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Capítulo LXXXIII

***

El animal feroz abre su boca y se dispone a avanzar hacia delante. Sus dientes son muy filosos y puntiagudos, de esos capaces de arrancarte el brazo de un sólo mordiscón. Su aliento huele a sangre coabulada y seres vivos desintegrados, lo que hace que me aparte un poco por el asco.

El rojizo depredador me mira fijamente a los ojos, alternando su mirada entre ellos y mi brazo izquierdo, el más cercano a él y, a su juicio, el más delicioso de los dos.

La columna de fuego comienza a extinguirse deliberadamente y el animal logra atravesar su cabeza, aunque todavía no se anima a saltar por miedo a quemarse. Lanzo unos hachazos al aire muy cerca suyo para intentar auyentarlo, sin embargo, el animal esquiva los golpes con unos violentos movimientos.

- Mía, ¡¿qué haces que no lo matas?!- exclama deseperado Javier, mientras al mismo tiempo cambia el hacha de mano y comienza a dar golpes secos y seguros a una manada de zorros que se abre a través de los montones de hoja seca-. Es cuestión de vida o muerte- no me mira, en este momento se halla concentrado en su matanza como para desviar la mirada de su objetivo, pero estoy segura de que habría clavado sus ojos en mí al pronunciar esas palabras-. No me defraudes- concluye.

Me hallo en una situación desesperada: nunca he descuartizado a un animal pero no tengo otra opción; o es eso o morir y convertirme en comida de zorros. Extiendo el hacha temblorosa; mis manos reflejan cierto nerviosismo: se encuetran empapadas de sudor y no cesan de temblar contra mi voluntad. Mis rodillas castañean y mi cerebro busca excusas para no hacer semejante acto de crueldad.

- ¡¡Mía, hay un tercer espacio!!- Javier me señala un recoveco de cincuenta centímetros desde el cual se asoman seis ojos rojos brillantes.

Es ahora o nunca. Extiendo mi brazo hacia atrás, realizo un amplio movimiento con los hombros y arremeto contra el zorro que se me aproxima. El hacha cae directamente por sobre la cabeza de mi atacante, dividiéndose en dos partes iguales y dejando un asqueroso lago de sangre bajo mis pies. El animal ruge por última vez, lanza unos zarpazos al aire para acabar acomodándose en posición fetal, listo para ser entregado al Señor.

- ¡¡Ayyyyyyyy!!- no puedo retener mi grito de horror al caer en la cuenta de que yo fui la causante de martirizar a este ser y me veo como una asesina. Me siento terrible, nunca debí haberle hecho caso a Javier; él sí que sabe mata a sangre fría y convencer a su concencia de que no ha hecho nada malo. Es aterrador pensarlo de esta manera, pero es la única explicación que consigo en este momento.

A partir de mi primera matanza ya no me veo tan intimidada al tomar la decisión de degollar al próximo zorro que se me acerca sin piedad. La cabeza rueda bajo mis pies y emana litros y litros de sangre que tiñen de rojo mi pulcro y delicado vestido.

Ya no le temo a los zorros, la vida me ha puesto un nuevo desafío, y si debo matar animales  para conseguirlo no tendré ningún problema en hacerlo.

Creo que me estoy pareciendo al salvaje de Javier. Después de todo, todas las almas tienen algo de locura y todos los seres se parecen en algo...

***

Auckland, 15 de enero,
después de un rato...

La soga se aferró fuertemente alrededor del mástil de hierro, envolviendo a la bandera como si de una bolsa de papas se tratara. Mi jefe proclamó tres hurras y en su semblante volvieron a verse sus expresiones de vanidad y superioridad quetanto lo caracterizaban.

- He aquí la solución a nuestro problema- proclamó ceremonioso mi jefe con una amplia sonrisa capaz de aterrorizar a cualquiera.

Ambos nos sacudimos nuestras ropas, dejando en el suelo una montaña de mugre, telas de araña hechas una bola, moho verdoso y unas cuantas cucarachas del tamaño de mi dedo. Me estremecí al pensar en lo que había transportado conmigo, pero ahora era el momento de dejar atrás los mariconeos y lanzarse hacia adelante.

-Tú primero- me indicó mi jefe con un ademán-. Deberás ir trepando y anudando la cuerda cada tanto para que me pueda servir de apoyo. No te preocupes, yo sé que lo lograrás- me alentó-, después de todo algo debes haber aprendido en el circo.

Realicé el primer nudo lo más alto posible, coloqué mis brazos allí y comencé a escalar. A medida que trepada y repetía el monótono procedimiento de anudar la cuerda cada cierta altura, comencé a agotarme; no había pensado que sería tan difícil llegar hasta arriba y que el camino sea tan largo.

Además, y para empeorar las cosas, el Sol volvió a asomarse radiante y, a pesar de la hora, comenzó a arremeter contra mi piel. Y para mal de males, la cuerda, áspera y algo mal entretejida, se desgranaba a cada paso y si de alguna manera lograba sobrevivir era gracias a los infinitos nudos que me vi obligado a ajustar.

Mis manos estaban rojas y quemadas por el contacto de la soga y aún no había transcurrido ni la mitad del camino. Cientos de hilos pequeñísimos se deshilachaban y caían coordinadamente, para después reposar en el piso y cubrir graciosamente a mi jefe de pelos.

Me sugeté a un nudo resitente y me impulsé unos cuantos metros de corrido, llegando a distanciarme de la cima del paredón por apenas dos escasos metros. Fue en ese momento cuando tomé la decisión estúpida de lanzarme cual superhéroe hacia el tejado, extendiendo los brazos y luego de haber tomado un gran impulso.

Mi atlético cuerpo ascendió un metro, treinta centímetros más, diez más, veinte más... Tan sólo restaban quince centímetros cuando noté que comenzaba a descender paulatinamente. Manoteé el aire varias veces, más no logré aferrarme al tejado con firmeza, aún peor, no alcancé ni a arañar el paredón.

Estaba en una situación desesperada: realicé un intento desesperado por sujetarme a la cuerda pero le erré por unos pocos milímetros. Comencé a caer en picada cada vez más rápido y miles de imágenes sobre mi vida agolparon mi mente.

Después de todo, los fantastas también pueden narrar historias...

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