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Capítulo XXI

***

Entre tanta basura acumulada, entre los restos de un mundo olvidado y sin vida que constituye un banquete para áquel que lo necesita, allí me encontraba. Ya no estaba sola, una presencia amiga acompañaba cada paso que yo daba. Junto a él ya no tenía miedo. Sentía que tantos sentimientos acumulados al fin pudieron expresarse.

Tanto vacío. Tanta oscuridad. Todo se ha ido.

Construímos nuestras propias barreras y no las sabemos evitar.

Cavamos nuestra propia tumba y recién notamos lo lindo que es despertar y llenarse de buena compañía.

Construímos nuestros propios muros para no poder saltarlos luego.

Aquí, en mi corazón, por fin la felicidad me ha alcanzado.

La vida está llena de nuevas oportunidades.

Y así caminamos par a par. Él dirigía nuestro caminar. Yo, lo seguía sin dejar de imaginar todo lo que pudo hacer por salvar mi pellejo.

Ya era tarde. En la noche se notaban los vestigios de una luna menguante. Miles de estrellas iluminaban la bóveda celeste. Cientos de animales entonaban una melodía al unísono. Todo me recordó a mi armónica. A ella le debo todo, lo bueno y lo malo.

Nos perdimos en una callejuela para llegar al fin a una pensión abandonada y poco atractiva.

Pero al llegar hasta allí, un resplandor iluminó una de las tantas ventanas que aquel edificio poseía.

Una silueta se dibujó detrás de una cortina y, tras un agudo silbido de mi novio, la habitación volvió a oscurecerse y la figura se desvaneció de entre las sombras.

Nos arrimamos hasta la raída puerta. Mi novio me pidió uno de los invisibles con el que llevaba sujeto mi cabello y yo accedí.

Con mucha fácilidad logró burlar la seguridad de la casa y ambos nos encontramos inmensos en la más lúgubre habitación de la casona.

Un fuerte olor a polvo hizo que Michael estornude. Una. Dos. Tres veces. Extrañaba oírlo estornudar de ese modo tan delicado que él sabía hacer. Pero ahora estaba cambiado, se había convertido en alguien más salvaje.

Iluminados por el calor de unos leños y por el fuego de nuestra pasión nos sentamos enfrentados alrededor de una larga mesa rectangular que tenía una de sus patas más cortas que las otras tres. Asimismo, presentaba profundos cortes en varios sitios.

Cada cual tomó una de las viejas sillas que se hallaban amontonadss acumulando polvo.

La velada se volvió más agradable al haber dos velas en la mesa iluminando nuestras caras. Nuestras miradas, huidizas, se cruzaron un momento y una sonrisa escapó de mi boca.

Nuestra conversación fue lo más amena. Intenté insistir para que Michael me cuente detalladamente todo por lo que había pasado para verme feliz.

Él sólo se limitaba a apoyar su dedo índice de su mano derecha sobre la boca mientras decía al mismo tiempo:

- Tranquila, ya llegará el momento.

Y tras un momento de incomodidad nuestra charla se reanimó. Esta vez todo fluyó con la misma naturalidad que siempre. Antes éramos como dos desconocidos. Ahora cada uno se aseguró de que podía confiar en el otro.

De pronto, noté algo extraño en el rostro de Michael. Su cabeza estaba sudada, como si estuviera derritiéndose.

Cautelosamente me acercé hacia él tomando con mi mano izquierda un cuchillo de cocina y ocultándolo tras mi sucio atuendo mientras que con la mano con la que era más diestra tomé uno de los candelabros que colgaban de la pared y lo acerqué hacia él.

- ¿Qué te ocurre?- me animé a preguntarle.

Él no respondió.

Decidí entonces acercar aún más las velas contra su rostro.

- Contéstame- lo obligué, dejando entre su rostro y el fuego un espacio despreciable si se lo veía de lejos, pero lo suficientemente grande como para no calcinar a mi novio.

- ¡Ouch! ¡Me has quemado imbécil!- se quejó él.

Tomándose las manos a la cara y alejándose de su asiento, se alejó de mí.

Estaba lista para dar pelea a cualquiera que se me presente.

Se apareció repentinamente ante mí, dibujando una enorme sonrisa.

El reflejo de su rostro sobre mi cuchillo lo alarmó. No quiso quedar atrás y tomó el suyo lanzando cuchilladas al aire.

Por mi parte, me encontraba en una situación complicada ya que mi vestido no me daba la movilidad que en ese momento estaba necesitando.

La hoja de su cuchillo fue a parar a una de las costuras de mi vestido, destruyéndolo todo.

Pero en aquel instante no hubo tiempo para criticar la actitud salvaje de mi novio al notar algo que fue una pena de no haberme dado cuenta antes.

***

28 de diciembre, una vez
en casa...

Tras un largo y exhaustivo viaje de retorno no pude evitar callarme un minuto más. Por consiguiente, una vez que mi jefe hubo cerrado la puerta de nuestra pequeña gran mansión sólo atiné a preguntarle:

- ¿Y qué hacemos ahora?

Mi jefe subió sus hombros, como si estuviera diciéndome:

- ¡Y yo qué demonios sé!

Nuestra conversación fue interrumpida por los gritos de mi jefe al descubrir que la niña no estaba y Javier tampoco.

Nunca en mi vida volví a escuchar semejantes blasfemias y palabrotas contra una misma persona.

En un momento acabó sus quejidos y me mostró extrañado una nota que decía.

"Surgió un inconveniente con la niña. Vengan pronto a la Budapest y les contaré todo"

La nota no llevaba remitente, pero logré identificar la inconfundible letra de mi amigo. Nadie en el mundo dibuja de ese modo la letra "ese" en el mundo: doble rulo por debajo y una delicada curva por sobre la "u".

- Menos mal que aún no hemos tenido tiempo de desempacar. Vamos rápido a Budapest que el tiempo es oro.

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