PRÓLOGO
No podía creer nada.
La vida en el presente me parecía tan incrédula que no había logrado aceptar que la muerte estaba frente a mi.
Cara a cara, podía incluso sentir el cuerpo frío, la pérdida de los latidos del corazón y la ausencia del movimiento.
Por más que intentaba buscar más opción no la encontraba.
Este era el final de mi vida.
Entonces todos los recuerdos llegaron a mi.
Me sentí estúpida.
Siempre creí que estaba en la cúspide, me faltaba un año para terminar mis estudios, sentía que tenía un gran futuro por delante, podía visualizar todos mis proyectos como comprar mi propio carro, tener mi propia casa, mi estilo de vida soñado.
Todas esas metas por las cuales me había esforzado tanto año tras año se esfumaron en cuestión de un simple segundo.
Una mañana al despertar simplemente la vida me había abandonado.
Lo más gracioso es que esto era tan impredecible que ni siquiera tuve tiempo para llorar por la muerte. No tuve tiempo de ponerme triste, ¿En dónde estaba?
Mi mundo parecía observar nada más que oscuridad, es como si hubiera caído a un abismo profundo del cuál jamás encontraría la luz otra vez.
Había llegado al límite de una manera tan brutal que ya lo que venía después no importaba.
Simplemente era aceptar que perdí, que los sueños se volvieron negros y desaparecieron, que la vida podía arrebatarse sin aviso y no te daba tiempo para protestar, para reaccionar, para reconocer.
En mis pensamientos estaban esos gritos, ese desborde emocional, esos golpes contra el ataúd deseando que esto fuera otra más de mis pesadillas y que pronto volvería a la vida para continuarla como quería que fuera.
Era feliz, disfrutaba mi soledad, no me involucraba en la vida de los demás y los sucesos iban y venían frente a mi. Me sentía con todas las ganas del mundo, dispuesta a ser la superior de los demás, a ser la más inteligente, la más destacada, la más luchadora por sobre todos los obstáculos.
Sonreí ante la tumba.
Porque ahora todo eso no tenía sentido.
Estaba muerta.
Memoricé cada acontecimiento del día de ayer, dónde todo había comenzado.
Sentir el frío de la vitrina del ataúd era mi señal para dejarme en claro que sí, esto era el final y que no había nada más por hacer.
Quería tener ese desborde emocional que creí que tendría pero la realidad fue muy diferente. En este momento quise más que nada que alguien me escuchara, que alguien estuviera presente ante el gran dolor que sentía; pero era inútil solicitar eso.
Nadie podía verme. Nadie podía escucharme, nadie podía hacer nada por mi.
Era muy joven como para perder la vida de esta manera.
No me había logrado despedir correctamente y eso era lo que más me golpeaba.
Porque nunca me importó crear un lazo más allá del cariño mínimo hacia la persona. No me importó tener contacto con nadie y era este momento en el que más deseaba tenerlo.
Observé hacia el frente.
Lo que era de ahora en adelante una existencia sin sentido.
Podía ver a toda mi familia llorar por la perdida, a escasos amigos visitarme y mostrarme sus respetos, a personas que conocía por primera vez y que estaban allí para dar el último adiós.
— Tu madre está bien. Ahora está descansando en paz.— Escuché a un familiar hablar.
Sí.
Mi madre estaba bien, había dejado de sufrir.
Ella se fue a la vida eterna que tanto presumían los de fe.
Mientras que mi vida se esfumó junto con la perdida de su calor corporal, ella se fue a vivir a otro lado y yo morí en este lugar.
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