a Hojita. Ella no está aquí hoy sino de una amiga, porque tenía miedo de que volviera a intentar escapar, con tanta gente en la casa...

—Me imagino. Está perfecto que cuide de su mascota. Yo también tengo una. Se llama Zeus, es un gato que rescaté del basural.

—¡Pobrecito! ¿Cómo dio con él?

—Vi una publicación en Facebook, y fui a buscarlo hasta allá. Los animales son una gran compañía.

"Mejor que la de los seres humanos", pensó, pero no lo dijo.

—Perdón que sea prejuiciosa, pero usted no parece del tipo que usa las redes sociales. No lo imaginaba usando Facebook.

—¿Por qué no?

—Por lo de los apellidos. Ya nadie habla así. Es demasiado... formal.

Sonrió.

Qué hermosa sonrisa. Sus dientes son impecables.

Basta, Ámbar. Estás casada.

—Tengo predilección por las cosas antiguas. A veces pienso que la vida era mejor antes.

—¿Antes de qué? ¿De las redes sociales?

—Sí... los cortejos, por ejemplo, se daban de otra forma.

—¿Cortejos? —Ámbar se mordió la lengua para contener la risa—. En serio ¿Quién habla así? Ya casi ni siquiera se usa la palabra "coquetear". Acá en Argentina suelen usar el término "chamuyar" cuando quieren conquistar a alguien, y para referirse a la persona con la que tienen sexo casual usan la palabra "chongo" o "chonga".

—Conocía esos términos. Sin embargo, prefiero hablar como me guste, sin guiarme por modas efímeras —enarcó una ceja—. Además, la palabra "chamuyar" es horrible, y "chongo" me suena a "Chango", la marca de azúcar.

Ámbar volvió a contener la risa ¿Por qué había pasado de desconfiar a sentirse divertida? ¡Qué personaje era este Alexander!

—Respeto su opinión. Bueno ¿Qué estaba diciendo sobre los "cortejos"? —hizo las comillas con los dedos.

—Antes, los cortejos se daban personalmente. Uno podía leer la expresión corporal de la otra persona, sentir su perfume, los latidos de su corazón... Ahora, en cambio, coquetean enviando corazoncitos en las historias de Facebook o de Instagram.

Lo dijo con tal indignación, que Ámbar se vio obligada nuevamente a contener la risa. Es un señor mayor en el cuerpo de alguien joven, pensó.

—Los tiempos han cambiado. No quiere decir que eso sea algo malo. Sé que en las redes sociales uno puede mentir con mayor facilidad... pero en épocas anteriores, también mentían. Mentían por cartas y también en delante de las caras de las personas. Además, al no existir los divorcios, la gente era mucho más infeliz. Por lo menos, ahora hay libertad: libertad de expresión, libertad sexual, entre otras cosas.

—Eso es cierto. Hoy en día hay más libertad —se quedó pensativo unos instantes—. Por cierto ¿Usted es de usar mucho las redes sociales?

—Mucho. De hecho, casi todo el día.

—¿De verdad? Parece el tipo de mujer que está atenta al hogar.

Ámbar, esta vez, sí que soltó una carcajada. Se sostuvo el estómago para poder dejar de reír. Él la contempló con confusión.

—¿Yo? ¿Atenta al hogar? —inquirió cuando pudo contener su risa—. ¿Por qué la sociedad tiene ese prejuicio con las mujeres? Mis redes sociales son un trabajo para mí, porque soy escritora en Booknet. Allí promociono mis libros para ganar nuevos lectores, es decir, nuevas ventas. Vivo de esto.

>>Por cierto, las tareas domésticas son tanto responsabilidad de Matías como mías. Si él cocina, yo lavo los platos, y viceversa.

—Es raro escuchar a una mujer hablar así. A pesar de que hoy en día el mundo es más libre, como usted dijo, es cierto que la sociedad tiene catalogadas ciertas tareas como "femeninas", entre ellas el cuidado del hogar y de los niños —afirmó—. Usted me recuerda a alguien que conocí hace tiempo.

¿A quién le recordaba? ¿A una abuela?

—¿En serio le parece raro escucharme hablar de este modo? —¿Ese tipo en qué siglo vivía?

Era lo más normal del mundo que, en una pareja, ambos trabajaran y ambos se ocuparan de los quehaceres del hogar. Bueno, eso debería ser lo normal, porque Matías no la ayudaba mucho en realidad.

—Sí, todavía no me acostumbro a que la mujer sea tan libre. Me agrada. Me gusta que las personas sean felices.

—A mí también —miró fijamente sus hermosos ojos grises. Por alguna razón, ya había dejado de sentirse intimidada—. Discúlpeme, pero ¿Usted qué edad tiene?

—Treinta y cinco años. Los cumplí el primero de febrero.

—Yo tengo treinta y dos, el diez de junio cumplo los treinta y tres. Usted es apenas dos años y unos meses mayor que yo, y tiene una forma de pensar muy anticuada —al igual que su idiolecto, pero no quería volver a señalar ese detalle.

—Es que me crié con padres muy estrictos. Mi papá trabajaba para proveer al hogar, y mi madre se ocupaba de la vivienda y de los niños. Vivíamos en el campo, no teníamos mucho contacto con el mundo exterior.

>>Reconozco que aprendí hace bastante poco a utilizar Internet. Facebook fue la primera y única red social que utilizo. Las constantes noticias falsas de Twitter me cansaron, así que desinstalé la aplicación de mi celular y borré la cuenta.

—¿Alguna vez creyó alguna noticia falsa? —otra vez, tuvo que obligarse a no reír. Había empezado a caerle simpático.

—Sí —se ruborizó—. Hace un tiempo me creí lo de la muerte del cantante Ricardo Montaner.

—¡No puede ser! ¡Tiene que verificar las fuentes antes de creer todo lo que ve en internet!

—Tarde, pero lo aprendí —se encogió de hombros.

A Ámbar le llamaba mucho la atención que alguien tan joven hubiese vivido de esa manera. Por lo tanto, continuó interrogando a su invitado:

—¿Usted tiene hermanos? Pregunto para saber si ellos son como usted con las redes...

—Tenía. Mis hermanas se enfermaron y murieron cuando yo era apenas un adolescente —se estremeció.

Ámbar mostró empatía con él, y lo miró con tristeza. No se imaginaba cuán doloroso podía ser perder a alguien tan cercano a tan corta edad.

A ella le había dolido perder a sus papás con casi treinta años. La herida nunca había sanado ¿Algún día lo haría?

—Mi más sentido pésame.

—No se preocupe... es una historia que ha quedado en el pasado. Por cierto ¿Puede decirme cómo puedo encontrar su usuario en Booknet? Me bajaré la aplicación.

—Aparezco como Ámbar Boyer ¿Por qué el repentino interés?

—Soy fanático de la literatura. He leído a muchísimos autores, tanto clásicos como contemporáneos. Creo que me haría bien leer un poco sobre mujeres actuales, empoderadas... ¿Está de acuerdo?

Ámbar le dedicó una amplia sonrisa.

El tipo más lindo de Buenos Aires quería leer sus libros. En cambio, su esposo... su esposo jamás la había apoyado en sus sueños. Ni siquiera con palabras de aliento.

Qué hombre tan extraño era este Alexander Samaras. Extraño, simpático y perturbadoramente hermoso.

—Es una buena idea. Le aviso que mis novelas más recientes están en suscripción...

En ese momento, Matías salió al patio.

Puso cara de pocos amigos cuando vio que Alexander y su esposa estaban conversando en el jardín.

—Te estuve buscando por todas partes. Necesito que me ayudes a servir el postre —comentó, observando de reojo a su colega.

—¿No podías servirlo vos? —Ámbar enarcó una ceja.

—Sí, pero no sé dónde están las vajillas. Dame una mano.

La señora Boyer asintió, y lo acompañó hasta la cocina para buscar los platos para el postre.

—¿Qué hacían ustedes afuera? —preguntó Matías, mientras iba cargando las vajillas que su esposa le entregaba.

—Vimos una especie de fuego. Pensé que se estaba quemando algo. Luego conversé un poco con él.

—Ah —no pareció importarle demasiado—. ¿Me ayudás a servir el postre? No voy a poder solo con tantos platos.

—Sí —asintió de mala gana.

En realidad, ella quería seguir conversando con ese hombre, pero no expresó sus deseos en voz alta, y fue a atender a los invitados.



¡Muchas gracias por leer!

Sofi.

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