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Capítulo XVI

***

"Hoy puede ser un gran día" me dije esta mañana al despertar. Aunque estaba medio moribunda, el día de hoy me sentía con ganas de vencer al dolor y a los miedos para lograr huir de aquí.

Un Sol cordial iluminó y elevó la temperatura del diminuto habitáculo e hizo resplandecer mi instrumento, mi arma letal. Ella me ha enseñado un mundo nuevo, cosas desconocidas o quizá olvidadas, pero hoy es el día de cambiar el destino. Quería poner en práctica una empresa de lo más cuestionable; se trataba de manejar la melodía a mi gusto, con la fuerza de mi voluntad y de mi alma.

El día de hoy quiero crear mi propia melodía y hacerle ver a Javier una escena espeluznante. Espero con ansias el momento....

Transcurrió toda la mañana y unas cuantas horas de la tarde cuando por fin se atrevió a aparecer. Esta vez, algo más generoso: me trajo un exquisito emparedado y me deseó un buen descanso. Planeaba no verme hasta mañana.

- ¡¡Espera un segundo!!- grité, antes de que la puerta terminara de cerrarse completamente.

El se volteó, sorprendido por mi actitud y el tono imperativo con el que sonaron mis palabras. Pero la curiosidad lo estaba consumiendo por dentro.

- ¿Ahora qué quieres?- respondió, cansado de este absurdo juego.

- Quisiera regalarte una canción- arriesgué. Ante una mirada que no me indicaba ni aprobación ni rechazo proseguí.- Es sólo un momento.

- No creo que sea muy buena,- contraatacó él- pero está bien. Igual me torturarías hasta que acepte.

Sonreí. Mejor dicho, esbocé una media sonrisa, una mueca que no expresaba ni complicidad ni mucho menos felicidad. Tomé mi armónica, no me santigué (aunque estuve a punto de hacerlo) para no despertar sospechas, recité mentalmente una de las tantas oraciones que ya conocía de memoria , cerré los ojos unos instantes y comencé con aquella melodía que nunca antes me había atrevido a interpretar.

Una ciudad. Un barrio. Una casa. Una pequeña habitación. Dentro, una niña yace sin vida. Fuera, tres hombres discuten. A dos de ellos me los conocía de memoria, pero al tercero aún no lo había observado con tanto detenimiento; nariz romana, cabello castaño claro, algo largo y enrulado, ojos café, labios bien definidos, cejas de mujer, hombros y espalda de hombre y algunas pecas sobre sus pómulos era lo primero que cualquier fisonomista habría visto en este hombre.

Discutían en un tono elevado, el líder no paraba de acusar a Javier. Estaba en verdad colérico.

- ¡No debiste haberla dejado morir, imbécil! Conocías a la perfección el plan. Entonces... ¿por qué dejarla morir?- El jefe no paraba de refunfuñar.

- Pe...pe...pero- titubeó Javier- no es mi culpa.

- ¡Pues claro que lo es! Te dejé bien en claro que ella tenía que estar viva- dijo enfatizando en la última palabra.

- Pe...pe...pero.

- Nada de peros. ¡Sufrirás lo mismo que ella traidor!

Inmediatamente, lo sujetó del cuello y lo arrastró hacia la habitación en donde yacía mi cuerpo sin vida. Y allí se quedó solo cuando el jefe lo encerró y aseguró la puerta con infinidad de candados. Cada tanto practicaba tiro al blanco, utilizando proyectiles en lugar de simples e inofensivos dardos. Hasta que un día...

- ¡Detente! ¡Ya, ya, detente!- ordenó Javier no pudiendo soportar más la situación.- Tú ganas ¿qué quieres de mí Mía?

- Mina- le corregí.

- Eres mía Mina- me respondió él dejando ver su dentadura.

- Ya no más- repliqué esgrimiendo mi armónica.

***

Ushuahia, 25 de diciembre

Llegamos puntuales al aeropuerto y ahora nos tocaba esperar. Aquella construcción era inmensa, toda vidriada y luminosa, con los asientos recubiertos de felpa. Un gran número de personas iban y venían, algunas veces caminando, otras corriendo. Los bares eran muy frecuentados, al igual que un sinnúmero de tiendas pequeñas que vendían peluches, almohadones de viaje, auriculares y una gran cantidad de cucherías.

Esta vez, mi jefe se encolerizaba cada vez que la mujer encargada de anunciar algún vuelo nombraba otro que no era el nuestro. Por mi parte, me mostré apacible, absorto en la lectura de un extenso libro.

Embarcamos esta vez con nuestras dos valijas en mano y no hubo problemas de ningún tipo con nuestro equipaje.

El avión era igual de glamoroso que el aeropuerto en el que descansaba: asientos semicama, conexión a Internet gratuita, servicio de radio y televisión y menúes deliciosos daban cuenta de que se traraba de un vuelo de primera clase.

Un par de horas después llegamos a destino. Una fina nevada nos recibió y nos hizo redoblar nuestros abrigos. Al parecer, quienes vivían allí estaban acostumbrados a vivir todo el año pasados por la nieve. Asimismo, no pararon de desearnos unas muy felices fiestas. Tratábamos con gente bastante cálida y agradable, según mi parecer.

No se nos volvió trabajoso encontrar alguien que hable en el mismo idioma como nosotros. Al contario, nos vimos sorprendidos de la cantidad de turistas, que hablaban en alemán, portugués y también en italiano.

Gracias a un cordial joven conseguimos una pensión económica y, sobre todo, muy cómoda. La dueña ers una mujer entrada en años, canosa, alta e imperativa. Vivía fanfarroneando y reclamando por todo y con todos. Nos miró con cara de pocos amigos, sospechando quizás de nuestras verdaderas intenciones.

Mi jefe me pidió tiempo para pensar un plan, por lo que yo, fiel a su mandado, le concedí todo el tiempo que necesitara y me dediqué a explorar la ciudad, que me había resultado muy bella desde el primer momento.

Caminé por la costa unas horas y, al caer el Sol, me dirigí hacia un gran casino luminoso y monumental. Exteriormente, semejaba a un inmenso pájaro; interiormente, una gran cantidad de personas se entretenía en las máquinas tragamonedas, ruletas inmensas, partidas de póquer y dados. Sin dudarlo, probé suerte con las cartas.

Mi adversario era un inglés pintoresco, como sacado de una película, espalda recta, nariz puntiaguda, modales cortesanos, un gracioso sombrero que se había quitado al comenzar la partida, un esmoquin oscuro y un moño blanco contrastaban con su gracioda figura. Todo un profesional.

Y profesional también fue el modo en que me venció y me arrebató mis quinientos dólares. El precio del juego. Diría mi abuela "desgraciado en el juego, afortunado en amores". No sé en cuál de los dos soy más desgraciado.

No me gusta tratar con mi jefe molesto, por lo que abandoné el casino y continué mi caminata.

Tras un extenso, pero no menos bello paseo, ne vislumbré con una alta construcción que mi escritor favorito, el francés Julio Verne, había descrito en una de sus obras: de trataba del peculiar Faro del fin del mundo.

Ya era cerca de la medianoche cuando regresé a la pensión. María Isabel, tal era el nombre de la hostelera, no paró de reprenderme por el horario al que llegaba, aclarándome que esa era la primera y última vez que le hacía eso, que era un desconsiderado, bla, bla, bla...

Giré la llave por la cerradura perfectamente engrasada e hice temblar la puerta cuando la abrí. Temí despertar a mi jefe, pero me sorprendí al verlo despierto mirando televisión en la sala. Hizo un gesto con su mano, golpeando dos veces un sillón junto a él, me invitó a acompañarlo.

En el noticiero, que apenas podía verse algo y escucharse palabras entrecortadas debido a la falta de señal, se veía el titular del día: "Hallan a hombre ahogado en las orillas del Fagnano".

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