
Capítulo XXII
***
Cada cual empuñaba su arma. Ambos estábamos preparados para la pelea.
Michael había cambiado mucho durante este tiempo. Se había convertido en un salvaje.
Mi vida también había atravesado un brusco cambio, que marcó mi carácter y mis futuras decisiones para siempre.
- Revélame quién eres- me animé a decir, sin dejar de apuntar a aquél que se hacía pasar por mi novio.
- ¿Quién crees que soy?- respondió el aludido sin bajar la guardia ni dejar de esbozar una media sonrisa sobre su rostro.
- Nunca pensé que serías capaz de hacerme esto, Javier. No finjas, sé que eres tú. ¿Tal es tu repulsión hacia mí para ser capaz de hacerme esto?
- No eres tú, Mía. Tú no comprenderás el asunto y, además, no tienes derecho a meterte en asuntos privados.
- Estoy en mi derecho siempre que yo me encuentre involucrada en ellos.
Nunca me vencería utilizando las palabras, Javier lo sabía.
Decidió emprender un segundo plan, desconfiando de mi habilidad para empuñar armas.
Por mi parte, me sentía invencible.
Dos fuerzas, el bien y el mar se cruzan. Las hojas de los cuchillos son capaces de rebanar a cualquiera. A lo lejos, los animales de la selva esperan silenciosamente a que el combate comience.
Ataqué desesperadamente y la hoja de mi cuchillo fue a penetrar en la carne de la pierna en la que Javier había recibido un disparo hacía unos cuantos días.
En su rostro se reflejaba su dolor. Todo el maquillaje se había derretido ya, sólo mostraba su única faceta real.
Nos maquillamos tanto y perdemos la escencia de quien somos en realidad. Pero a Javier eso no le había ocurrido.
Al quitar el cuchillo manchado de sangre de su pierna pude ver la gran cicatriz que luego le quedaría hasta su muerte. Por ella, un río de sangre corría hasta sus pies desnudos, manchando su pulcro pantalón blanco.
Y en su rostro se veía esa expresión de dolor que sólo tendría la oportunidad de ver sólo una vez más.
Corrí a toda velocidad. Bajé las escaleras, que crujeron detrás de mí.
Ya estaba cerca de la puerta cuando apareció Javier cojeando del otro lado de las escaleras. Para mal de males, la casa estaba cerrada bajo llave.
Ya iba bajando las escalinatas Javier cuando ocurrió un fenómeno de lo más extraño: uno de los viejos peldaños se hundió y Javier quedó aprisionado.
Aprovechando la nueva situación, arrojé un viejo jarrón, que se estrelló contra el vidrio del inmenso ventanal, dejando la huella de la destrucción.
Una circunferencia irregular de un metro de radio fue suficiente para huir de aquella maldita casona.
Una bandada de murciélagos surgió de un rincón oscuro. Las estrellas centellaban furiosas ante aquella imponente situación .
Bajo el resguardo de la aurora de nuestro satélite atravesé un extenso pastizal hasta encontrarme con un gigantesco y maravilloso roble.
Sus hojas me servirían de resguardo ante la pequeña llovizna que amenazaba con convertirse en una tormenta eléctrica sin precesentes.
Un rayo atravesó el cielo y arrasó con un pino que se hallaba a menos de un kilómetro de mi refugio.
Ahí fue cuando recordé que mi padre siempre me decía que hay dos lugares en donde nunca debes refugiarte cuando llueve: en el mar y en los árboles.
La distancia que me separaba del suelo era capaz de intimidar a cuaquiera. Las aguas habían convertido la tierra en un lodazal inmenso.
Paralizada por la situación, pensé en la mejor forma de huir de allí. Fue en aquel momento cuando una enorme rama se desprendió del árbol en el que me cobijaba aquella noche.
Las aguas trasladaban una gran cantidad de hojas y troncos.
Todos los árboles de los alrededores desfilaban ante mis ojos mientras el agua los llevaba a donde nadie podría saberlo.
Fue entonces en aquel momento cuando escuché lo único que no quería oír en aquel momento.
- Manos arriba- Javier empuñaba un enorme rifle y apuntaba hacia una rama cercana a donde me hallaba.
El disparo dio en el blanco y, si no hubiera podido aferrarme fuertemente de la corteza del árbol habría caído al igual que mi mochila.
Me hallaba entre el agua y el fuego. La decisión que tomara marcaría el destino de mi vida.
Tras un segundo de confusión y reflexión no dudé ni un segundo en saltar del árbol, luego de haber notado qué me esperaba allí abajo.
***
Budapest, 30 de diciembre
por la mañana
Intentamos comunicarnos con Javier. Todo fue en vano.
Mi jefe se encontraba completamente molesto con mi amigo y amenazó con asesinarlo a él después de ver al cubano y a la niña muertos.
El deseo de mi jefe es cerrar para siempre la tumba de aquella maldita familia a quien le debemos años de prisión.
He notado también su repulsión ante muchas de las decisiones que mi amigo ha decidido tomar desde que la niña está junto a nosotros.
Nuevamente, subimos a un taxi rumbo a nuestro hotel. La taxista era una anciana arrugada, maltrecha, de ojos turquesa y pelo gris.
Luego de observar a los nuevos clientes a través del espejo retrovisor, hizo una mueca de disgusto y arrancó el vehículo.
Mi jefe no cedaba de dar indicaciones de mala manera. La señora no paraba de reprobar sus actitudes sin abrir su boca.
Conducía rápidamente, buscando deshacerse de nosotros lo antes posible.
Finalmente, para fortuna de la pobre y desdichada mujer a quien le había tocado transportarnos, llegamos a destino.
Ante nuestros ojos se alzaba un inmenso hotel de la época colonial.
El vehículo clavó los frenos y la señora nos despidió lo más rápido que pudo.
Cruzamos la planta baja y solicitamos al personal la llave de nuestra habitación.
Habitación número 13.
Siempre he sido muy supersticioso desde muy pequeño y, aún hoy, no puedo evitar preocuparme cuando un gato negro se cruza en mi camino. Sobre todo, con las cosas que nos han pasado durante este tiempo.
Mi jefe desempacó toda su ropa y me ordenó que la acomodara junto a la mía.
Muy enfadado organicé la muda de ropa de mi jefe y noté que, tras una campera de cuero, se ocultaba un pequeño pero poderoso revólver.
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