Capítulo XVIII
***
En el hospital el día comienza temprano, demasiado pronto. El Sol aún no había comenzado a iluminar la habitación cuando un doctor me despertó. Con movimientos rápidos, algo de nerviosismo y prisa revisó que todo estuviera en orden: monitor, cableado y paciente. Prometió traerme un suculento desayuno y abandonó la sala.
Regresó diez minutos más tarde y pude verlo con más detenimiento. Ojos verdes y apagados, detrás de unos anteojos circulares, mal afeitado, nariz aguileña, dientes blancos y pequeños le daban al hombre una personalidad única. Me alcanzó una taza de té caliente, dos medialunas y unas rodajas de pan tostado. Se sentó en un extremo de la cama y comenzó a interrogarme tranquilo, como si nada más tendría que hacer aquella mañana más que estar junto a mí.
- ¿Te ha gustado el desayuno? Disculpa si te desperté temprano, seguramente debes estar acostumbrada a dormir hasta tarde.
- No hay problema- contesté despreocupada.
- Necesito revisarte, nena. Quisiera ver los hematomas en tu cuerpo de los que tanto me habló Sandra. ¿Sabes cómo se produjeron?- añadió despreocupado, fingiendo no interesarse en absoluto por la causa sino por las consecuencias.
Por supuesto, conocía la causa por la que tenía mis piernas entumecidas, pero decidí mentirle. Aún ahora cuando vuelvo el tiempo atrás no entiendo por qué tomé esa decisión tan incoherente.
- Un accidente- le respondí, tratando de no dar detalles que no se me pidieran.
- Ajam...- el doctor dudó un momento de mi historia. Cualquiera hubiera notado su incredulidad-. ¿Puedo hablar con tus padres un momento?
- Ellos no están aquí.
- Me gustaría saber quién te alcanzó hasta el hospital- insistió el hombre, frunciendo sus cejas y mirándome fijamente a los ojos, como si quisiera leer en lo profundo de mi alma.
- Un tío mío al que conocí hace poco. El vivía en otro país y desde hace unos meses regresó en búsqueda de mejores oportunidades laborales.- Logicamente, nada de eso había ocurrido. Sin embargo, sentía la necesidad de proteger a Javier aunque no sabía bien por qué.
- ¿Él dónde está ahora?
- Para serle franca, no lo sé. Probablemente esté discutiendo con alguno de sus socios. Me prometió que me visitaría cuando la reunión acabe. Aunque no creo que se desocupe muy temprano.- Mis respuestas tenían solamente una intención: hacerle creer al doctor que no lo dejaría hablar con Javier.
- Esperaré- dijo el doctor mientras tomaba una silla de un ricón poco iluminado y la colocaba junto a mi cama. Nunca me había visto con alguien tan terco como este señor.
Ambos permanecimos en silencio, sin atrevernos siquiera a mirarnos a los ojos, durante mucho, demasiado tiempo. Hasta que una mujer más ancha que alta empujó la puerta corrediza con su trasero e irrumpió en el cuarto. Hablando con altanería, se dirigió al doctor diciéndole que una paciente lo esperaba en la puerta. Me besó cariñosamente la frente y abandonó la habitación.
Una vez que supe cerciorarme de que nadie en los alrededores me escucharía, tomé mi armónica y comencé la interpretación de una melodía que resonaba en mi mente.
De pronto aparezco en una ciudad fría, muy fría. El viento, rugía furioso. La nieve, decoraba el suelo. Los niños, jugaban a armar muñecos o lanzarse al piso para hacer ángeles. Yo, estaba sentado en un banco de plaza sola. Aquella no era mi ciudad, ni mucho menos mi barrio.
En una radio, la locutora anuncia los titulares: "Cinco mil cerdos mueren enterrados por la nieve"; "Mujer busca desesperada a sus hijos tras una violenta avalanca"; "Hallan a hombre ahogado en las orillas del Fagnano".
Sin razón alguna, mi corazón comenzó a palpitar violentamente, mis manos y todo mi cuerpo comenzaron a temblar. Estaba realmente aterrada.
Corría como loca por las calles preguntando a todo el mundo en dónde podía yo encontrar aquel lago. Repetía también a viva voz, hasta secar mi garganta "Mi padre, mi padre..."
***
Ushuahia, 25 de diciembre,
por la noche...
Abandonamos la pensión de mal agüero cuando comenzó a amanecer. Salimos de nuestra habitación en silencio, ignorando todas las miradas desconfiadas, las risas y los comentarios que se hacían a nuestras espaldas, pero en una voz tan alta para que podamos oírlos. Tampoco saludamos a María Isabel ni le respondimos la causa de nuestra prisa. A nadie le importan nuestros asuntos ni las cuentas que tenemos que saldar.
Tomamos un taxi y nos dirigimos hasta el lugar de los hechos. El taxista notó nuestra prisa y quiso involucrarse en nuestros asuntos. Nos preguntó si éramos parientes o amigos del fallecido. Mi jefe le clavó la mirada a través del espejo retrovisor. Luego de esto, el sujeto acabó su interrogatorio.
Unos cuantos minutos después llegamos a destino. Mi jefe le ordenó al taxista a aparcar el coche a unas cuadras del lago.
El lugar del suceso estaba plagado de policías que prohibían el acceso a cualquiera que quisiera curiosear. Habían vallado una gran parte del perímetro total del lago. Una multitud de curiosos molestaban a los policías, quienes no se los podían sacar de encima.
Nos adentramos a los codazos, acompañados de un gran número de quejas, silbidos y palabrotas de las víctimss de nuestros empujones. Mi jefe caminaba como si nada ocurriera, conteniendo sus ganas de golpear a toda aquella multitud por el simple hecho de hallarse rodeado de policías. Pero una mano huesuda tocó el hombro de mi jefe y lo hizo voltear. Pude ver un cambio de expresión en su rostro al reconocer a Antonio.
El intruso aceleró la marcha hasta alcanzarnos. La gente presentía un drama y se había alejado unos pasos por temor a que algo malo ocurriera. Mi jefe quiso darle una bofetada pero se contuvo. El español nos saludó esbozando una gran sonrisa burlona. No ríe de igual manera un bribón que un hombre honesto.
Todos se sorprendieron y disfrutaron el hecho de ver a quienes los habían empujado para abrirse paso entre ellos incómodos ante la presencia de ese hombrecito pequeño y regordete, entrado en años, canoso y con un gracioso bigote. El gentió quería oír nuestra conversación, pero hablábamos en una voz tan baja que nadie pudo pescar idea alguna de nuestra charla.
- Miren a quienes tenemos aquí- dijo por fin Antonio, una vez que nos hubo alcanzado.
Mi jefe abrió sus brazos y le dio un ligero empujón, obligándolo a alejarse de nostros.
- ¿Siguen en búsqueda de su cubano y creen que es la víctima que cayó en el lago?- preguntó burlón.
Esta vez fui yo el encargado de alejarlo con un fuerte golpe en el pie que le hiz retorcerse de dolor y abandonarnos momentáneamente.
Hablando con varios oficiales y fingiendo haber creído reconocer a nuestro primo en la televisión las puertas se nos abrieron.
El accidentado estaba recubierto en una amplia manta del color del cielo dejando solamente ver su cabeza. Llegamos finalmente hasta él, lagrimeando y con nuestras narices coloradas. Con una voz quebrada mi jefe preguntó si podríamos identificar e cadáver. Un comisario flaco y altísimo, casi sin carne, ojos apagados, piel completamente pálida y una mirada huidiza nos miró con compasión, expresando sus condolencias.
Una doctora nos guió silenciosamente hasta el cadáver, dándome palmadas en el hombro y pronunciándome algunas palabras de aliento. Me dijo que los jóvenes son frágiles pero fuertes y que no tardaría mucho tiempo en superarlo.
Llegamos a destino, la mujer nos dio un último abrazo, un beso en las mejillas a cada uno de nosotros y se alejó respetuosamente. Pero quienes realmente queríamos llorar éramos nosotros al reconocer el cadáver del ahogado.
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