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Capítulo XCIII

***

- ¿Qué estamos esperando?- le susurra Manuel a su jefe intentando romper el silencio.

Javier observa fijamente el trabajo terminado. Trata de llevar su mente más allá para imagunarme allí dentro, sentirbmi sufrimiento y percibir mis movimientos de dolor. Sonríe ante la escena, sonríe con mucha maldad.

Aviva la fogata lo más posible y, ante la sorpresa de sus compañeros, se sienta a esperar a que llegue la hora fatal. Esto demuestra que Javier es capaz de desobedecerle a su padre, insultarlo, marginarlo ante la presencia de todos, decirle todo en la cara, pero incapaz de romper una promesa. Tal vez ese sea su punto débil, al cual intenraré corromper.

El diminuto reloj digital del camión marca las cinco y veinte de la tarde. Javier aún no se ha levantado de su asiento, un pequeño tronco de un roble caído sobre el cual se balancea lenta, casi dolorosamente. Su cabeza apunta al piso y no es capaz de desconcentrarse sin importar cualquier ruido a su alrededor. Parecería incluso que le estuviera orando al mismísimo Hades.

Manuel y el jefe se muestran ahora más despreocupados, toman el mazo de cartas y comienzan a jugar una partida de chinchón. Resulta increíble: hasta se hacen trampa ellos mismos.

El tiempo transcurre y a tan sólo treinta minutos de mi quinta prueba comienzo a sentir un gran ardor en el estómago. Salgo corriendo y vomito tras unos matorrales mientras que la escena de mi cuerpo incinerado salpica mi mente y me hace vomitar más y más.

Unos cinco minutos después logro terminar con mis arcadas y me pongo de pie nuevamente. El panorama ha cambiado desde la última vez que estuve aquí: Javier ha colocado una segunda hilera de troncos como una gran muralla, dejando apenas un espacio para poder introducirme en el centro de fuego.

Los otros hombres lo ayudan con su trabajo. Los tres se ven fatigados, mas con una expresión de felicidad que blande en su rostro. El trabajo está casi listo cuando faltan diez minutos para dar inicio a este nuevo desafío.

Comienzo a sentir el fuego quemando mis entrañas, provocándome cientos de ampollas por todos lados y el aire comienza a irse de mis pulmones al recordar que en un incendio se muere más rápido por asfixia que por incineramiento.

Javier se acerca triunfante ante mí, revoleando cual llavero en mano un enorme rollo de cinta americana gris en una de sus manos, y en la otra un bidón de cinco litros de combustible puro.

- Quédate quieta mientras te ato los pies- me dice, mienteas me obliga a llevar mis manos a la espalda.

- Hagas lo que hagas no cubras mi boca- le supico, juntando mis manos y colocándolas por sobre mi boca.

Javier termina de amarrar mis pies y va por mi horrorosa boca.

- Al menos ahora no podrás hablar- me dice mientras refuerza con cinco capas el primer trozo que me fijó-. ¿Tienes alguna objeción ?

Tengo el valor de callarme. No quiero arriesgarme a quedar como una estúpida al intentar hablar y que no se me entienda. Eso sólo contribuiría a aumentar su victoria.

Algunos dicen que el que calla otroga. Pero en este caso, el silencio es el mejor de los consejeros.

***

Auckland, 17 de enero,
al tocar las doce campanadas...

El enorme campanario de la inglesia de enfrente vibró con tanta intensidad que casi nos voltea en el intento. Sin embargo, entre tanta oscuridad, aquello era lo que menos me aterraba en aquel momento.

Durante largas caminatas por los techos de la ciudad me sentí observado por cientos de personas. Después nos encontraríamos con que eran murciélagos y nos habían velado durante todo nuestro escape.

Finalmente, nos detuvimos en un callejón abandonado, aquel al que, como en las películas, no le falta un enorme contenedor de basura pestilente que se siente a dos cuadras, enormes paredes y un gato durmiendo en la esquina.

- Mira a aquel gato- señalé con mi dedo una enorme bola de pelos negra que roncaba tranquilamente en un costado de la calle-. Me hace acordar a otro felino, pero ahora mismo olvidé a cuál...

- Creo que te refieres al Señor Bigotes. Pero ya deja de ilusionarte, este ni siquiera es tan feo como el anterior. Ya quítate esos miedos de la cabeza y camina.

Nos detuvimos en una tienda de ropa y compramos un par de sombreros, dos sacos abrigados y unas gafas de sol. Todo esto nos calzamos en la próxima esquina, cambiándolos por nuestros antiguos ropajes. Una vez ya cambiados, nadie nos reconocería.

Regresamos a nuestro hospedaje más allá de las dos de la mañana, seguidos de cerca por una caravana de jóvenes borrachos que acababan de festejarle "el inicio de la legalidad" a uno de ellos. La fiesta era tan patética como suena. La juventud está perdida, no hay otro remedio.

Descansamos en nuestros colchones que hacían honor al hopedaje que elegimos: un lugar cómodo, no muy caro, en los suburbios, en donde nadie te mira raro y en donde regresar a las dos de la mañana ni sorprende ni al conserje quien, atento, controla ambas puertas a la espera de saboteadores.

Un grupo de mujeres jugaba al póquer en una esquina iluminada, luciendo sus enormes botas y sus faldas tan cortas como provocadoras. La más bonita de todas ellas tomaba el control de la situación.

Tomamos el ascensor para llegar a nuestra habitación, el cual, tras unos cuantos golpes, acomodó su rudimentario sistema de poleas y comenzó un ascenso tan lento como ruidoso. Todo hacía honor al eslogan del lugar " En donde lo primero es tener un lugar seguro para descansar". Así nomás, sin tapujos, alertaban a los nuevos visitantes que aquél no era un lugar para cualquiera.

Abrimos la puerta y después de toser un par de veces y de asegurarnos de haber quitado toda la suciedad (visible) de los colchones, nos dormimos profundamente hasta después del mediodía.

La vida de un ladrón en mas difícil de lo que parece. Robos de aquí, robos de allá. Al final nunca se puede estar tranquilo ni decir alguna vez "Hoy es un buen día para ser feliz".

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