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Capítulo VIII

***

Por unos instantes permanecí quieta mirando hacia la puerta. Recuerdo cuando se abrió por primera vez para encerrarme para siempre.

No sabía qué hacer si los hombres regresaban; el candado ya no tenía arreglo. Quizá mi única opción sea flaquear la cerradura de la puerta. Dos invisibles que llevaba puestos en aquel momento simplificarían la tarea. La ganzúa ya estaba lista, era momento de probarla.

Me arrodillé frente a la cerradura y comencé a girar la pinza hacia un lado y hacia otro. Mi técnica no resultó.

Era momento de idear un plan B. Tomo el invisible y lo voy a colocar en la cerradura, después daría dos vueltas hacia la izquierda y podría escapar. Pero, en el momento en que me disponía a probar mi nueva técnica, algo terrible sucedió.

Del otro lado una llave se había incrustado en la cerradura y comenzó a girar. Ellos habían regresado.

En tan sólo cinco segundos no pude hacer más que ocultarme tras uno de los sofás.

La puerta se abrió y tres sombras se proyectaron sobre una pared. El de la pata de palo tomó la delantera y los otros dos lo siguieron. Al verlos mi corazón comenzó a latir a un ritmo que nunca antes había experimentado. Temía que su palpitar sea escuchado por los hombres.

El último en entrar fue el encargado de cerrar la gran puerta. Mis rodillas no paraban de temblar, mi corazón sufría.

Justo en el momento en el que no queremos que algo pase, paradójicamente eso pasa. Y esta vez el responsable era el polvo. Quizá, si la habitación hubiera sido limpiada al menos una vez, no habría estornudado.

El de la pata de palo se paró frente a mí y pude ver su rostro. Nariz ganchuda, tez morena, ojos color café y anchos labios. Su barba podría confundirse con la de un pirata de hace algunos siglos.

Su cara y la mía se encontraron. Yo, jadeaba y él disfrutaba el hecho de verme sufrir.

Y después todo pasó de golpe: los dos caballeros me agarraron por detrás y me levantaron. Nada podía hacer más que unas paradas al aire. Absolutamente nada.

Esta vez me amordazaron en el momento preciso en el que iba a pedir ayuda. Me empujaron contra una habitación aún más pequeña y revolearon mi mochila sobre mi cabeza. Pude escuchar el sonido de la armónica que se hallaba dentro de la mochila cuando fue abollada.

La puerta se cerró, esta vez dos gigantescos candados la volvían inquebrantable.

El nuevo lugar era minúsculo, un colchón se encontraba en el piso. Seguramente aquel era el cuarto de "visitas". Las paredes presentaban algunas grietas, causadas inevitablemente por la humedad.

Un lobo solitario aulló en medio de la noche. Me daba la bienvenida al mundo de los muertos.

***

Nos habían sorprendido infraganti. No quería regresar a aquel lugar. Me da escalofríos de sólo pensarlo.

El jefe ideó un plan de escape y todos nos pusimos a sus órdenes. Subimos nuevamente las escaleras, esta vez no paraban de rechinar.

Y llegamos a la habitación del cubano. No había escapatoria, ninguna ventana por donde saltar. El cubano había previsto todo esto, estoy seguro.

Paseamos por el resto de la casa sin encontarar una escapatoria. Debíamos salir y enfrentarlos. No sabíamos cuántos eran, por suerte ellos tampoco conocían ese dato acerca nuestro.

Ya estábamos bajando las escaleras cuando la puerta se abrió, un policía obeso irrumpió en la casa y nos descubrió. Ya estaba dando la voz de alarma cuando mi jefe sacó el revólver de su saco y lo calló para siempre.

Alarmados por el disparo, una veintena de policías apareció. No teníamos escapatoria más que creer en los milagros. ¡Y justamente nosotros!

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