Capítulo CXXXIX
***
- Por aquí- exclamó Javier, emocionado, jalando de mi brazo con energía-. Ya es hora de regresar a casa.
Pronuncié dentro mío un quejido de dolor que, al parecer, traspasó los límites de mi pensamiento. Mis bruscas maneras, mi poca voluntad para quitar de aquel barco el ancla que me empujaba a tierra firme y el gemido casi imperceptible llamaron la atención del hombre que tiraba de mí.
- ¿Te ocurre algo?- inquirió, simulando desconocer la causa de mi temor.
- ¿Sabes que?...- le aclaré- Este será mi último paseo con vida antes de llegar a dondequiera que me estén esperando en el más allá.
- ¿Es que tú sólo piensas en eso, acaso?-respondió, ofuscado, levantando sus ojos en señal de hartazgo-. ¿No te es suficiente el hecho de regresar a casa sana y salva, fuera de amenazas de animales salvajes y desastres naturales?
- En realidad- retruqué con calma-, de los únicos salvajes de los que siempre temí fueron los tres que viven en dicha casa. El resto, me resulta insignificante.
- Lo prometido es deuda- alegó Javier, con un brillo de complicidad en sus ojos.
- Ojalá fuera tan fácil hacer lo que tú dices, sobre todo cuando tu padre no deja ni que abras la boca- y, tras mis palabras finales, la conversación culminó y casi no volvimos a entablar diálogo hasta mitad de camino.
El sol ya comenzaba a ponerse en el horizonte cuando Javier emprendió el viaje de regreso. Guiados por unas tenues y sucias lámparas alternadas una por cuadra, comenzamos a zurcar el barrio con mucha cautela, pendientes del menor ruido. Precisamente, en un callejón nada iluminado gracias a un estúpido pájaro que tuvo la estupenda idea de colocar su nido sobre el farol haciendo imposible ver sombra alguna, un borracho se acercó a nosotros.
- ¿Quién se ha tomado mi vino?- la pregunta, que habría sonado como una amenaza en la mente de quien las pronunció, no nos preocupó en forma alguna; al contrario, llegó incluso a resultarnos cómica la amenaza de un borracho demasiado viejo para ser joven y demasiado joven para ser viejo.
- Quiensea que haya sido- le respondió Javier-, de seguro de que merece toda tu ira. Está bien, tienes toda la razón- le dijo, mientras su mano se dirigía con delicadeza hacia la navaja que el hombre estaba a punto de desenvainar y, hurgando en su bolsillo, le dio un billete de diez dólares, agregando:- . Aquí tienes algo de dinero, cómprate la botella más buena que encuentres.
El borracho asintió con la cabeza, tomó el billete con temor, lo examinó como un inútil durante unos segundos y se fue corriendo como un niño, tambaleándose sin cesar de un lado a otro, manteniénsose de pie sólo gracias a las invisibles cuerdas de su guía Dionisio, que lo dirigía hacia donde pudiera encontrar algo de licor.
- Si hay algo que debes saber aquí- me confesó Javier una vez que el borracho dobló en una esquina-, es que siempre debes intentar pelear lo menos que sea posible. La razón es superior a la acción.
- Gracias por el consejo. Es una lástima que no pueda ponerlo en práctica más que en el cielo o el infierno- declaré, terminante. La conversación finalizó de manera brusca y el sonido de las chicharras acompañaron nuestro regreso a la casa que menos quería ver en aquel momento.
***
State Two, 22 de enero,
al anochecer...
No se nos dificultó mucho la tarea de regresar a casa una vez que pudimos abandonar la casa del difunto Antonio, viendo de una vez por todas culminada nuestra tarea. Por fortuna, el equipaje ya estaba empacado, sobre un enorme sofá del living de la misma casa, a la espera del retorno de sus dueños.
La tarea de conseguir los boletos de regreso tampoco fue nada difícil. Gracias a una cobertura de banda ancha demasiado potente que tenía mi teléfono, conseguí comunicarme con el aeropuerto a través de su página web y reservar dos pasajes para la mañana siguiente.
- Espero que no nos encontremos con los mocosos a la vuelta- bromeó mi jefe, mientras se quitaba su antigua pata de palo partida para reemplazarla por una de repuesto que había empacado en una de sus tantas maletas.
- Sería una desgracia... para ellos- respondí, riéndome como un maniático.
Tras cuatro horas de espera y un plato de un spaguetti de dudosa procedencia que almorzamos en una cafetería, embarcamos rumbo a casa, sabiendo que nos quedaban tres horas de viaje que tendríamos que rellenar con algo. Por su parte, mi jefe decidió invertir una buena cantidad de dinero en comprarse una edición de aniversario de un cómic que tanto le encantaba. Yo, en cambio, estaba dispuesto a terminar la temporada de una de mis series favoritas, evitando los spoilers de Javier, megafanático de la misma y de comentarme todo lo que ocurriría.
El vuelo transcurrió sin demoras ni grandes sobresaltos. En el momento en que atravesamos el Triángulo de las Bermudas, unas fuertes turbulencias comenzaron a sentirse y varios de los viajeros, religiosos, tomaron su rosario y comenzaron a recitar sus oraciones. Frases de desesperación se dejaban oír de todos los extremos del avión.
- Señores pasajeros, han llegado a su destino con éxito- nos anunciaba la azafata unos segundos antes de que el avión aterrizara en la pista y perdiera una de sus ruedas en el intento, provocando insoportables alaridos por parte de la multitud.
Con sorpresa, conseguimos retirar nuestras valijas sin ser inspeccionados, situación que habría dejado al descubierto las armas que llevábamos ocultas en nuestros abrigos. Recogimos las maletas y abandonamos el aeropuerto. Una vez que estuvimos fuera, mi jefe comenzó a hacer señad como un demente a todo aquel taxi que pasara por allí. Tras cinco minutos de espera, un coche con vidrios polarizado se detuvo frente a nosotros, anunciando al resto del país de que no estaría disponible para otro viaje.
El hosco conductor no dio indicios de querer entablar una conversación al no responder nuestro saludo y requerir por única vez muy precisas instrucciones para llevarnos a nuestro destino. El resto del viaje, secundado por unas pésimas y desafinadísimas interpretaciones de las canciones de Celine Dion, trancurrió sin complicaciones. Los ojos del conductor se elevaban sobre el espejo retrovisor para observar a sus pasajeros con desconfianza.
Fruto de la obsesión de mi jefe de nunca revelar nuestra dirección a persona alguna, nos detuvimos a unas pocas cuadras de casa y caminamos en las tinieblas por unos segundos. Cuando doblamos en la esquina una revelación asombrosa se presentó ante nosotros: Javier, herido, arrastrando a la niña tras de sí, ansioso por regresar a su casa, mirando a ambos lados de la calle como un demente.
- ¿Acaso esos son...- se animó a preguntarme mi jefe.
- Afirmativo- le respondí, sin dudarlo ni un segundo. Las siluetas de Javier y Mía, comenzaron a tornarse más nítidas, en la medida que se acercaban a nosotros.
- ¡¡Alto ahí!!- les ordenó mi jefe, provocando el sobresalto de la niña y una brusca transformación en el rostro de mi amigo.
Sin dudarlo ni un segundo se acercaron a nosotros. Sus miradas de complicidad revelaban que habían pasado demasiado tiempo juntos y habían establecido una relación más allá del odio. Tal situación nos sorprendió de manera no grata y decidimos llegar al trasfondo de aquel asunto de una vez por todas...
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