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Capítulo XX

***

La noche había caído, un silencio sepulcral se había instalado en la sala. El miedo se ha instalado en esta habitación- pensé. Y tenía mucha, demasiada razón.

Cerca de las dos de la mañana, la puerta de mi pequeña habitación fue abierta por un intruso. Me volteé. No quise ver a Javier, estaba paralizada del miedo. Contuve las lágrimas oculta entre las colchas que me servían de abrigo.

En lugar de un brusco modo de obligarme a salir de allí, sólo se limitó a sentarse junto a mí y destaparme de a poco. Ya no está agresivo- pensé en un primer momento. Pero luego reflexioné y noté que todo aquello podría ser una farsa, que aquél era el Javier de siempre. Una máscara, por bien disimulada que esté, sigue siendo una farsa que oculta detrás suyo a un bribón.

De a poco fui asomando mi cabeza de entre las sábanas. Ya bastante había tentado al destino todo este tiempo. Era hora de la verdad. Mi hora llegó.

Pero, en lugar de aquel hombre a quien yo le temía, apareció un rostro familiar. Sonreí al verlo. Era Ramiro. Él había escuchado toda nuestra conversación con Javier, había comprendido el peligro en que me hallaba y decidió ayudarme.

Apoyó rápidamente su dedo índice sobre mis labios, suplicándome silencio. Asentí. Dando grandes zancadas en puntas de pie, Ramiro abrió la puerta con el mismo cuidado que ya lo había hecho antes y asomó su cabeza. Miró hacia ambos lados y se cercionó de que nadie podría vernos.

- No hay moros en la costa- habría dicho Ramiro, si no fuera porque no quería pronunciar ni una palabra que sea capaz de alertar a sus amigos enfermeros.

Me indicó que camine hasta él en silencio con una simple seña. Tratando de no despertar a los espíritus que rondaban en aquella habitación avancé hasta la puerta.

En unos minutos, ambos corríamos por los oscuros pasillos de esa prisión para enfermos.

Alcanzamos rápidamente una puerta de la que colgaba un cartel en el que se podía leer "Prohibido el ingreso a todo el personal ajeno a la institución".

- ¿Qué hacemos aquí?

- Tú tranquila- susurró Ramiro mientras colocaba su mano sobre el pomo de la puerta y la abría con suavidad.

Su mano sudada tomó la mía y me daba fuerzas para poder seguir.

Acabamos en una callejuela abandonada y con mala iluminación. Un olor nauseabundo que desprendían las bolsas de basura se percibía en todo el ambiente. Un gato redondo y peludo se encontraba recostado sobre la fachada de una casa demacrada. Un perro enfermucho emitía quejidos sin cesar. Bienvenidos a mi mundo.

Una motocicleta celeste que estaba aparcada en la esquina oculta entre unos arbustos nos esperaba. Dos relucientes cascos colgaban de ella.

Ramiro tomó la delantera y me invitó a sentarme a su lado. El motor ya estaba encendiéndose cuando un enfermero apareció. Había llegado hasta allí utilizando los mismos recursos que nosotros.

- Son ellos- exclamó, a todo pulmón.

Un escuadrón de enfermeras comenzó a perseguirnos. Corrían como jamás lo habían hecho.

Ramiro sólo se limitó a acelerar la moto y mirar hacia delante. Yo, en cambio, no paraba de mirar hacia atrás.

Unas cuadras después, la multitud ya no se oía. Estaba a salvo.

Le agradecí a Ramiro por el gran favor que me había prestado.

- Gracias- sólo pude decirle.

- No hay problema- replicó él con su calma habitual.

- No, no. En serio, gracias. Salvaste mi vida.

- Tampoco es para tanto- intentó tranquilizarme mi salvador.

- Sí, lo es. Pero ¿por qué lo hiciste, Ramiro? ¿Por qué arriesgaste todo para salvarme?

- Porque te amo, Mina.

- Lo lamento, pero ya tengo novio.

Ramiro se llevó las manos a la cara. Mientras lo hacía, yo me lamentaba por haber sido tan dura con él.

Minutos después, separó las manos de su rostro y no pude hacer más que exclamar.

- ¡Oh, Michael!

No recuerdo lo que me contestó ni lo que le dije después. Simplemente fueron demasiadas emociones para un mismo día. Él se había arriesgado por mí para salvar mi vida.

No recuerdo nada más. Sólo que nos besamos. Fue un beso de reencuentro, con un sabor amargo pero dos veces placentero. Disfruté todo el tiempo en que sus labios se toparon con los míos.

Michael parecía haber cambiado en este tiempo. Se lo veía tan alto como su padre. Su cara de niño ya se había esfumado, aquél era todo un hombre.

Pero como en esta vida nada es perfecto, no podía esperar a descubrir por qué él no había tomado contacto conmigo anteriormente.

***

Ushuahia, 25 de diciembre.
Cerca de la medianoche...

Estábamos acorralados. Todos, incluso la falsa víctima del accidente portaban un arma en sus manos.

- ¿Pensabas que te librarías de mí fácilmente Josep? Pues temo decirte que lamentablemente te equivocas- dijo entre risas el responsable del montaje de semejante operativo.- Ven aquí Bruno.

El supuesto cadáver avanzó hasta nosotros con una gran sonrisa en el rostro.

- Hijo, te presento a dos viejos conocidos.

Cabe destacar que mi jefe es un hombre ejecutivo, de decisiones rápidas, y no pudo pasar por alto la idea de salvar su pellejo.

El joven se acercó hasta mi jefe y le tendió la mano. Pero nadie esperaría lo que ocurriría después.

Mi jefe tomó al hijo de Antonio por el cuello y vociferó con toda la fuerza de sus pulmones.

- ¡Alto el fuego! Este hombre me pertenece ahora. Cualquiera que haga algún intento de salvarlo y no lo verán con vida jamás.

El resultado del discurso de mi jefe fue increíble: nadie se atrevió a moverse, ni siquiera Antonio.

Utilizando al hijo de nuestro peor enemigo como escudo escapamos lentamente, a la vista de todos y ni una queja de nadie.

- Ya no nos servirá- afirmó el jefe, dejando al joven patas para arriba del golpazo que recibió.

- Pero podría sernos útil- protesté.

- Ya no más- declaró mi jefe-. Al menos no me sirve para lo que planeo hacer ahora.

La luna estableció su pálida presencia e hizo brillar los dientes de mi jefe que reflejaban una sonrisa capaz de intimidar a cualquiera.

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