Capítulo 16: "Los amantes".
Año 1670. Imperio Español
Alexander fue encomendado a un alma que conoció cuando era más joven: uno de sus jefes maltratadores.
Odiaba tener que cuidarlo. Odiaba ser testigo de cómo el sujeto —un hombre blanco y calvo de más de sesenta años—, golpeaba a su esposa cuando no le gustaba la comida que le preparaba. También golpeaba a sus tres hijas adolescentes, porque "no eran capaces de mantener la casa limpia". Al único que trataba relativamente bien era a su hijo varón. A veces le gritaba, pero también lo llevaba a cazar, a cortar leña al bosque y le explicaba cómo funcionaba su carpintería.
—Serás el dueño de este negocio. Todo esto será tuyo.
Una noche, bebió cerveza en la taberna de la aldea hasta quedarse prácticamente inconsciente. Unos malhechores se aprovecharon de su estado, y lo golpearon hasta matarlo.
El karma existe, señor maltratador.
Alexander tuvo que llevar su alma al cielo. Cuando lo hacía, el sujeto pareció reconocerlo, pero no lo dijo en voz alta. Se la pasó quejándose de los delincuentes, sin mostrarse arrepentido de todos sus pecados.
Samaras esperó que Dios lo enviara directamente al infierno. Sin embargo, no podía evitar preguntarse para qué el Señor perdería tiempo destinando un alma tan desgraciada.
Buenos Aires, 2019.
Ámbar dejó que Alexander la arrastrara hasta su habitación, mientras se besaban apasionadamente.
Se sentía atraída física y emocionalmente hacia ese hombre. Le gustaba muchísimo.
Él se colocó sobre ella y le quitó el sweater. Le desabrochó la camisa y el corpiño, y empezó a besar sus pechos, mientras que, con su otra mano, buscaba su intimidad.
—Álex... —jadeó.
Era consciente de que nunca había deseado tanto a un hombre. Quería hacerlo, y no le importaba nada más. No le importaba estar casada. No le importaba la moral. Sólo anhelaba estar con él.
Se quitó la camisa, y pudo ver que su cuerpo estaba lleno de cicatrices. La más grande estaba en su pecho, justo en la zona del corazón. Se había hecho algunos tatuajes en el brazo derecho para cubrir las marcas de su piel, como rosas con espinas y cuatro pájaros volando hacia el cielo. Se preguntó si eso representaría a la familia que había perdido.
—Sos hermoso —susurró, acariciando sus cicatrices con la yema de los dedos.
Él la tomó del codo, justo donde le había quedado la marca que indicaba por qué a ella no le gustaba el fuego ahora. Sintió cosquillas en el estómago.
—Vos también sos hermosa.
Se besaron y se acariciaron, hasta que él ya no aguantó más. Despojó a Ámbar de sus pantalones y separó sus piernas con una delicadeza electrizante.
—Sos una reina, Ámbar —murmuró, mientras acariciaba la piel de Boyer con sus labios—. Y merecés que te traten como tal.
En ese momento, Alex deslizó su lengua por la zona más íntima de la mujer, haciéndola jadear de placer.
Ni bien terminaron, notaron el olor a quemado que había en la casa.
—¡Las galletitas! —exclamó Alexander, corriendo escaleras abajo... desnudo.
La situación parecía tan absurda: había tenido relaciones sexuales con un hombre que conocía hacía un mes, y había engañado a su marido con él.
No sentía culpa por Matías, porque él la había engañado primero. Sin embargo, ahora que podía pensar en frío, sabía que había cometido un error: quizás no era sano meterse con otro hombre sin siquiera estar separada.
Sin embargo, era consciente de que se había tratado de error delicioso que estaba dispuesta a volver a cometer.
Se aseó rápidamente —la habitación de Alexander no sólo tenía una cama y un guardarropa gigante, sino también un baño—, se vistió y bajó las escaleras. Llevó un toallón por si Alexander se sentía incómodo.
Él había sacado las galletas del horno —estaban apenas quemadas en algunos bordes—, y se ruborizó cuando la vio.
—¿Ese toallón es para mí?
—Sí —miró rápidamente sus cicatrices y sus tatuajes, y le entregó la toalla.
Luego, se sentó en una banqueta.
—Es la primera vez que le soy infiel a alguien —confesó, algo abrumada por sus propias emociones.
Estaba inquieta porque nunca un hombre la había hecho sentir así: deseada, importante, bella... sus piernas todavía temblaban por ello.
—¿Te sentís culpable?
—Para nada. De hecho, nunca la había pasado tan bien en una cama —sonrió.
Él volvió a ruborizarse.
—No te pongas colorado —decidió cambiar de tema, para que él no se sintiera incómodo—. Te voy a pasar las fotos que edité anoche, me olvidé de enviártelas. Así cambiás con urgencia tu imagen de perfil de Facebook.
—Perfecto.
Alexander preparó dos tés negros con chocolate y colocó las galletas en el centro de la mesa. Bueno, sólo las que no se habían quemado.
Pronto, su celular sonó.
—Por lo que veo, ya te llegaron las imágenes.
—Tomá —le tendió su móvil—. Mi contraseña es uno, dos, tres, cuatro. Cambiame vos la foto de perfil.
Ámbar se sorprendió.
—¿Me estás diciendo en serio?
—Sí ¿Qué tiene de malo?
—Me tenés demasiada confianza.
—¿Por qué no confiaría en vos?
—No me malinterpretes. Es que nunca un hombre me dio la contraseña de su celular... y hace poco me enteré del por qué.
Porque mi esposo me había sido infiel.
Y ahora, yo a él.
—Qué raro —comentó Alexander, mientras comía una masita—. No entiendo por qué alguien no confiaría en vos.
La escritora de Booknet no respondió. Se ocupó de cambiarle la foto de perfil de Facebook, y le puso la imagen que le había tomado contra el árbol. Luego, le devolvió el celular.
—Vas a tener muchos "me gusta". Estás muy lindo.
—Gracias, aunque no tengo tantos amigos en Facebook. Sin embargo, me alegra verme decente ahora —sonrió—. Sigo sin entender al cien por ciento las redes sociales.
—Para eso estoy yo ahora: para ayudarte. Cuando tengas problemas tecnológicos, no dudes en mandarme un mensaje.
Asintió, y tomó un poco de su té.
Ámbar hizo lo mismo. No pudo evitar notar que él se encontraba en silencio y que había comenzado a jugar con su reloj de plata ¿En qué estaría pensando?
Trató de no distraerse mirando sus tatuajes y cicatrices, para no hacerlo sentir incómodo. Él todavía estaba cubierto únicamente por un toallón.
—Estás muy callado —señaló ella—. ¿Estás bien?
—Me preguntaba lo mismo sobre vos... si estás bien, y si te pareció bien.
¿Cómo no iba a hacerlo bien, si se notaba que él era un experto con las mujeres? Se había concentrado todo el tiempo en que ella sintiera placer, en que ella disfrutara del momento. No recordaba haber estado con un hombre que se centrara primero en su pareja antes que en sí mismo.
—Me encantó —confesó—. Sos apasionado y dulce, y además tenés un cuerpazo ¿Cómo hacés para tener ese físico?
—Como sano y entreno.
—Debería hacer lo mismo —Ámbar tocó sus rollitos.
A pesar de que era consciente de que Alexander era muchísimo más atractivo que ella, él no la hacía sentir insegura con su aspecto como lo había hecho Matías. Todo lo contrario, le repetía una y otra vez que era hermosa. Evidentemente, a él no le molestaban sus imperfecciones.
—Estás hermosa así. No tenés por qué cambiar.
Eso. Eso le encantaba de él: siempre tenía palabras bonitas para expresarle. Sonaba tan sincero... esperaba no enamorarse. Y si sucedía, esperaba que Alexander no le destrozara el corazón.
—Entonces... ¿Te gustó? —preguntó Ámbar. Conocía la respuesta, pero le gustaría oírlo de la boca de él. Una vez más.
Alexander dejó su té para pararse frente a ella. Se veía tan bello que dolía: sus ojos grises que resaltaban con su tez morena, su cabello negro algo despeinado, y su cuerpo atlético envuelto únicamente en una toalla, decorado por tatuajes y cicatrices.
Era tan amable y atractivo, que su simple cercanía la hacía estremecer.
Alex la tomó de las manos, y se las besó.
—No debería gustarme tanto una mujer casada —sus ojos brillaron.
Ámbar no pudo evitar pensar que él quería decirle algo más. Esperó a que lo hiciera, pero sólo se limitó a sonreír.
—Es la primera vez que le soy infiel a mi esposo.
—Lo sé —se lo había dicho dos minutos atrás.
—Y quiero volver a hacerlo —concluyó.
—¿Ahora? —preguntó, con evidente curiosidad.
Ámbar rio ¿Por qué él se tomaba las cosas de manera literal?
—Ya mismo no, todavía me tiemblan las piernas. Pero mañana voy a querer.
Él le besó las manos nuevamente. Su calidez le provocó un hormigueo por todo el cuerpo.
—Volveremos a vernos cuando quieras, Ámbar. Mañana, pasado o cuando gustes.
* * *
A las diez de la noche, Ámbar regresó a su vivienda. Alexander la había acompañado hasta la esquina de su casa, y había esperado a que ingresara.
Cuando entró, notó que su esposo no estaba. Hojita la recibió con alegría.
Se duchó —para quitarse cualquier rastro de ese aroma a bosque y lluvia que caracterizaba a Alexander—, y metió su ropa en el lavarropas. Se colocó el pijama y decidió irse a dormir.
Sin embargo, no fue capaz de hacerlo. No podía dejar de pensar en cómo se había sentido al estar con un hombre que la tratara bien. Había sido increíble. No obstante, tenía la sensación de que Alexander le ocultaba cosas. Como si no pudiera ser cien por ciento sincero con ella, como si existiera algo que lo hiciera sentir nervioso cuando estaban juntos.
Alexander Samaras... ¿Puedo confiar en vos?
Aunque era tarde en la noche, le envió un mensaje de WhatsApp a su mejor amiga que rezaba:
<<Le fui infiel a Matías>>.
Luego, lo borró de su propio chat.
No era capaz de dejar de pensar en las manos ásperas y a su vez cuidadosas de Alexander recorriendo todo su cuerpo. No podía dejar de pensar en el beso de despedida —había sido apasionado y amoroso al mismo tiempo—. No podía dejar de pensar en que ningún hombre la había mirado como lo hacía Samaras. Por eso, necesitaba contárselo a Lucero. Necesitaba quitarse esa sensación asfixiante del pecho.
Al mismo tiempo, tampoco podía dejar de pensar en que, pronto, tendría que tomar una decisión respecto a Matías y a su situación económica.
En ese momento, Lucero le contestó el mensaje:
<<NO LO PUEDO CREER ¿EN SERIO? Rocío está durmiendo. Te llamo y me contás todo. YA>>.
¡Muchas gracias por leer! ¡Nos vemos mañana!
Sofi.
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